Acabo el año con libro nuevo

Quisiera poner la guinda a un año bastante prolífico en lo creativo con el lanzamiento de mi próximo libro, que será el tercero que autopublique este 2021.

Si todo va como espero, la semana que viene La estúpida idea de querernos estará ya disponible en Amazon. Lo cierto es que me apetece aprovechar las navidades para lanzarlo en sociedad. Parece que es un tiempo propicio para ilusionarse con lecturas y con historias de ficción y de ahí que haya pisado el acelerador, contagiada por la magia de esta época del año.

Este libro tiene algo distinto del resto que he escrito hasta la fecha. Nació, en su germen, como una historia a cuatro manos que emprendí, allá por el 2017, junto a Emma Mars.

En aquellos tiempos, aunque las dos nos compenetramos de un modo muy fluido y fue superfacil escribir juntas, nuestra historia literaria no acabó de funcionar. Ahora comprendo que, en realidad y pese al sentimiento de bluf, hicimos un gran trabajo, pero solo alcanzamos a crear un esbozo. Nos faltaba trabajo para conseguir el libro redondo que proyectábamos. Después de un veredicto unánime y desfavorable de las lectoras beta, nos desanimamos, perdimos la motivación y la historia pasó al cajón de «Necesita madurar». Y ahí se quedó.

Hace unos meses, un poco medio en broma, medio en serio, hablé con Emma de la posibilidad de revisar esa historia y Emma me dio su permiso y bendición para hacer lo que quisiera con ella. Si era capaz, claro.

Al principio no tenía ninguna expectativa clara. Es más, tenía bastante resistencia. Cuesta regresar (y varios años después) sobre algo que se ha quedado en tu memoria como un proyecto a mejorar. Aunque es cierto que también vuelves con otra mirada, con más herramientas (y madurez), necesitas comprometerte y sentir que tiene sentido.

Tenía claro que debía encontrar algo que me motivara lo suficiente como para justificar la estúpida idea de intentar revivir La estúpida idea… en lugar de centrar mi atención y energía en las otras cosas que tenía (y tengo) entre manos.

Pero se dio. De hecho, y aunque no tenía planes exactos de qué hacer, en esa segunda lectura, hubo muchas cosas de la historia que me gustaron y que me indicaban, de algún modo, que valía la pena hacer un esfuerzo por el libro. Veía en aquellas páginas chispas de fuerza muy atractivas para mí. De no ser así, lo hubiera descartado por completo.

También, y era lo temido, conecté con todas las debilidades que nos lastraron en nuestra primera aventura: una segunda parte que se cae por completo; un personaje central y poderoso que necesita más atención; un final fácil y muy apresurado que restaba fuerza a todo… Vaya, que no iba a ser un paseíto por las nubes el pasar de borrador interesante pero incompleto a libro redondo.

Apostar por algo o no apostar, he ahí la cuestión que se nos plantea a menudo. En este caso, aposté y, haciendo acopio de ilusión y energía, me puse manos a la obra. Me encomendé al corazón que latía en el primer borrador como guía para iluminar el camino.

Aún así, una de las trampas que mas a menudo me tiendo a mí misma es decirme que lograré hacer algo sin apenas trabajo. Mentira. Cuando me meto, me meto, y al final, lo que iba a ser un «vamos a dejarlo decente», «bah, solo necesita un poco de coherencia», se convierte en un montón de horas de dedicación y una exigencia cada vez más grande (Agh, ¿de qué va este libro en realidad?, ¿qué me está pidiendo, qué le falta?). Pero a esas alturas ya era imposible dejarlo a un lado. Y es que, como digo, la historia ya me había atrapado, los personajes centrales eran tan importantes para mí que no podía fallarles con un apaño para cubrir el expediente. Ahora debía escucharles. Tenía que sacar a la luz todo lo que estaba potencialmente insinuado.

En el solitario mundo de la publicación independiente, una amigo es un tesoro. Gracias a Patricia Reimóndez (compañera de blogosfera y de letras) y que estuvo leyendo el nuevo manuscrito y dándome su valiosa opinión, conseguí no bajar el listón cuando alguna tentación de abandonarme al resultado fácil me acechaba o me entraban las dudas (mi clásico: «¿por qué hago esto?, por qué no me dedico a plantar bonsáis»). Ella confirmó las cosas que yo pensaba (o sabía) que no funcionaban, destacó las que sí y me alentó con su entusiasmo y fe en la historia para poner toda la leña en el fuego en mi misión.

De modo que, a grandes rasgos, esta es la historia del libro. La semana que viene os explico más detalles.

Los guantes

Hubiera sido demasiado fácil achacar su frustración a la insatisfacción sexual, pero lo cierto es que, últimamente, cada vez que veía los guantes de terciopelo verde en el escaparate de los grandes almacenes donde trabajaba, se llenaba de rabia.

Era tan irracional como incontestable, una mezcla de indignación y disgusto, el breve despunte de un deseo que se volvía amargo antes de llegar a su conciencia.

Por si fuera poco, alguien había dispuesto los guantes separados, a cierta distancia uno del otro. El izquierdo era el que más detestaba. Le obsesionaba la contemplación de esa mano plana, flácida y sin vida, un fragmento incompleto y aislado de la totalidad. Como ella misma.

Regresó a su puesto, bajo el letrero de «Recambios Cambridge» y examinó las tijeras y las estilográficas. Atrajo hacía sí la bandeja del expositor y después la mantuvo a distancia, como si temiera que aquellas puntas pudieran atravesarla. Los destellos brillantes y cromados de las tijeras actuaban como reclamo y símbolo de todo aquel material de oficina diseñado para acabar en casa de cualquiera con ganas de gastar dinero de más.

«¿Qué más da si no encuentro pareja?», se dijo tratando de deshacerse de un incómodo pensamiento, «al menos tengo un trabajo y no paso privaciones».

Miró de reojo y le sorprendió su propia imagen proyectada en la columna espejada que separaba su expositor de la siguiente firma de papelería. Qué bonita era su chaqueta nueva. Entallaba su figura y resaltaba su cintura. El verde le sentaba muy bien y sintió crecer en su interior un chispeante orgullo que se pinchó como un globo al recordar, sin poder evitarlo, esos guantes de color trébol del escaparate.

