Llamada de emergencia

—Oiga, ¿es usted quien ha dado el aviso de estar atrapada en una cabina de teléfonos? —preguntó una voz al otro lado del hilo.

—¿Cómo dice? —Pestañeó dos veces y observó su salón de treinta metros cuadrados y reformado—. Se ha equivocado.

—¿Esta segura? Hemos recibido una llamada de emergencia. Podemos enviar a alguien ahora mismo.

—¡Claro que estoy segura!, ¿cómo no iba a estarlo? Yo no he llamado a nadie, ni estoy en ninguna cabina. Estoy en mi casa, tan tranquila.

Lo absurdo de la situación no merecía ni refutación. ¿Acaso se trataba de una broma?

—Bien, entonces, si no se encuentra usted atrapada, ni encerrada…

—¿Cómo quiere que se lo repita? No estoy atrapada en ningún sitio.

Como para confirmarlo con acciones, avanzó hacia la puerta de entrada, abrió y volvió a cerrar.

—De acuerdo —dijo la voz—, pero, si vuelve a tener problemas, llame de nuevo a emergencias. Le ayudaremos.

—¡¡Pero que yo no tengo ningún problema!!

Iba a decir un par de cosas más, pero, quienquiera que fuera, había colgado y la voz se extinguió.

Qué ridículo, qué rabia. Dejó el móvil en la mesa y dio unos pasos por el salón. Ella, atrapada. Sentía indignación ante las personas que se equivocaban de número y pretendían perturbar la paz ajena. ¡Qué disparate! Hacía años que no veía una cabina telefónica. ¿Existían aún?

Tuvo un recuerdo de estar metida en una de ellas, sin apenas espacio para mover los brazos, buscando un número anotado en un papel arrugado, dos monedas de cinco duros sobre la repisa. Después, acabada la llamada, enfrentada a una puerta que se mostraba demasiado terca y había que empujar en el punto exacto para que se abriera, como una boca que amagaba con morderle si no era rápida. Recordó el calor y el posterior alivio por estar fuera.

Entonces, y por primera vez desde que sonó el teléfono, pensó en la persona que habría hecho la llamada de socorro, la que estaba atrapada de verdad, en alguna parte. Se imaginó la angustia, en un espacio recalentado, viendo a los demás pasar a través del cristal, sola, esperando la liberación.

Por suerte, ese no era su problema. Accionó el aire acondicionado y se asomó a la ventana. El sol estaba en el punto más alto del firmamento, cayendo a plomo y ella se sentía a salvo en la frescura de su salón. Si abría las ventanas, entraría un viento denso de poniente, así que mejor no. Todo el mundo sabía que, en verano, la penumbra y las ventanas cerradas ayudaban a controlar la temperatura.

Su vecina pasaba en ese momento por la calle de enfrente con su bichón maltés. Hacía semanas que no hablaban. Por nada en particular, cada una tenía sus ocupaciones, lo normal… Golpeó el cristal con los nudillos y la saludó con un gesto de la mano, pero la mujer tenía la vista fija en su precioso perrito blanco y continuó caminando sin reparar en ella.

Odio mi cuello

Una tarde, merendando con mis queridas amigas y hablando sobre teatro… Pati me dijo que había leído unos relatos de Nora Ephron (la gran guionista de los ochenta, noventa) en los que hablaba de su odio a cosas (físicas y no físicas) y me propuso… ¿Podrías escribir para nosotras una escena así? Of course, dears. ¿Qué odias tú?, le pregunté. Yo, -dijo- pues igual que Nora Ephron, odio mi cuello (esa calurosa tarde llevaba un pañuelo que lo demostraba)… ¿Y tú, MJ…? (acababa de llegar toda agobiada y aún estaba sacando cosas que había comprado en la farmacia) yo… odio muchísimo mi bolso —resopló—. No lo soporto.

Ajam…

Y esa, ni más ni menos, es la génesis de la siguiente escena….

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Mujer 1 elegante, en la madurez, está sentada en una parada de autobús. A pesar de ser verano va tapada, lleva un pañuelo al cuello, gafas de sol y guantes que le cubren hasta los brazos. Tiesa y rígida como un palo.

Llega Mujer 2, más joven, acarreando un  bolso grande y pesado.

MUJER 2: Perdone, ¿La parada del 17 es aquí?

