Las críticas que ayudan

Cuando escribimos y compartimos nuestro trabajo, la crítica es inevitable. Es una respuesta natural (y deseable) a lo que hemos lanzado al mundo. El término «critica» tiene una connotación peyorativa, pero en realidad no es más que una reacción a lo que hemos escrito y -como tal- es muy valiosa. El silencio, el vacío son más perturbadores.

Me gusta una máxima de la PNL (programación neurolingüística) que dice: «no hay fracaso, solo feedback». Me parece un enfoque muy positivo. En realidad el fracaso es una percepción subjetiva de no haber alcanzado un ideal (ideal que puede no ser realista). Es una expectativa no cumplida, pero, en sí mismo, el fracaso no conduce a nada, es como un callejón sin salida. En cambio, interpretar el fracaso -o la crítica- como mero feedback (es decir respuesta que nos llega de vuelta) nos ofrece un panorama lleno de posibilidades. Porque ahí el fracaso -o la crítica- nos está mostrando también la clave para corregir o mejorar: vemos el camino.

Aclaración: vale, de acuerdo, hay críticas destructivas/faltonas y de las que poco se puede deducir (salvo quizá la bajeza o la escasez de población neuronal de su emisor). Como todo modo de expresión en clave «odio», esto hay que ignorarlo por completo. De hecho, puede ser muy peligroso y tóxico enredarse en las garras virtuales (o físicas) de un crítico troll. Su único objetivo es conseguir energía con nuestra emoción. Descartado.

Pero, aunque no sea muy agresiva, y más allá de la falta de gusto disfrazada de honestidad espontánea que se lleva tanto hoy en día, de poco nos sirve una crítica como: «Una mierda de libro, una basura y una bazofia…..». En fin, aquí solo hay un dato útil: no ha gustado. La intensidad de ese disgusto ya no añade nada más y puede en algunos casos deberse incluso a factores ajenos al libro (animadversión personal, odio al mundo, antagonismo ideológico, etc.). Del mismo modo, una crítica como: «maravilloso, genial, fantástico», tampoco ofrece muchas pistas de qué exactamente hemos hecho bien.

En cambio hay críticas negativas que son oro puro, si sabemos leer y dejamos los egos al margen. Por ejemplo: «este libro es totalmente tonto, la protagonista es ridícula y reacciona en plan: me enfado y no respiro; el libro lo cuenta todo deprisa y corriendo, con mucha superficialidad, y encima está lleno de faltas de ortografía…» Bueno, pues aunque no sea muy agradable, en realidad (¡y gratis!) nos han dado varias informaciones importantísimas: el desarrollo del personaje no es el mejor y quizá no he trabajado bien sus motivaciones/reacciones; he abusado del resumen en lugar de escenificar partes importantes de la trama; no he cuidado el aspecto ortográfico. Si me tomara el tiempo de revisar alguna de esas cosas (o, idealmente, las tres) mi libro mejoraría sustancialmente. Por el contrario, la opción de sentir que tod@s los lector@s son tont@s y no valoran mi evidente genialidad es bastante estúpida. Independientemente de los gustos, preferencias o inclinaciones de quién nos lee, creo que todos sabemos cuando una crítica es solo una opinión aislada (y quizá sin fundamento) y cuando esa valoración está conectando con algo que tiene sentido y por tanto, debemos atender. Desarrollar ese criterio quizá es una de las cosas más valiosas.

Así que, resumiendo: ofrecemos algo al mundo, escuchamos su reacción, descartamos el ruido pero nos quedamos con los que nos puede ayudar. Y seguimos.

En realidad, el proceso creativo funciona así (o el mío en particular). Es un continuo refinado. Produzco sin censura, evalúo con crítica y perspectiva, corrijo lo necesario y comienzo otro ciclo. Y por el camino, aprendo.

ESTO ES LO QUE PIENSO

Una parte de las dificultades de escribir tiene que ver con la técnica, con lo que se llama oficio. Y esa parte -que es muy importante- hay que dominarla a base de práctica constante. Esto por lo general no es doloroso (o solo tanto como ir al gimnasio). Consiste en una acumulación de pequeñas pruebas de creciente dificultad que hay que pasar. Además, del mismo modo que el ejercicio físico, los avances van siendo evidentes lo que produce satisfacción y alimenta las ganas de más. Esto es bonito.