Los que nunca tendría.

Sus manos se cerraron y sintió la ausencia que no podría llenar. «Tendré que vivir siempre con las manos desnudas».

«No es tan terrible».

«Me gusta su esmalte de uñas», dijo una clienta con los ojos fijos en el rosa pálido de sus dedos. Diez pequeños óvalos con el brillo del atardecer que escondió de inmediato en el centro de sus puños.

Ignoró el comentario. Los halagos casi siempre presagiaban alguna exigencia. La clienta, una mujer robusta y satisfecha, paseó su mirada por las tijeras.

—¿Cuánto cuestan estas?

—21, 90. Son de acero inoxidable y mango ergonómico, el color ciruela de los dedales es de edición limitada.

—Son preciosas, pero yo tengo los dedos rechonchos y estos agujeros tan pequeños… En cambio usted…

Otra vez la mirada de la mujer buscó sus manos y otra vez las escondió.

Ahora se sentía ultrajada. Esos dedos escuálidos que nadie besaba, que no eran dignos de ningún anillo. Esos apéndices inútiles que nunca sentirían el calor de unos guantes de terciopelo verde.

Dio un paso atrás y se sentó en el taburete conteniendo su rabia bajo una máscara de solicitud. Imaginó a su clienta atravesada por las tijeras y alfileteada por las estilográficas, pero ninguna imagen le procuró satisfacción. Nada la alcanzaba ya. Sus pupilas permanecieron fijas y oyó la despedida en sordina de la mujer.

«Tienen a una chica muy sosa vendiendo artículos de papelería en Cambridge», dijo la señora M. más tarde a su pareja. «Realmente no sirve para vender». Aceptó una copa de vino mientras la escena vivida horas antes se diluía en su conciencia con cada sorbito. Nunca más volvería a prestarle atención después de esa noche. «Ah, y sin embargo, pero qué manos tan bonitas tenía».

Déjà écouté

Parece un día normal y sin embargo, despacio, alguien llora una vieja canción. Llueve y después… silencio. Y otra vez lluvia.
Qué extraño… ¿Acaso llueve de forma premeditada, al compás de cuatro por cuatro?
Terciopelo burdeos. Un coro de voces sin rostro, grave y ceremonioso, fracasa en contener los avances de un anónimo ritmo instrumental que busca protagonismo con persistencia. La travesura se consuma. El publico, que no es tonto, intuye el preludio de una revelación y enmudece.
Et voilà, Un, dos, tres, pollito inglés, se oculta el mundo. Un teclado nostálgico transporta la conciencia a otro escenario, lejos de todo lo conocido.
Aplausos. ¡Pese al bajo presupuesto, qué cambio tan inesperado! Caray, la lluvia se ha hecho música. Formidable.
Más tarde, y es inevitable, lo excepcional se torna banal y todo parece desgastado de nuevo.
La experiencia concluye y queda solo una añoranza intermitente. Algunos no recuerdan, otros se preguntan qué ha pasado. ¿Qué hacer con la cadencia de la cajita musical y el corazón conmovido? Hay visiones en la mente común del público. Una gota concéntrica se ahoga en un estanque, en un lugar escogido. Un grifo gotea en una casa solitaria, con dulzura. Una bailarina realiza piruetas en el interior de un joyero. El agua se evapora y vuelve a llorar sobre la ciudad.
Y después, lo de siempre: ¡Que nos devuelvan el dinero! ¡Canta algo divertido! ¡Me aburro!
Que nadie se alarme. Este es un espectáculo democrático. Todo está permitido y cada cual toma su decisión. Free will.
Entre los bostezos, en el patio de butacas, no hay unanimidad y suceden cosas.
Alguien que anhela en secreto llenar su vacío.
Un mensaje que promete trascender el entendimiento, pero no llega a expresarse.
En un corazón libre, un estado de ánimo rítmico y circular traza los surcos de un vinilo que aún no está a la venta pero que será disco platino.
Expectativas y esperanzas. Certezas.
También ella ha decidido, desde la última fila. Sin conformarse, continuará bailando hasta desvelar el misterio.
Un saber interno la impulsa a girar sobre sí misma, como la bailarina pálida de la visión, como la lluvia animada y la música soñada, espoleada por estímulos artificiales con resonancias naturales.
Seguirá explorando la paradoja de haber escuchado algo viejo por primera vez, con la aguja del pickup preparada, sorprendida cuando ya no lo creía posible, como si eso para lo que no tiene palabras hubiera existido siempre y le comunicara algo distinto. Como si la melodía fuera su sangre y se repitiera, cantada mil veces antes de ella, preexistente.

Diez características de los personajes tridimensionales

Muchas veces escuchamos hablar sobre personajes tridimensionales. ¿Qué hace que algunos de ellos parezcan tan reales?

Soy un artesano, necesito trabajar con las manos. Me gustaría tallar mis novelas en madera. Mis personajes… Me gustarían que fueran más densos, más tridimensionales. Y me gustaría hacer un hombre tal que todos los otros, al mirarlo, encontrarán en él sus propios problemas.

George Simenon

A veces, como escritora, he sentido el cansancio y la fatiga mental. He notado mi espalda castigada, mis ojos cansados y mi cabeza embotada. He estado atrapada en el aspecto que yo llamo el más plano de escribir: en la ingrata superficie.

Pero otras veces, y casi sin darme cuenta de cómo había ido de una dimensión a otra, he sentido que yo era una especie de proyector y que lo que a través de mi manos se escribía y en mi cabeza se pensaba tomaba cuerpo en mi imaginación. Entonces asistía a un espectáculo fascinante y no veía el momento en que otra persona pudiera conectarse también a eso. Para mí la parte más emocionante de escribir es esa especie de proyección y de creación de una realidad aumentada, una experiencia que ha de ser real para el lector, y que ha de conseguir que unas páginas -o pantalla- dejen de ser planas y literalmente cobren vida.