MUJER 1: Sí, sí, estará al caer, siéntese.

MUJER 2: (suspira de cansancio) Gracias. Llevo todo el día dando vueltas, no puedo más. (Se sienta, al hacerlo le da sin querer a la Mujer 1 con el bolso.) Ay, perdone.

MUJER 1: (sin perder nunca su rigidez) No se preocupe.

MUJER 2: (Peleando con su bolso.) Qué bolso más fastidioso. Es tan pesado, pero no puedo prescindir de él. (lo mira con desesperación) ¡¡No sabe cuantísimo lo odio!!

MUJER 1: (Mirando el bolso.) Pues a mí me parece bonito. Es de su estilo.

MUJER 2: (Apartándolo.) Ah, no, no cometa ese error.

MUJER 1: ¿Cuál?

MUJER 2: El de caer seducida por él. A mí también me hacía suspirar. Recuerdo como si fuera ayer el primer día que lo vi, en una tienda del centro. Me quedé sin respiración. No podía apartar mi mirada de él. Parecía que el escaparate estuviera montado solo para que él brillara y me sedujera. ¿Me entiende?

MUJER 1: Sí, creo que sí.

MUJER 2: Así que, aunque no era para nada mi tipo, piqué el anzuelo. El peor error de mi vida. Al principio fue un idilio total. Yo era feliz. Él, tan grande y generoso… no sé… me daba espacio y tanta seguridad.

MUJER 1: Conozco esa sensación.

MUJER 2: Y por eso sabrá que es adictiva, nunca tienes bastante. Cualquier cosa que yo imaginara, cabía en él. No solo esas cositas que todo el mundo lleva: las llaves, el monedero, el móvil. No, no, él me ofrecía más posibilidades. (Confidencia.) Con él yo hacía cosas impensables.

MUJER 1: ¿Ah, sí?, ¿como por ejemplo…?

MUJER 2: Pues como llevar mi ropa interior en una bolsita, siempre a mano. ¿Imagina usted el sentimiento de intimidad que eso proporciona?

MUJER 1: Imagino, sí.

MUJER 2: Y eso es solo una muestra. Además de práctica y ordenada, gracias a él podía ser muchas más cosas. Podía ser…hipocondriaca… con todas mis pastillas encima. (Saca unas pastillas.) Mire: Valium, Paracetamol, tiritas y hasta crecepelo;

MUJER 1: ¡Crecepelo!

MUJER 2: ¿Nunca ha necesitado desesperadamente crecepelo? Pero es que también podía ser artista, (Saca un pincel.) mire, mire: acuarelas, pinceles, bolillos… Podía ser intelectual (Saca un libro y se lo ofrece.) tenga: “Las meditaciones de Marco Aurelio”. O gastrónoma, fíjese: Kambucha y un tupper con delicias de mango o , ¿qué me dice de esto? (saca unas cucharitas): cinco cucharitas medidoras para las recetas en inglés.

MUJER 1: Asombroso. ¿Y qué más?

MUJER 2: Podía ser detective: mire….(Saca unos prismáticos.) para espiar a mis vecinos.

MUJER 1: ¿Y qué más, qué más?

MUJER 2: Deportista (Saca una pelota pequeña. Se la pasa.) Esto va genial para prevenir la artrosis, pruebe, pruebe. (Saca un silbato. Sopla.) Podía ser reivindicativa. O soñadora (saca un antifaz y una almohadita) y dormir a pierna suelta en cualquier rincón.

MUJER 1: Qué maravilla. Normal que cayera rendida en sus brazos.

MUJER 2: Sí, pero…. antes de él yo era libre y ligera.

MUJER 1: Madurar es aceptar las cargas de la vida y la realidad de la decrepitud.

MUJER 2: ¿Usted cree? Lo peor es que me volví extremadamente dependiente. No podía salir sin él. Sentía, no solo que me completaba, sino que yo no era nadie sin estas cosas. Pero todo idilio tiene su fin y así un buen día…

MUJER 1: ¡No me lo diga, descubrió su fondo oscuro!

MUJER 2: (Rebuscando.) Y tan oscuro! Me pasaba horas buscando las llaves de casa. ¿Sabe lo frustrante que es que te oculten las cosas?

MUJER 1: Pierdes confianza y algo deja de encajar.

