Adiós, escorpión

Recuerdo en la terraza de mi casa, las persianas de madera blanca clareaban. Tu silueta en la penumbra, en manga corta. Había un canario enjaulado a tu espalda .

Y yo te grité.

El pececito contra el escorpión. Te canté las cuarenta y tú con la mirada herida, los brazos cruzados sobre el pecho, rebelde, de vuelta de todo con 15 años, jugando con el paquete de Fortuna.

Y ahí casi se acaba todo, dos orgullos enfrentados y un «hasta aquí hemos llegado».

Pero en un segundo, aunque tú no quisieras, entre tus palabras de indiferencia y tú encogerte de hombros con el aguijón preparado, vi que te comunicabas así. Un relámpago de entendimiento me hizo saber que eran tus ganas de llegar a mí lo que te hacía atacarme.

Vi a la chica sensible deseando ser amada. Y tú viste también mi intenso deseo de que te acercaras de otra manera y mi torpeza para pedírtelo. Siempre fue más fácil eludirte que mirarte a los ojos.

Por suerte aquel día no nos rendimos. Nos aceptamos.

Y nos recuerdo por fin conectadas y relajadas, tan distintas pero tan iguales, en tu habitación, sentadas en el suelo, escuchando tu casette de Junco. Y yo, que iba de lista, decía que no me gustaba nada la música que me ponías y luego me marchaba a casa, ligera y con entusiasmo adolescente, cantando por la calle: “Hola, mi amor, tengo que hablar contigo…”

Sonreía cada vez que escuchaba tu canción en la radio, pero eso, claro está, jamas te lo confesaría.

Descansa en paz, amiga ❤️

Recuerdo de una amistad

Ayer, durante el café, la memoria me trajo el recuerdo de unas amigas a las que apenas veo, pero a las que siempre estaré unida por la magia de la infancia, que une los corazones de una manera muy transparente y genuina. ¿Por qué ellas? Tal vez mi mente buscaba un respiro, una conexión feliz, una risa interior. La escritura también sirve para eso, ¿no? Si te abres a lo que propone, si tiras del hilo, pasan cosas. Lo que sea que escribe dentro de ti, sabe que le has pedido una aspirina espiritual. Y te la da.

El que haya pasado su etapa escolar en los años ochenta- noventa en España, sabrá que eso de la diversidad no existía, o mejor dicho, como América desde el punto de vista Europeo, no se había descubierto. En ningún ámbito. Todo era bastante uniforme -especialmente si te hacían vestir uno-, el mundo tenía muy pocos colores y desde esa estrecha visión local se reforzaba la creencia en que las cosas eran así. Pero siempre ha habido resquicios, hasta en los sitios más cerrados. Los libros, las películas (si se salían del american way) y las personas que viajaban podían añadir capas, colores, hacer el mundo más grande, con más dimensiones. Tal y como yo lo entendía, la luz siempre venía de fuera.

Cuando yo estaba en mi tercer colegio y tenía unos diez años, ya me había convencido de que tenía el superpoder de atraer hacia mí a l@s niñ@s que no eran de España. ¿Por qué si no acababan sentados a mi lado?, por qué la profesora decidía que ese era el mejor sitio para ellos?, ¿por qué a veces era el único asiento libre de la clase? Las cosas se confabulaban para que así fuera. Y si no, ya me las arreglaba yo para conseguir su atención. Quizá era mi hambre de variedad, el entusiasmo con el que l@s miraba (esta niña me va a abrir el mundo!) Y así hice algunas de mis mejores amistades de la infancia.

Vicky y Mayra, aparecieron en pleno curso escolar. Qué revuelo ese día. La clase estaba en marcha y al parecer había llegado una alumna nueva. ¡Ay, qué emoción!, me dije, ¡novedades! Yo misma estaba en mi primer año en ese cole, pero ya sentía que llevaba eones en mi pupitre. De modo que, después de explicarnos que íbamos a tener una compañera nueva, la profesora se dirigió con energía a la puerta, abrió y allí cayó Vicky, que estaba escuchando tras la puerta y enseguida pretendió disimular con una sonrisa de gato de Cheshire. «Juju, qué pillada», pensé yo.

Me cayó bien esa niña al instante: parecía entre confiada y asustada, lo que yo consideraba una mezcla muy apropiada para un debut escolar. Cuando la profe explicó que venía de Argentina, mi emoción se redobló. Como el que repasa su álbum de cromos… ¡No conocía a nadie de Argentina!, solo a Kempes y únicamente en mi mente. De ese primer día, solo recuerdo su entrada y que ella decía que no veía bien por las lentillas. ¿Lentilas? Tampoco conocía a nadie que llevara algo distinto de simples gafas (como yo misma). Sí recuerdo mi propósito firme: Victoria Tobalina va a ser amiga mía. Y, aunque pronto descubrí que odiaba el fútbol y pasaba de Kempes, vaya si lo conseguí.

