Venía fuerte la Tierra

¿Sabes cuando partes una galleta esperando que el pedazo tome la forma exacta que has imaginado? Yo solo sé que me di la vuelta y vi cómo Pangea se fragmentaba en continentes. Tal cual.
«Caray, hoy tiene que ser un día importante», me dije. Déjame pensar, ¿tal vez el… día X, del mes X, del año 300 millones antes de Cristo? Los calendarios estaban fuera de lugar en ese momento. Mejor era contemplar a Brasil desligándose de África y a España desincrustarse de Alaska (¡y de Argelia!). La separación estaba en marcha y si pestañeaba, me lo perdía. Solo segundos antes, Groenlandia le metía el dedo en el ojo a Portugal y hubiera bastado un patinete para pasar de México a Colombia. ¡Juro que lo vi!
Qué abrazo más calentito el previo a la separación.  Claro que… de pronto, lo más importante era esquivar a Europa, que se me venía encima, flotando amalgamada y desordenada, la bota italiana pegada al hexágono francés que parecía prestarse a jugar al futbol (¿por eso nos gusta tanto el deporte rey?).
¿Qué haces ante un continente —literalmente— a la deriva? No sé tú, pero yo me senté con la espalda contra el tronco de un árbol y esperé a ver qué pasaba. A veces me atrevía a mirar atrás (aquí nadie se iba a convertir en estatua de sal, ¿verdad?)…  Hala, Rumanía se acerca por este lado…
Europa se rompía en trocitos, pero no me preocupaba ni mi posición, ni mi pasaporte (¿de dónde es alguien que observa el mundo desmigarse como un crumble de galleta?)
Entonces me di cuenta de que había una mujer a mi lado, que tenía exactamente el mismo plan que yo: sentarse tras el árbol y esperar. «Nos ha salido el día bueno, ¿eh?» El agua nos rodeaba marcando una corriente que quería arrastrarnos. Eso me hizo pensar en un desagüe cósmico dispuesto a tragarse a los más pesados. La mujer señaló Grecia, que parecía un nenúfar girando a toda prisa… Estos griegos necesitarán bidoramina en el yogur durante mucho tiempo.
Qué emocionante, ¿no? Dos desconocidas el día (porque esto sucedió en un día) en el que la tierra se fragmentó.
—¿No te parece anacrónico, en una ocasión como esta, llevar gafas y reloj? Se supone que somos testigos atemporales de todo esto. Y tú así eres muy como del siglo veintiuno. O… veinte (era un reloj clásico, de manecillas).
—A lo mejor el tiempo no sirve de nada, pero ¿qué es lo que objetas a mis gafas?
No supe qué decir. Yo tampoco quería perderme nada. Me pareció asombroso el silencio previo a aferrarnos de nuevo al árbol.
En esa hora incierta, ¡venía fuerte la Tierra!

Autor: Marta Catala

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