Lo dijo Jorge Manrique

«Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir…«. Lo dijo Jorge Manrique cuando yo tenía 11 años y él, quinientos. Lo dijo en mi clase de lengua, con Doña Natalia, que traía el carrito de la compra a clase y lo dejaba junto a la pizarra. Lecciones terrenales y celestiales.

Y lo volvió a decir cuando yo tenía catorce y una profesora admonitoria, levantando un dedito como San Vicente, nos dijo: «El tiempo nunca vuelve». A mí me sonaba todo a tumbas de piedra y austeridad.  «Cuán presto se va el placer; cómo después de acordado da dolor…». Versos que memorizar. Apocalipsis medieval antes del recreo.

Regresó una vez más con otra profe, Ana Olmos, que llevaba siempre gafas de sol en clase y nadie sabía por qué. Manrique rebotaba contra los cristales negros. Nunca la vimos sonreír, salvo en ocasiones, con perverso regocijo, como cuando, repartiendo exámenes ya corregidos, te dejaba caer en la mesa uno con la nota baja: «Te has lucido, guapa». O cuando alguien se atascaba leyendo en voz alta y se escuchaban risitas nerviosas flotar en el aula caldeada por la primavera. «¿Lo haces adrede? Pues te sale de perlas».

Había escaleras para llegar a nuestra clase y Rafaela, otra profesora, se rompió una pierna. Con las muletas escalaba el Everest cada vez para impartir clase de lengua. Clac, clac, clac. ¡Ya viene! Una mujer exuberante y llena de estilo (¿Tenía peluquero privado en casa?). Nadie lució una pierna tiesa con tanto glamour. Su perfume llegaba siempre antes que ella. De Manrique le interesaba la sintaxis, más que al amor de este a su padre. Ella era vital, ¡qué Manrique ni qué Manrique! A mí, Rafaela, vete a saber por qué, me hacía pensar en vespas en verano, camisas de seda y una nevera siempre llena. Y si a ella esto de la muerte le daba igual, ¿por qué íbamos a temblar nosotros en la edad más tierna?

«Allegados son iguales los que viven por sus manos y los ricos«. Qué democrático, qué justo. Alguna verdad ya intuíamos por ahí, básicamente que no hay tema más universal o, si quieres que lo diga de otro modo, que todo llega. Algo que entenderíamos mejor en la tristeza ajena, en los accidentes inexplicables, en las flores que duraron un día, en los cuerpos que se ausentaron y en las ojeras de aquella otra profesora que lloraba por su hija. La adelantábamos siempre en las escaleras, pasos pesados subiendo, cargando la pena tarde tras tarde, y la nuestra, ligereza inconsciente, perfumada de Don Algodón.
«¿Está usted bien?» Y antes de saber si la pena enmudece para siempre, un codazo impaciente obligaba a avanzar: «Vamos, corre, que el oveja ya está en clase y hoy hay examen de «Un mundo feliz». «¡Pues menudo mundo feliz este, lleno de exámenes!»

Una cosa estaba clara: Manrique sabía algo y lo sabía muy bien, pero, a pesar de los pesares, tratar de entender un dolor del siglo XV era un desafío para el que siempre se encontraba postergación. «Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando«… A la chita callando siguieron llegando las pruebas, pero nos reíamos igual. Sí, sí, sí… Blablablabla. ¿Quién quiere jugar a vóley? Lo de este poeta es el frío castellano, que vuelve a la gente triste. No pensemos en eso. Hoy no.

Algún día lo entenderemos todo, decíamos. Algún día… leeremos en inglés, compraremos alcohol sin mostrar el DNI, nos casaremos (¡eso never!); ganaremos un mundial (¡uy, no creo!) y sí, también, claro que sí,  entenderemos a Jorge Manrique.