Mi amiga hablaba con un acento muy particular que a mí no me sonaba a argentino y que sin duda era una mezcla de sitios, España incluida, de palabras y modos de hablar. Era acento Tobalino, personal y vivencialmente modelado, absolutamente único. Cambiante, según con quien hablara. Maravilloso y repleto de neologismos y sorpresas. A la pequeña lingüista que yo llevaba dentro eso le apasionaba, aunque veces también me desconcertara. «Dame el coso ese de ahí», me decía. «Pero ¿cómo que el coso?, ¡será la cosa!». «No, Marta, una cosa es el coso y otra cosa es la cosa». Vale. Por lo visto, el novio de la cosa, el coso, era algo más indefinido que la cosa… una súper palabra omniabarcante, algo que podías aplicar a todo si no querías usar su nombre, ¡¡¡personas incluidas!!!…

Podría contar muchas cosas de aquella amistad, que incluía en el pack a Mayra, hermana de Vicky, dos años menor que nosotras y que también hablaba el Tobalino. Dos años parecían un abismo entonces y siempre nos quejábamos de que Mayra se quedaba dormida en todas partes. A veces nos la llevábamos en brazos o en un ligero trance sonámbulo. En el grupo teníamos todas la misma edad y luego estaba Laura claro, que, para nosotras, había repetido doscientas veces, así que, además de fracasada escolar, era muy, muy mayor (en realidad solo dos años)… Pero la benjamina era una niña increíble.

Para empezar, estaba enamorada de Humphrey Bogart!!! Nada de niñatos de la Superpop. Humphrey Bogart. Yo, que era una amante del cine clásico le decía: «¿Bogart? ¿No es un poco viejo?», a lo que ella respondía con una determinación inusual en una niña: «es un hombre muy atractivo». Esto me descolocaba por completo: ¡Pero si se parece mogollón a Pedro, el de El Congo! El congo era un bar de la avenida Antiguo Reino, justo al lado del restaurante chino de Luyan, y su dueño era para mí como Rick de Casablanca. Pero Mayra era inamovible en su devoción a Boggie. Bueno, me dije, tendré que revisar mi concepto de lo que es atractivo (cosa que no tenía nada clara). Al final deduje que atractivo era un hombre que, a pesar de ser feo, parecía guapo.

Pasábamos mucho tiempo juntas después del colegio, casi siempre en mi casa. Como ellas no tenían televisión (otra novedad), primero veíamos muchos programas de Telecinco, mientras yo, que quería jugar, me impacientaba y trataba de despegarlas del aparato. ¿En serio que vais a ver Topacio? ufff, qué paciencia. ¿Bola del Drac??, ah, me matáis.

Así que yo prefería pasar tiempo en su casa, un piso de la calle Matías Perelló, al que se subía sin ascensor (otra novedad) y en el que el orden importaba tan poco como en mi casa. Simplemente no era la prioridad. Ahí vivimos muchas horas de juegos muy salvajes. Luego tomábamos yogur casero y tostadas. Y yo preguntaba todo lo que se me ocurría sobre Mar del Plata. Todo! ¿Y cuándo iremos? ¿y cómo son las calles?
—¿pero cómo que cómo son las calles? Pues son calles y ya está.
—Ya pero hay calles grandes o pequeñas o anchas o estrechas… Cada sitio tiene calles diferentes, si no serian el mismo sitio. ¿O no?
—Menuda pregunta rara, pues yo solo te digo que las calles no llevan nombre, sino número.
—¿Número?, ¿como en la canción??— Y yo cantaba— En la calle-lle veinticuatro-tro, ha habido-dodo un asesinato-to, una vieja-ja mató a un gato-to…… Bien pensado, eso del número me parece un poco ridículo.
—A mí me parece más ridículo vivir en la calle Luis Santángel. —dardo lanzado a mi calle.
—Hala, qué dices. Pues noooo, porque Luis Santángel era muy importante, que lo sepas..
—¿Ah sí y por qué?
—Pues porque puso el dinero para el viaje de Colón.
—Bah, pues vaya una cosa….
—Y Matías Perelló, ¿qué? ¿Quién era ese?, ¿a ver lista, quién, quién?
—Y yo qué sé. ¿Quién era?
—Ni idea, pero seguro que un pringao.
….
—Mira, ¿ves? Creo que sería mejor vivir en la calle veinticuatro y no nos enfadaríamos por tonterías….
—Mejor veintitrés, como mi cumple…
—Bueno, va. Tú en la veintitrés y yo en la diez.
—Okis.