MUJER 2: Sí y lo que es peor: algo empieza a pesar demasiado. Cada día unos gramos más. Vamos, que ya no puedo con mi vida por el maldito bolso. No solo estoy estresada y confundida respecto a mi identidad, es que… ¿se ha fijado en mi espalda? ¡Tengo chepa!

MUJER 1: Ah, vaya, ahora que lo dice…

MUJER 2: Me siento atada, pesada, sofocada… Por cierto, qué calor hace (Saca un abanico.) Tenga.

MUJER 1: Gracias.

MUJER 2: Quiere una viserita?

MUJER 1:: No, gracias.

MUJER 2: ¿Protector solar?

MUJER 1: No, de verdad.

MUJER 2: (Estira la espalda.) Qué bien me ha sentado hablar con usted. Pero no quisiera que se llevara una mala impresión de mí. Como le he soltado así, a las bravas, que odio mi bolso…

MUJER 1: Qué va, al contrario. Le agradezco la sinceridad. Yo también sé lo que es odiar sin medida.

MUJER 2: ¿Ah, sí? 

MUJER 1: Por supuesto.

MUJER 2: ¿Y qué odia usted?

MUJER 1: Yo odio mi cuello.

MUJER 2: ¿Su cuello?

MUJER 1: Sí, mi cuello, y a diferencia de usted con el bolsazo, yo no puedo librarme de él.

MUJER 2: ¿Y por qué odia su cuello, si puede saberse?

MUJER 1: ¿Que por qué? Pues porque me delata, me traiciona y conspira contra mí. ¿No sabe usted que el cuello de una mujer nunca miente?

MUJER 2: ¿A qué se refiere? 

MUJER 1: ¡Qué inocencia! Eso es porque es usted más joven y no se preocupa todavía, pero… (le mira el cuello), ah, sí, creo que, por desgracia, pronto lo descubrirá. 

MUJER 2: (Se toca el cuello.) ¿Qué… descubriré?

MUJER 1: Pues que por mucho que trate de estar estupenda de cara a la galería y por mucho que se esfuerce en aparentar a base de inyecciones de ácido hialurónico que acepta bien la madurez, su cuello va a ir diciendo por ahí a los cuatro vientos cosas muy feas de usted.

MUJER 2: ¿¿Qué cosas??

MUJER 1: Lo peor que se puede decir: que es usted una mujer en decadencia física. 

MUJER 2: ¡Pero oiga!

MUJER 1: Una reliquia del pasado, una vieja gloria, una uva pasa.

MUJER 2: ¿Yo una pasa?

MUJER 1: No, me refiero a mí, yo soy la uva pasa.

MUJER 2: Y la reliquia.

MUJER 1: Y la vieja gloria, sí.

MUJER 2: Ah, bueno, no exagere. Yo la veo estupenda. Es lo primero que he pensado al sentarme aquí, “qué mujer más elegante”. 

MUJER 1: ¿De verdad? bueno eso es porque tengo a mi odioso cuello a raya.

MUJER 2: También he pensado, “pero qué tapada va con el calor que hace”.

MUJER 1: Y ahora ya sabe por qué.

MUJER 2: ¿Y los guantes…?

MUJER 1: Las manos también son muy chivatas. No le digo nada de los brazos…

MUJER 2: ¿Y las gafas de sol?

MUJER 1: Los ojos. Más de lo mismo. Claro que nada que ver con el odio inveterado que le tengo a mi cuello desde que cumplí 43 y empezó a decir cosillas. La gente me miraba… y al final era como… ¡como si yo fuera un árbol y me estuvieran contando los anillos! Horrible.

MUJER 2: Entiendo. Mire, hablando de troncos, lo que sí he notado, y espero que no se moleste si soy sincera, es cierta rigidez en usted, como si … como si…

MUJER 1: ¿Como si llevara unas pinzas que sujetan mi cuello y no me dejaran moverme?

MUJER 2: Algo así, sí.

MUJER 1: Es que las llevo.

MUJER 2: ¿De verdad? ¿Y no le molesta?

MUJER 1: Mucho, muchísimo, me atormenta. 

MUJER 2: ¿Y no le gustaría ser libre?

MUJER 1: Más que nada en el mundo, ¿pero qué sugiere?

MUJER 2: (Buscando en el bolso. Saca unas tijeras de podar.) No soy quien, pero creo que podría beneficiarse de esto.