Es por eso que me gusta tanto la cita de Simenon, un autor que por cierto recomiendo y del que escribiré en otro post. Habla precisamente del proceso de materialización de la escritura, de cómo está llega a convertirse en algo con sustancia, algo tan tangible como la madera. Por favor, no pases por alto esta metáfora como algo ornamental y tómatela muy en serio. Indaga con profundidad en la cita que encabeza este post. A veces el lenguaje no alcanza a comunicar algunas cosas pero creo que todos hemos tenido esa experiencia de vivir un libro, y quedar absortos por completo en un universo de ficción.

Y sin duda parte de esa magia se consigue a través de los personajes. Una de las cuestiones más interesantes para un autor -y para un lector curioso- es descifrar qué hace que algunos personajes se sientan tan vivos. El concepto de personajes tridimensionales forma parte del vocabulario de los talleres de escritura creativa y de la ficción en general. Pero ¿a qué nos referimos exactamente con esto?

Para empezar, podemos hacer una distinción entre personajes planos y personajes redondos. Básicamente los primeros son aquellos que cumplen una función en la trama pero que no cambian ni evolucionan. Son personajes más limitados, aunque también necesarios. Por ejemplo, las sitcoms de la tele están llenos de ellos. En ellas los personajes hablan, piensan y hasta visten siempre igual.

En contraste, los personajes redondos son aquellos que tienen más profundidad y dimensión. Todos los personajes protagonistas deberían aspirar a ser personajes redondos (aunque no siempre es así y en esos casos la trama o la acción toman protagonismo).

En todo caso, si te gusta escribir o leer y te interesa la construcción de personajes, estas son características en las que puedes fijarte desde ya e incorporar a tus creaciones.

Un personaje tridimensional:

  • Tiene contradicciones: un personaje con profundidad es un personaje lleno de matices. Como en la vida misma, no es alguien siempre bueno, heroico, abnegado o siempre despreciable y odioso. Por el contrario, exhibe defectos, vicios, debilidades, y esa misma imperfección (o esos rasgos contradictorios) lo vuelven más humano. Esto es así tanto si es un héroe como un villano.
  • Evoluciona: el personaje posee lo que se llama arco. Esto es -expresado visualmente- una línea de transformación que es externa (sus circunstancias) e interna (su psique). Lo que quiere decir que un buen personaje siempre cambia a lo largo de la historia. Realiza un viaje de transformación, lo quiera o no.
  • Tiene deseos: a nuestro personaje le hace avanzar su necesidad de conseguir algo (o a alguien). El deseo actúa como motor imprescindible de la historia.
  • Tiene problemas: esto es, se sitúa en el centro del conflicto. Un personaje se define en la historia por su capacidad de superar obstáculos en la persecución de un objetivo (deseo).
  • Tiene cuerpo: aquí me refiero, no a una obviedad, sino a esa característica tan importante pero difícil de definir. Cuando hablamos de tridimensionalidad precisamente queremos aludir a esto. El tridimensional es un personaje que parece real porque tiene facetas, dimensiones, porque es profundo, está trabajado y desarrollado. Nos sorprende. Conseguimos esto con el trabajo en varios niveles.
  • Tiene una voz propia: conectado con el anterior y dentro de los aspectos relativos a la fisicalidad (perdóname por esta palabra, RAE) del personaje. Encontrar la voz adecuada del personaje es uno de los mayores retos en la construcción del mismo. Pero se trata de dar con el tono, el vocabulario, la manera de pensar única de ese personaje.
  • Tiene interés: hay que poner empeño en ello como escritores, porque hemos de lograr desde la primera escena que al lector le interese el personaje y su problema y que no pueda abandonarlo a su suerte una vez lo ha conocido. Es triste cuando lees un libro cuyo personaje principal no interesa ni al autor.
  • Tiene originalidad: esto quiere decir que el personaje es único. Aunque haya miles de mujeres adúlteras, Ana Karenina es única, como lo es Emma Bovary y lo es Ana Ozores.
  • Tiene universalidad: esta es la cara B de la anterior. Un personaje original pero desconectado de rasgos reconocibles y humanos sería como un marciano impensable y nos dejaría bien fríos. Es lo que resuena en nosotros de ese personaje lo que le da dimensión e importancia. Por eso los marcianos de Ray Bradbury son tan fascinantes.
  • Es memorable: esta es una consecuencia más que una causa. Si conseguimos ir trabajando con honestidad, curiosidad y pasión, puede que lleguemos a crear un personaje memorable, que no es otra cosa que un personaje con eco, que se recuerda una vez acabada la historia. Un personaje que deja su huella en nuestra mente y corazón.

Para cada uno de estos puntos, podemos emplear estrategias específicas. Nos interesa el efecto final, un algo que habla por sí mismo (pero que si destripamos está formado por varios aspectos que podemos practicar). Con atención y pasión artesana por los personajes de nuestras ficciones, pasaremos del papel a la madera y de ahí a soñar…

Como siempre, me encantará saber vuestra opinión sobre todo esto.

La cita

Estaba preparado para todas las preguntas que aquella mujer pudiera hacerle…

Estaba preparado para todas sus preguntas. ¿Qué edad tienes?, ¿en qué trabajas?, ¿qué música te gusta?, ¿quieres tener hijos?, ¿te gustan los perros?, ¿vas al gimnasio?, ¿qué buscas en una mujer?

Además del corte de pelo y la ropa, todas mis respuestas habían sido ensayadas frente a la cámara del móvil: una escrupulosa preparación para parecer espontáneo sin perder de vista las expresiones que más me favorecen: la sonrisa apenas insinuada; el guiño del ojo izquierdo (que emplearía hasta en tres ocasiones), el jugueteo con la esfera del reloj y un carraspeo lleno de interés antes de dar alguna respuesta que ella pareciera anhelar.

Llegado el momento, no me pareció de las que plantean preguntas difíciles. No creo que se ofendiera si la califico de vulgar. Al contrario, debía de ser bien consciente de esta característica personal tan evidente, como el que es corto de estatura.

Era una entre tantas, indistinta, con un peinado que le hacía un flaco favor y demostraba su gusto convencional y provinciano. Una mirada tonta, una figura poco trabajada, una madurez poco prometedora. Y una fastidiosa manera de acabar las frases con un “¿me entiendes?”