La cosa acababa mejor cuando preguntaba ¿y qué se come? Bueno… entre otras cosas, descubrí los alfajores. ¿¿Alfaqué?? Pero no unos cualquiera, los de la marca Boston. Aún recuerdo la caja y la emoción cada vez que Vicky informaba de que su abuela había mandado un paquete desde Argentina. Creo que no había probado nada más rico en mi vida.

La madre de Vicky y Mayra era artesana y tenía un puesto en lo que llamaba por entonces los Hippies, que era un espacio de venta de artesanía en los jardines del Parterre. Su madre era una mujer muy interesante y poco convencional. Cuidaba a sus hijas ella sola y estudiaba a distancia (¿¿se podía estudiar a distancia?? Eso tampoco lo sabía). Recuerdo que una tarde no salió a saludarnos. Estaba en su habitación. «Está haciendo Renacimiento», me dijo Vicky y yo, claro, imaginé lo que solo podía imaginar: que estaba estudiando la pintura de Miguel Ángel. Hasta que empecé a escuchar extraños canticos y respiraciones y por fin me aclararon que, contrariamente a lo que yo pensaba, aquello no tenía nada que ver con el arte sino con el espíritu y que su madre podría recordar cuándo había nacido y qué había sentido en ese primer momento. Por no hablar de sus vidas pasadas, claro. ¿Quéeee? A mí todo aquello me fascinaba tanto como me asombraba.

Siempre había algo distinto que estimulaba mi mente, modos diferentes de ser, de pensar, alternativas, paisajes. Si abrías más la mente, podías hacer muchas cosas. ¿Como qué? Nuestras conversaciones eran variadas y siempre movidas por la curiosidad… Mis amigas ponían el entusiasmo y yo las objeciones. Por ejemplo, según Vicky, con determinados ejercicios y actitud, podías conseguir sanar tu vista por completo y y yo le replicaba algo como: «jo, pues tú estás súper cegata». Y ella me lanzaba un libro a la cabeza, o un zapato… o a su gata.

Su gata: la jefa.

Tigri también era parte de la pandilla, una gata atigrada que a mí me daba terror y a la que siempre trataba de evitar. Mayra tenía otra gata, que, selecta como ella, se llamaba Atenea y era bastante más dulce. En aquella época los gatos me daban mucho miedo y Tigri, más. Imaginad cuando a Vicky se le ocurrió la genial idea de llevar a la temible felina a mi casa metida en la mochila de clase y dejarla salir de repente delante de mi perro Tuichi (vale, nombre infantil no comparables con Atenea). ¡¡¡La que se montó!!! Por suerte, Tuichi era un bendito perro al que solo le faltaba la aureola de santo can. Pero Tuichi y su papel en nuestras vidas es otra historia…

También sería otra historia, y más antigua, la primera vez que vi a Claudia, mi amiga de Mexico (este fue el acento más divertido que conocería de niña, sin duda) o a Luyan, (por cierto que luego seríamos amigas todas, Vicky y Mayra incluidas). Todas me enseñaron cosas y cosos. Luyan hasta me iba a enseñar chino, aunque siempre nos parábamos en el: 1, 2, 3! Ellas me hicieron el mundo mucho más colorido y rico y el corazón un lugar más amplio y diverso. Y llegaron por supuesto más amigas, más países. ciudades o pueblos y más preguntas como ¿Y cómo son las calles?

Acordándome de todo esto, he saludado a mis amigas desde el grupo que compartimos de nombre Mosqueperras… Hola!!! ¿estáis todas bien?

Mayra ha dicho que acaba de levantarse. Luyan que llevaba ya trabajando en su oficina 3 horas (eran las 9).

» Madre mía, Empiezas a las 6? Por qué????»

«Porque soy china».

«No te refugies en convencionalismos para explicar algo que no tiene ningún sentido», ha intervenido Vicky. Y nos hemos reído todas ante una afirmación tan rotunda y certera.

¡¡¡Esta Vicky!!!

