Todos estos años juntas

Yo le digo que el buen café tiene un color oscuro con zarpazos atigrados que vuelve ilusionantes las mañanas, pero ella se empeña en reducirlo a un brebaje pardusco. Añade leche, no en función de mi gusto -que conoce perfectamente-, sino hasta obtener un líquido de un desalentador marrón que me ofrece siempre helado. El truco, como siempre, es beberlo deprisa.

Nada es fácil cuando tiene un mal día. Me pregunto si lo que la mueve es maldad o desidia y el no saberlo me sobrecoge. ¿Me odia o no sabe ser de otra manera? Por ejemplo, ha conseguido que aborrezca mi plato favorito porque me lo presenta como un deprimente regalo ante la visión del cual no sé si dar las gracias o llorar. En el desgastado plato, sobre la comida, algunos puntitos negros, lo justo para que yo dude a cada bocado. Pimienta no es… ¿Se trata de la traza de algo inofensivo o acaso son insectos? Esa idea es suficiente para perturbar mi digestión.

El perro flaco que vive en la casa me suplica con la mirada que le atienda yo y después, con los agradecidos cabezazos de su huesudo cráneo, me deja claro que él haría lo mismo por mí si pudiera. Pero es inútil porque, a diferencia del perro, yo no puedo escapar.

En el tendedero, la ropa parece pedir auxilio, y no solo porque ella cuelga las camisas del cuello, o los pantalones de los camales, como si exhibiera prisioneros, sino porque deja allí las sábanas por días. Las vecinas me escriben “¿Te has ido de viaje?”. Tal es el abandono que proyecta mi casa en sus manos…

Y todo, absolutamente todo, sigue ese malévolo criterio de la desgana y la urgencia. Como eso de obligarme a comer la fruta a grandes bocados para impedirme saborearla. Y si me pregunta después: ¿está maduro ese melocotón, tirante o en su punto?, aún de pie junto al cubo de la basura, donde me obliga a engullirlo, yo no sé qué responder. Y eso parece gustarle. Y más se alegra el día que consigue hacerme vomitar.

Deshace la cama y la mantiene así hasta el anochecer y luego me reprocha que duerme en un agujero. Le complace el caos de nuestro dormitorio y he acabado por resignarme al revoltijo y la penumbra. No me permite usar los armarios y solo se usa la plancha cuando está de muy mal humor. En esas ocasiones, concentrada y taciturna sobre la tabla, parece entablar un diálogo secreto con los chistidos secos del vapor y me provoca una extraña nostalgia no hablar su idioma.

Todo esto pasa inadvertido a la gente. Sucede siempre en nuestra intimidad.

Porque nunca me deja sola… Ni cuando trabajo, ni cuando descanso o trato de relajarme. Si en las noches vemos alguna película, se identifica con los peores personajes, solo para asustarme. Tiene debilidad por los fracasados y no me deja seguir el hilo argumental. Sus comentarios mordaces eclipsan la diversión y, si quedan cinco minutos para el final de una emisión y yo muestro interés en conocer el final, me apaga la tele con un rotundo “se acabó por hoy”.

Tampoco es fácil refugiarse en la lectura. Sabedora de que las necesito, se ocupa de mantener mis gafas siempre fuera de mi alcance, aunque esto me obligue a acurrucar mis ojos… “Esfuérzate un poco más”, dice, atenuando la luz.

Por supuesto, no aprueba mi aspecto y no pierde ocasión para comentarlo. Y eso que es evidente que nos parecemos. A pesar de eso, suele hacer comparaciones muy desafortunadas entre mi persona y las cucarachas. Y me deja La metamorfosis de Kafka en un lugar destacado del salón, solo para mortificarme.

A veces me obliga a caminar kilómetros para ir a comprarle chicles. Me envía al supermercado más lejano en las horas de mayor calor y cuando regreso, muerta de sed, me esconde el agua y se encoge de hombros.
Interrumpe mi sueño por las noches y me obliga a madrugar cuando no es preciso, con cualquier pretexto. Aunque escuchamos el mar desde casa, no me deja pisar la playa. ¿Acaso te lo mereces? es su respuesta habitual cuando suplico que vayamos a algún lado.

Si, cansada de sus gestos, le exijo que me valore y me cuide, se ríe. Especialmente si reclamo respeto. Entonces se pone seria y dice con un tono algo triste y muy familiar: “Eso no te lo crees ni tú”. A veces me parece que pronunciamos al unísono esa frase. Y la sigo escuchando mucho tiempo después de dicha, una y otra vez, en diferentes tonos, desde el más grave al más agudo, hasta que se hace indistinguible de los aullidos del perro.

