No es lo habitual, pero aquí va una historia real esta vez… Era 23 de mayo de 2016 y a mi compañera Amparo y a mí nos quedaba una semana para —laboralmente hablando…— acabar en la calle. Eran días difíciles y desagradables, de los que ponen a prueba tu estado de ánimo, de esos que no elegirías para ir al dentista…
Esa mañana, atravesando el aparcamiento al aire libre, de camino al café, entre los coches, vi a un pequeño gato atigrado encogido justo en el rectángulo que proyectaba un rayo de sol. No era novedad, porque en el aparcamiento y los jardines de alrededor había una colonia de gatos, sucios y malvividos, pero dignos. Sin embargo, ese que veía parecía muy pequeño y vulnerable, tenía los ojos cerrados y, a diferencia del resto, no se movía de su sitio.
Cuando regresamos del cortado (me encontré con Amparo en el bar y le hablé del gato), él seguía allí, en la misma posición, ajeno a todo lo que pasaba alrededor.
—Ese gato está enfermo —me dijo mi amiga con su ojo clínico.
—Es muy canijo, debe de ser un cachorro —aventuré yo.
Preocupadas, decidimos comprarle una lata de comida para que repusiera fuerzas. Nuestra esperanza era que pudiera integrarse en la comunidad con un poco de empuje. Un rato después, ya con la lata de Felix, nos acercamos al gato y entonces nos dimos cuenta de que su estado era mucho más preocupante de lo que parecía en la distancia. Por un resfriado, tenía los ojos y la nariz completamente cubiertos con una costra y estaba tan escuálido que se le adivinaban todos los huesos. Sabíamos que estaba vivo por el ruido que hacía tratando de respirar. Le dejamos la lata al lado y aguardamos su reacción, pero el gato, aun desnutrido y deshidratado, no se movía de su sitio. Era evidente que ni veía ni olía la comida. Se la intentamos aproximar a la boca, pero, a ciegas y asustado, se alejaba al sentir algo cerca, para volverse a tumbar unos metros más allá. Nos quedamos desoladas. Si no podía alimentarse, si apenas tenía fuerzas, ¿cuál era el destino de ese animal?
—Solo está esperando morirse al sol…
Estuvimos toda la mañana trabajando en silencio. El ambiente era más sombrío de lo habitual en la oficina. Cuando ya era hora de acabar la jornada, le dije a Amparo:
—No me quito a ese gato de la cabeza.
—Yo tampoco.
Nos miramos. ¿Y bien, qué hacemos?
En este punto hay que decir que yo ya tenía dos gatos y Amparo una (que no acepta compañeros), pero aquello era una emergencia que no admitía más reflexión. Quedamos en que, si el gato seguía allí, lo cogeríamos y si no…
Cargadas con una caja de folios vacía a la que le habíamos hecho unos agujeros, anduvimos hasta el aparcamiento, que se quedaba desierto a esas horas.
El sol se había retirado y… el gato también. ¿Dónde lo íbamos a encontrar?
Echamos una mirada al amplio terreno… podía haberse escondido en cualquier parte.
—¡Está aquí! —me dijo Amparo que con instinto se había asomado a un arbusto muy bien podado—. Se ha metido dentro el tío.
El plan era simple. Tres pasos: abrir, meter, cerrar. Yo sostuve la caja y Amparo sacó al gato, que bufó y se revolvió un poco, pero las fuerzas no le daban para más resistencia. Cerramos la caja.
Vale, ahora ya lo teníamos.
—Ah, pues muy bien —valoré yo—, aquí estamos, con el movidón que tenemos sobre la cabeza y en tareas de rescate. ¿No crees que vamos a parecer de esas mujeres locas que como están deprimidas recogen gatos abandonados?
—Sin duda.
Pero había más gente dispuesta a ayudar. Alfonso, pareja de Amparo, nos recogió en coche y nos llevó a nuestra clínica de confianza, en la otra punta de la ciudad.Yo de vez en cuando echaba un breve vistazo a nuestro pasajero. Cada vez que lo mirabas se te encogía un centímetro el alma.
La cara de Bea, la veterinaria, cuando abrí la caja ante ella no me hizo sentir mejor:
—Vaya tela —dijo—. No sé si vamos a llegar a tiempo. Esto está muy mal.
Lo examinó y empezó a limpiarle la cara. El gato respiraba con mucha dificultad.
—Es muy pequeño, ¿no?
—No —examinó sus dientes—. Tiene la dentadura ya definitiva, lo que pasa es que está tan desnutrido que parece pequeño o pequeña, porque… no se puede saber qué es.
—¿Qué hacemos? —preguntó la veterinaria— Lo digo porque va a requerir cierto coste y sus opciones son muy escasas…y tienes que saberlo.
—Lo intentamos —La decisión estaba tomada desde que habíamos cogido la caja de folios—, que tenga una oportunidad. Hasta donde él aguante.