Desde el silencio

Siento más atracción por el silencio que por las palabras. Y eso puede parecer contradictorio para alguien que escribe (y habla no poco). Una más de esas complejidades que me definen, supongo.
¿Qué me lleva  decir esto? Quizá la sensación de estar demasiado constreñida por las palabras. Quizá la intuición de que con ellas trato de alcanzar otra cosa que es inefable.
Para mi gusto, mi mente es demasiado activa -y me doy cuenta que al declarar eso ya doy por hecho que es algo que no está en mi mano evitar-. Ella va sola. No necesita mi permiso, ni mi volición. Tantos diálogos, tantas explicaciones, tantos personajes… Os aseguro que ya lo he oído todo antes dentro de mí. ¿Antes de qué? Ah, no sé, es mi sensación. Y todo, sí. Todo, sin excepción. Todo ha pasado antes en mi cabeza. Pero resulta que esa cabeza que a veces reclama tanto protagonismo, es en realidad como una salita de espera (en ocasiones acogedora, en otras, aborrecida, pero limitada), y haríamos mal en creer que basta con sus cuatro paredes, cuando el resto de la casa permanece inexplorada.
Sabiendo eso (que hay más allá), ¿quién querría vivir para siempre en una ruidosa salita de espera? Yo no. Yo quiero penetrar el silencioso pasillo y admirarme allí, conocer otras estancias. Tal vez descubrir, al fondo, el jardín secreto cuya existencia ignoraba, pero presentía. Las metáforas no alcanzan a explicarlo, pero son un puente del que me valgo para decir que sueño con el infinito. Quisiera, supongo, entender de una manera más completa. Ni verbal, ni mental. Ilimitada. Libre.

Este afán -que podría parecer presuntuoso- ha nacido de la experiencia más cotidiana y humilde. De pronto, entre mi cháchara, alguna pausa me ha sorprendido. Y es algo tan refrescante que he tenido que ceder a eso de manera natural, como un reposo desconocido, casi involuntario.
Esto atañe también a mi escritura. Escribir, a fin de cuentas, es volver a fijar esas palabras de mi cabeza en otro soporte. Quizá -seguro- más ordenadas, con más sentido. Pero, de nuevo, es lo mismo. Un eco nacido de un silencio muy puro. Un elaborado (y  puede que inconsciente) intento de regresar a eso.
Es cierto (aviso: otra paradoja) que este escollo (de generar nada más que ruido) se podría salvar. Tengo fe en ello. Hay algo que puede ser trascendente en escribir -y esto sucede en la vida en general y en el arte en particular. De pronto, ciertas cosas se distinguen del aluvión de banalidades y nos tocan (tal vez nos silencian un momento). Nos llevan de afuera a adentro. Aquí la calidad es preferible a la cantidad. Puede lograrse con poco. No es preciso que sea una gran composición. Basta una línea inspirada, sincera. Y quizá -ese invitar al otro, a nosotros mismos- sea el sentido más noble de hablar y escribir.

 

Imagen deJohn Hain. Pixabay.com

Una hora en tu mundo son tres meses

Un examen es algo de lo que muchos querrían escapar, pero tú más que nadie. Un examen en el salón de actos, te pone especialmente ansiosa. El sitio te crispa, como el teatro, como los cines, como las gradas… Sucede cada vez que cruzas el umbral de la sala. Se te acelera el pulso ante la puerta y luego es como saltarse un escalón, una caída corta, desagradable, una sensación que ya no te abandona hasta que te vas. Y ahora no te puedes ir. Tu apellido ha determinado que te sientes en el medio de la fila. Mierda. El simbolismo de la literatura catalana del siglo XX es todo lo que debería preocuparte, pero es lo que menos te importa en este momento. Tienes miedo. Si necesitas salir desesperadamente -cuando necesites salir desesperadamente-, ¿por dónde lo harás? La puerta de atrás está a unos diez metros, la puerta del patio… esa seguro que está cerrada. El techo parece estar a cien kilómetros. Te estas mareando… no, no, no. Aguanta. Te ha ocurrido mil veces y siempre te parece la definitiva. Por eso justamente estás mal, porque no sabes qué va a pasar esta vez. La luz de los tubos hace que todo parezca blanco, irreal. “Tenéis una hora”. Una hora en tu mundo son tres meses. ¿Y quién puede sufrir tres meses? Mejor empezar ya y mejor hacerlo por el final. Última pregunta: ¿Cuáles son los temas principales de La plaça del diamant? No sé, ¿un marido gilipollas y un montón de palomas…? jaja, suspirito ¡¡SHHHHH!! Tienes las manos heladas y odias esa sensación en el estómago… ¿A qué periodo pertenece Josafat, de Prudenci Bertrana? Fácil, al modernisme… Clavas la punta del boli en el papel, rasgarlo alivia un poco la tensión. Realmente estás atrapada. El tío de la esquina tiene las piernas muy largas, tendrías que saltar por encima. ¿Podrías? Características de la novela psicológica de posguerra. A la psicóloga del insti vas a ir tú, pero de cabeza. Te dirá que eres nerviosita. Y que estudies Trabajo Social el año que viene. Todo el mundo está bien, menos tú. Mira el papel y ya está. No levantes la cabeza. Crack, has roto el boli. Bueno, podría haber sido un dedo. Perfectamente podría haber sido un dedo, como aquella vez. ¿Qué relaciones podemos establecer entre Romanticismo y Renaixença? Te tiembla una pierna. ¿Y por qué solo una? Haz algo, levanta la mano, «¿Puedo ir un momento al baño, por favor?» «¿No?» Respira. Vale, vale. Acaba ya con esto.
“Qué rápida, ¿seguro que no quieres repasar?”
No contestes y sal ya!!! Nadie sabe que cuarenta minutos en tu
mundo es demasiado tiempo.