Estuve calculando qué parte de atractivo quedaría si restábamos todo lo que tenía en contra. Decidí que el justo para aguantarla hasta el café. Trataba de imaginar si podría soportar su proximidad física en caso de desesperación. ¿Cuántas citas aguantaría cualquier hombre tan escaso crédito?

Sus anodinas preguntas fueron cayendo, previsibles, una tras otra. ¿Qué te gusta hacer los findes?, ¿sales mucho? ¿te gusta la playa? Refugié mi aburrimiento en el móvil varias veces: notificaciones, redes sociales, comentarios tontos que me interesaban más que ella.Cuando volví a prestarle atención, tal vez intrigado por su inesperado silencio, partió un trozo de pan y se lo metió en la boca. Masticaba con la boca abierta.
—¿Puedo hacerte otra pregunta?
—Adelante —dije fijándome en la camarera.
—¿Qué opinión tienes de ti mismo?
Sonreí, demasiado ampliamente, demasiado tiempo. ¿Qué clase de pregunta era aquella?
—Ah, pues yo…— agarré el tenedor como si fuera a ayudarme a arrancar—Lo que opino de mí mismo…

Ella siguió esperando, mirándome con insistencia. Era imperativo decir algo, cualquier cosa, pero todo se quebraba, cualquier intento de respuesta, en el momento en que intentaba proseguir… “Pues yo…” “Opino que yo…” No era capaz de contestar, porque ¿a quién exactamente iba dirigida esa odiosa pregunta? ¿Quién era el que opinaba? ¿Quién era ese que debía enjuiciar a ese otro que era yo mismo? ¿Cómo podía yo tener una opinión sobre mí mismo sin romperme en dos? ¿Cómo podía nadie enfrentado a esa cuestión evitar la fractura?

¿Acaso debía culminar mi escisión con el uso de la tercera persona?: “yo opino que X es bastante atractivo” ¿o debía decir con más propiedad: “Yo opino que yo soy bastante atractivo”?
Balbucí una especie de respuesta torpe que no llegué a completar mientras retiraba el sudor de mi frente. ¿Quién se creía aquella mujer que era para hacerme esa pregunta?, ¿qué pretendía demostrar?

Esperó otro poco. ¿Brillaba su mirada con diversión o eran imaginaciones mías?
Sorbió de su cerveza con limón, disfrutando de todo mi sufrimiento como si fuera la más deliciosa bebida.
—¿Y qué?, ¿llevas algún tatuaje? —dijo al fin.
Fue un alivio automático, casi humillante:
—Claro, tengo dos —y no pude evitar guiñar mi ojo izquierdo como un auténtico estúpido.

Castillos en la arena

Escribir es la obsesión por la forma, no solo del lenguaje, sino de la historia. Un intento de dar sentido al mundo. Y a veces un empeño muy obstinado de perdurar.
La narrativa está por todas partes, allá donde miremos… Los eventos, uno tras otro, son atrapados y reproducidos siguiendo una lógica de causa-efecto y así todo parece bajo control… ¿pero eso es así de verdad? Más bien hay algo en continuo despliegue -vida- y nosotros necesitamos imponer un orden. Entonces surgen (o más bien creamos) los patrones y los símbolos y empezamos a construir. Después esas construcciones son admiradas por una generación tras otra. Y algún día, alguien con toda su inocencia cree que ellas explican el mundo, que su solidez tiene un sentido, que su vigencia tiene que significar algo…
Son castillos en la arena.

Los castillos en la arena deberían construirse como lo hacen los niños. Juegan con ellos y después, cuando tienen que marcharse, les dan una patada y a otra cosa. O dejan que el mar se los lleve sin preocupaciones… Eso sí es un ejemplo de ars gratia artis

Cómo se construye un castillo

La mente asocia y luego petrifica y así también va a pasar con este post. Reflexionando sobre esto de lo efímero he recordado una peli antigua, de nombre Castillos en la arena (1965) y me ha hecho pensar en cómo se conforma un film (o cualquier historia) desde la nada hasta que se materializa y finalmente, con el tiempo, desaparece de la mente de las personas…

Puede resultar decepcionante para los amantes del mito, pero en definitiva la creación es muy caprichosa. No hay algo trascendente detrás. Se trata de un conjunto de decisiones -muchas veces azarosas-, miles de acciones encadenadas implicando a muchas personas y que acaban manifestando algo que, aunque en su momento parezca destinado a perdurar, es bastante efímero.

De qué va esta peli

Castillos en la arena cuenta la historia de Laura una pintora, madre soltera, que lleva una vida libre en California. Cuando su hijo se mete en problemas, un juez lo manda a un internado dirigido por un pastor episcopaliano, en teoría felizmente casado y padre de unos gemelos. Y bueno… surge la atracción entre dos personas radicalmente opuestas.

La visión de ambos sobre la moralidad, sobre las relaciones humanas, sobre Dios… no puede tampoco eclipsar que comparten algo que los une fuertemente.

se avecina el escándalo…

Sacar partido de la vida real

Se trata de un triángulo amoroso que explotaba el glamur, la fama y la escandalosa relación de Liz Taylor y Richard Burton. Al principio esta era una película pensada para Kim Novak (hubiera sido curiosa compararla con la mucho más represiva Strangers when we meet (1960)). Minnelli quería a Deborah Kerr y Burt Lancaster (protagonistas de De aquí a la eternidad), peo tampoco pudo ser (yo no me imagino mucho a D. Kerr en ese papel, hubiera sido totalmente distinto). Finalmente el proyecto llegó a los Burton.

Al parecer la idea era seguir sacando partido del adulterio y la química de los protagonistas (que se habían casado ese mismo año después de mantener una relación extramarital por ambas partes…). ¿Era puro morbo pensando en la taquilla o se trataba de ofrecer una experiencia para el espectador? «ven, acércate a la pantalla, métete dentro de esta historia, siente lo que esto significa. Escandalízate en la oscuridad de la sala…» No sé, no son dos cosas reñidas.

Lo interesante es que sin todas esas circunstancias (los actores que no pudieron hacerla, los que sí, sus vidas privadas…) esta peli no existiría como tal….