MUJER 1: ¿De verdad cree que…?

MUJER 2: Pero primero tendría que darme el pañuelo.

MUJER 1: No sé, llevo años aferrada a él…

MUJER 2: Venga, lo está deseando, como yo darle una patada a este detestable bolso.

MUJER 1: (Se quita el pañuelo con dudas.) La verdad es que sí. Pero no grite si le espanta la visión, ¿eh?

MUJER 2: Tranquila. (Mujer 2, coge el pañuelo.) Hale, muy bien, eso, deme. (Lo mete en el bolso.) Esto aquí dentro.

(Mujer 2 se levanta y se sitúa detrás de Mujer 1 con las tijeras de podar.)

MUJER 2: Y ahora… voy a cortar estas pinzas y la voy a liberar. ¿Preparada?

MUJER 1: (Cierra los ojos, aterrada.) Ay, Dios mío.

(Mujer 2 corta, se oye “Clac”, “clac”. La mujer 2 se acerca de nuevo a la mujer 1.)

MUJER 2: ¿Qué, qué tal?

MUJER 1: Pues, pues, (Mueve el cuello.) ¿De verdad no le horrorizo?

MUJER 2: Para nada. De hecho, me parece que su cuello le queda muy bien. Le aporta una serena dignidad.

MUJER 1: El caso es que me siento algo mejor. Qué raro, ¿no? Es como haberse quitado…

MUJER 2: Un peso de encima.

MUJER 1: Sí, un peso y un maldito corsé.

MUJER 2: Es como ser solamente una misma.

MUJER 1: Y qué bien sienta. Hacía años que no podía hacer esto (Gira la cabeza a un lado y otro.)… Qué maravilla. Uh, mire, por ahí veo al 17 llegando.

MUJER 2: Oiga, ¿la esperan en casa para comer?

MUJER 1: No, ¿se le ocurre algo?

MUJER 2: ¿Por qué no vamos a tomar algo juntas?, conozco un sitio al que siempre he querido ir y nunca he podido.

MUJER 1: ¿Y eso?, ¿es muy caro?

MUJER 2: No, muy estrecho. Se come en la barra y no me cabe el bolso

MUJER 1: (Quitándose las gafas y los guantes).… No se hable más. Deje ese mamotreto ahí y vayamos.

MUJER 2: Ay, sí…. (Duda.) espere, ¿puedo coger la cartera? Le aviso de que también es grandecita y bastante odiosa.

MUJER 1: (Saca una tarjeta de crédito del bolsillo.) Yo invito. Y si quiere, después podemos ir a ver un partido de tenis. (Moviendo el cuello a ambos lados.) Me encantaría ejercitarme.

(Salen las dos, dejando el bolso, y las demás cosas.

MUJER 2: Adoro el tenis. ¿Sabe que llevo una raqueta en el bolso?

MUJER 1: Increíble.

Tablas

—¿Alguna vez se han abrazado a ti confundiéndote con una boya de salvación?

Me advirtió que no era una pregunta metafórica en absoluto, pero mi mente se había perdido ya por esos vericuetos abiertos por la pregunta, tratando de recordar alguno de esos momentos en los que todo el mundo exigía respuestas de mí. Los golpecitos impacientes del tenedor me ayudaron a volver a prestar atención a mi interlocutora.

—A mí me ha pasado. Literalmente. Y es muy chungo.

Después me explicó que era instructora de buceo y que realizaba rescates bajo el agua. Como podía entender cualquiera, eso exigía un tremendo autocontrol y una gran pericia técnica.

—La gente se vuelve muy loca ahí abajo.

—También aquí arriba —observé.

—Nada que ver. El ochenta y cinco por ciento de los accidentes mortales bajo el mar tienen su origen en el miedo. Imagínate con los aficionados. Cuando les entra el pánico, se descontrolan y se vuelven muy peligrosos. En su desesperación, se arrancarían el regulador y , si te descuidas, el tuyo también….

—¿El mío? Ah no no. Yo llevaría regular que me arrancaran el regulador…

No le hizo gracia esta réplica, ¿es que acaso no tomaba en serio su labor?, ¿no me impresionaba una vida al filo?