Un recuerdo escolar

Doña Nati nos enseñaba francés y castellano. Solía vestir camisas finas con lazadas en el cuello y jamás elegía estampados. Su sonrisa te invitaba a sentirte comprendida, eso cuando no te hacía presagiar que estabas a un paso de meterte en un lío, claro. Por lo general era la viva imagen de la ecuanimidad. “¿A que Marta está gorda?” le preguntó un día Vicky en el patio, señalándome. ”Depende de con quién la compares”, fue su sentencia. Eso nos dejó satisfechas a las tres.
Su voz era agradable, como la ropa recién lavada, y pronunciaba la d final como una z. La severidad castellana la hacía parecer a veces una monja y otras solo una mujer reservada.
Doña Nati nunca perdía los nervios. Por eso aquella mañana fue tan excitante. No recuerdo el motivo, solo a Consuelo G., con dos chorretones de sudor resbalando por la mandíbula y el chandal sucio color verde botella, desafiando a la profesora. Las veo a las dos de pie, una frente a otra y al resto de nosotros de espectadores de la función. Recuerdo un aviso previo, recitado en todas las clases: “El que ríe las gracias a un gracioso, es mil veces peor que él”. Y entonces, ya en escena, el empujón de Consuelo con los dos brazos extendidos, que lanzó a Doña Nati hacia atrás contra el perchero. Ahí todos gritamos un “ohhhh” que pareció envalentonar más a Consuelo y desconcertar a nuestra profesora. Inmediatamente después, la reacción de Doña Nati: un bofetón que cruzó el rostro de Consuelo y envió su sonrisa a la otra punta del aula. “Ahhhh”, coreamos. Consuelo salió corriendo, pegando un portazo y provocando otro alborozo en el público. Doña Nati levantó el dedo frente a nosotros haciéndonos enmudecer: «El que ríe…». La frase quedó en el aire y salió a toda prisa tras la niña… Silencio. Fue entonces cuando alguien, representándonos a todos, lanzó un liberador “¡tooooooma!”

Una historia real

Verano, campamento. Tienes diez años. No es un sitio bonito, como te han dicho que es Asturias, por ejemplo. Esto es árido y hay una balsa de riego para bañarse, versión rural de una piscina recreativa. El agua es verde y densa como una pecera en horas bajas. Seguro que los peces ni se conocen.
Para comer hay lentejas. Quizá la cocinera os odia, es lo que te sugiere agosto y lentejas. Tu plato es uno de esos ligeros, como un casco de soldado, esos de los que quitan el apetito y consiguen que cualquier comida parezca un castigo. Remueves y remueves el espeso guiso… «¡Bueno, ya no quiero más!», decides. Y te levantas con ímpetu. Así deben rechazarse las cosas, con seguridad. Sujetas el plato con las manos por debajo, como quien lleva una ofrenda. Los demás aún comen. Entonces, un paso en falso, un tropiezo y el plato se escapa de tus manos. Parece que quisiera echar a volar. Lo agarras, lo justo para acompañar su vuelo y su contenido -prácticamente no has comido-. Pero, porque la vida es así y la ley de Murphy ya regía aunque no la conocieras, el plato acaba justo sobre la cabeza de la niña más guapa del campamento. Plof, encaja perfecto en su cabeza rubia. Las lentejas se deslizan por su melena.
Estupor, asombro, temblores. Parálisis. ¡Oh, Señor! Después sabrás que Einstein dijo que el tiempo es relativo. No hará falta que te lo expliquen.
—Juro que no lo he hecho adrede. (Jurar no está bien, pero la ocasión requiere de algo más que un «prometo»).
Miradas escandalizadas. Nadie da crédito. Creen que te has vuelto loca. ¿Cómo no va a ser a propósito? ¿Es que acaso se puede coronar reina a alguien, con tanta grandeza y precisión, sin tener la más elevada intención de hacerlo?
El caldo pardusco gotea por la frente de la reina, aunque ella conserva la dignidad.
—¿Quieres que te lave el pelo? —(Estás dispuesta a ser su lacaya durante un par de años).
—Déjalo.
Te parece que es un momento inmejorable para abandonar la escena. Con el plato, claro. Lo recuperas y te fijas en esa coronilla cubierta de lentejas. ¿Deberías añadir algo? No, mejor no.
Huyes.
El sol derrite hasta los malos presagios, aunque tú ya has hecho planes, por si acaso. Según Félix Rodríguez de la Fuente, podrías vivir en el monte hasta que te adopten unos lobos. Sí, podrías escaparte y alimentarte de galletas Príncipe.
Pero la historia no ha concluído. Has visto a la reina levantarse y cruzar la explanada, sola, sin séquito. Ahí está, con la espesa cabellera parda.
La observas. La reina se tumba de espaldas a la balsa y deja caer su pelo rubio en el agua verde. Y allí permanece, serena, como una ninfa recuperándose de un mal día. Majestuoso y práctico. Los peces ciegos degustarán el plato de la cocinera.
Te cae bien la reina de las lentejas.
Sigues mirando desde tu privilegiada posición y decides que la cosa no está tan mal. Sabes que recordarás esto, -el calor, tu tierna torpeza, la benevolencia de esa chica-, y algún día se lo contarás a alguien, idealmente mientras coméis un plato de cuchara. Y tú dirás: «¿Sabes?, te voy a contar una historia muy buena…»

