Empecemos por lo primero: es mujer. No te ofreceré su descripción (o puede que sí), pero no por completo. Lo que puedo decir lo diré y lo que no, no. ¿El motivo? Tengo límites, límites precisos y preciosos impuestos por el juego. En este escrito he prometido prescindir de cierto ingredientillo. Esto es, del primer símbolo si pretendes escribir… ese redondito, gordito, que no es e, ni i, ni o, ni u. El primero, ¿me sigues? ¡Ese!
Entiendes mi sufrimiento, sí, siento que me comprendes, pero yo continúo con mi empeño. Lo que no puedo definir es mujer. Es… ¿cómo decirlo?… como un tesoro femenino, como un deseo repentino. Uff, qué burdo intento, qué indigno de mí, pero qué bien disponer del femenino con «o». Esconde cierto sinsentido muy oportuno en este momento.
Insistir no es prudente, por eso no insisto, sino que persisto.
Segundo intento. El ser que no puedo describir es… es… me rindo, qué penoso esfuerzo.
Bueno, un momento, reviso mis opciones: miro, me concentro. ¡Se puede! Puedo decir (y escribir) por ejemplo que tiene dientes y ojos y tiene muslos y pies. Desde luego, tiene dedos. Diez. No, ¡veinte! Tiene pulmones, eso. Tiene pubis, síii (qué impulso de exprimir el privilegio diciendo: frondoso, hermoso, misterioso, gozoso, etc, etc… (te lo suplico, lee esto último como: etecé, etecé..). En resumen, tiene de TODO, ¿comprendes? solo que yo no puedo decirlo todo. Pero tú eres consciente de esto, eres inteligente.
Ríete conmigo de todo y de este modo: jejeje, jojojo, jijijú. Perfecto.
Si pretendo referir con precisión lo que sucede tendré que decir que ese ser «me miró», en pretérito. Mejor huir del presente prohibido. Permíteme esto por lo menos, que soy un poco torpe. Concedido. Oh, gr… merci!, quiero decir, merci bien!
Pero en fin, ese ser vino, sonrió con virtud y dijo (un momento, ¿qué me impide escoger el presente y decir: «viene», «sonríe» y «dice». ¡Eh!, ¿ves? qué poder el mío si me lo propongo). Ok, entonces, si lo prefieres, el ser dijo o dice (todo menos un futuro, eso sí que no): «Por fin entiendes en qué consiste ser mujer. En el deseo de desprenderse de todo corsé… físico, lingüístico, psicológico y/o lúdico…. Permíteme ser. Del mismo modo, reconoce en ti el deseo puro, limpio, indómito, de ser libre y punto».
Y yo me río y pienso: sí, sí, sí, qué bonito todo, por suerte, mujer se escribe sin…
Me dices que Juan Luis no te comprende,
que sólo piensa en sus computadoras
y que no te hace caso por las noches.
Me dices que tus hijos no te sirven,
que sólo dan problemas, que se aburren
de todo y que estás harta de aguantarlos.
Me dices que tus padres están viejos,
que se han vuelto tacaños y egoístas
y ya no eres su reina como antes.
Me dices que has cumplido los cuarenta
y que no es fácil empezar de nuevo,
que los únicos hombres con que tratas
son colegas de Juan en IBM
y no te gustan los ejecutivos.
Y yo, ¿qué es lo que pinto en esta historia?
¿Qué quieres que haga yo? ¿Que mate a alguien?
¿Que dé un golpe de estado libertario?
Te quise como un loco. No lo niego.
Pero eso fue hace mucho, cuando el mundo
era una reluciente madrugada
que no quisiste compartir conmigo.
La nostalgia es un burdo pasatiempo.
Vuelve a ser la que fuiste. Ve a un gimnasio,
píntate más, alisa tus arrugas
y ponte ropa sexy, no seas tonta,
que a lo mejor Juan Luis vuelve a mimarte,
y tus hijos se van a un campamento,
y tus padres se mueren.
