Los planetas comen tarta de manzana

Escribo desordenadamente, en libretas, ordenadores, hojas sueltas. A veces abro un cajón y encuento una nota remota. Me cuesta entender mi letra (entender mi cabeza). Este texto -experimental- parte de una de esas notas…

Los satélites no son planetas, esto es bien sabido. Los satélites orbitan alrededor de los planetas. Pero, ¿tienen sentido en sí  mismos? ¿Qué queda de un satélite si eliminas su planeta? Los satélites, vistos así, son como verbos transitivos: necesitan siempre un objeto. «yo dejo..» probablemente será contestado: «¿Tú dejas el qué; de qué hablas»? Si un satélite no tiene objeto empieza a ser interrogado continuamente, y las preguntas son incómodas, porque a los satélites no les gusta pensar -ni ya digamos filosofar- sobre la razón de su existencia. Pienso luego existo, parecen decir; giro a tu alerededor, luego existo. Existo. Soy. Tengo sentido (y sensibilidad, querida).

Y hablando de sentidos por atar, polisémicos y plurales…

Íbamos por la estación de metro de Universitiet (yo, tan nerviosa, pero ya feliz porque salíamos por fin de los vagones, porque estábamos, poco a poco, fuera del laberinto de mármol y espejos, «que eso de ir bajo tierra yo se lo dejo a los topos».

Olga se acercó a mí en las escaleras mecánicas y con sonrisa traviesa y me dijo:

  —Marta, cántame un bolero español.

Yo, eufórica por sentirme libre del subsuelo me veía capaz de todo: «Nu kaniechka (claro!)!» y me lancé… «sin tiii no podré vivir jamás, y pensar que nunca más estarás junto a mi… Sin ti, no hay clemencia en mi dolor la esperanza de mi amor te la llevas por fin… Sin tiii»

La gente nos miraba y las dos nos reíamos.

  —Oh, maravilloso, maravillosoo. ¡Sois tan intensos los españoles!

Yo seguía feliz, desbordada:

  —Pues sí, querida Olia, porque dime: ¿qué hay más bonito que decirle a alguien «Sin ti no podré vivir jamás?»

  —Hay algo más rotundo, amiga Marta, más definitivo —su trenza oscilaba de un lado a otro mientras andábamos deprisa.

  —¿Ah, sÍ? y qué es eso más rotundo? –pregunté con cierta presunción.

  —Pues decirle «Bias tibiá, ya ne magú», que significa «Sin ti no puedo»…

  —¿No puedo qué?

  —No puedo. Y basta. Es intransitivo. Sin ti no puedo. Sin ti no soy.

Salimos por fin al exterior, era media tarde, llovía y Rafa , que se había unido a nosotras, enlazaba mi brazo.

  —¿Pero tú alguna vez has tenido un novio formal? —quería saber.

  —Shhh, calla.

Y ya no pude contestar, porque pensaba en que se me había revelado una verdad existencial y aún sentía el vértigo de asomarme a una frase rotunda y completa. Perfecta. Jaque-Mate.

Había sucumbido a la magia de un verbo intransitivo que acaba conteniéndolo todo porque a nada se ata.

***

John Travolta llora a la guitarra:

“Cuántos labios te han besado, cuántos, cuántos

Y han encendido tu alma, me lo pregunto.

Pero en verdad, no quiero saberlo”

Todos somos periféricos, pero tú eres central. O, todos somos contingentes, pero usted es necesario, señor Alcalde… ¿Qué es mejor, ser centro o periferia?, ¿periferia de qué? ¿Tú que prefieres?

Yo de pequeña tuve un estuche Pelikan amarillo con una foto de los planetas flotando en un universo oscuro. A mí aquella noche galáctica me recordaba a la Coca Cola: me hacía soñar y me daba sed.

Yo también giro alrededor de mi planeta, pero a veces me pregunto qué sería de él sin mi? «Bias tibiá ya ne magú».

—Señora Tierra, ¿echaría usted de menos a la Luna?

—Bueno, habría menos poesía sin ella…, pero también menos suicidas y menos dementes. La tranquilidad a ciertas edades se agradece.

Vicor Hugo, taza de café en mano, asiente: “Mais oui. Todas las pasiones se alejan con la edad…”

Pues aléjate tú también, Hugo y déjame hablar con mi planeta, que come tarta de manzana.

Estás comiendo tarta de manzana. No puedes resistir coger otra cucharada.

—Come, come —digo.

Repites.

—¿Quieres un poco de agua?

—Por favor —(Bebes)—. Mucho mejor.

Me miras, y en esa pausa evalúas si tu glotonería es aceptable.

Lo es.

El cerebro es caprichoso. La comida ya ha acabado. Son casi las 15:00 y el satélite, que ha girado como siempre, no sabe cómo, pero se ha prendado de su planeta comiendo tarta de manzana.

Libros que transforman

La buena literatura te cambia. Y no se vosotr@s, pero yo he comprobado que no es un tópico. La buena literatura te lleva a un sitio distinto del tuyo, te enseña que otros mundos son posibles y no siempre para bien.