La nuestra es una intolerable convivencia: ácida, amarga y fría como ese café que no soporto pero sigo bebiendo cada mañana. Lo sé: podría acabar con todo esto y evitarme una úlcera. Podría abrir las ventanas y mostarle la salida.
Podría echarla de nuestra casa, olvidar todos estos años juntas y sacarla de mi interior.

La cita

Estaba preparado para todas las preguntas que aquella mujer pudiera hacerle…

Estaba preparado para todas sus preguntas. ¿Qué edad tienes?, ¿en qué trabajas?, ¿qué música te gusta?, ¿quieres tener hijos?, ¿te gustan los perros?, ¿vas al gimnasio?, ¿qué buscas en una mujer?

Además del corte de pelo y la ropa, todas mis respuestas habían sido ensayadas frente a la cámara del móvil: una escrupulosa preparación para parecer espontáneo sin perder de vista las expresiones que más me favorecen: la sonrisa apenas insinuada; el guiño del ojo izquierdo (que emplearía hasta en tres ocasiones), el jugueteo con la esfera del reloj y un carraspeo lleno de interés antes de dar alguna respuesta que ella pareciera anhelar.

Llegado el momento, no me pareció de las que plantean preguntas difíciles. No creo que se ofendiera si la califico de vulgar. Al contrario, debía de ser bien consciente de esta característica personal tan evidente, como el que es corto de estatura.

Era una entre tantas, indistinta, con un peinado que le hacía un flaco favor y demostraba su gusto convencional y provinciano. Una mirada tonta, una figura poco trabajada, una madurez poco prometedora. Y una fastidiosa manera de acabar las frases con un “¿me entiendes?”

Estuve calculando qué parte de atractivo quedaría si restábamos todo lo que tenía en contra. Decidí que el justo para aguantarla hasta el café. Trataba de imaginar si podría soportar su proximidad física en caso de desesperación. ¿Cuántas citas aguantaría cualquier hombre tan escaso crédito?

Sus anodinas preguntas fueron cayendo, previsibles, una tras otra. ¿Qué te gusta hacer los findes?, ¿sales mucho? ¿te gusta la playa? Refugié mi aburrimiento en el móvil varias veces: notificaciones, redes sociales, comentarios tontos que me interesaban más que ella.Cuando volví a prestarle atención, tal vez intrigado por su inesperado silencio, partió un trozo de pan y se lo metió en la boca. Masticaba con la boca abierta.
—¿Puedo hacerte otra pregunta?
—Adelante —dije fijándome en la camarera.
—¿Qué opinión tienes de ti mismo?
Sonreí, demasiado ampliamente, demasiado tiempo. ¿Qué clase de pregunta era aquella?
—Ah, pues yo…— agarré el tenedor como si fuera a ayudarme a arrancar—Lo que opino de mí mismo…

Ella siguió esperando, mirándome con insistencia. Era imperativo decir algo, cualquier cosa, pero todo se quebraba, cualquier intento de respuesta, en el momento en que intentaba proseguir… “Pues yo…” “Opino que yo…” No era capaz de contestar, porque ¿a quién exactamente iba dirigida esa odiosa pregunta? ¿Quién era el que opinaba? ¿Quién era ese que debía enjuiciar a ese otro que era yo mismo? ¿Cómo podía yo tener una opinión sobre mí mismo sin romperme en dos? ¿Cómo podía nadie enfrentado a esa cuestión evitar la fractura?

¿Acaso debía culminar mi escisión con el uso de la tercera persona?: “yo opino que X es bastante atractivo” ¿o debía decir con más propiedad: “Yo opino que yo soy bastante atractivo”?
Balbucí una especie de respuesta torpe que no llegué a completar mientras retiraba el sudor de mi frente. ¿Quién se creía aquella mujer que era para hacerme esa pregunta?, ¿qué pretendía demostrar?

Esperó otro poco. ¿Brillaba su mirada con diversión o eran imaginaciones mías?
Sorbió de su cerveza con limón, disfrutando de todo mi sufrimiento como si fuera la más deliciosa bebida.
—¿Y qué?, ¿llevas algún tatuaje? —dijo al fin.
Fue un alivio automático, casi humillante:
—Claro, tengo dos —y no pude evitar guiñar mi ojo izquierdo como un auténtico estúpido.

Amarga victoria

Dejé la carta a un lado. Había que reconocer que Dios le había dado el don de la palabra. Por eso lo necesitaba tanto en mi vida. A fin de cuentas, ¿quién no necesita a un favorito del divino? Me sonreí ante la idea -que ahora se me presentaba como una evidencia- de que, aunque él se considerara muy atractivo, todo este tiempo en realidad yo había buscado más su verbo que sus manos, más los adjetivos que sus besos. ¡Los adjetivos!! Me excitaba el lenguaje, concebido en su mente, vibrando en su garganta y expelido por el aire. A mí nadie me había hablado así antes. ¡Nadie me había hecho el amor con palabras!

