Fin de la historia

A veces las cosas suceden así.

Basta una llamada para cambiarlo todo.

Cuando descolgué el auricular, ya sabía que Daisy estaba muerta.

Decir que soy clarividente sería faltar a la verdad.

Es más apropiado entender que el destino es una carretera de una sola dirección.

Fue tan solo necesario escuchar a mi corazón, o, tal vez, fijar la vista en la palidez de su rostro el último día para saber cómo acabaría esta historia.

Ganamos o perdemos las batallas y Daisy la perdió.

Había tratado de enamorar a Omar y ese fue su error, castigado muy cruelmente, sí.

Independientemente de la perfidia de Cupido, la vida después de Daisy es imposible y tendré que afrontar eso en breve.

Jugábamos ella y yo al todo o nada, sin el modo de encontrar un acuerdo tibio, una salida satisfactoria para los dos.

Kafkiana sería la mejor definición de nuestra relación, ilógica, absurda, unida y enfrentada por la obstinación de Daisy.

Lo dejó bien claro cuando me dijo que, si Omar rechazaba su amor, acabaría con todo.

Me asusté mucho en esa ocasión.

No es fácil ser consejero cuando el corazón está implicado secreta, intensamente.

Ñoñerías sin sentido salían de sus labios, todas dedicadas a ese donjuan.

O alimentaba sus delirios de amor por el otro o cargaba su furia contra mí.

Pero Omar era frívolo, corto de entendederas y, acostumbrado a gustar a las mujeres, tan solo se dejaba adular por Daisy.

Quisiera que todo hubiera sido distinto, que ella me hubiera elegido a mí.

Robar su corazón, ese era mi anhelo, ya que supe bien pronto que nunca me lo entregaría de otro modo.

Soporté, no obstante, el dolor de esa evidencia y actué como el amigo fiel y desinteresado.

Temblaba mi ánimo con cada nueva noticia de Omar.

Una y otra vez evité que ella se lanzara en sus brazos, inventando motivos, mintiendo, interceptando sus notas de amor.

Venenoso como era, pero sabiendo que era la única manera de impedir aquel romance.

Whiskys a deshoras, amantes adictas a sustancias, todo intenté para desacreditarlo, sin fortuna.

Xerografié por fin una carta de Omar para copiar su estúpida caligrafía y, en un ejercicio de virtuosa imitación, escribí una nueva, llenándola de humillación y desprecio.

Y se la envié a Daisy que, haciendo gala de su fidelidad a la palabra dada, optó por la solución más dramática.

Zanjé el asunto de la forma más poética posible y ahora, antes de obrar también yo en consecuencia con mis actos, me consuelo pensando que nada hay más bello que… dos suicidios por amor.

El regreso

Rex llevaba ya tres días en casa. Había comido mucho y dormido hora tras hora, pero se negaba a beber. No importaba lo que intentáramos. El perro reaccionaba igual que un poseído frente al agua bendita.

Pero estábamos felices. El fiel compañero, nuestro querido Rex, uno más de la familia (quizá el preferido de todos), había reaparecido sano y salvo. De su aventura regresaba sucio y más delgado, pero, por lo demás, seguía siendo él, con su trufa negra, el morro color fuego, el pecho blanco y su inconfundible espolón. Y sin embargo, había algo distinto. A raíz de su desaparición, sus ojos emitían aquella especie de luz…

Yo fui la primera en advertirlo. Llegué a casa de noche y Rex me esperaba en el jardín. Solo distinguía dos puntos verdes, demasiado brillantes, espectrales. Me sobresalté, pero Antonio encendió las luces enseguida y después Rex se abalanzó sobre mí, sus pesadas patas sobre mis hombros.

No volví a pensar en ello hasta que Antonio lo mencionó.

—Me levanté a mear —dijo— y vi dos luces verdes en el comedor. Creí que habías comprado unas nuevas Led. Luego se apagaron.

Le dije que era Rex, pero no me creyó. Había algo antinatural en aquel brillo, ¿cómo explicarlo?

El perro parecía el de siempre, resoplidos, carreras y abrazos peludos. Sus ojos,  en la claridad del día, eran perfectamente normales, los de un perro de 50 kilos, acuosos, oscuros y opacos, pero en ausencia de toda luz brillaban con la melancolía de un faro.

Consulté con el veterinario. ¿Era probable que su obstinación ante el agua produjera un efecto peculiar en su visión?