Verano, campamento. Tienes diez años. No es un sitio bonito, como te han dicho que es Asturias, por ejemplo. Esto es árido y hay una balsa de riego para bañarse, versión rural de una piscina recreativa. El agua es verde y densa como una pecera en horas bajas. Seguro que los peces ni se conocen.
Para comer hay lentejas. Quizá la cocinera os odia, es lo que te sugiere agosto y lentejas. Tu plato es uno de esos ligeros, como un casco de soldado, esos de los que quitan el apetito y consiguen que cualquier comida parezca un castigo. Remueves y remueves el espeso guiso… «¡Bueno, ya no quiero más!», decides. Y te levantas con ímpetu. Así deben rechazarse las cosas, con seguridad. Sujetas el plato con las manos por debajo, como quien lleva una ofrenda. Los demás aún comen. Entonces, un paso en falso, un tropiezo y el plato se escapa de tus manos. Parece que quisiera echar a volar. Lo agarras, lo justo para acompañar su vuelo y su contenido -prácticamente no has comido-. Pero, porque la vida es así y la ley de Murphy ya regía aunque no la conocieras, el plato acaba justo sobre la cabeza de la niña más guapa del campamento. Plof, encaja perfecto en su cabeza rubia. Las lentejas se deslizan por su melena. Estupor, asombro, temblores. Parálisis. ¡Oh, Señor! Después sabrás que Einstein dijo que el tiempo es relativo. No hará falta que te lo expliquen. —Juro que no lo he hecho adrede. (Jurar no está bien, pero la ocasión requiere de algo más que un «prometo»).
Miradas escandalizadas. Nadie da crédito. Creen que te has vuelto loca. ¿Cómo no va a ser a propósito? ¿Es que acaso se puede coronar reina a alguien, con tanta grandeza y precisión, sin tener la más elevada intención de hacerlo?
El caldo pardusco gotea por la frente de la reina, aunque ella conserva la dignidad.
—¿Quieres que te lave el pelo? —(Estás dispuesta a ser su lacaya durante un par de años).
—Déjalo.
Te parece que es un momento inmejorable para abandonar la escena. Con el plato, claro. Lo recuperas y te fijas en esa coronilla cubierta de lentejas. ¿Deberías añadir algo? No, mejor no.
Huyes.
El sol derrite hasta los malos presagios, aunque tú ya has hecho planes, por si acaso. Según Félix Rodríguez de la Fuente, podrías vivir en el monte hasta que te adopten unos lobos. Sí, podrías escaparte y alimentarte de galletas Príncipe.
Pero la historia no ha concluído. Has visto a la reina levantarse y cruzar la explanada, sola, sin séquito. Ahí está, con la espesa cabellera parda.
La observas. La reina se tumba de espaldas a la balsa y deja caer su pelo rubio en el agua verde. Y allí permanece, serena, como una ninfa recuperándose de un mal día. Majestuoso y práctico. Los peces ciegos degustarán el plato de la cocinera.
Te cae bien la reina de las lentejas.
Sigues mirando desde tu privilegiada posición y decides que la cosa no está tan mal. Sabes que recordarás esto, -el calor, tu tierna torpeza, la benevolencia de esa chica-, y algún día se lo contarás a alguien, idealmente mientras coméis un plato de cuchara. Y tú dirás: «¿Sabes?, te voy a contar una historia muy buena…»
Toda historia se cuenta desde un lugar, despliega una mirada y ofrece una versión determinada de lo que llamamos realidad (aunque esta sea ficticia).
Contar una historia es elegir y descartar, mostrar una parte y aspirar a dotar a ese fragmento de significado. Para eso, el escritor debe elegir cuál es el mejor punto de vista y se apoyará en la primera, segunda (más raramente) o tercera persona para narrar. Además, limitará lo que se cuenta a la perspectiva de un personaje o tal vez, por el contrario, disfrutará de la omnisciencia y se meterá en la cabeza de cada personaje, saltando de uno a otro, componiendo una sinfonía de voces.