Cuando él hablaba de mis ojos no veía lo mismo que yo, sino un mar tranquilo justo en el momento previo a ser abandonado por el sol.

Cuando hablaba de mi cuerpo no lo observaba con el miedo con que lo hago yo, sino con la devoción del enamorado, con sustantivos rotundos como frutas maduras. Me pregunté si se habría reído de mis ocurrencias y mis metáforas maduras. “Cuidado con los clichés”, habría dicho acariciando mi cintura, encarnando él mismo sin pretenderlo el cliché de galante hombre de letras. Imaginé todas las respuestas que nunca le daría por no contradecir la imagen que tenía de mí. Supongo, querido, que aunque no lo sepas, soy una superficial ilustrada.

Pero ese diálogo imposible sucedía solo en mi cabeza y lo de encerrarme a solas con mis sensaciones por más tiempo estaba descartado. Juan Luis me estaba esperando abajo. Íbamos a cenar con su jefa de IBM y yo debía cumplir mi papel. No pude evitar reírme mientras me ponía los pendientes de oro (los del aniversario), ¿qué pensaría mi marido de esta carta? ¿Me vería reflejada en ella, se daría por aludido? ¿Se sentiría traicionado o comprendido (por fin alguien te ve tal como eres)? Lo más probable es que la destruyera y fingiera que jamás la había leído, que nunca había sido escrita.

Juan Luis tenía esa capacidad de borrar su disco duro. ¿Desea eliminar el archivo de forma permanente? Sí, gracias.

Pero yo sí la había leído y mientras perfumaba mi garganta todavía sentía los ecos invisibles delas sílabas colisionando en mí. Ponte sexy, había escrito él. Eso me molestó un poquito, lo noté como un rubor en la piel, no muy agradable.

Pero el resto, hasta lo de malcasada (¿a quién se le ocurriría emplear esa palabra?) me provocaba cierto placer. Y era así porque imaginaba cada letra de esa misiva dirigida a mí con el reproche de quien todavía desea, con el desdén herido de un hombre que me amaba… a su pesar.

Y no era una queja, sino la experiencia la que me hacía afirmar que Juan Luis jamás me escribiría nada, ni un WhatsApp, que no fuera una información relevante y precisa: cenamos a las ocho; los chicos vienen el fin de semana. Hay que pagar el gimnasio…

Escuché su voz proveniente de la escalera. Un grito rutinario, un tintineo de llaves: “En siete minutos nos vamos!”.

No en cinco, ni en diez, en siete minutos.
Justo en siete minutos, lo que se tarda en leer una carta, yo había llegado al éxtasis. Es lo único con lo que Juan Luís podría competir, con la velocidad. Siempre tuvo un procesador ultrarápido.

¡Qué amarga victoria! me dije mientras rompía la carta en pedazos.

*

Este es un texto creado para ilustrar un trabajo del taller de escritura.
Partimos de un texto, en este caso una poesía que podéis leer aquí. La tarea consiste en adoptar el punto de vista de un personaje descrito en el poema y darle una voz en primera persona.
Posteriormente, reescribimos lo mismo en tercera persona y observamos las diferencias y algunos límites del punto de vista en primera.
Como veis, así podemos trabajar construcción de personajes ( con el subtema: estereotipos sobre la mujer) y, por supuesto, el punto de vista.
😀

Yo me he mantenido en lo que apunta en el poema tratando de buscar algún punto de fuga entre el estereotipo y lo que podría haber más allá (si el personaje se dejara ver y no se empeñara también en interpretar un papel). Hay miles de opciones!!!!!

Ha llegado hasta mí el rumor

Ha llegado hasta mí el rumor de que me buscabas. Ha llegado correteando entre las piedras, a vuelo ligero sobre la playa. Se ha elevado un presagio de nuestras noches, mucho antes de vivirlas, antes siquiera de pensarlas.

Después del regocijo, he sentido frío al hacerte espacio. Quizá es la torpe falta de costumbre, a lo mejor son solo nervios. Mucho peor consejera es el hambre que las prisas y no sería la primera vez que preparo el corazón antes de tiempo. Tal vez me traicione a mí misma en la espera, en las horas espectrales que bailan dentro de mí como sombras chinas, bonitas falsificaciones que demuestran tu serena paciencia y lo inútil de mis esfuerzos.

Con esos fantasmas te he confundido mil veces. Y yo, que apenas tengo manías, confieso que prefiero las sábanas blancas a las cadenas, la ligereza a las ataduras, la risa antes que la cordura. ¿Y entonces?

Te llamo, por eso te has acercado. Un paso yo y tres tú. Así quedamos entonces, cuando soñaba este encuentro. Arriba y abajo, incontables posibilidades. Todo es admisible menos el orgullo. Ese… que se lo quede quien se preocupa siempre de pagar a medias.