Esta fue la tercera de las once películas que Taylor-Burton hicieron juntos.

Buenos ingredientes

La historia de la película -el argumento- realmente no tiene mucha importancia aquí (aunque en el guión tenemos a Dalton Trumbo, víctima del macarthismo y su caza de brujas). Son otros elementos los que entran en juego, todos creando un producto muy particular… Una peli de los años sesenta, que por fin podía abordar temas prohibidos anteriormente por la censura, pero que era víctima de su propia -y también puritana época.

En el centro del cartel, como he comentado, unos actores en la cumbre de su estrellato, con la madurez y el atractivo en todo lo alto. Y para completar, una intérprete de gélida apariencia, Eva Marie Saint, como reflejo de la mujer perfecta, WASP y abnegada que, pese a ser el epítome de la perfección, no puede evitar que su marido caiga rendido ante el idealismo y rebeldía de Laura y que es, ella misma, prisionera y víctima de su rol social…

¿crees que te gusta en lo que me he convertido? con los chicos criados y que ya me no necesitan…?

Está también Vincent Minnelli en la dirección, que no es decir cualquiera y que, aunque algunos la consideren su peor película, siempre tuvo un toque especial para el melodrama, captando como nadie el sentimiento de personajes en contradicción o en un momento equivocado o atrapados en dilemas irresolubles.
La peli se vendióal mundo como «una historia de amor adulta, en Metrocolor».

Y eso parece ciertamente, aunque el tratamiento del tema ahora nos parezca pacato. El final… pues no es que sea moralista, yo creo que es más bien realista (y hasta aquí puedo leer).

Otros atractivos

Destacan las localizaciones en Big Sur, California. Las gaviotas, el mar color esmeralda… y hay una canción, The Shadow of your smile, que ganó el Oscar ese año y que es una balada que entona muy bien con el tema central de la peli…

escenarios así son un plus…


Quizá por eso, los distribuidores españoles eligieron el título de Castillos en la arena (con todas sus implicaciones). Pero en su versión original se llamó the Sandpiper, que es un tipo de pájaro (andarríos) y que simboliza la libertad y los valores del personaje de Laura.

En Latinoamérica se llamó Almas en conflicto, lo cual es otro punto de vista acertado, pues ciertamente es lo que sucede aquí: un conflicto que se resuelve como inevitable (quizá así es menos pecaminoso). Dos almas afines pese a sus enormes diferencias, irremediablemente (literalmente) atraídas.

Ese no se qué que resuena en cada espectador

Una vez echada a volar, cada obra de ficción toma unos vuelos. Y entran en juego las lecturas distintas, las vidas incluso, los momentos vitales, de las personas que se cruzan con ella. Son las interpretaciones. Tan libres como un andarríos…

Recuerdo que cuando yo vi esta película por vez primera, era adolescente. Me sorprendió la madurez de Liz Taylor- R. Burton (acostumbrada a ver clásicos anteriores) Era como si también Hollywood madurara, saliendo de las camas separadas a una historia más real. Pero a la vez parecía una trampa, porque el fatalismo de Hollywood, el dedo acusador, los remordimientos estaban siempre presentes, amenazado esa libertad (que simboliza el andarríos) y aquí se traducía en una relación natural entre dos personas que se encuentran en un momento de sus vidas (y que han de reconocer lo que hay)…

Yo sentía que había algo que -aunque me resultaba bastante fascinante- no estaba entonces a mi alcance: la complejidad de un problema que no podía entender; la belleza de una madurez plena, sin la ligereza de la juventud, pero con un peso y profundidad emocional que un corazón tierno no puede comprender.

Todo eso me atraía y a la vez me producía rechazo. El drama me era incomprensible, las gaviotas demasiado estridentes, el Metrocolor, poco brillante y la banda sonora demasiado sentimental…. Y sin embargo…me hipnotizaba, como si ellos supieran algo que yo no, como si algún día sería uno de los tres yo también.

El destino de un castillo de arena

Aunque mostraba apertura social y algunos destacan sus valores feministas, Castillos en la arena va quedando atrás, extraña y solitaria en un mundo totalmente transformado. Des su protagonistas solo queda Eva Marie Saint, que debe andar por los noventa y tantos…

Pero ahí sigue la película, siendo revisitada de vez en cuando, convertida en un clásico con sus partidarios y detractores, encontrando matices que pasaron por alto en su fecha de estreno o siendo denostada como un culebrón poco inspirado…. No tiene mucha importancia, porque cumple su ciclo y ya está.

En el fondo, ¿qué hay más natural y noble para un castillo en la arena que esperar la ola que se lo trague para siempre?

Reprogramación mental

Si hubiese sido autocrítica, tal vez habría intuido que, de un un deseo tan bajo, no podía surgir nada bueno, pero el aburrimiento sin duda es un invento del diablo.

Era una abstracción un poco indescifrable, pero no por ello físicamente menos certera: se moría del asco en la oficina. Ya había repasado el calendario de días festivos, había ordenado su mesa tres veces y comprado varios snacks en la máquina. Telefoneó a su madre, a su marido, a tres de sus amigas… Pero es que aquello también le pasaba en casa. Se sentía de vuelta de todo. Y en esas circunstancias, minimizando la hoja de excel y abriendo el navegador, llegó esa oferta, desplegándose por sorpresa junto a la barra lateral: “¿Cansada de todo? Renueva tus pensamientos por 35 euros”. Qué barato. La renovación era algo que creía imposible. El sentimiento predominante en su vida era el de repetición.
Algo se encendió en su cerebro. Estos publicistas saben tocar siempre la tecla apropiada, se dijo. Benditos sean.
Compró su “renovación” con un click, prometiendo una valoración en cuanto probara el producto. Después se dedicó a otra cosa. La rutinaria experiencia de la oficina se veía iluminada por una esperanza comercializada en Amazon. Brillante.