Lo dijo Jorge Manrique

«Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir…«. Lo dijo Jorge Manrique cuando yo tenía 11 años y él, quinientos. Lo dijo en mi clase de lengua, con Doña Natalia, que traía el carrito de la compra a clase y lo dejaba junto a la pizarra. Lecciones terrenales y celestiales.

Y lo volvió a decir cuando yo tenía catorce y una profesora admonitoria, levantando un dedito como San Vicente, nos dijo: «El tiempo nunca vuelve». A mí me sonaba todo a tumbas de piedra y austeridad.  «Cuán presto se va el placer; cómo después de acordado da dolor…». Versos que memorizar. Apocalipsis medieval antes del recreo.

Regresó una vez más con otra profe, Ana Olmos, que llevaba siempre gafas de sol en clase y nadie sabía por qué. Manrique rebotaba contra los cristales negros. Nunca la vimos sonreír, salvo en ocasiones, con perverso regocijo, como cuando, repartiendo exámenes ya corregidos, te dejaba caer en la mesa uno con la nota baja: «Te has lucido, guapa». O cuando alguien se atascaba leyendo en voz alta y se escuchaban risitas nerviosas flotar en el aula caldeada por la primavera. «¿Lo haces adrede? Pues te sale de perlas».

Había escaleras para llegar a nuestra clase y Rafaela, otra profesora, se rompió una pierna. Con las muletas escalaba el Everest cada vez para impartir clase de lengua. Clac, clac, clac. ¡Ya viene! Una mujer exuberante y llena de estilo (¿Tenía peluquero privado en casa?). Nadie lució una pierna tiesa con tanto glamour. Su perfume llegaba siempre antes que ella. De Manrique le interesaba la sintaxis, más que al amor de este a su padre. Ella era vital, ¡qué Manrique ni qué Manrique! A mí, Rafaela, vete a saber por qué, me hacía pensar en vespas en verano, camisas de seda y una nevera siempre llena. Y si a ella esto de la muerte le daba igual, ¿por qué íbamos a temblar nosotros en la edad más tierna?

«Allegados son iguales los que viven por sus manos y los ricos«. Qué democrático, qué justo. Alguna verdad ya intuíamos por ahí, básicamente que no hay tema más universal o, si quieres que lo diga de otro modo, que todo llega. Algo que entenderíamos mejor en la tristeza ajena, en los accidentes inexplicables, en las flores que duraron un día, en los cuerpos que se ausentaron y en las ojeras de aquella otra profesora que lloraba por su hija. La adelantábamos siempre en las escaleras, pasos pesados subiendo, cargando la pena tarde tras tarde, y la nuestra, ligereza inconsciente, perfumada de Don Algodón.
«¿Está usted bien?» Y antes de saber si la pena enmudece para siempre, un codazo impaciente obligaba a avanzar: «Vamos, corre, que el oveja ya está en clase y hoy hay examen de «Un mundo feliz». «¡Pues menudo mundo feliz este, lleno de exámenes!»