Me es difícil contenerme, ya lo ves. Soy ferviente cuando te presiento, pero tampoco hoy me haré ilusiones, ni absolutas ni relativas. Ya me dijiste una vez –era de noche y entre nuestros susurros brillaba Mercurio— que no crea nunca todo lo que pienso.

Esa —ya lo sé, ya lo sé, ya lo sé— no es la señal. Y, sin embargo, hay rumores.

Un hombre de lava

—Tengo que esperar a mi amiga—le dije al recepcionista del hotel.
No tardarías en bajar. Aparecías en cada punto del mundo que yo deseara explorar. Daba lo mismo Carrara o Abu Dabi, siempre era igual: yo creía que viajaba sola hasta que un conocido perfume te delataba. Después, aparecías por una esquina y fingías que eras una aparición, como si alguna fuerza te convocara a tu pesar. Bostezabas, me decías que estabas cansada, que te disgustaba tanto como a mí la situación, pero que me seguirías a todas partes.
El sentido de la obligación nos unía.
En el último momento, el empleado del hotel me dio un teléfono móvil. Era de prepago y tenía un número de emergencias grabado.
«Por si acaso», dijo.

Dejé el coche junto a un risco y caminamos hasta las canteras. No hablamos durante el camino. No hacía falta. La vieja costumbre de no soltarnos era bastante. ¿Cuánto duraba aquello? No recordaba mi vida sin ti, pero tuvo que haberla.
Nos asomamos al yacimiento, sin fijar los ojos en nada, como si viajáramos solas. El jefe nos explicó que aquellas rocas que teníamos delante eran de un mármol mucho más valioso que el ordinario. De hecho, la palabra exacta para definirlo no era mármol, pero dada nuestra ignorancia, era lo más aproximado para que entendiéramos lo que estaba fuera de nuestra comprensión.
Al parecer, habíamos llegado a tiempo para presenciar lo mejor. La dinamita ya estaba a punto. Una explosión provocó que algunos trabajadores salieran despedidos por el aire. Me dio tiempo a ver sus caras de resignación, mientras trataba de protegerme. Parecían muñecos, blandos, sin huesos, confiados en tener una buena caída. Siguieron varios estallidos más. Tú bostezabas «¿En serio he venido para esto?». «Tranquila», me dijo el jefe, como si quisiera apaciguar mi miedo, «aquí no usamos excavadoras. Y ellos están acostumbrados». Yo, sin embargo, no me acostumbraba a verte en todas partes. Tenía miedo de ti.
El jefe siguió hablándonos de la potencia de aquel mármol, muy poderoso, muy caro, absolutamente fuera de lo común. Para nosotras solo eran piedras muertas. Entonces algo sacudió el suelo. Una luz volvió la tierra transparente. Seguí con la mirada aquélla línea resplandeciente que serpenteaba como un latigazo bajo nuestros pies. «Es increíble», dije. El día se había cerrado de golpe, como si una nube nos envolviera. Pensé que el jefe había logrado de alguna manera que la naturaleza se apagara solo para destacar el efecto de su mármol. Ahora, aquello poderoso, liberado de su forma de piedra caliza, correteaba, hecho luz. De pronto se elevó, marcando, poco a poco, el perfil de un edificio abismado hacia el vacío. No podía dejar de mirar lo que acababa de aparecer ante mis ojos. ¿De dónde había salido ese edificio? Y no solo eso. Había una solitaria silueta en una de las terrazas, a punto de ser alcanzada por la luz, aún gozando de la penumbra. ¿Era posible? Tal vez solo era una sombra.
«Me gustaría vivir en aquel balcón», dijiste. «La corriente debe de ser buena en verano». Me pareció que la sombra cobraba vida en la distancia y se acodaba en el balcón, frente a nosotras. Me imaginé a un hombre tomando el desayuno allí, un acto cotidiano, envuelto en un batín, pero iluminado, traspasado por la luz. Un hombre de mármol. No, un hombre como una lámpara de sal.
Los pájaros empezaron a trinar en la oscuridad. No sé si era una señal de jolgorio o de peligro. Tal vez era el móvil de prepago pidiéndome que escapara. El jefe se secaba el sudor de la frente y tú seguías mirando al hombre imaginario del edificio luminoso, a punto de encenderse.  El calor me hizo pensar en el interior de un volcán. Eso es, me dije, he ahí un hombre hecho de lava. Deseé que nadie nunca pudiera atraparlo.