El paquete llegó un martes por la mañana, cuando ya ni se acordaba. La avisaron desde recepción: ¿Serían los zapatos, el vestido de verano, aquel aparato para recoger las migas de la mesa o la funda color arena para su móvil? Pero no, aquella cajita diminuta contenía las pastillas de la renovación mental.
Se rió de su impulsividad, pero aún le hacía gracia el producto. Vibrando ante la nueva adquisición, saboreando la satisfacción previa al deseo satisfecho, no quiso ni leer las instrucciones. Se tomó dos de aquellas pildoritas, dulces como un caramelo de esos que compras en el cine. Tomó un par más y guardó el bote en el cajón.

“Escucha, Alba, no me importa lo que te dije, resulta que ya no quiero esa cartera. Sí, ya sé que te la encargué y que la traes a propósito, pero no, lo siento. Ah, y tampoco pienso ir a tu fiesta”.
Solo cuando hubo colgado se sorprendió de aquella actitud. Era la primera vez que cambiaba de opinión en una compra y que rechazaba una invitación social. De hecho, siempre había presumido de tener las cosas muy claras. ¿Era posible que la pastillas…? Tras el pánico inicial comprendió que aquel era un muy buen producto. Con el dinero que se ahorraba con esa cartera que no necesitaba podría salir a cenar a uno de esos restaurantes de TripAdvisor que siempre se quedaba con ganas de probar. En cuanto a la decepción de su amiga, no le dio importancia, un dañito colateral. Pero después, en el lavabo de señoras, padeció otro de esos incidentes. Discutió con una mujer por el turno para acceder al aseo. Perdió las formas, pero estaba convencida de que la presión de su vejiga la autorizaba a adelantarse a cualquiera, incluido el empujón y el desplante. Lejos de lo que había pensado, le sentó bien acalorarse con aquella extraña (¿de qué departamento sería?). De pronto cierto vigor había cosquilleado en ella. Entonces se dijo que eso también era efecto de las pastillas. Sí, habían renovado sus pensamientos y, como consecuencia, su comportamiento. La habían hecho más valiente y descarada, un poquito grosera, pero todo tolerable. O pisas o te pisan, ¿no?

Se movía con renovada confianza por la oficina. Porque ahora todo era diferente, cada situación, una oportunidad para ejercer su nuevo poder
Tenía una reunión a mediodía, una engorrosa cita que hubiera deseado anular, pero que no podía evitar. Su papel era meramente secundario y ahora, sin embargo, el emerger de una nueva persona, la excitante posibilidad de que la habitara otra cosa distinta a la conocida y aburrida versión de ella misma, la llenó de emoción. ¿Qué posibilidades traería aquello? Se cepilló el pelo vigorosamente, consciente de que cada gesto era ahora nuevo y entró en la sala de reuniones silbando. Todo lo que nunca antes había siquiera rozado la superficie de su conciencia, se desbordó. Y no lo hizo de manera diplomática. Se permitió dejar al descubierto delante de la cliente todos los defectos del producto que estaba a punto de comprar y -peor aún- las artimañas de la empresa, aquellos truquitos que se consideraban necesarios, aquellas mentiras piadosas que suponían un sobrecoste y engrosaban los salarios del cuadro superior, pero solo ayudaban a que las auxiliares cobraran dos euros más sobre el sueldo mínimo. Lo dejó todo bien clarito ante la joven emprendedora que estaba a punto de subscribir un contrato abusivo. Solo pudo sonreír con profunda satisfacción cuando se la llevaron de la sala, directamente hasta la puerta del despacho de la nueva jefa de Recursos Humanos.
¿Y qué podía hacer una en un despacho sino despacharse y bien a gusto? Con esa idea entró en el despacho y… oh, oh… ahí estaba la
  mujer del incidente de los lavabos, sentada ante la mesa, atravesándola con la mirada. Bueno, no era momento para detenerse. En lugar de disculparse, le dejó claro lo que pensaba de todos y cada uno de los dirigentes de la organización. La jefa de recursos no dijo ni una sola palabra. Tecleó con diligencia y ladeó la cabeza mientras la impresora escupía un papel tras otro. Entonces habló. Fue solo cuando escuchó: “despido procedente sin indeminización” cuando las pastillas dejaron de funcionar. El efecto cesó de golpe. El sudor frío se deslizó por su frente y todo pareció llevarla de vuelta a los viejos y conservadores patrones. Volvió a ser la timorata empleada que siempre se encargaba de recoger el dinero para la lotería de Navidad. La que prestaba la grapadora y regaba un cactus anti malas vibraciones. La que desayunaba bífidus con semillas de chía.
Pidió un momento para tomar aire y prometió que podía explicar lo sucedido. Había sido víctima de una reprogramación mental, totalmente ajena a su voluntad. Es decir, sí, había comprado el producto voluntariamente, quería un cambio de aires, pero no previó las consecuencias. Podía considerarse un caso de enajenación mental transitoria. Y podía demostrarlo. Cuando sugirió que tal vez podían obtener beneficios con una denuncia y la consiguiente indemnización, la jefa de recursos comenzó a interesarse. Cualquiera podía intoxicarse, consideró. Aceptó que le trajera el bote de las pastillas y comenzó a perfilar una lista de todos los daños morales y materiales que se derivaban de aquel incidente.

Aliviada pero aún al borde del desmayo, se dirigió a su mesa y en el cajón buscó las malditas pastillas. Treinta y cinco euros, a saber qué droga le habían dado. Desde luego, el unicornio feliz de la cajita de las pastillas era muy infantil para tan letal producto, pero ya se sabía que la modernidad era así, naive. Entonces sacó el prospecto. Las manos le temblaron mientras daba vueltas a la hojita. Más unicornios, corazoncitos. “Disfruta de tus golosinas y siente que cambias tu mente”. Las rodillas le fallaron y todo se nubló. Había comprado unos caramelos de Mr Wonderful.

El cuento visto por John Cheever

L@s que disfrutamos con los relatos, tenemos ocasión de ampliar nuestra idea del género a través de la lectura directa y también (excelente complemento) a través de la sensibilidad de sus autor@s destacad@s, expresada en reflexiones como las que os dejo hoy.