Una cosa estaba clara: Manrique sabía algo y lo sabía muy bien, pero, a pesar de los pesares, tratar de entender un dolor del siglo XV era un desafío para el que siempre se encontraba postergación. «Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando«… A la chita callando siguieron llegando las pruebas, pero nos reíamos igual. Sí, sí, sí… Blablablabla. ¿Quién quiere jugar a vóley? Lo de este poeta es el frío castellano, que vuelve a la gente triste. No pensemos en eso. Hoy no.

Algún día lo entenderemos todo, decíamos. Algún día… leeremos en inglés, compraremos alcohol sin mostrar el DNI, nos casaremos (¡eso never!); ganaremos un mundial (¡uy, no creo!) y sí, también, claro que sí,  entenderemos a Jorge Manrique.

 

 

*imagen: Monumento a Jorge Manrique en Paredes de Nava, por Julio López Hernández. CC Wikimedia Commons

Caligrafías

Mi madre se llama Elena.

Cuando yo era niña,  a veces, ella escribía su nombre en un papel por alguna razón (una firma, documentación, una autorización escolar…) y yo observaba el trazo de la primera letra en mayúscula. 

Esa letra suya, comenzaba con un rizo en la parte superior, proseguía con una pequeña recta y entonces se dejaba caer en una amplia curva hacia dentro. Solo despues se unía con la siguiente letra, la ele. A partir de la ele, todo era normal para mí, pero esa primera letra me intrigaba muchísimo. 

Si me fascinaba es porque se parecía demasiado a lo que a mí, en las clases de caligrafía del colegio, me enseñaban como una erre. Ricito y curva eran los rasgos distintivos de esta grafía. Estaba muy segura de eso, ya que, aunque mi caligrafía siempre fue mala, practicaba mucho por entonces. Escribir, el hecho fisico de juntar letras, era todo un descubrimiento.

Y la erre me gustaba especialmente, tanto que sobre un mueble del salón, con rotulador permanente verde escribí «rápido». No recuerdo las consecuencias de aquello, pero sí el asombro renovado cada vez que mi madre escribía su nombre.

En un acto de coherencia, la empecé a llamar Relena (aprender a leer habia servido para descubrir el secreto antes invisible de su nombre).  Claro que tenía que apoyarme en una e fantasma nunca escrita para poder alcanzar la ele, pero lo importante era hacerle espacio a esa primera letra que todo lo cambiaba. Relena. Nada que ver. La sutil melodía de elena se contagiaba del latigazo del rayo. Rápido.

Aunque una y otra vez mi madre me dijo que lo que escribía sobre el papel era Elena, yo continué viendo esa erre. Erre que erre podriamos decir. Mentiría si dijera que alguna vez he visto una e en la inicial de su nombre manuscrito.

Supongo que estas cosas en el mundo digital ya no pasarán. Los trazos son impersonales pero nada ambiguos. Una e será siempre una e y una erre, una erre.

No sé si esto influirá en las pequeñas mentes que empiezan a descifrar el mundo a traves del lenguaje escrito. Tal vez. Quizás ahora los niños piensen en sus madres unos días en Times New Roman y otros en Arial.

La pasión griega

Comparto aquí una poesía de Herberto Hélder (1930-2015), genial poeta portugués que quiso ser transparente…

Pertence al poemario A Faca não Corta o Fogo (2008).

Que cada cual piense si puede morir griegamente…

 

La pasión griega

He leído en algún lugar que los antiguos griegos no escribían necrológicas,
cuando alguien moría apenas preguntaban:
¿tenía pasión?
cuando alguien muere yo también quiero saber de la calidad de su pasión:
si tenía pasión por las cosas generales,
agua,
música,
por el talento de algunas palabras para moverse en el caos,
por el cuerpo salvado de sus precipicios con destino a la gloria,
pasión por la pasión,
¿tenía?
y entonces indago en mí si yo mismo albergo pasión,
si puedo morir griegamente,
¿qué pasión?
los grandes animales salvajes se extinguen en la tierra,
los grandes poemas desaparecen en las grandes lenguas que desaparecen,
hombres y mujeres pierden el aura
en la usura,
en la política,
en el comercio,
en la industria,
dedos conexos, hay dedos que inspiran a los objetos la espera,
trémulos objetos entrando y saliendo
de los diez tan escasos dedos para tantos
objetos del mundo
y lo que así hay en el mundo que responda a la pregunta griega,
se puede mantener la pasión con la fruta comida aún viva,
y hacer después con sal gorda una canción curtida por las cicatrices,
palabra soplada a qué horno con qué fuelle,
que alguien preguntase: ¿tenía pasión?
alejen de mí la pimienta del reino, el jengibre, el clavo de la india,
pongan muy alta la música y que yo baile
fluido, interminable,
sostenido por toda la luz antigua y moderna,
los ciegos, los templados, ah no, que al menos me encontrase la pasión
y me perdiese en ella,
la pasión griega