—Puede parecerte cosa de risa, pero imagínate si alguien se quita el oxígeno a quince metros de profundidad y presa de un irracional terror…

—Entiendo, claro… En mi despacho tampoco hay mucho oxígeno y te aseguro que sé lo que es el pánico. Los autónomos nunca están para bromas, lo dejan todo para última hora y luego vienen hiperventilando para que les solucione sus marrones. ¡Y creen que pagar un gestor es un lujo!

—Yo adoro mi trabajo, es lo que más me gusta del mundo. Es excitante y gratificante, pero siempre tengo que estar bien de aquí —se señaló la cabeza.

—En el fondo, todo el mundo quiere sentirse seguro, ¿sabes? Es el lema de mi gestoría.

Llegaron las bravas y por un momento nos concentramos en ellas. Una gaviota nos miraba de reojo.

—No me puedo descuidar nunca. Tengo que manejar la enorme presión de saber que un error por mi parte podría costar una vida. O dos. No creo que sepas a lo que me refiero, afortunadamente para ti.

—Exacto. «Ehhhh, relájate, que nadie se va a morir porque contabilices como gasto una factura rectificativa. Ya lo subsanaremos». Eso les digo yo, pero nada consuela a los energúmenos de mis clientes. Todo es asunto de vida o muerte para ellos. Por no hablar del chantaje continuo con lo de irse con otro. Más barato, más comprensivo. Alguien que incluya emoticonos en sus e-mails. Alguien con WhatsApp.

—Sabría qué hacer si ahora mismo te atragantas con una de estas patatas.

—Y yo si a ti se te atraganta la renta.

Se recostó sobre el respaldo de la silla y comenzó a reír contagiandome sus carcajadas. A un camarero se le cayó un helado y un niño rompió a llorar. A lo lejos el mar susurraba aún salpicado de bañistas, dividido entre lo insondable y lo mundano.

Uf, la magia de la ficción

Te voy a contar un cuento….

Esto era una pareja que estaba sumida en la más completa monotonía. Era un tarde de verano y a él le daba pereza hasta abrir la boca para comer un pedazo de tarta. Uf, decía de vez en cuando. Levantar la mano para espantar las moscas estivales era toda una proeza, así que imagina lo de masticar…

Aguantar a su mujer no era tarea más fácil. ¡Dios, qué tedio de mujer! Y la cosa era mutua, porque ella se sentía igual. Sin ganas de hablar, pero demasiado pesada como para escapar. El calor no ayudaba, claro. Todo era pegajoso y respirar era un esfuerzo. Los pensamientos se derretían en sus cabezas, sin formar nada claro.

Tomaban el café en la tetera porque se les había roto la cafetera y qué pereza buscar otra de remplazo…. Total, qué más daba.

Cuando no estaban ocupados tragando tarta y bebiendo café, permanecían callados. Bueno, él habló una vez. Le gritó a ella que, por favor (porque era un hombre educado), dejara de hacer ruido con la cucharita. Todo era muy irritante con el calor. La conversación ni les estimulaba ni les era posible… qué desgaste… Así que jugaron a las cartas. Sí, sí, las cartas, porque esto era en un tiempo en el que la gente no disponía de teléfonos inteligentes ni de Wifi con el que escapar de su aburrimiento o de su pareja…. Jugar a las cartas era lo mejor para matar el tiempo. Y después de eso, ya de noche, con la hiedra sifilítica y medio muerta del salón como testigo, se pusieron a ver la tele. Lo que fuera, porque en aquellos tiempos tampoco podías escoger mucho. De todo modos, qué cansancio escoger.

Así que, viendo la tele, los dos se quedaron dormidos en su pisito pequeño y sofocante.

Y entonces… ¡Ay, entonces! Sobre las doce de la noche, mientras los dos dormían… entraron por la ventana palomas rosadas, gallos negros de cañamiel, ciervos dorados, gaviotas de lapislázuli, hiedras multicolores, jirafas de heliotropo muy risueñas..

Los animales y las plantas se quedaron por allí toda la noche desplegando sus maravillas hasta el amanecer, pero cuando la pareja abrió los ojos ya no estaban, ni había ningún rastro de ellos. Entonces -ya cansado nada más empezar un nuevo día-, el hombre volvió a suspirar, Uf!!!!!!

***

Te he contado con mis propias palabras un relato genial y muy breve de Quim Monzó, que dio nombre también a su libro Uf, dijo él (1978). Mi primera intención era remitirte al cuento directamente, pero como era difícil de encontrar y por no transcribir, he preferido ejercer el arte de cuentista, contando la historia con libertad pero siendo fiel a su argumento.

