Feliz Navidad

Cuando era una niña, para mí la Navidad era tan simple -y limitada- como un garabato sobre papel cuadriculado. El símbolo del árbol de navidad consistía en unas líneas geométricas simétricas, triángulos rematados con círculos en los extremos. A veces, sin color; a veces, verde y rojo. Eso ya simbolizaba muchas cosas: el árbol (no uno cualquiera, un abeto); los regalos (preferiblemente cajas cuadradas de colores brillantes); la ilusión de una fecha (veinticinco de diciembre y seis de enero), las vacaciones escolares. La Navidad en suma.

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En los villancicos, en los dulces, en las reuniones… había algún matiz más, como si la dimensión plana pudiera alcanzar a ser bidimensional. La canción entonada, el abrazo encarnado a través de abrigos mullidos (solía hacer frío), el sabor a almendras dulces en la boca… Había emoción, calidez, ilusión. También hipocresía, estrés, frustración, indigestiones, injusticias, cascarrabias y pobreza.
Pero todo seguía siendo como el eco que puedes oír, pero que no es más que reverberación secundaria, lejos de una fuente original.
La nieve de mi belén (bolitas de espuma) era tan falsa como el intento mismo de experimentar la Navidad. Luces eléctricas parpadeantes simbolizando el brillo sobrenatural. Los niños en el colegio -y para deleite de sus padres- disfrazados de pastorcitos que jamás vieron una oveja o de ángeles con alas de algodón. Ni siquiera Papa Noel o los Reyes actuaban sin testaferros.
A fuerza de repetición, la Navidad se fue asentando -o desgastando- , ampliándose en mi imaginación, pero solo en lo superfluo (llegó el Panettone!). Y yo siempre sabiendo que lo esencial me eludía (a veces escondiéndome yo). El teatrillo navideño se convirtió en un aburrido reestreno marcando el final del año y augurando una proporcionalmente angustiosa cuesta de enero.
Ah, pero el cine, la literatura, el arte han ayudado a entender y extender… ¡Qué bello es vivir!, Los fantasmas atacan al jefe, -reinterpretando Cuento de Navidad, de Dickens-… Los Gremlins, Love actually, … la ficción parecía resonar mejor (quizá porque también trabaja con signos y símbolos, porque también tiene pretensión de eternidad). Entonces podíamos acercarnos a eso que se llama Espíritu de la Navidad. Epifanía, nobleza humana, nieve (y paisajes extranjeros). Ahí tenemos siempre disponible una dosis de esta esencia para consumir (y a lo mejor con algún descuento!). Pero a fuerza de repetir, se produce la banalización y es entonces cuando acabamos con jerséis de renos, sobredosis de azúcar y de sentimentalismo. Ah, y tiques regalo para devolver pijamas con el lema «All I want for Christmas is you».
Nada que objetar. Supongo que es tan humano fabular y evadirse como seguir buscando. Así que, en mi indagación personal, en ese intento de alcanzar la tridimensionalidad, me propongo remontarme a lo primero que pueda rastrear. Inevitablemente, todo será una construcción mental, pero intento evitar derivados que hacen que todo se vuelva complejo y distorsionado. Esto lo voy a hacer cerrando los ojos. Tan fácil como eso. Me alejo un poco de las luces, el bullicio y el vigor de las burbujas de cava.
Silencio.
Entonces, descartando, restando, vaciando… llego. Llego a un año cero para la humanidad, a un nacimiento anunciado. El milagro de un niño redentor.
Y hasta ahí veo.

Un hombre de lava

—Tengo que esperar a mi amiga—le dije al recepcionista del hotel.
No tardarías en bajar. Aparecías en cada punto del mundo que yo deseara explorar. Daba lo mismo Carrara o Abu Dabi, siempre era igual: yo creía que viajaba sola hasta que un conocido perfume te delataba. Después, aparecías por una esquina y fingías que eras una aparición, como si alguna fuerza te convocara a tu pesar. Bostezabas, me decías que estabas cansada, que te disgustaba tanto como a mí la situación, pero que me seguirías a todas partes.
El sentido de la obligación nos unía.
En el último momento, el empleado del hotel me dio un teléfono móvil. Era de prepago y tenía un número de emergencias grabado.
«Por si acaso», dijo.