 

A paixão grega

li algures que os gregos antigos não escreviam necrológios,
quando alguém morria perguntavam apenas:
tinha paixão?
quando alguém morre também eu quero saber da qualidade da sua paixão:
se tinha paixão pelas coisas gerais,
água,
música,
pelo talento de algumas palavras para se moverem no caos,
pelo corpo salvo dos seus precipícios com destino à glória,
paixão pela paixão,
tinha?
e então indago de mim se eu próprio tenho paixão,
se posso morrer gregamente,
que paixão?
os grandes animais selvagens extinguem-se na terra,
os grandes poemas desaparecem nas grandes línguas que desaparecem,
homens e mulheres perdem a aura
na usura,
na política,
no comércio,
na indústria,
dedos conexos, há dedos que se inspiram nos objectos à espera,
trémulos objectos entrando e saindo
dos dez tão poucos dedos para tantos
objectos do mundo
¿e o que há assim no mundo que responda à pergunta grega,
pode manter-se a paixão com fruta comida ainda viva,
e fazer depois com sal grosso uma canção curtida pelas cicatrizes,
palavra soprada a que forno com que fôlego,
que alguém perguntasse: tinha paixão?
afastem de mim a pimenta-do-reino, o gengibre, o cravo-da-índia,
ponham muito alto a música e que eu dance,
fluido, infindável,
apanhado por toda a luz antiga e moderna,
os cegos, os temperados, ah não, que ao menos me encontrasse a paixão e eu me perdesse nela,
a paixão grega

 

Ya no puedo esperar más

Ya no puedo esperar más
Hoy necesito verte
He tardado en atreverme
pero me lo pide el cuerpo
exige que te secuestre
y que te lleve al huerto

¿Ves que valiente soy?
no disimulo ni escondo
No me pierdo en excusas
ni fuerzo argumentos
No pido ayuda a las musas
ni doy a nadie tormento
Solo me permito
y eso, de cuando en cuando,
algún loco pensamiento
roto en líneas, rimadito,
mientras te aguardo
y provoco
Ese es mi pasatiempo.

Ya no puedo esperar más
tendrá que ser pronto, muy pronto
recuerda en aquel coche
me parecías mayor
la luna eclipsaba la noche
no estaba lista ni al tanto
no andaba preparada
para abrazar tu calor
“Espera a que crezca” -decía-
“si quieres ganarte mi amor”
Ese aire inalcanzable
esa gran sabiduría
tus mares, tus ríos
todo me aburría
Nada me impresionaba
y tú aún así lo intentabas
mil historias en tus ojos
labios rosas y no rojos
Despertaba alguna cosa
atractiva, peligrosa
demasiado pal body
(y pa’ mi walkman de sony)

¿Y yo qué? una juventud
de media sonrisa
botones de madera
los domingos a misa
leche con colacao en la nevera
muchas dudas y premisas
Fragancia de jazmín
una crema de Yves Rocher
un espejo para mí
inocencia o candidez
cautiverio o calvario
Qué más da
fue hace siglos
y aún florecen jazmineros
y aún persiste esa tienda
y aún se fabrica ese coche
y aún hay día y hay noche
y aún cautiverios y espejos.

Ya no puedo esperar más
necesito tenerte
y eso que empiezas
a parecerme muy joven
Más rápida, más vibrante
dos pasos por delante
Que sirva esto de aviso
no forzaré un nuevo encuentro
si me rechazas, me pierdo.
No me des largas, te advierto
esperar ya no es lo mío.
Escucho tu nombre y suspiro
me invade la impaciencia
y quisiera quemar Valencia.

Anticipo la entrega
me imagino en tus brazos
Veo escrita tu inicial
y me tiemblan las rodillas
una “V” en cursiva
emoción de bajada y subida
Siento tu perfume
en el aire de abril
y me digo que por fin
hay justicia divina.
Luego vuelvo a ser
la misma joven de quince
que te dio calabazas
que te dio caldo y tres tazas
que te dijo: suave, lince
prueba otro día, más tarde
esa que abrió la puerta
y vio cómo te marchaste

Ya no puedo esperar más
Hoy necesito verte
no te olvides de mí
es cuestión de vida o muerte
No bromees con retardos
te lo digo en plata (y oro)
Anda, mi amor ven conmigo
perdona a esa cría, te imploro
Vida… no pases de largo.