En el cine esto también pasa, en varios niveles. Podemos tener una misma historia contada por varios personajes que van ofreciendo su versión (es decir, su punto de vista), por ejemplo en Ciudadano Kane (1941) o Rashomon (1950). Pero también tenemos la cámara y su posicionamiento en la historia que podría equivaler al narrador en literatura. Normalmente nos fijamos menos en ello. En parte porque el cine que más consumimos es heredero de lo que Noël Burch llamó Modo de Representación Institucional y una de las bases de este cine es que la pantalla se convierte en una ventana abierta al mundo. Según esto (que no en vano nació con el naturalismo de la burguesía y su empeño en representar la realidad) nosotr@s asistimos a la realidad desplegándose ante nuestros ojos. Y cuanto menos conscientes seamos de la presencia de la cámara (y de que se nos cuenta una historia), mejor. El efecto es tan «natural» que muchos espectadores ni se fijan, pero cada posicionamiento de la cámara es un punto de vista y la objetividad del objetivo no existe. A lo largo de la historia del cine ha habido también voluntad de aproximarse con menos intervención a lo narrado, huyendo de la complacencia del supuesto cine estándar (y comercial), abriendo la lente también a lo marginal, por ejemplo en el neorrealismo, en el cinéma verité o en el free cinema, pero incluso esto comporta un cierto sesgo y es que la neutralidad es imposible por la propia esencia de la realidad (inaprensible).
Pero, a propósito del punto de vista, me han venido a la cabeza dos pelis de Hitchcock. Una es de Psicosis (Psycho, 1960) y la otra La ventana indiscreta (Rear Window, 1954).
En Psicosis empezamos con algo muy propio de Hitch: pasar de lo general a lo particular. Así sobrevolamos Phoenix y la cámara se va acercando a los edificios hasta que entra por la ventana de uno de ellos y nos presenta (de manera muy voyeur, uno de los temas recurrentes del film) a Marion y Sam que acaban de tener un encuentro amoroso clandestino, pues él está casado. Esto en narrativa podría ser como una tercera persona omnisciente que enseguida adopta el punto de vista limitado de la protagonista, Marion (Janet Leigh). Entonces vemos cómo ella se va a trabajar, cómo en el trabajo le encargan ingresar una suma muy alta de dinero y cómo decide robar ese dinero y escapar sin un plan muy definido. Así, como espectadores creemos que este es el punto de vista que se va a respetar y nos implicamos totalmente en el destino de Marion y cuál es nuestra sorpresa cuando, en el motel Bates, Marion es atacada en la ducha. Adiós al privilegio para el personaje que da en narrativa el punto de vista limitado. ¡Nos quedamos sin protagonista!, cosa inaudita (aunque ese arranque de la película ya nos debería haber dado pistas, ¿es esto un castigo moralizante para Marion?) Por fuerza abrimos el punto de vista de nuevo, pero jamás podemos hacerlo del todo, porque eso revelaría el secretillo de Norman. Ahora hay que limitar el punto de vista a una parte de Norman…
No he leído la novela de Robert Bloch, en la que se basa la peli. Sería interesante sin duda ver qué opción empleó el autor. Imagino que tercera con punto de vista cambiante.
Como decía antes, el otro ejemplo que me viene es de La ventana indiscreta . Otra peli de voyeurs. Comienza con una tercera persona (literariamente hablando), una visión externa del vecindario y sus personajes, y uno de ellos, el intrépido fotógrafo L.B. Jeffries (James Stewart), se ha roto una pierna… Por cierto, qué buena manera de mostrar esto sin palabras (recorremos las fotos arriesgadas y dinámicas de Jeff por la casa y acabamos con un plano de él en la silla de ruedas). Vale, pero hay un movimiento interesante. En un momento dado, Jeff duerme en su silla y de pronto despierta para ver que Lisa, su novia ha llegado al apartamento. Ella se acerca y esto lo vemos en un plano subjetivo lleno de seducción. En ese momento, el punto de vista cambia y será la mirada de Jeff la que domine toda la película. Su punto de vista, inmovilizado y estratégicamente localizado. Genial, ¿no?