En todo caso, lo que me gusta de esta historia y la razón por la que quería hablar de ella es que, aunque hayan pasado ya cuatro décadas, lo que cuenta sigue siendo muy impactante. Y es que «Uf, dijo él» retrata muy bien la monotonía y la desidia en la pareja. Pero no solo eso. Creo que se puede ampliar un poco el significado para ver cómo, independientemente de nuestro estado civil, vivimos a veces dormidos, encerrados en nuestros mundos particulares, repetitivos y mecánicos. Y de ese modo estamos cegados a la magia de la vida.

La preciosa y efímera irrupción que se da en este cuento de la maravilla y la belleza pasa totalmente inadvertida a los personajes. Ellos ni siquiera sospechan qué sucede cuando cierran los ojos. Pero nosotros como lectores, o al escuchar el cuento, sí lo sabemos.

Para mí la ficción debería aspirar a algo más que entretener (y entretener está muy bien, eh?). Ya tenemos muchas distracciones y muy bien elaboradas. Creo que debería aspirar a iluminar nuestra experiencia, a hacernos conscientes por ejemplo de estas cosas, que no suceden solo a las parejas aburridas… sino que forman parte del apasionante desafío de ser humano. Porque la tecnología no nos puede ayudar en eso. ¿Verdad que una suscripción a HBO no ayudaría en nada a estos dos personajes?

Decía antes que a menudo estamos ciegos a la magia de la vida. Y eso me recuerda a otro estupendo relato: «Catedral», de Raymond Carver, que precisamente tiene este asunto en su centro. Me lo guardo para la próxima ocasión. ¡Y no por pereza!

Ha llegado hasta mí el rumor

Ha llegado hasta mí el rumor de que me buscabas. Ha llegado correteando entre las piedras, a vuelo ligero sobre la playa. Se ha elevado un presagio de nuestras noches, mucho antes de vivirlas, antes siquiera de pensarlas.

Después del regocijo, he sentido frío al hacerte espacio. Quizá es la torpe falta de costumbre, a lo mejor son solo nervios. Mucho peor consejera es el hambre que las prisas y no sería la primera vez que preparo el corazón antes de tiempo. Tal vez me traicione a mí misma en la espera, en las horas espectrales que bailan dentro de mí como sombras chinas, bonitas falsificaciones que demuestran tu serena paciencia y lo inútil de mis esfuerzos.

Con esos fantasmas te he confundido mil veces. Y yo, que apenas tengo manías, confieso que prefiero las sábanas blancas a las cadenas, la ligereza a las ataduras, la risa antes que la cordura. ¿Y entonces?

Te llamo, por eso te has acercado. Un paso yo y tres tú. Así quedamos entonces, cuando soñaba este encuentro. Arriba y abajo, incontables posibilidades. Todo es admisible menos el orgullo. Ese… que se lo quede quien se preocupa siempre de pagar a medias.

Me es difícil contenerme, ya lo ves. Soy ferviente cuando te presiento, pero tampoco hoy me haré ilusiones, ni absolutas ni relativas. Ya me dijiste una vez –era de noche y entre nuestros susurros brillaba Mercurio— que no crea nunca todo lo que pienso.

Esa —ya lo sé, ya lo sé, ya lo sé— no es la señal. Y, sin embargo, hay rumores.

Un hombre de lava

—Tengo que esperar a mi amiga—le dije al recepcionista del hotel.
No tardarías en bajar. Aparecías en cada punto del mundo que yo deseara explorar. Daba lo mismo Carrara o Abu Dabi, siempre era igual: yo creía que viajaba sola hasta que un conocido perfume te delataba. Después, aparecías por una esquina y fingías que eras una aparición, como si alguna fuerza te convocara a tu pesar. Bostezabas, me decías que estabas cansada, que te disgustaba tanto como a mí la situación, pero que me seguirías a todas partes.
El sentido de la obligación nos unía.
En el último momento, el empleado del hotel me dio un teléfono móvil. Era de prepago y tenía un número de emergencias grabado.
«Por si acaso», dijo.