Dejé el coche junto a un risco y caminamos hasta las canteras. No hablamos durante el camino. No hacía falta. La vieja costumbre de no soltarnos era bastante. ¿Cuánto duraba aquello? No recordaba mi vida sin ti, pero tuvo que haberla.
Nos asomamos al yacimiento, sin fijar los ojos en nada, como si viajáramos solas. El jefe nos explicó que aquellas rocas que teníamos delante eran de un mármol mucho más valioso que el ordinario. De hecho, la palabra exacta para definirlo no era mármol, pero dada nuestra ignorancia, era lo más aproximado para que entendiéramos lo que estaba fuera de nuestra comprensión.
Al parecer, habíamos llegado a tiempo para presenciar lo mejor. La dinamita ya estaba a punto. Una explosión provocó que algunos trabajadores salieran despedidos por el aire. Me dio tiempo a ver sus caras de resignación, mientras trataba de protegerme. Parecían muñecos, blandos, sin huesos, confiados en tener una buena caída. Siguieron varios estallidos más. Tú bostezabas «¿En serio he venido para esto?». «Tranquila», me dijo el jefe, como si quisiera apaciguar mi miedo, «aquí no usamos excavadoras. Y ellos están acostumbrados». Yo, sin embargo, no me acostumbraba a verte en todas partes. Tenía miedo de ti.
El jefe siguió hablándonos de la potencia de aquel mármol, muy poderoso, muy caro, absolutamente fuera de lo común. Para nosotras solo eran piedras muertas. Entonces algo sacudió el suelo. Una luz volvió la tierra transparente. Seguí con la mirada aquélla línea resplandeciente que serpenteaba como un latigazo bajo nuestros pies. «Es increíble», dije. El día se había cerrado de golpe, como si una nube nos envolviera. Pensé que el jefe había logrado de alguna manera que la naturaleza se apagara solo para destacar el efecto de su mármol. Ahora, aquello poderoso, liberado de su forma de piedra caliza, correteaba, hecho luz. De pronto se elevó, marcando, poco a poco, el perfil de un edificio abismado hacia el vacío. No podía dejar de mirar lo que acababa de aparecer ante mis ojos. ¿De dónde había salido ese edificio? Y no solo eso. Había una solitaria silueta en una de las terrazas, a punto de ser alcanzada por la luz, aún gozando de la penumbra. ¿Era posible? Tal vez solo era una sombra.
«Me gustaría vivir en aquel balcón», dijiste. «La corriente debe de ser buena en verano». Me pareció que la sombra cobraba vida en la distancia y se acodaba en el balcón, frente a nosotras. Me imaginé a un hombre tomando el desayuno allí, un acto cotidiano, envuelto en un batín, pero iluminado, traspasado por la luz. Un hombre de mármol. No, un hombre como una lámpara de sal.
Los pájaros empezaron a trinar en la oscuridad. No sé si era una señal de jolgorio o de peligro. Tal vez era el móvil de prepago pidiéndome que escapara. El jefe se secaba el sudor de la frente y tú seguías mirando al hombre imaginario del edificio luminoso, a punto de encenderse.  El calor me hizo pensar en el interior de un volcán. Eso es, me dije, he ahí un hombre hecho de lava. Deseé que nadie nunca pudiera atraparlo.

Venía fuerte la Tierra

¿Sabes cuando partes una galleta esperando que el pedazo tome la forma exacta que has imaginado? Yo solo sé que me di la vuelta y vi cómo Pangea se fragmentaba en continentes. Tal cual.
«Caray, hoy tiene que ser un día importante», me dije. Déjame pensar, ¿tal vez el… día X, del mes X, del año 300 millones antes de Cristo? Los calendarios estaban fuera de lugar en ese momento. Mejor era contemplar a Brasil desligándose de África y a España desincrustarse de Alaska (¡y de Argelia!). La separación estaba en marcha y si pestañeaba, me lo perdía. Solo segundos antes, Groenlandia le metía el dedo en el ojo a Portugal y hubiera bastado un patinete para pasar de México a Colombia. ¡Juro que lo vi!
Qué abrazo más calentito el previo a la separación.  Claro que… de pronto, lo más importante era esquivar a Europa, que se me venía encima, flotando amalgamada y desordenada, la bota italiana pegada al hexágono francés que parecía prestarse a jugar al futbol (¿por eso nos gusta tanto el deporte rey?).
¿Qué haces ante un continente —literalmente— a la deriva? No sé tú, pero yo me senté con la espalda contra el tronco de un árbol y esperé a ver qué pasaba. A veces me atrevía a mirar atrás (aquí nadie se iba a convertir en estatua de sal, ¿verdad?)…  Hala, Rumanía se acerca por este lado…
Europa se rompía en trocitos, pero no me preocupaba ni mi posición, ni mi pasaporte (¿de dónde es alguien que observa el mundo desmigarse como un crumble de galleta?)
Entonces me di cuenta de que había una mujer a mi lado, que tenía exactamente el mismo plan que yo: sentarse tras el árbol y esperar. «Nos ha salido el día bueno, ¿eh?» El agua nos rodeaba marcando una corriente que quería arrastrarnos. Eso me hizo pensar en un desagüe cósmico dispuesto a tragarse a los más pesados. La mujer señaló Grecia, que parecía un nenúfar girando a toda prisa… Estos griegos necesitarán bidoramina en el yogur durante mucho tiempo.
Qué emocionante, ¿no? Dos desconocidas el día (porque esto sucedió en un día) en el que la tierra se fragmentó.
—¿No te parece anacrónico, en una ocasión como esta, llevar gafas y reloj? Se supone que somos testigos atemporales de todo esto. Y tú así eres muy como del siglo veintiuno. O… veinte (era un reloj clásico, de manecillas).
—A lo mejor el tiempo no sirve de nada, pero ¿qué es lo que objetas a mis gafas?
No supe qué decir. Yo tampoco quería perderme nada. Me pareció asombroso el silencio previo a aferrarnos de nuevo al árbol.
En esa hora incierta, ¡venía fuerte la Tierra!