Es una revelación entonces comprender lo azaroso de nuestra propia existencia (o lo entretejido entre causas y efectos). ¿Por qué en este país?, ¿por qué con este sexo? ¿Por qué en esta década, en este siglo? Y eso (un poco de eso) te ayuda a entenderlo la buena literatura. Porque a través de la existencia de otros, arrojas luz sobre la tuya. Porque los personajes bien construidos, las atmósferas vivas, las frases acertadas, pueden ser reveladoras.

Leyendo La vista desde Castle Rock, de Alice Munro me pongo en la piel de unos colonos escoceses que, a principios del XIX, se embarcan a la aventura del nuevo mundo en una travesía de seis semanas. Pero no sólo eso. Lo más importante es que me hago preguntas. ¿Cómo sería si me hubiera criado en Canadá, rodeada de nieve, en una granja, con los recursos básicos, y con el sentido del trabajo duro grabado en la mente y el corazón? Si mis padres hubieran criado zorros plateados para vender sus pieles, sería posible tal como soy yo, con mi amor por los animales, con mi sensibilidad cuando siento el dolor ajeno? ¿Hubiera podido ver y sentir aquello como un hecho natural, incuestionable, tan solo como la manera de ganar el sustento de mi padre? ¿Habría sido yo capaz de construirme mi casa desde los cimientos, solo con mis manos? ¿Hubiera podido contemplar un bosque nuevo y virgen y ver allí mi futura tierra de labranza? ¿Tendría valor para empezar una nueva vida, dejando atrás mi casa?

Eso es creo lo que dicen los expertos cuando hablan de la empatía. Los libros nos llevan al terreno del otro y nos invitan a quedarnos allí mientras dura la lectura. Pero con los buenos, además, la sensación es tan vívida que el efecto perdura.

Y todo eso te hace valorar tu existencia desde otro punto de vista. Entonces pasas a preguntarte también, ¿cuál es mi relación con el entorno en el qué he nacido?, ¿qué me define a mí?, ¿qué personas, qué hábitos, qué tradiciones han dado forma a mi carácter? Lo mágico es que con estas lecturas, que no hablan de mí, pero que me alcanzan, yo comienzo a valorar mi propio paisaje como único.

No pretendo ir de profunda, pero, por otro lado y vista la amplitud de las vivencias que se presentan a  nuestros ojos, ¿qué importancia real tiene la nuestra propia? No exageremos con nuestros problemas. No nos sintamos el ombligo del mundo. En lugar de eso, salgamos a conocer otras realidades. Otras personas. Otros libros. Transformémonos.

Hombre lobo

Ana dice que su marido es un hombre lobo. Y lo dice así, con toda la cara. No se corta un pelo. Ana siempre ha sido una fantástica. Desde que éramos pequeñas. Ella tenía poderes; veía fantasmas en la casa; hablaba con su abuela muerta por teléfono y por las noches, cuando todos dormían, volaba. Todo mentira, claro. Fantasías de niña. Pero es que ahora ya tiene 35 la tía y sigue en las nubes. Y yo le digo que no puede ir diciendo esas cosas por ahí, que qué va a pensar la gente. Y me dice que le da igual, que es la pura verdad.

A mí me lo dijo en casa de Esther. Estábamos de torrá, celebrando que Esther se ha sacado por fin el carnet de coche (la de miles de euros que se habrá dejado en la autoescuela). Ella había venido con Alfredo desde su casa, que está muy apartada. El caso es que estábamos todos allí. Las de la panda, las otras amigas y el perrito de Esther, Charlie, que estaba más pesado que de costumbre, que ya es decir. Ana estaba muy rara y no paraba de mirar el reloj. Estábamos fregando los platos para el postre (que Esther los tenía llenos de polvo, que dice que ella no toma postre nunca). Íbamos a sacar el helado. Tres sabores. Riquísimo. Y va y le digo “pero déjate el reloj, chica, ¿qué tienes prisa?” Y va y me lo suelta. Que se tienen que ir, que hay luna llena y Alfredo es un hombre lobo. Así, de golpe. Y al principio, claro, yo me parto de risa, que qué cosas tienes, Ana. Pero ella me dice toda seria que no es broma y que Alfredo se pone muy bruto cuando se transforma y no quiere que la monte. Y menos mal que la convenzo de que no le diga eso a Esther, que seguro que no le gusta un pelo. Que la conocemos y se enfada mucho cuando alguien se da importancia a su costa y más en su casa. Así que Ana, que sigue con la perra de irse, le cuenta a Esther que le está matando la cabeza y que se van los dos a casa por eso. Y yo me quedo en la torrá pensando en todo lo que me ha dicho Ana y en que me parece una excusa muy mala y Esther, que nunca intuye nada, se pasa toda la noche contándonos los sitios a los que va a ir en coche, cuando se lo compre, claro. Y es verdad que hay luna llena y se ve muy bien desde el jardín, redonda como un queso. La fiesta sigue. Una amiga de Esther dice que está estudiando para azafata de avión y yo pienso, “pero, ¡si mides un metro cincuenta!”. Pero ella es así de estupenda. Otro trabajo no quiere, ni soñarlo. Yo me retiro pronto porque ya no me gusta acostarme tarde y para qué perder sueño.