Venía fuerte la Tierra

¿Sabes cuando partes una galleta esperando que el pedazo tome la forma exacta que has imaginado? Yo solo sé que me di la vuelta y vi cómo Pangea se fragmentaba en continentes. Tal cual.
«Caray, hoy tiene que ser un día importante», me dije. Déjame pensar, ¿tal vez el… día X, del mes X, del año 300 millones antes de Cristo? Los calendarios estaban fuera de lugar en ese momento. Mejor era contemplar a Brasil desligándose de África y a España desincrustarse de Alaska (¡y de Argelia!). La separación estaba en marcha y si pestañeaba, me lo perdía. Solo segundos antes, Groenlandia le metía el dedo en el ojo a Portugal y hubiera bastado un patinete para pasar de México a Colombia. ¡Juro que lo vi!
Qué abrazo más calentito el previo a la separación.  Claro que… de pronto, lo más importante era esquivar a Europa, que se me venía encima, flotando amalgamada y desordenada, la bota italiana pegada al hexágono francés que parecía prestarse a jugar al futbol (¿por eso nos gusta tanto el deporte rey?).
¿Qué haces ante un continente —literalmente— a la deriva? No sé tú, pero yo me senté con la espalda contra el tronco de un árbol y esperé a ver qué pasaba. A veces me atrevía a mirar atrás (aquí nadie se iba a convertir en estatua de sal, ¿verdad?)…  Hala, Rumanía se acerca por este lado…
Europa se rompía en trocitos, pero no me preocupaba ni mi posición, ni mi pasaporte (¿de dónde es alguien que observa el mundo desmigarse como un crumble de galleta?)
Entonces me di cuenta de que había una mujer a mi lado, que tenía exactamente el mismo plan que yo: sentarse tras el árbol y esperar. «Nos ha salido el día bueno, ¿eh?» El agua nos rodeaba marcando una corriente que quería arrastrarnos. Eso me hizo pensar en un desagüe cósmico dispuesto a tragarse a los más pesados. La mujer señaló Grecia, que parecía un nenúfar girando a toda prisa… Estos griegos necesitarán bidoramina en el yogur durante mucho tiempo.
Qué emocionante, ¿no? Dos desconocidas el día (porque esto sucedió en un día) en el que la tierra se fragmentó.
—¿No te parece anacrónico, en una ocasión como esta, llevar gafas y reloj? Se supone que somos testigos atemporales de todo esto. Y tú así eres muy como del siglo veintiuno. O… veinte (era un reloj clásico, de manecillas).
—A lo mejor el tiempo no sirve de nada, pero ¿qué es lo que objetas a mis gafas?
No supe qué decir. Yo tampoco quería perderme nada. Me pareció asombroso el silencio previo a aferrarnos de nuevo al árbol.
En esa hora incierta, ¡venía fuerte la Tierra!

Reprogramación mental

Si hubiese sido autocrítica, tal vez habría intuido que, de un un deseo tan bajo, no podía surgir nada bueno, pero el aburrimiento sin duda es un invento del diablo.

Era una abstracción un poco indescifrable, pero no por ello físicamente menos certera: se moría del asco en la oficina. Ya había repasado el calendario de días festivos, había ordenado su mesa tres veces y comprado varios snacks en la máquina. Telefoneó a su madre, a su marido, a tres de sus amigas… Pero es que aquello también le pasaba en casa. Se sentía de vuelta de todo. Y en esas circunstancias, minimizando la hoja de excel y abriendo el navegador, llegó esa oferta, desplegándose por sorpresa junto a la barra lateral: “¿Cansada de todo? Renueva tus pensamientos por 35 euros”. Qué barato. La renovación era algo que creía imposible. El sentimiento predominante en su vida era el de repetición.
Algo se encendió en su cerebro. Estos publicistas saben tocar siempre la tecla apropiada, se dijo. Benditos sean.
Compró su “renovación” con un click, prometiendo una valoración en cuanto probara el producto. Después se dedicó a otra cosa. La rutinaria experiencia de la oficina se veía iluminada por una esperanza comercializada en Amazon. Brillante.

El paquete llegó un martes por la mañana, cuando ya ni se acordaba. La avisaron desde recepción: ¿Serían los zapatos, el vestido de verano, aquel aparato para recoger las migas de la mesa o la funda color arena para su móvil? Pero no, aquella cajita diminuta contenía las pastillas de la renovación mental.
Se rió de su impulsividad, pero aún le hacía gracia el producto. Vibrando ante la nueva adquisición, saboreando la satisfacción previa al deseo satisfecho, no quiso ni leer las instrucciones. Se tomó dos de aquellas pildoritas, dulces como un caramelo de esos que compras en el cine. Tomó un par más y guardó el bote en el cajón.