John Cheever (1912-1982) es uno de los grandes, sin duda. Y esto opinaba del cuento:

«Un cuento o relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas a que te saquen una muela. El cuento corto tiene en la vida, me parece a mí, una gran función. Es, también en un sentido muy especial, un eficaz bálsamo para el dolor: en un telesilla que te lleva a la pista de esquí y que se queda atascado a mitad de camino, en un bote que se hunde, frente a un doctor que mira fijo tus radiografías… Pasamos el tiempo esperando una contraorden para nuestra muerte y cuando no tienes tiempo suficiente para una novela, bueno, ahí está el cuento corto. Estoy muy seguro de que, en el momento exacto de la muerte, uno se cuenta a sí mismo un cuento y no una novela».

Y es que el cuento proporciona la ocasión de detener el mundo mientras este, paradójicamente, sigue girando.

Deja al descubierto un solo lado de una piedra multifacética y lo hace en apenas un instante durante el cual algo  se nos regala, idealmente  sin sermones, con honestidad (honestidad no exenta  en ocasiones de dolor). Pero vale la pena. Un puñetazo en el estómago puede ser un regalo si te ayuda a empatizar con el sufrimiento ajeno.

La vida en el cuento no es despliegue, sino concentración. Me gusta la imagen del microscopio, que revela vidas insospechadas, alegrías o tragedias escondidas, inapreciables a cierta distancia (pero que ahí están).

¿Y los lectores? En Why I Write Short Stories, publicado en Newsweek en 1978, John Cheever afirmaba:

«¿Quién lee cuentos?, uno se pregunta, y me gusta pensar que los leen hombres y mujeres en las salas de espera; que los leen en viajes aéreos transcontinentales en lugar de ver películas banales y vulgares para matar el tiempo; que los leen hombres y mujeres sagaces y bien informados quienes parecen sentir que la ficción narrativa bien puede contribuir a nuestra comprensión de unos y otros y, algunas veces, del confuso mundo que nos rodea.

Y a continuación más sugerentes aportaciones del relato:

La novela, en toda su grandeza, exige, al menos, algún conocimiento de las unidades clásicas, que preservan ese lazo misterioso entre la estética y la moral; pero que esta antigüedad inexorable excluyera la novedad en nuestras formas de vida sería lamentable. Algunos conocemos esta novedad a través de La guerra de las galaxias, otros a través de la melancolía que sigue al error cometido por un jugador que no batea en las últimas entradas de un partido de béisbol. En la búsqueda de esta novedad, la pintura contemporánea parece haber perdido el lenguaje del paisaje y —mucho más importante— del desnudo. La música moderna se ha separado de aquellos ritmos profundamente enraizados en nuestra memoria, pero la literatura aún posee la narrativa —el cuento— y uno defendería esto con la propia vida.

En los cuentos de mis estimados colegas —y en algunos míos— encuentro esas casas de verano alquiladas, esos amores de una noche, y esos lazos extraviados que desconciertan la estética tradicional. No somos nómadas, pero —sin embargo— subsiste más que una insinuación de esto en el espíritu de nuestro gran país, y el cuento es la literatura del nómada».

El cuento es versátil, nómada, múltiple e infinito (pese a su brevedad). Tantas cosas caben en él. Del mismo modo que siete notas musicales dan vida a nuevas melodías cada vez.

Cada historia aporta algo nuevo, sorprende, conmueve y  a lo mejor aburre (sí, podría pasar), porque el cuento es humano, no divino, y por eso mismo ilumina nuestra humanidad.

Diez minutos de viaje profundo o ligero, un viaje del que te puedes llevar siempre algo de vuelta al mundo ordinario. Una sonrisa, una reflexión, un escalofrío… quizá porque, como dice Cheever, el relato de ficción hace más amena esa espera y ofrece consuelo para —también— aceptar serenamente nuestra mortalidad.

Algún día nuestros ojos verán 

La lógica y hasta la educación dicen que hoy debia presentaros el libro que acabo de autopublicar, Algún día nuestros ojos verán, y destacar sus puntos  fuertes y pasar de puntillas por los débiles y hacéroslo atractivo para redireccionaros elegantenente a  la página de compra de Amazon, pero –aunque no tengo nada contra la promoción y entiendo que es necesaria–, prefiero contar lo que experimento hoy y que eso hable por sí mismo (y por mí misma).

Si soy absolutamente sincera, paso ahora, una semana después de lanzarlo a volar, por un valle que se parece a un vacío (¿¿depresión posparto??) He cumplido con mi parte y ahora… ¿qué es lo que espero o necesito? Pues… no lo sé.

Ya me había preparado para este momento, ¿cómo? Liberándome de expectativas. Sí, no tenía nada pensado ni elaborado, ningún rasero con el que medir mi posible éxito o fracaso, ningún plan. Simplemente (¡!) he escrito lo que sentía, obedeciendo a una voz interior que (ya nos vamos conociendo) parece ir siempre a contracorriente.
Esa voz no calcula ni busca complacer, solo quiere expresarse, bien, mal o regular.  Pase lo que pase, aunque eso la condene a ser un naipe sin baraja.

Desde este punto de vista libre de objetivos, todo lo demás (comentarios, reseñas, críticas, likes, dislikes…) sobra. ¿Verdad?

Me entristece observar cómo (nosotros mismos, quiénes si no), para someternos (o por estar sometidos) a los dictados del consumismo y la compraventa reducimos la creación a una cuestión de estadística. Lo que importa es cuántos seguidores, cuántas páginas leídas, cuántas ventas en tu informe de kdp… Vales los clicks que consigues y el ruido que generas. Qué locura, ¿no?

En esta ocasión no quisiera yo caer en eso, aunque suene arrogante. ¿Pero es algo a mi alcance? ¿Podemos realmente librarnos de ese condicionamiento, de esa obligación de seducir, de que nos compren nuestro libro, nuestra idea, nuestra imagen? ¿No lo corrompemos todo así? 

Bueno, parece claro que no es algo que vaya a resolver con un post, así que dejemos eso ahí de momento y vamos humildemente a lo concreto.