Al día siguiente me llama Ana. Me dice que si podemos quedar a tomar café cuando ella salga de aquagym. Yo le hago una coña y le pregunto que si Alfredo tira mucho pelo y ella me dice que va por épocas, que en verano más. ¿Que va por épocas? Es que Ana se pasa de cachonda. Le digo que ya vale con la bromita, que a mí tampoco me caen bien las amigas de Esther y no por eso pego la espantá y me dice que no es broma. Y quedamos en vernos. Al rato me llama Esther llorando. Cuando por fin entiendo qué dice, me cuenta que un perrazo bestia se ha cargado a Charlie, su mil leches. “¿Y cómo ha sido?”, le pregunto y me dice que no sabe, que se lo ha encontrado lleno de sangre, hecho trizas y que va a denunciar al vecino por dejar al perro suelto. Es un pastor alemán y de los chungos. Asesino. Me despido de Esther y quedo con Ana en el bar del polideportivo y, aunque parezca mentira, sigue con la milonga del lobo. Le digo que no estoy para rollos, le cuento lo de Esther y me dice sin pestañear que ha sido Alfredo. Ahí ya me enfado de verdad. Pido la cuenta. O para de decir cosas raras o voy a pensar que está loca. Y me dice que Alfredo había fichado a Charlie en la fiesta, que si no me fijé en que no le quitaba ojo. Y yo, pues no. Y añade que también se la tiene jurada al perro del vecino, Rex, el pastor alemán, el asesino. Yo le digo que qué quiere decir Ana  exactamente con hombre lobo. Si es que Alfredo es bruto, ya lo sabíamos. Que es peludo, también (a mí siempre me ha dado un poquito de cosa cuando en verano lleva manga corta). Y Ana dice que qué va a querer decir. Pues eso, que cuando hay luna llena, Alfredo empieza a cambiar. Cuando pido más detalles, me dice que le sale pelo en la cara y los ojos se le vuelven rojos. Los colmillos le crecen. Estalla las camisas. Y al final es como un lobo en grande. Sólo que anda a dos patas. Y lo malo es que siempre se escapa y luego vuelve con el morro lleno de sangre y sin recordar nada. Por eso se fueron a  vivir a la zona nueva y no porque a ella le gustara más (cosa que yo, en el fondo, nunca creí). Después, con las horas, se le pasa y tan tranquilo. Recoge todo lo que ha roto en casa y se toma un alkasetzer, que le va muy bien. Se va al trabajo normalmente. Algún día se ha tenido que quedar, pero poca cosa. Y yo le digo si esto no será que ha pillado algo raro. Ana dice que no, que es así de siempre. Que a ella se lo dijo cuando eran novios, que se iban a vivir juntos. Él tenía miedo de que ella lo rechazara por tío raro, pero qué va, ella encantada, como si le dice que es piloto. Y le pregunto que por qué me lo cuenta a mí. Y me dice que soy su mejor amiga. Y por qué no me lo contó antes, que es lo que me molesta de verdad. Y me dice que no sabía cómo, que lo entienda. Que aunque ella lo vea muy natural, hay gente que seguro que lo critica. Yo no lo voy a criticar, le digo. Pero piensas que es raro. Mujer, pues sí un poco. ¿Lo ves? Y me dice Ana que ahora, como hay tanta película por ahí, Crepúsculos y cosas de esas, que los lobos son tan guapos y estupendos, pues ahora cree que ya puede contármelo, que está mejor visto. Y a mí me parece muy fuerte que mi amiga me cuente que su marido es un hombre lobo y que se decida a sincerarse porque ha visto una película de niñatos. Pero no me gusta estar enfadada. Ana es mi amiga. Le digo que lo dejemos estar; que yo voy a estar tan igual con Alfredo, que todo el mundo tiene sus días raros. Y ella se pone súper contenta y me invita a cenar, los tres juntos, el viernes por la noche, así Alfredo me cuenta más. Ya enseguida me doy cuenta de que, de momento, no se lo tengo que contar a nadie, que la gente es muy bocas. Ni a Esther. Así que le digo que vale. Ana se va y yo me quedo pensando que me ha tomado el pelo. Pero es que lo cuenta tan pancha que vete tú y discútele. Y luego seguro que voy a la cena con Alfredo y se parten de mí, que siempre he sido una inocente, porque tengo fe en el mundo.
Al ir hacia casa me encuentro con Esther, que, claro, sigue de bajón por lo de Charlie. Y me dice que iba a denunciar al del pastor alemán por dejarlo suelto, pero que va y el tío le ha contado que a su perro se lo han cargado también. Y que a saber qué perro bestia hay suelto por ahí, porque ha sido una carnicería y Rex tenía muy mala baba, sí, pero era un perro muy fuerte.