Dejé el coche junto a un risco y caminamos hasta las canteras. No hablamos durante el camino. No hacía falta. La vieja costumbre de no soltarnos era bastante. ¿Cuánto duraba aquello? No recordaba mi vida sin ti, pero tuvo que haberla.
Nos asomamos al yacimiento, sin fijar los ojos en nada, como si viajáramos solas. El jefe nos explicó que aquellas rocas que teníamos delante eran de un mármol mucho más valioso que el ordinario. De hecho, la palabra exacta para definirlo no era mármol, pero dada nuestra ignorancia, era lo más aproximado para que entendiéramos lo que estaba fuera de nuestra comprensión.
Al parecer, habíamos llegado a tiempo para presenciar lo mejor. La dinamita ya estaba a punto. Una explosión provocó que algunos trabajadores salieran despedidos por el aire. Me dio tiempo a ver sus caras de resignación, mientras trataba de protegerme. Parecían muñecos, blandos, sin huesos, confiados en tener una buena caída. Siguieron varios estallidos más. Tú bostezabas «¿En serio he venido para esto?». «Tranquila», me dijo el jefe, como si quisiera apaciguar mi miedo, «aquí no usamos excavadoras. Y ellos están acostumbrados». Yo, sin embargo, no me acostumbraba a verte en todas partes. Tenía miedo de ti.
El jefe siguió hablándonos de la potencia de aquel mármol, muy poderoso, muy caro, absolutamente fuera de lo común. Para nosotras solo eran piedras muertas. Entonces algo sacudió el suelo. Una luz volvió la tierra transparente. Seguí con la mirada aquélla línea resplandeciente que serpenteaba como un latigazo bajo nuestros pies. «Es increíble», dije. El día se había cerrado de golpe, como si una nube nos envolviera. Pensé que el jefe había logrado de alguna manera que la naturaleza se apagara solo para destacar el efecto de su mármol. Ahora, aquello poderoso, liberado de su forma de piedra caliza, correteaba, hecho luz. De pronto se elevó, marcando, poco a poco, el perfil de un edificio abismado hacia el vacío. No podía dejar de mirar lo que acababa de aparecer ante mis ojos. ¿De dónde había salido ese edificio? Y no solo eso. Había una solitaria silueta en una de las terrazas, a punto de ser alcanzada por la luz, aún gozando de la penumbra. ¿Era posible? Tal vez solo era una sombra.
«Me gustaría vivir en aquel balcón», dijiste. «La corriente debe de ser buena en verano». Me pareció que la sombra cobraba vida en la distancia y se acodaba en el balcón, frente a nosotras. Me imaginé a un hombre tomando el desayuno allí, un acto cotidiano, envuelto en un batín, pero iluminado, traspasado por la luz. Un hombre de mármol. No, un hombre como una lámpara de sal.
Los pájaros empezaron a trinar en la oscuridad. No sé si era una señal de jolgorio o de peligro. Tal vez era el móvil de prepago pidiéndome que escapara. El jefe se secaba el sudor de la frente y tú seguías mirando al hombre imaginario del edificio luminoso, a punto de encenderse.  El calor me hizo pensar en el interior de un volcán. Eso es, me dije, he ahí un hombre hecho de lava. Deseé que nadie nunca pudiera atraparlo.