El veterinario me despidió con una sonrisa condescendiente: “¿Quién ha leído el perro de los Baskerville últimamente?” Le aseguré que yo no. Insistió en que Rex estaba sano y dijo que con toda seguridad bebía de alguna fuente que desconocíamos. Sus análisis demostraban que estaba hidratado.

Luego llegó el lío de Sonia y su anuncio de boda. La casa se revolucionó. Apenas podía pensar en Rex, pero a veces me parecía que el perro nos observaba, y creía captar su aburrimiento, como si ya no nos tolerase. Otras, lo encontraba frente a la ventana, con la mirada ausente en el infinito.

Una noche escuché un ruido en la puerta y me levanté. Era de madrugada y Antonio dormía a pierna suelta. Llamé a Rex, pero no acudió a mi llamada. Para mi sorpresa, la puerta estaba abierta, a pesar de la cerradura de seguridad. No parecía forzada, como si alguien hubiera salido de casa con descuido. Me apresuré a cerrar y en el umbral distinguí las huellas húmedas de un animal.

Miré a lo lejos en la noche. Más allá de nuestra casa, el viento soplaba en la vastedad sin urbanizar.

—¿Rex? —grité.

Entonces en la distancia, a ras de suelo, atisbé dos puntos verdes, radiantes como estrellas, que tras emitir su celeste señal se sumieron de nuevo en la oscuridad.

Supe que el perro no regresaría.

Rex bebía de otra fuente.

La voz

Dijeron que el viaje me iría bien. Lo dijo Elena, ¿o fue mi instinto? Sin duda fue ella la primera que me instó a escuchar a mi voz interior. Eso fue después de las peleas y la ruptura y yo aún no distinguía bien sus gritos de aquella mi propia voz. Mi interior sonaba como ella, con tono agudo, con frases secas y admonitorias. Desde hacía diez días permanecía alerta, escuchando y… acatando. «Deja el trabajo», me despedí; «Viaja», me embarqué; «No comas esa pasta», aparté el plato en apariencia delicioso; «Mantente despierta», acumulaba ya tres noches en vela.

En ese momento, en la cubierta solo había un hombre. Estaba de espaldas a mí, asomado al mar. No era muy alto y su abrigo largo le hacía parecer más bajo. A su lado, sujetos por una única correa, reposaban dos perros: un shar pei y otro pequeño y mestizo, ligero como un zapatito.  Intuí que el desconocido estaba a punto de hacer algo perverso. La sensación de peligro era inconfundible. Según Elena, si no obedecía a mi intuición, tendría que asumir las consecuencias para siempre. Ella había tenido claro que, abandonarme sin opción de réplica, era ser coherente con el mandato de su voz. «Actúa», decía ahora la mía con el matiz duro que Elena daba a cada imperativo.

El viento agitaba las banderas, y el mar, picado y gris, se revolvía llevándonos arriba y abajo sobre nuestros pies. El hombre avanzó un paso hacia la barandilla y supe que era inminente que lanzara a los perros por la borda. ¿Por qué querría hacerlo? Eso era lo de menos. Me sitúe a su lado dispuesta a disuadirlo. Apoyé los codos en la baranda, tratando de aguantar la vertical en aquel día tan desapacible. «Buenos días», le dije, clavando mis ojos en él y marcando cada palabra con intención. El hombre, de piel oscura y mirada suave, me devolvió el saludo con un acento asiático. El Shar pei, más gordo y arrugado de la cuenta, olfateó en mi dirección y su dueño estiró de la correa mientras mis músculos se tensaban de expectación.  En un gesto rápido el hombre se inclinó hacia el perro, le dio una palmadita en la cabeza y le ofreció un trozo de pan. Después se alejó con los dos canes, desapareciendo de mi campo visual, borroso por la fatiga.

Había evitado el desastre, ¿y ahora qué? La falta de sueño, y el vaivén furioso del barco, me hicieron tambalear y caer al suelo. Mi cuerpo quería regresar al camarote, dormir tras horas de vigilia, pero la vocecita no me lo permitía. «Espera».