Pero no era eso de lo que quería escribir hoy.

Hay otro aspecto difícil que vamos a tener que afrontar tarde o temprano. Y ese es mucho más transversal, permea nuestra vida y para prevenir sus efectos hacen falta otras herramientas. Me refiero a los miedos, inseguridades, complejos y falta de confianza que emergen cuando uno se abre al mundo y escribe. Y los efectos de estas sensaciones tan incómodas son evidentes: ocultarse, sabotearse, procrastinar, silenciarse o refugiarse en una versión empequeñecida de una misma. Esa que puede encajar, que no causa problemas. Esa que nunca dice lo que piensa de verdad. Esa que puede sobrevivir a la crítica porque no ha dicho ni escrito nada que se pueda criticar.

Seguramente haya escritor@s que no sufran esto con tanta fuerza (de hecho, el narcisismo es un buen aliado del escritor), pero creo que es un poco inevitable. Viene con el lote y es bueno saberlo. Generalmente aparece cuando estás avanzando en la buena dirección. Al ser este más un aspecto relacionado con la personalidad o las experiencias propias, el enemigo adquiere diferentes fisonomías. Nos enfrentamos a un monstruo de varias cabezas y a cada uno de nosotros se nos aparece y nos acecha con un siniestro y distintivo rostro.

Para mí por ejemplo, está el monstruo de la exposición, que a veces actúa sobre mí en forma de nube maligna parlante. Incluso aunque escriba ficción, el escritor o escritora siempre tienen que dar algo de sí mismo y mostrarlo. Y precisamente esa capacidad de exponerse y dar algo valioso o difícil está en relación directa con la profundidad o resonancia de la historia. Porque son esos detalles difíciles, esas emociones descubiertas, las vulnerabilidades del ser humano, con su vergüenza, sus contradicciones, sus aspiraciones no confesadas, su anhelo de amor o su miedo lo que hacen que un escrito tenga poder y una ficción, alcance.

Yo ni siquiera tengo que estar mostrando eso que llamaríamos episodios vergonzosos o íntimos para sentirme tremendamente vulnerable. Poco importa lo que haya escrito. Da igual que me refugie en las almas de mis personajes. Me va a pasar en cuanto publique este post. Aparece el monstruo. Es como si -al hacerlo público- del texto recién escrito o publicado emanara una vibración que queda resonando en el aire y gritando: «mira las estupideces que escribe esta mujer». Y yo estoy ahí esperando a que esa nube maligna y parlante -mezcla de mensaje negativo lanzado a los cuatro vientos y sensación física- se acalle y se disuelva y de nuevo el aire se vuelva respirable, limpio. El objetivo es superar el ataque de vergüenza. Y seguir viva.

Claro, en mi caso, la angustia ante el monstruo de la exposición produce efectos que en principio tratan de contrarrestarlo (pero que también lo refuerzan) y que podría resumir en exceso de perfeccionismo y una tendencia a la invisibilidad. La escritora que no quiere ser leída (¿Cómo???????)

Claro que quiere ser leída, la criatura. Claro que quiero ser leída (nótese la tercera persona como recurso para esconderse). Lo que no quiero es sentir la nube maligna. Lo que no quiero es exponerme a la muerte por vergüenza.

Pero ya sabemos cómo funciona esto, ¿no? Cuanto más temes a la nube maligna, más fuerza adquiere, cuánto más la combates, peor. Si tratas de ignorarla, persiste (porque solo es y tu intento de combatirla de manera pasiva). Y si cometes la estupidez de planear tu vida en función del parte meteorológico acabas por perderte todas las fiestas.

No es que tenga yo la receta mágica antimonstruos. A veces basta con encender la luz o confiar en que -por malvada que sea- toda nube viene y va y fracasa siempre ante la evidencia de un cielo azul que nunca puede ser negado.
Sí sé muy bien que lo que no funciona es conformarse con esa versión pobre de ti misma (de mí misma) temerosa de expresarse o limitar tu rango de experiencias para sentirte segura. Así que respira (respiro) y solo empieza (empiezo) por esta frase: ˝Esto es lo yo que pienso». Y sigue (sigo). No te vas a morir.