La Ventana indiscreta se basa en un relato homónimo de Cornell Woolrich, publicado en 1942 y narrado en primera persona que arranca así:
No sabía sus nombres. Jamás oí sus voces. A decir verdad, no los conocía siquiera de vista, puesto que con la distancia que nos separaba me era imposible distinguir sus facciones de un modo preciso. Y, sin embargo hubiese podido establecer un horario exacto de sus idas y venidas, registrar sus actividades al día y repetir cualquiera de sus hábitos. Me refiero a los inquilinos que veía en torno al patio.
Una buena opción para mantenernos «en la piel» del personaje principal.
Un caso extremo en esto de llevar la primera persona al cine es el de la peli La dama del lago (Lady in the lake, 1946), que adapta la novela de R. Chandler (por cierto, os la recomiendo). Aquí se emplea la cámara subjetiva para encarnar al personaje de Ph. Marlowe (interpretado por Robert Montgomery, que también dirige). Las novelas de misterio funcionan muy bien con la narración en primera persona, porque mientras leemos adoptamos el punto de vista del investigador y vamos progresando con él/ella en el descubrimiento de la trama y la información que se nos va revelando. Además, las historias de Chandler tienen un sabor muy especial gracias a la voz de Marlowe, tan sagaz e irónica. Es curiosa la peli de R. Montgomery, pero ha quedado como algo experimental. Sostener un punto de vista subjetivo durante toda la película es un tanto fatigoso y artificial, además de técnicamente complejo. Y al final, volvemos a lo mismo, rompe la ilusión de estar mirando por una ventana abierta al mundo.
Toda historia se cuenta desde un lugar, despliega una mirada y ofrece una versión determinada de lo que llamamos realidad (aunque esta sea ficticia).
Contar una historia es elegir y descartar, mostrar una parte y aspirar a dotar a ese fragmento de significado. Para eso, el escritor debe elegir cuál es el mejor punto de vista y se apoyará en la primera, segunda (más raramente) o tercera persona para narrar. Además, limitará lo que se cuenta a la perspectiva de un personaje o tal vez, por el contrario, disfrutará de la omnisciencia y se meterá en la cabeza de cada personaje, saltando de uno a otro, componiendo una sinfonía de voces.
En el cine esto también pasa, en varios niveles. Podemos tener una misma historia contada por varios personajes que van ofreciendo su versión (es decir, su punto de vista), por ejemplo en Ciudadano Kane (1941) o Rashomon (1950). Pero también tenemos la cámara y su posicionamiento en la historia que podría equivaler al narrador en literatura. Normalmente nos fijamos menos en ello. En parte porque el cine que más consumimos es heredero de lo que Noël Burch llamó Modo de Representación Institucional y una de las bases de este cine es que la pantalla se convierte en una ventana abierta al mundo. Según esto (que no en vano nació con el naturalismo de la burguesía y su empeño en representar la realidad) nosotr@s asistimos a la realidad desplegándose ante nuestros ojos. Y cuanto menos conscientes seamos de la presencia de la cámara (y de que se nos cuenta una historia), mejor. El efecto es tan «natural» que muchos espectadores ni se fijan, pero cada posicionamiento de la cámara es un punto de vista y la objetividad del objetivo no existe. A lo largo de la historia del cine ha habido también voluntad de aproximarse con menos intervención a lo narrado, huyendo de la complacencia del supuesto cine estándar (y comercial), abriendo la lente también a lo marginal, por ejemplo en el neorrealismo, en el cinéma verité o en el free cinema, pero incluso esto comporta un cierto sesgo y es que la neutralidad es imposible por la propia esencia de la realidad (inaprensible).
Pero, a propósito del punto de vista, me han venido a la cabeza dos pelis de Hitchcock. Una es de Psicosis (Psycho, 1960) y la otra La ventana indiscreta (Rear Window, 1954).