En ese momento vi a la mujer con el bebé. Estaban al otro lado de la cubierta. Ella lo mecía en brazos y parecía cantarle a la oreja. Mi instinto se despertó y la voz habló una vez más. Estaba agotada, pero tenía que actuar…

La afortunada

¿Sí?, sí, esa soy yo… ¿Cómo? espere, espere, pare… No, no me interesa…, no, no… Oiga, le digo que pierde el tiempo… no voy a comprar nada, que no. ¿De dónde ha sacado este número? ¿Base de datos aleatoria? Bueno, pues conmigo se ha equivocado la base de datos porque no compro nada… ¿Qué…, escucharle? Allá usted, si quiere perder el tiempo, porque yo esta tarde tengo todo el rato del mundo, pero usted seguro que necesita vender, así que esta conversación le va a bajar el ratio de eficacia… Ah, sí, que no le importa,  muy segura está usted de sí misma. ¿Eso se lo enseñan en la formación? Porque seguro que están todo el día lavándoles el cerebro, formando soldados del marketing, implacables maquinas de vender… Sí, sí, diga, diga, mujer, no vaya a ser que sienta que no puede ejercitarse conmigo… Le escucho, sí, hable…
Uf, perdone, pero ya le digo, y no es que quiera interrumpir, que vamos mal por ahí… Lo del juego, a mí no me va nada. Cero. Jamás juego a la lotería.
¿Que por qué? porque sé perfectamente que es un engañabobos y yo, por si no se ha dado cuenta usted, no tengo un pelo de tonta. ¿Se cree que no sé que las posibilidades de acertar un sorteo de esos son menores que… que… la opción de que te caiga un rayo encima y te mate? Lo sabe todo el mundo… ¿qué?… ¿que si conozco a alguien que haya muerto por un rayo? Pues bueno, sí, mi primo Sebas. Un rayo… sí… Fue hace mucho tiempo y, qué curioso, suelo pensar que se electrocutó de forma general, pero no pienso en el maldito rayo nunca… Tuvo que ser horrible, una inhumana descarga en el cuerpo, fulminado y adiós.
Sebas… era un chico guapísimo, un portento de la naturaleza y la esperanza de toda la familia, porque además de músculos, tenía sesera y su madre, mi tía Tere, se había sacrificado como una loca por su porvenir. Le había pagado la carrera de empresariales y Sebas ya estaba en el último curso. Estábamos muy unidos él y yo… íbamos siempre juntos a Valencia después de pasar el finde en el pueblo, él a su piso de estudiantes y yo a mi residencia… Los que no nos conocían, creían que éramos novios…
Sí, fue un rayo el que le robó la vida, una tormenta del mes de junio, una cosa excepcional. Yo vi a mi primo ese día,  antes de que la Fatalidad interviniera y ahora me acuerdo de que di gracias a Dios porque llovía. ¡Nunca olvidaré la imagen de Sebas esa noche! Llevaba una camiseta blanca que resaltaba su bronceado, olía a colonia de hombre, una fresquita, de poco montante, pero que en él hacía muy buen efecto. Me dijo que iba a salir con los amigos y  que le daba pereza por la tormenta, que si veíamos una peli. Yo me reí y le dije que si acaso era de azúcar, si se iba a disolver por el agua un chicarrón como él… Se marchó y yo me quedé estudiando, tenia un examen de semiótica, siempre me acordaré, qué manía le pillé a la semiótica, ya comprenderá usted. Seis convocatorias tuve que pasar para aprobar… Se quedó para siempre asociada a mi primo Sebas. El signo: Sebas; el significante: la vida. Y todo eso, el vigor, la fuerza, la juventud, destruido por un rayo. Y lo peor es que no puedes culpar a nadie. El rayo fue rayo y Sebas…
Me llamaron en plena madrugada. Mi madre, que estaba tan nerviosa que apenas entendía una palabra. Y tuve que comprender. Tu primo. Muerto. Rayo. Compuse la imagen en mi cabeza, horrorosa… Pero el caso es que Sebas había muerto, caprichos de la naturaleza, pobrecito.