“Escucha, Alba, no me importa lo que te dije, resulta que ya no quiero esa cartera. Sí, ya sé que te la encargué y que la traes a propósito, pero no, lo siento. Ah, y tampoco pienso ir a tu fiesta”.
Solo cuando hubo colgado se sorprendió de aquella actitud. Era la primera vez que cambiaba de opinión en una compra y que rechazaba una invitación social. De hecho, siempre había presumido de tener las cosas muy claras. ¿Era posible que la pastillas…? Tras el pánico inicial comprendió que aquel era un muy buen producto. Con el dinero que se ahorraba con esa cartera que no necesitaba podría salir a cenar a uno de esos restaurantes de TripAdvisor que siempre se quedaba con ganas de probar. En cuanto a la decepción de su amiga, no le dio importancia, un dañito colateral. Pero después, en el lavabo de señoras, padeció otro de esos incidentes. Discutió con una mujer por el turno para acceder al aseo. Perdió las formas, pero estaba convencida de que la presión de su vejiga la autorizaba a adelantarse a cualquiera, incluido el empujón y el desplante. Lejos de lo que había pensado, le sentó bien acalorarse con aquella extraña (¿de qué departamento sería?). De pronto cierto vigor había cosquilleado en ella. Entonces se dijo que eso también era efecto de las pastillas. Sí, habían renovado sus pensamientos y, como consecuencia, su comportamiento. La habían hecho más valiente y descarada, un poquito grosera, pero todo tolerable. O pisas o te pisan, ¿no?

Se movía con renovada confianza por la oficina. Porque ahora todo era diferente, cada situación, una oportunidad para ejercer su nuevo poder
Tenía una reunión a mediodía, una engorrosa cita que hubiera deseado anular, pero que no podía evitar. Su papel era meramente secundario y ahora, sin embargo, el emerger de una nueva persona, la excitante posibilidad de que la habitara otra cosa distinta a la conocida y aburrida versión de ella misma, la llenó de emoción. ¿Qué posibilidades traería aquello? Se cepilló el pelo vigorosamente, consciente de que cada gesto era ahora nuevo y entró en la sala de reuniones silbando. Todo lo que nunca antes había siquiera rozado la superficie de su conciencia, se desbordó. Y no lo hizo de manera diplomática. Se permitió dejar al descubierto delante de la cliente todos los defectos del producto que estaba a punto de comprar y -peor aún- las artimañas de la empresa, aquellos truquitos que se consideraban necesarios, aquellas mentiras piadosas que suponían un sobrecoste y engrosaban los salarios del cuadro superior, pero solo ayudaban a que las auxiliares cobraran dos euros más sobre el sueldo mínimo. Lo dejó todo bien clarito ante la joven emprendedora que estaba a punto de subscribir un contrato abusivo. Solo pudo sonreír con profunda satisfacción cuando se la llevaron de la sala, directamente hasta la puerta del despacho de la nueva jefa de Recursos Humanos.
¿Y qué podía hacer una en un despacho sino despacharse y bien a gusto? Con esa idea entró en el despacho y… oh, oh… ahí estaba la
  mujer del incidente de los lavabos, sentada ante la mesa, atravesándola con la mirada. Bueno, no era momento para detenerse. En lugar de disculparse, le dejó claro lo que pensaba de todos y cada uno de los dirigentes de la organización. La jefa de recursos no dijo ni una sola palabra. Tecleó con diligencia y ladeó la cabeza mientras la impresora escupía un papel tras otro. Entonces habló. Fue solo cuando escuchó: “despido procedente sin indeminización” cuando las pastillas dejaron de funcionar. El efecto cesó de golpe. El sudor frío se deslizó por su frente y todo pareció llevarla de vuelta a los viejos y conservadores patrones. Volvió a ser la timorata empleada que siempre se encargaba de recoger el dinero para la lotería de Navidad. La que prestaba la grapadora y regaba un cactus anti malas vibraciones. La que desayunaba bífidus con semillas de chía.
Pidió un momento para tomar aire y prometió que podía explicar lo sucedido. Había sido víctima de una reprogramación mental, totalmente ajena a su voluntad. Es decir, sí, había comprado el producto voluntariamente, quería un cambio de aires, pero no previó las consecuencias. Podía considerarse un caso de enajenación mental transitoria. Y podía demostrarlo. Cuando sugirió que tal vez podían obtener beneficios con una denuncia y la consiguiente indemnización, la jefa de recursos comenzó a interesarse. Cualquiera podía intoxicarse, consideró. Aceptó que le trajera el bote de las pastillas y comenzó a perfilar una lista de todos los daños morales y materiales que se derivaban de aquel incidente.

Aliviada pero aún al borde del desmayo, se dirigió a su mesa y en el cajón buscó las malditas pastillas. Treinta y cinco euros, a saber qué droga le habían dado. Desde luego, el unicornio feliz de la cajita de las pastillas era muy infantil para tan letal producto, pero ya se sabía que la modernidad era así, naive. Entonces sacó el prospecto. Las manos le temblaron mientras daba vueltas a la hojita. Más unicornios, corazoncitos. “Disfruta de tus golosinas y siente que cambias tu mente”. Las rodillas le fallaron y todo se nubló. Había comprado unos caramelos de Mr Wonderful.