En este libro he querido reunir una selección de relatos cortos. Me gusta mucho el género breve, entre otras cosas por su variedad, que permite plantear situaciones diversas, «conocer» a mucha gente diferente, observarlos por un instante y después seguir con lo nuestro. 
Dijo Cristina Peri-Rossi que «mientras que la novela transcurre en el tiempo (aunque sea un tiempo corto como el Ulises de Joyce), el cuento profundiza en él, o lo inmoviliza, lo suspende para penetrarlo». Y ahí, en esa condensación, en esa galería de actitudes, podemos quizá encontrar algo que además los une a todos, un sentido. Quizás…

En cuanto a ese sentido no he querido pontificar, aunque tal vez he sido torpe al expresar mis ideas, en este caso el defecto es más mío que de los personajes. ¡Lo asumo!
Lo acepto además como parte de un  proceso personal. Estos relatos han sido escritos o reelaborados en 2018, este año que ha sido maestro y me ha traído además mi 40 cumpleaños. No es tan extraño que me hayan asaltado esas preguntas que a otras edades dan risa, porque se ven lejos – o por venir o ya superadas–. 

Escribiendo estas historias he sentido la perplejidad ante lo que es la vida (aunque aún no sepa bien), más sencilla de lo que pretendemos, abierta a la revelación en un minuto, si paramos, si soñamos, sí contemplamos.

Pero no siempre reaccionamos abriéndonos, a veces nos cerramos más, huimos, miramos a otro lado… y yo no he querido juzgar a los protagonistas de los relatos. Alguien me dijo una vez:  «tú y tus personajes mezquinos…» Sí, así es, tengo cierta debilidad por ellos. Y como me sucede a veces, como defensa, un verso viene al rescate…

«Porque solo en el roto corazón de lo turbio/ he encontrado la luz verdadera del fuego,/ que las sombras me lleven»

Admiro a los personajes que se elevan sobre sus limitaciones, pero tengo claro que no siempre somos heroicos, también somos cobardes, insignificantes, envidiosos o rencorosos y eso puede ser contado.

Algún día nuestros ojos verán. Qué anhelo más grandioso. Y en ese caso, ¿qué verán? Cada cual tendrá su respuesta y no hace falta ser  grandilocuente. Justamente estos días (¿casualidad?), con mi estupendo grupo de Escritura, he releído un relato de Raymond Carver: Catedral. En él, un hombre gris, pasivo, cerrado, muerto en vida, accede a un momento de grandeza cuando un amigo de su mujer, un ciego que llega de visita, le pide que dibuje con él una catedral.
El momento climático acontece cuando el narrador, ese hombre encerado en su mundo, se abre a esta experiencia y cierra los ojos. Y así , entrando en su interior, paradójicamente, por fin «ve». A veces basta con eso.

En fin, no os quiero dar lecciones de nada, este ha sido solo el modo en que he podido expresarme está vez y me ilusiona ahora compartirlo con vosotr@s, pues ese punto de encuentro es el fin de toda escritura. El recorrido que estas historias tengan ya no es  cosa mía. ¡Quién sabe que  vendrá luego, qué forma, qué piel tendrá, de dónde surgirá! 

Acudiré a Henry James para despedirme, porque él ya capturó algo sencillo de forma muy hermosa y creo que la honesta sensatez de su mensaje nos libera de muchas pretensiones.

«Trabajamos en la oscuridad. 
Hacemos lo que podemos
Damos lo que tenemos
Nuestra duda influye es nuestra pasión
Y nuestra pasión es nuestra tarea
El resto es la locura del arte».

Amén!

La voz

Dijeron que el viaje me iría bien. Lo dijo Elena, ¿o fue mi instinto? Sin duda fue ella la primera que me instó a escuchar a mi voz interior. Eso fue después de las peleas y la ruptura y yo aún no distinguía bien sus gritos de aquella mi propia voz. Mi interior sonaba como ella, con tono agudo, con frases secas y admonitorias. Desde hacía diez días permanecía alerta, escuchando y… acatando. «Deja el trabajo», me despedí; «Viaja», me embarqué; «No comas esa pasta», aparté el plato en apariencia delicioso; «Mantente despierta», acumulaba ya tres noches en vela.

En ese momento, en la cubierta solo había un hombre. Estaba de espaldas a mí, asomado al mar. No era muy alto y su abrigo largo le hacía parecer más bajo. A su lado, sujetos por una única correa, reposaban dos perros: un shar pei y otro pequeño y mestizo, ligero como un zapatito.  Intuí que el desconocido estaba a punto de hacer algo perverso. La sensación de peligro era inconfundible. Según Elena, si no obedecía a mi intuición, tendría que asumir las consecuencias para siempre. Ella había tenido claro que, abandonarme sin opción de réplica, era ser coherente con el mandato de su voz. «Actúa», decía ahora la mía con el matiz duro que Elena daba a cada imperativo.

El viento agitaba las banderas, y el mar, picado y gris, se revolvía llevándonos arriba y abajo sobre nuestros pies. El hombre avanzó un paso hacia la barandilla y supe que era inminente que lanzara a los perros por la borda. ¿Por qué querría hacerlo? Eso era lo de menos. Me sitúe a su lado dispuesta a disuadirlo. Apoyé los codos en la baranda, tratando de aguantar la vertical en aquel día tan desapacible. «Buenos días», le dije, clavando mis ojos en él y marcando cada palabra con intención. El hombre, de piel oscura y mirada suave, me devolvió el saludo con un acento asiático. El Shar pei, más gordo y arrugado de la cuenta, olfateó en mi dirección y su dueño estiró de la correa mientras mis músculos se tensaban de expectación.  En un gesto rápido el hombre se inclinó hacia el perro, le dio una palmadita en la cabeza y le ofreció un trozo de pan. Después se alejó con los dos canes, desapareciendo de mi campo visual, borroso por la fatiga.

Había evitado el desastre, ¿y ahora qué? La falta de sueño, y el vaivén furioso del barco, me hicieron tambalear y caer al suelo. Mi cuerpo quería regresar al camarote, dormir tras horas de vigilia, pero la vocecita no me lo permitía. «Espera».

En ese momento vi a la mujer con el bebé. Estaban al otro lado de la cubierta. Ella lo mecía en brazos y parecía cantarle a la oreja. Mi instinto se despertó y la voz habló una vez más. Estaba agotada, pero tenía que actuar…