Pero mire, eso no hace que crea que puedo ganar la lotería así como así. ¿Cómo?, ¿cómo que una cuota mensual? Ah ya, mujer, no soy tonta, claro que entiendo que cuantos más participemos más posibilidades, pero también es cierto que para dividirse tres euros o ni eso… entre… ¿cuántos? Jaja y a cambio quiere que yo pague mensualmente, ¡qué listos! Usted se piensa que me chupo el dedo… Pues claro que soy una mujer con suerte, pero también racional. Lo uno no quita lo otro. Siempre he tenido suerte: mi examen de oposición fue fácil; compré el piso antes de la crisis;  tengo una salud de hierro… todo me ha ido bastante bien… Bueno, vale, en el amor no, pero ¿quién tiene  suerte en eso? ¿Qué… usted? Ah pues no sé… me alegro, claro… pero eso es ya tener mucha fortuna. A cambio tiene usted un trabajo de mierda. Perdone, perdone… Es que todo el mundo sabe que lo del amor es un juego imposible, por no hablar de un engaño, pájaros que nos meten en la cabeza para que sigamos la ruta establecida… Pues mire sí y para tener hijos, es verdad. Pero no corra tanto que yo tengo dos hijos, sí. Ah, ¿cómo se ha quedado?, me hacía por una solterona amargada, ¿eh? Ellos hacen su vida, ya los tengo criados y muy orgullosa que estoy… no, no estoy casada, ya le he dicho que no me ha ido bien en el amor. A ver… ¿cuántos años tiene usted? ¿Veintisiete? Pues sea un poco más abierta de mente, hija mía. Pensaba que la gente a estas alturas era más tolerante y no está aún con ese rollo de familias tradicionales y matrimonios por la iglesia. Sí, sí, por fuera muy modernos todos, mucho tatuaje, porque seguro que usted lleva  alguno, ¿a qué sí?, ¿a que no me equivoco?… ¡Lo sabía!, ¿qué, en el antebrazo? pues sí, me parece discreto… ¿Un trébol? vaya, ¿y eso se lo pusieron en el trabajo para vender lotería? jaja, no, no me burlo, es que está usted erre que erre con el tema; que sí, que la suerte es su negocio, lo que le da de comer, pero no el mío. Y eso me recuerda que tengo cosas que hacer…
¿Quién?, ¿el padre de mis hijos? Andrés se llama… no… no trato ya con él, pues porque es un caradura y un inestable… ¿Qué?, vendía gafas de sol, sí hija mía, también todo labia como usted. Ya me decían que era poco para mí, pero es que yo me enamoré como una tonta. Sí, él no abría un libro, pero sabía hablar de todo, que no sé cómo lo hacía, vería mucho la tele, supongo. Era un iletrado pozo de ciencia. Si lo escuchabas estabas perdida, porque le digo yo que te hablaba y te conquistaba. Ya me dijeron que no era trigo limpio. A ver, con esa capacidad para vender y encandilar a las mujeres, ¿qué cree usted que iba a hacer en su tiempo libre? Bueno, en el libre y en el de trabajo. Pues sí, no hice caso, el amor es ciego y más si te vende gafas de sol… Es que Andrés era un hombretón de los pies a la cabeza, me recordaba a Sebas… pero no piense mal y fíjese, no me importaría que le partiera un rayo, como a mi pobre primo, ay, perdón qué burradas digo. Es que con Andrés yo mordí el anzuelo y en lugar de morderlo una vez, lo mordí dos. Después ya con los dos niños, no había quien lo viera por casa. Sí, ¿qué le parece?, cometí el error dos veces. Pensaba que se reformaría, que los niños le harían sentar la cabeza y lo único que consiguieron las pobres criaturas es que Andrés se largara a Asturias… sí, bien lejos, a vender gafas allí.
Mucha gente me compadeció. «Ay, pobrecita qué mala suerte has tenido con ese hombre». No creo que fuera mala suerte, porque después de él cada hombre que he conocido acababa huyendo al poco de instalarse en mi corazón y vaciarme la nevera. Que si les agobio, que si les miro fijamente mientras duermen, que si les obligo a abrigarse antes de salir a la calle… No entiendo nada, y eso que me considero un buen partido… Tengo trabajo fijo, piso pagado, mis ahorritos, soy una mujer atractiva… pues nada… todos me salen rana… ¿Qué… mala suerte? ¿Yo? ¡Y dale! Oiga me niego, no se lo consiento, ya le digo que no creo en eso, que yo soy muy, pero que muy afortunada, que la suerte siempre me sonríe, que soy capaz casi de obrar milagros, ¿qué?, ¿que entonces no me puedo negar? Sí, sí, y tan segura que estoy, ¿pues no le digo que sí? Ande, ande, calle, apúnteme a eso de la lotería ahora mismo. Que le digo que no tengo ninguna duda, ahora no se haga la remilgada y me ponga usted reparos. Espere, espere, que voy a por la tarjeta de crédito… No cuelgue le he dicho.