Una historia real

Verano, campamento. Tienes diez años. No es un sitio bonito, como te han dicho que es Asturias, por ejemplo. Esto es árido y hay una balsa de riego para bañarse, versión rural de una piscina recreativa. El agua es verde y densa como una pecera en horas bajas. Seguro que los peces ni se conocen.
Para comer hay lentejas. Quizá la cocinera os odia, es lo que te sugiere agosto y lentejas. Tu plato es uno de esos ligeros, como un casco de soldado, esos de los que quitan el apetito y consiguen que cualquier comida parezca un castigo. Remueves y remueves el espeso guiso… «¡Bueno, ya no quiero más!», decides. Y te levantas con ímpetu. Así deben rechazarse las cosas, con seguridad. Sujetas el plato con las manos por debajo, como quien lleva una ofrenda. Los demás aún comen. Entonces, un paso en falso, un tropiezo y el plato se escapa de tus manos. Parece que quisiera echar a volar. Lo agarras, lo justo para acompañar su vuelo y su contenido -prácticamente no has comido-. Pero, porque la vida es así y la ley de Murphy ya regía aunque no la conocieras, el plato acaba justo sobre la cabeza de la niña más guapa del campamento. Plof, encaja perfecto en su cabeza rubia. Las lentejas se deslizan por su melena.
Estupor, asombro, temblores. Parálisis. ¡Oh, Señor! Después sabrás que Einstein dijo que el tiempo es relativo. No hará falta que te lo expliquen.
—Juro que no lo he hecho adrede. (Jurar no está bien, pero la ocasión requiere de algo más que un «prometo»).
Miradas escandalizadas. Nadie da crédito. Creen que te has vuelto loca. ¿Cómo no va a ser a propósito? ¿Es que acaso se puede coronar reina a alguien, con tanta grandeza y precisión, sin tener la más elevada intención de hacerlo?
El caldo pardusco gotea por la frente de la reina, aunque ella conserva la dignidad.
—¿Quieres que te lave el pelo? —(Estás dispuesta a ser su lacaya durante un par de años).
—Déjalo.
Te parece que es un momento inmejorable para abandonar la escena. Con el plato, claro. Lo recuperas y te fijas en esa coronilla cubierta de lentejas. ¿Deberías añadir algo? No, mejor no.
Huyes.
El sol derrite hasta los malos presagios, aunque tú ya has hecho planes, por si acaso. Según Félix Rodríguez de la Fuente, podrías vivir en el monte hasta que te adopten unos lobos. Sí, podrías escaparte y alimentarte de galletas Príncipe.
Pero la historia no ha concluído. Has visto a la reina levantarse y cruzar la explanada, sola, sin séquito. Ahí está, con la espesa cabellera parda.
La observas. La reina se tumba de espaldas a la balsa y deja caer su pelo rubio en el agua verde. Y allí permanece, serena, como una ninfa recuperándose de un mal día. Majestuoso y práctico. Los peces ciegos degustarán el plato de la cocinera.
Te cae bien la reina de las lentejas.
Sigues mirando desde tu privilegiada posición y decides que la cosa no está tan mal. Sabes que recordarás esto, -el calor, tu tierna torpeza, la benevolencia de esa chica-, y algún día se lo contarás a alguien, idealmente mientras coméis un plato de cuchara. Y tú dirás: «¿Sabes?, te voy a contar una historia muy buena…»

Fin de la historia

A veces las cosas suceden así.

Basta una llamada para cambiarlo todo.

Cuando descolgué el auricular, ya sabía que Daisy estaba muerta.

Decir que soy clarividente sería faltar a la verdad.

Es más apropiado entender que el destino es una carretera de una sola dirección.

Fue tan solo necesario escuchar a mi corazón, o, tal vez, fijar la vista en la palidez de su rostro el último día para saber cómo acabaría esta historia.

Ganamos o perdemos las batallas y Daisy la perdió.

Había tratado de enamorar a Omar y ese fue su error, castigado muy cruelmente, sí.

Independientemente de la perfidia de Cupido, la vida después de Daisy es imposible y tendré que afrontar eso en breve.

Jugábamos ella y yo al todo o nada, sin el modo de encontrar un acuerdo tibio, una salida satisfactoria para los dos.

Kafkiana sería la mejor definición de nuestra relación, ilógica, absurda, unida y enfrentada por la obstinación de Daisy.

Lo dejó bien claro cuando me dijo que, si Omar rechazaba su amor, acabaría con todo.