 

 

*imagen: Monumento a Jorge Manrique en Paredes de Nava, por Julio López Hernández. CC Wikimedia Commons

El cuento visto por John Cheever

L@s que disfrutamos con los relatos, tenemos ocasión de ampliar nuestra idea del género a través de la lectura directa y también (excelente complemento) a través de la sensibilidad de sus autor@s destacad@s, expresada en reflexiones como las que os dejo hoy.

John Cheever (1912-1982) es uno de los grandes, sin duda. Y esto opinaba del cuento:

«Un cuento o relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas a que te saquen una muela. El cuento corto tiene en la vida, me parece a mí, una gran función. Es, también en un sentido muy especial, un eficaz bálsamo para el dolor: en un telesilla que te lleva a la pista de esquí y que se queda atascado a mitad de camino, en un bote que se hunde, frente a un doctor que mira fijo tus radiografías… Pasamos el tiempo esperando una contraorden para nuestra muerte y cuando no tienes tiempo suficiente para una novela, bueno, ahí está el cuento corto. Estoy muy seguro de que, en el momento exacto de la muerte, uno se cuenta a sí mismo un cuento y no una novela».

Y es que el cuento proporciona la ocasión de detener el mundo mientras este, paradójicamente, sigue girando.

Deja al descubierto un solo lado de una piedra multifacética y lo hace en apenas un instante durante el cual algo  se nos regala, idealmente  sin sermones, con honestidad (honestidad no exenta  en ocasiones de dolor). Pero vale la pena. Un puñetazo en el estómago puede ser un regalo si te ayuda a empatizar con el sufrimiento ajeno.

La vida en el cuento no es despliegue, sino concentración. Me gusta la imagen del microscopio, que revela vidas insospechadas, alegrías o tragedias escondidas, inapreciables a cierta distancia (pero que ahí están).

¿Y los lectores? En Why I Write Short Stories, publicado en Newsweek en 1978, John Cheever afirmaba:

«¿Quién lee cuentos?, uno se pregunta, y me gusta pensar que los leen hombres y mujeres en las salas de espera; que los leen en viajes aéreos transcontinentales en lugar de ver películas banales y vulgares para matar el tiempo; que los leen hombres y mujeres sagaces y bien informados quienes parecen sentir que la ficción narrativa bien puede contribuir a nuestra comprensión de unos y otros y, algunas veces, del confuso mundo que nos rodea.

Y a continuación más sugerentes aportaciones del relato:

La novela, en toda su grandeza, exige, al menos, algún conocimiento de las unidades clásicas, que preservan ese lazo misterioso entre la estética y la moral; pero que esta antigüedad inexorable excluyera la novedad en nuestras formas de vida sería lamentable. Algunos conocemos esta novedad a través de La guerra de las galaxias, otros a través de la melancolía que sigue al error cometido por un jugador que no batea en las últimas entradas de un partido de béisbol. En la búsqueda de esta novedad, la pintura contemporánea parece haber perdido el lenguaje del paisaje y —mucho más importante— del desnudo. La música moderna se ha separado de aquellos ritmos profundamente enraizados en nuestra memoria, pero la literatura aún posee la narrativa —el cuento— y uno defendería esto con la propia vida.

En los cuentos de mis estimados colegas —y en algunos míos— encuentro esas casas de verano alquiladas, esos amores de una noche, y esos lazos extraviados que desconciertan la estética tradicional. No somos nómadas, pero —sin embargo— subsiste más que una insinuación de esto en el espíritu de nuestro gran país, y el cuento es la literatura del nómada».

El cuento es versátil, nómada, múltiple e infinito (pese a su brevedad). Tantas cosas caben en él. Del mismo modo que siete notas musicales dan vida a nuevas melodías cada vez.

Cada historia aporta algo nuevo, sorprende, conmueve y  a lo mejor aburre (sí, podría pasar), porque el cuento es humano, no divino, y por eso mismo ilumina nuestra humanidad.

Diez minutos de viaje profundo o ligero, un viaje del que te puedes llevar siempre algo de vuelta al mundo ordinario. Una sonrisa, una reflexión, un escalofrío… quizá porque, como dice Cheever, el relato de ficción hace más amena esa espera y ofrece consuelo para —también— aceptar serenamente nuestra mortalidad.