En Psicosis empezamos con algo muy propio de Hitch: pasar de lo general a lo particular. Así sobrevolamos Phoenix y la cámara se va acercando a los edificios hasta que entra por la ventana de uno de ellos y nos presenta (de manera muy voyeur, uno de los temas recurrentes del film) a Marion y Sam que acaban de tener un encuentro amoroso clandestino, pues él está casado. Esto en narrativa podría ser como una tercera persona omnisciente que enseguida adopta el punto de vista limitado de la protagonista, Marion (Janet Leigh). Entonces vemos cómo ella se va a trabajar, cómo en el trabajo le encargan ingresar una suma muy alta de dinero y cómo decide robar ese dinero y escapar sin un plan muy definido. Así, como espectadores creemos que este es el punto de vista que se va a respetar y nos implicamos totalmente en el destino de Marion y cuál es nuestra sorpresa cuando, en el motel Bates, Marion es atacada en la ducha. Adiós al privilegio para el personaje que da en narrativa el punto de vista limitado. ¡Nos quedamos sin protagonista!, cosa inaudita (aunque ese arranque de la película ya nos debería haber dado pistas, ¿es esto un castigo moralizante para Marion?) Por fuerza abrimos el punto de vista de nuevo, pero jamás podemos hacerlo del todo, porque eso revelaría el secretillo de Norman. Ahora hay que limitar el punto de vista a una parte de Norman…
No he leído la novela de Robert Bloch, en la que se basa la peli. Sería interesante sin duda ver qué opción empleó el autor. Imagino que tercera con punto de vista cambiante.
Como decía antes, el otro ejemplo que me viene es de La ventana indiscreta . Otra peli de voyeurs. Comienza con una tercera persona (literariamente hablando), una visión externa del vecindario y sus personajes, y uno de ellos, el intrépido fotógrafo L.B. Jeffries (James Stewart), se ha roto una pierna… Por cierto, qué buena manera de mostrar esto sin palabras (recorremos las fotos arriesgadas y dinámicas de Jeff por la casa y acabamos con un plano de él en la silla de ruedas). Vale, pero hay un movimiento interesante. En un momento dado, Jeff duerme en su silla y de pronto despierta para ver que Lisa, su novia ha llegado al apartamento. Ella se acerca y esto lo vemos en un plano subjetivo lleno de seducción. En ese momento, el punto de vista cambia y será la mirada de Jeff la que domine toda la película. Su punto de vista, inmovilizado y estratégicamente localizado. Genial, ¿no?
La Ventana indiscreta se basa en un relato homónimo de Cornell Woolrich, publicado en 1942 y narrado en primera persona que arranca así:
No sabía sus nombres. Jamás oí sus voces. A decir verdad, no los conocía siquiera de vista, puesto que con la distancia que nos separaba me era imposible distinguir sus facciones de un modo preciso. Y, sin embargo hubiese podido establecer un horario exacto de sus idas y venidas, registrar sus actividades al día y repetir cualquiera de sus hábitos. Me refiero a los inquilinos que veía en torno al patio.
Una buena opción para mantenernos «en la piel» del personaje principal.
Un caso extremo en esto de llevar la primera persona al cine es el de la peli La dama del lago (Lady in the lake, 1946), que adapta la novela de R. Chandler (por cierto, os la recomiendo). Aquí se emplea la cámara subjetiva para encarnar al personaje de Ph. Marlowe (interpretado por Robert Montgomery, que también dirige). Las novelas de misterio funcionan muy bien con la narración en primera persona, porque mientras leemos adoptamos el punto de vista del investigador y vamos progresando con él/ella en el descubrimiento de la trama y la información que se nos va revelando. Además, las historias de Chandler tienen un sabor muy especial gracias a la voz de Marlowe, tan sagaz e irónica. Es curiosa la peli de R. Montgomery, pero ha quedado como algo experimental. Sostener un punto de vista subjetivo durante toda la película es un tanto fatigoso y artificial, además de técnicamente complejo. Y al final, volvemos a lo mismo, rompe la ilusión de estar mirando por una ventana abierta al mundo.