Venía fuerte la Tierra

¿Sabes cuando partes una galleta esperando que el pedazo tome la forma exacta que has imaginado? Yo solo sé que me di la vuelta y vi cómo Pangea se fragmentaba en continentes. Tal cual.
«Caray, hoy tiene que ser un día importante», me dije. Déjame pensar, ¿tal vez el… día X, del mes X, del año 300 millones antes de Cristo? Los calendarios estaban fuera de lugar en ese momento. Mejor era contemplar a Brasil desligándose de África y a España desincrustarse de Alaska (¡y de Argelia!). La separación estaba en marcha y si pestañeaba, me lo perdía. Solo segundos antes, Groenlandia le metía el dedo en el ojo a Portugal y hubiera bastado un patinete para pasar de México a Colombia. ¡Juro que lo vi!
Qué abrazo más calentito el previo a la separación.  Claro que… de pronto, lo más importante era esquivar a Europa, que se me venía encima, flotando amalgamada y desordenada, la bota italiana pegada al hexágono francés que parecía prestarse a jugar al futbol (¿por eso nos gusta tanto el deporte rey?).
¿Qué haces ante un continente —literalmente— a la deriva? No sé tú, pero yo me senté con la espalda contra el tronco de un árbol y esperé a ver qué pasaba. A veces me atrevía a mirar atrás (aquí nadie se iba a convertir en estatua de sal, ¿verdad?)…  Hala, Rumanía se acerca por este lado…
Europa se rompía en trocitos, pero no me preocupaba ni mi posición, ni mi pasaporte (¿de dónde es alguien que observa el mundo desmigarse como un crumble de galleta?)
Entonces me di cuenta de que había una mujer a mi lado, que tenía exactamente el mismo plan que yo: sentarse tras el árbol y esperar. «Nos ha salido el día bueno, ¿eh?» El agua nos rodeaba marcando una corriente que quería arrastrarnos. Eso me hizo pensar en un desagüe cósmico dispuesto a tragarse a los más pesados. La mujer señaló Grecia, que parecía un nenúfar girando a toda prisa… Estos griegos necesitarán bidoramina en el yogur durante mucho tiempo.
Qué emocionante, ¿no? Dos desconocidas el día (porque esto sucedió en un día) en el que la tierra se fragmentó.
—¿No te parece anacrónico, en una ocasión como esta, llevar gafas y reloj? Se supone que somos testigos atemporales de todo esto. Y tú así eres muy como del siglo veintiuno. O… veinte (era un reloj clásico, de manecillas).
—A lo mejor el tiempo no sirve de nada, pero ¿qué es lo que objetas a mis gafas?
No supe qué decir. Yo tampoco quería perderme nada. Me pareció asombroso el silencio previo a aferrarnos de nuevo al árbol.
En esa hora incierta, ¡venía fuerte la Tierra!

Fin de la historia

A veces las cosas suceden así.

Basta una llamada para cambiarlo todo.

Cuando descolgué el auricular, ya sabía que Daisy estaba muerta.

Decir que soy clarividente sería faltar a la verdad.

Es más apropiado entender que el destino es una carretera de una sola dirección.

Fue tan solo necesario escuchar a mi corazón, o, tal vez, fijar la vista en la palidez de su rostro el último día para saber cómo acabaría esta historia.

Ganamos o perdemos las batallas y Daisy la perdió.

Había tratado de enamorar a Omar y ese fue su error, castigado muy cruelmente, sí.

Independientemente de la perfidia de Cupido, la vida después de Daisy es imposible y tendré que afrontar eso en breve.

Jugábamos ella y yo al todo o nada, sin el modo de encontrar un acuerdo tibio, una salida satisfactoria para los dos.

Kafkiana sería la mejor definición de nuestra relación, ilógica, absurda, unida y enfrentada por la obstinación de Daisy.

Lo dejó bien claro cuando me dijo que, si Omar rechazaba su amor, acabaría con todo.

Me asusté mucho en esa ocasión.

No es fácil ser consejero cuando el corazón está implicado secreta, intensamente.

Ñoñerías sin sentido salían de sus labios, todas dedicadas a ese donjuan.

O alimentaba sus delirios de amor por el otro o cargaba su furia contra mí.

Pero Omar era frívolo, corto de entendederas y, acostumbrado a gustar a las mujeres, tan solo se dejaba adular por Daisy.

Quisiera que todo hubiera sido distinto, que ella me hubiera elegido a mí.

Robar su corazón, ese era mi anhelo, ya que supe bien pronto que nunca me lo entregaría de otro modo.

Soporté, no obstante, el dolor de esa evidencia y actué como el amigo fiel y desinteresado.

Temblaba mi ánimo con cada nueva noticia de Omar.

Una y otra vez evité que ella se lanzara en sus brazos, inventando motivos, mintiendo, interceptando sus notas de amor.

Venenoso como era, pero sabiendo que era la única manera de impedir aquel romance.

Whiskys a deshoras, amantes adictas a sustancias, todo intenté para desacreditarlo, sin fortuna.

Xerografié por fin una carta de Omar para copiar su estúpida caligrafía y, en un ejercicio de virtuosa imitación, escribí una nueva, llenándola de humillación y desprecio.

Y se la envié a Daisy que, haciendo gala de su fidelidad a la palabra dada, optó por la solución más dramática.

Zanjé el asunto de la forma más poética posible y ahora, antes de obrar también yo en consecuencia con mis actos, me consuelo pensando que nada hay más bello que… dos suicidios por amor.