Me asusté mucho en esa ocasión.

No es fácil ser consejero cuando el corazón está implicado secreta, intensamente.

Ñoñerías sin sentido salían de sus labios, todas dedicadas a ese donjuan.

O alimentaba sus delirios de amor por el otro o cargaba su furia contra mí.

Pero Omar era frívolo, corto de entendederas y, acostumbrado a gustar a las mujeres, tan solo se dejaba adular por Daisy.

Quisiera que todo hubiera sido distinto, que ella me hubiera elegido a mí.

Robar su corazón, ese era mi anhelo, ya que supe bien pronto que nunca me lo entregaría de otro modo.

Soporté, no obstante, el dolor de esa evidencia y actué como el amigo fiel y desinteresado.

Temblaba mi ánimo con cada nueva noticia de Omar.

Una y otra vez evité que ella se lanzara en sus brazos, inventando motivos, mintiendo, interceptando sus notas de amor.

Venenoso como era, pero sabiendo que era la única manera de impedir aquel romance.

Whiskys a deshoras, amantes adictas a sustancias, todo intenté para desacreditarlo, sin fortuna.

Xerografié por fin una carta de Omar para copiar su estúpida caligrafía y, en un ejercicio de virtuosa imitación, escribí una nueva, llenándola de humillación y desprecio.

Y se la envié a Daisy que, haciendo gala de su fidelidad a la palabra dada, optó por la solución más dramática.

Zanjé el asunto de la forma más poética posible y ahora, antes de obrar también yo en consecuencia con mis actos, me consuelo pensando que nada hay más bello que… dos suicidios por amor.

El regreso

Rex llevaba ya tres días en casa. Había comido mucho y dormido hora tras hora, pero se negaba a beber. No importaba lo que intentáramos. El perro reaccionaba igual que un poseído frente al agua bendita.

Pero estábamos felices. El fiel compañero, nuestro querido Rex, uno más de la familia (quizá el preferido de todos), había reaparecido sano y salvo. De su aventura regresaba sucio y más delgado, pero, por lo demás, seguía siendo él, con su trufa negra, el morro color fuego, el pecho blanco y su inconfundible espolón. Y sin embargo, había algo distinto. A raíz de su desaparición, sus ojos emitían aquella especie de luz…

Yo fui la primera en advertirlo. Llegué a casa de noche y Rex me esperaba en el jardín. Solo distinguía dos puntos verdes, demasiado brillantes, espectrales. Me sobresalté, pero Antonio encendió las luces enseguida y después Rex se abalanzó sobre mí, sus pesadas patas sobre mis hombros.

No volví a pensar en ello hasta que Antonio lo mencionó.

—Me levanté a mear —dijo— y vi dos luces verdes en el comedor. Creí que habías comprado unas nuevas Led. Luego se apagaron.

Le dije que era Rex, pero no me creyó. Había algo antinatural en aquel brillo, ¿cómo explicarlo?

El perro parecía el de siempre, resoplidos, carreras y abrazos peludos. Sus ojos,  en la claridad del día, eran perfectamente normales, los de un perro de 50 kilos, acuosos, oscuros y opacos, pero en ausencia de toda luz brillaban con la melancolía de un faro.

Consulté con el veterinario. ¿Era probable que su obstinación ante el agua produjera un efecto peculiar en su visión?

El veterinario me despidió con una sonrisa condescendiente: “¿Quién ha leído el perro de los Baskerville últimamente?” Le aseguré que yo no. Insistió en que Rex estaba sano y dijo que con toda seguridad bebía de alguna fuente que desconocíamos. Sus análisis demostraban que estaba hidratado.

Luego llegó el lío de Sonia y su anuncio de boda. La casa se revolucionó. Apenas podía pensar en Rex, pero a veces me parecía que el perro nos observaba, y creía captar su aburrimiento, como si ya no nos tolerase. Otras, lo encontraba frente a la ventana, con la mirada ausente en el infinito.

Una noche escuché un ruido en la puerta y me levanté. Era de madrugada y Antonio dormía a pierna suelta. Llamé a Rex, pero no acudió a mi llamada. Para mi sorpresa, la puerta estaba abierta, a pesar de la cerradura de seguridad. No parecía forzada, como si alguien hubiera salido de casa con descuido. Me apresuré a cerrar y en el umbral distinguí las huellas húmedas de un animal.

Miré a lo lejos en la noche. Más allá de nuestra casa, el viento soplaba en la vastedad sin urbanizar.

—¿Rex? —grité.

Entonces en la distancia, a ras de suelo, atisbé dos puntos verdes, radiantes como estrellas, que tras emitir su celeste señal se sumieron de nuevo en la oscuridad.

Supe que el perro no regresaría.

Rex bebía de otra fuente.