Escribir un libro al año

Decía Annie Dillard en su libro Vivir, escribir (1989):

De los cuatro mil quinientos millones de habitantes que tiene la tierra, tal vez sean veinte las personas capaces de escribir un libro en un año. También hay forzudos que levantan un coche en vilo. Hay gente que participa en carreras de trineos de una semana de duración, gente que se tira por las cataratas del Niágara dentro de un barril, o que pilota un avión a bordo del cual pasa por el Arco del Triunfo. Hay mujeres que paren sin dolor. Hay gente que devora coches. No hay vocación que tome por norma los extremos de la condición humana.  Escribir un libro, dedicándole todo el tiempo del día, es una tarea que dura entre dos y diez años.

Me pregunto si esto sigue siendo válido en 2019. Da un poco de risa atreverse a deducir que, en un mundo de siete mil millones de habitantes, puedan ser cuarenta las personas capaces de escribir un libro en un año. Por el contrario, ahora serán como mucho cuarenta en todo el planeta las que se tomen ese tiempo para escribir.

Sí, qué novedad, ya lo sabemos: el mundo se ha acelerado y la información multiplicado. No es culpa ni mérito de nadie. No es que antes los escritores estuvieran espesos o fueran un poquito vagos, es que el mundo gira más deprisa y la tecnología nos da las herramientas para producir más. ¿Por qué no aprovecharlas? Indudablemente las cosas son más fáciles ahora, pero también, sí… más difíciles. Basta con echar un vistazo alrededor. Las novedades desaparecen de las estanterías de las tiendas (virtuales o no) en semanas y quedan sepultadas por nuevas novedades  (clarificadora redundancia). En el catálogo de Amazon cada minuto que pasa -sin ventas- supone una palada de tierra sobre tu tumba de autor/a visible. Visto así, proporciona más consuelo pensar que se ha invertido poco tiempo en tan efímera obra.

La cosa no para ahí. Por todas partes hay prisa. Así lo expresan libros como: Escriba una novela en 90 días; Cómo escribir cinco mil palabras al día. O  Escribir deprisa: cómo escribir algo a la velocidad de la luz. O el fantástico NaNoWriMo (concurso para escribir una novela en un mes, que -una cosa no quita la otra- tiene a su favor el ser una plataforma motivadora y con una gran comunidad de seguidores).

Yo soy afortunada y no estoy sometida a presiones editoriales o de mercado, pero, aún así, una de las cosas que más me preguntan cuando cuento que he (auto)publicado un libro es: «¿Y ahora qué?, ¿para cuándo el próximo?»  No es que no agradezca el interés y el empuje (al contrario), pero, ¿qué hay de no convertirlo todo en fast-food?

Es esa misma prisa la que nos roba la calma también al leer. Y nos suben las pulsaciones con los retos de a ver quién lee más libros al año en Goodreads, o con las ideas para leer más en menos tiempo. O con esos resúmenes de obras clásicas  que ya nadie tiene paciencia de leer. «¿Una descripción que se alarga tres páginas?, anda ya!» La presión de rendimiento anula el placer y vamos de una historia a otra, incapaces de recordar si la protagonista tenía los ojos verdes o negros, mirando de reojo la pila de libros que espera en la mesita y tentados por la oferta de Kindle Unlimited (lee hasta que revientes por un módico precio al mes), que a mí me hace pensar en los paseos, plato en mano, por los buffets libres llenos de glutamato o los desafíos esos tan bizarros: ¿quién es capaz de comerse más huevos cocidos en 50 minutos?

Creo que ya todos intuimos a estas alturas que más oferta no es más libertad y que la paciencia como lector@s y autor@s puede brindarnos obras de más profundad y por consiguiente experiencias más sutiles.

Es cosa de todo@s.