Yo sabía que con Bea, profesional sensible y competente, estaba en las mejores manos. Para pode seguir adelante, lo primero era descartar que el gato estuviera infectado con leucemia felina (lo cual hubiera sido una sentencia definitiva). Miramos con inquietud las tiras del análisis. Negativo. ¡Primer match ball salvado!
Urgentemente necesitó unos goteros para recibir hidratación y los primeros cuidados, pero esa noche me lo debía llevar para devolverlo de nuevo a la clínica por la mañana.
En casa, Arantxa, a la que yo había contado la historia, no protestó (aunque ya teníamos dos gatitos), pero cuando el acogido salió del transportín, tambaleándose con sus frágiles patas, y ella lo vio con sus propios ojos, también puso esa cara del que se acerca a algo que da miedo, lástima y es difícil de mirar.
Dejamos al nuevo en una habitación aparte. Era preocupante estar a cargo de ese ser que se escondía y bufaba y que parecía cualquier cosa menos un gato.
—¿Y si se muere?
—Habrá tenido una oportunidad
Arantxa ya no pudo dormir. Le obsesionaba la idea de que aquel gatito se muriera de repente.
—Al menos, no se va a morir en la calle, solo.
El día siguiente fue crítico. El gato era tan pequeño que no retenía el calor y sufría hipotermia. Estuve toda la mañana, inquieta, pendiente del teléfono pensando que me iban a llamar para decirme que no había aguantado más.
—¿Por qué nos complicamos así la vida? —le pregunté a Amparo ante la máquina de café.
—Pues no lo sé.
Pero ese día aguantó y los siguientes. Fueron jornadas de visitas diarias al veterinario (que estaba kilómetros de mi casa). Yo lo dejaba a primera hora en casa de mis padres (muy cerca de la clínica), mi hermana se lo quedaban en el transportín hasta que abrían y lo llevaba a las vets, donde permanecía hasta la tarde. Había que obligarle a comer una cantidad determinada de comida proteica al día, pero el bicho no estaba por la labor. Mi hermana lo alimentaba con una jeringuilla, “Hale, a lo bruto. Tiene que comer”. Mi padre preguntaba por él todos los días: “¿Y el orejas?”. “Bien, bien, sigue vivo”.
De vuelta a casa, al finalizar el día, Arantxa se quedaba haciéndole compañía todas esas noches que el gato estaba en la habitación naranja mientras nuestros otros dos gatos se quedaban tras la puerta tratando de saber qué pasaba allí dentro, por qué tanto misterio, tanta ida y venida.
—Está bien —le decía yo—, olvídate un poco.
—Está muy solito —decía ella— Y he descubierto que le gusta La embajada.
Aunque se notaba una mejoría, la veterinaria aún se mantenía escéptica y el gato no se movía mucho, respiraba con ronquidos y no paraba de estornudar. Entraras cuando entraras a la habitación, siempre lo encontrabas en la misma posición, pero sus ojos turbios iban cogiendo algo de brillo, revelando un bonito color verde, el de la esperanza.
Pasaron las semanas… los meses…
Decididamente, en ese año han sucedido muchas cosas (vida, muerte, cambios, desafíos… libros!!!).
Pero hoy es 23 de mayo otra otra vez.
Ese gato que Bea, la veterinaria, con cierta guasa compasiva bautizó como El Chanca y que luego pasó a llamarse Man… ha salido adelante gracias a la ayuda y fe de las personas que he nombrado aquí. Ahora es un gato cariñoso, bueno, dulce, simpático y juguetón. Come por tres, “habla” bastante y disfruta de una vida de burgués. Para ser un callejero sin socializar es de lo más enrollado. Le gusta saludar a los humanos dando cabezazos y basta con que le apuntes con el dedo sobre la frente para que se ponga a ronronear. Es un tío feliz.
De aquel pasado suyo en el abismo solo persisten los estornudos y una respiración un tanto peculiar (Darth Vader style).
Seguramente, esta historia no tiene importancia. Hay tantos gatos abandonados y animales que sufren, tanta injusticia en general. No podemos estar recogiendo gatos en apuros todos los días y no siempre las condiciones o el momento lo permiten. Sé que podríamos haber pasado de largo y el gato habría desaparecido de nuestra vista -y con él nuestro sentimiento de incomodidad-. Creo que habría muerto de forma discreta y anónima…, pero ese 23 no pasamos de largo. Aquello no fue heroísmo, solo fue compasión.
La semana pasada quedé con Amparo para comer. Nos lamentamos de muchas situaciones de aquella última etapa en aquel trabajo… ¡cuántas cosas habríamos hecho de manera diferente! Solo hay una que no nos hace dudar y que nos arranca una sonrisa… una de la que no nos arrepentimos.
Sí, lo habéis adivinado… la única cosa que estamos seguras de haber hecho bien es haber recogido a Man del aparcamiento. Por eso, aún celebramos ese día desesperado en que estuvimos de acuerdo en que aquel pobre gatito que a nadie importaba merecía una oportunidad…