¿Cómo apreciar un texto con prisa?, sus matices, su música, la inmersión  que propone en un mundo ajeno, la invitación a vivir otra vida. Vivirla, no mirarla por encima con el cronómetro en la mano. ¿Y qué hay de darse después de la lectura una pausa para asimilar e integrar lo leído? ¿Suena a quimera?

¿Y cómo escribir un texto con prisa, cómo dedicarle el tiempo necesario si rige la urgencia por cumplir con un marcador y la presión (o avidez) por alimentar a un mercado adicto a las «chocolatinas» del vending? En esa carrera de autos locos no importa tanto la calidad como la cantidad. Y el circulo vicioso se alimenta por ambas partes. Libros malos, consumo rápido. Poca satisfacción.  Ah, pero la inmediatez, qué subidón da. Eso siempre. Más. Otra. Y otra. ¡Qué parecido a jugar a las tragaperras!

Por supuesto, en estas cosas, cada uno tiene su criterio y su gusto. Escribir y leer es una actividad muy personal y privada que cada uno gestiona como mejor considera, pero también es pública y social y quizá reflexionar en conjunto sea útil.

Seguramente eso de reducir la marcha es más fácil de decir que de hacer. Sucede en la vida real. Es contagioso. Ves un grupo de gente corriendo y ya eres incapaz de seguir con tu lento deambular. El tic-tac manda ahora y habrá que asistir al baile, ¿verdad?

«Nadie sospecha que los días son dioses». Lo dijo una vez Waldo Emerson (1803-1882), y nadie mejor que él entendió la experiencia del retiro y la reflexión.

Bueno, por desgracia, para nosotr@s, algunos dioses habrán muerto en vano y algunos libros tendrán escasísima esencia divina.

Caligrafías

Mi madre se llama Elena.

Cuando yo era niña,  a veces, ella escribía su nombre en un papel por alguna razón (una firma, documentación, una autorización escolar…) y yo observaba el trazo de la primera letra en mayúscula. 

Esa letra suya, comenzaba con un rizo en la parte superior, proseguía con una pequeña recta y entonces se dejaba caer en una amplia curva hacia dentro. Solo despues se unía con la siguiente letra, la ele. A partir de la ele, todo era normal para mí, pero esa primera letra me intrigaba muchísimo. 

Si me fascinaba es porque se parecía demasiado a lo que a mí, en las clases de caligrafía del colegio, me enseñaban como una erre. Ricito y curva eran los rasgos distintivos de esta grafía. Estaba muy segura de eso, ya que, aunque mi caligrafía siempre fue mala, practicaba mucho por entonces. Escribir, el hecho fisico de juntar letras, era todo un descubrimiento.

Y la erre me gustaba especialmente, tanto que sobre un mueble del salón, con rotulador permanente verde escribí «rápido». No recuerdo las consecuencias de aquello, pero sí el asombro renovado cada vez que mi madre escribía su nombre.

En un acto de coherencia, la empecé a llamar Relena (aprender a leer habia servido para descubrir el secreto antes invisible de su nombre).  Claro que tenía que apoyarme en una e fantasma nunca escrita para poder alcanzar la ele, pero lo importante era hacerle espacio a esa primera letra que todo lo cambiaba. Relena. Nada que ver. La sutil melodía de elena se contagiaba del latigazo del rayo. Rápido.

Aunque una y otra vez mi madre me dijo que lo que escribía sobre el papel era Elena, yo continué viendo esa erre. Erre que erre podriamos decir. Mentiría si dijera que alguna vez he visto una e en la inicial de su nombre manuscrito.

Supongo que estas cosas en el mundo digital ya no pasarán. Los trazos son impersonales pero nada ambiguos. Una e será siempre una e y una erre, una erre.

No sé si esto influirá en las pequeñas mentes que empiezan a descifrar el mundo a traves del lenguaje escrito. Tal vez. Quizás ahora los niños piensen en sus madres unos días en Times New Roman y otros en Arial.