Emplear el material de los sueños

Hay muchas maneras de alimentar la musa de la creatividad y también es creativo el mismo hecho de pensar en maneras novedosas de hacerlo. Cada un@ tiene la llave de sus preferencias, pero siempre viene bien explorar y no conformarse con lo obvio (a menos que lo obvio sea tu material).

Una de mis maneras favoritas son los sueños.

Misterio imprevisible

Los sueños me interesan porque son bastante fascinantes, algo fuera de nuestro control pero muy alimentado de nuestras fijaciones, preocupaciones o deseos. Una producción sorprendente de contenido inédito servido cada noche. Toda serie de géneros se nos presentan: thriller, comedia, terror, erótico… una nunca sabe qué se va a proyectar, y a veces, en programa doble.

Además, los sueños permiten trabajar en diferentes niveles. Son muy interesantes para practicar la escritura porque exigen un trabajo muy preciso de resignificación y de narración. No es nada fácil lograr la traducción de esas piezas inconexas y convertirlas en un relato que tenga sentido.

Pero no debemos intentar reproducir exactamente un sueño, el mero intento lo desvirtúa todo. No hace falta ser fiel cien por cien al contenido de lo soñado, entre otras cosas, porque es difícil. Se trata de un material muy escurridizo y volátil. Muchas veces es la atmósfera o la sensación que ha dejado en ti lo que debes atesorar. Lo interesante es buscar la chispa y empezar a reconocer cuándo esa chispa es la señal de algo con potencial. Y, entonces, claro está, seguirlo….

Otro aspecto destacado es que los sueños son muy visuales y nos regalan imágenes audaces, incoherentes en ocasiones, casi siempre sugerentes. Además, por supuesto, está el lado simbólico, porque esas imágenes representan otra cosa. Manejarse bien en este terreno es una de las mejores cosas para un creador.

Todas las anteriores son buenas razones para empezar a prestar más atención a esta parte de nuestra vida. Pero, por si no os he convencido, os voy a contar una historia real.

Un caso sorprendente

En marzo, al principio del confinamiento, en aquellos días de confusión y desconcierto yo contaba con el aliciente de poder saludar a mi vecina desde el otro lado de la tapia que nos separa. María es una gran escritora y alguien con quien siempre me gusta hablar.
Ese mediodía en concreto me dijo que había tenido una pesadilla muy inquietante. «¿Ah sí?, cuéntame», le pedí. Me advirtió que no era muy agradable, pero eso no me iba a asustar, así que procedió. Lo que ella recordaba es que estaba ante un perro negro. Era un perro humanizado, como una de esas imágenes de Anubis. El caso es que al parecer, este perro era su sirviente. Pues bien, en un momento dado, el perro se agarraba la cara y se arrancaba toda la piel y se convertía en una masa sanguinolenta ante su total espanto…
Vaya, vaya ¿qué querría decir ese sueño, qué lo habría disparado? Desde luego, no era nada raro tener pesadillas esos días. Estuvimos charlando de todo eso y le sugerí que podía emplearlo (incluso explorarlo) en algún relato. “No, no”, me dijo. “Me resulta demasiado perturbador”. Y así lo dejamos.

Al DÍA SIGUIENTE, por casualidad, leí La debutante, un relato escrito por Leonora Carrington en 1937, cuando era una chica de 18 años y que podéis leer aquí.

Dicho esto, ahora mismo voy a hacer un spoiler contando el cuento para que esta historia se entienda…
El caso es que La debutante es la historia de una jovencita que va a ser presentada en sociedad en un baile y tiene amistad con una hiena del zoo. La chica se queja de lo aburrido del evento y la hiena -hastiada de su vida- le propone que irá en su lugar. Llegado el día, ambas se dan cuenta de que la maloliente hiena, aunque se disfrace, sigue siendo hiena. Así que el animal sugiere arrancarle la cara a la criada de la chica -después de comérsela claro- para ponérsela como una careta. Así lo hacen. La hiena disfrazada y con la cara de la criada, se va al baile y la chica a dormir.
Al día siguiente la madre de la chica, enfurecida, irrumpe en la habitación de su hija para pedirle explicaciones por lo ocurrido: “Acabábamos de sentarnos a la mesa –dijo–, cuando el ser ese que ha ocupado tu sito se ha levantado gritando: “Conque mi olor es un poco fuerte, ¿eh? Pues no como pasteles.” A continuación se ha arrancado la cara y se la ha comido. Después ha dado un gran salto y ha desaparecido por la ventana”.

Bueno, impactante, no? Pero lo que me interesa de esto es que en este cuento están presentes todos los elementos del sueño de mi amiga:

  • Una especie de perro, esta vez es una hiena.
  • Arrancarse la piel.
  • Un sirviente/criada (que por cierto, en el relato se llama Mary!).

Mismo material, diferentes resultados

Con estos símbolos, poderosos y visuales, L. Carrignton compone un perturbador y eficaz relato con dosis de rebeldía juvenil y crítica social. Carrignton era poeta escritora y pintora, integrante del surrealismo, así que lo visual estaba muy desarrollado en ella.
Dicen que este cuento lo imaginó hastiada de los compromisos sociales a los que tenía que asistir en Londres. Varios estímulos en contacto con su único e irrepetible mundo personal (y sus imágenes y sensaciones asociadas), dieron lugar a La debutante.

Con toda seguridad, y con elementos similares, María no habría llegado a la misma historia… pero la imagen en su cabeza se podría haber fundido con otros aspectos de su vida para acabar componiendo una historia singular. En ella, supongo, habría incluido la repulsión y el horror y tal vez el miedo que sentía en la primera semana de confinamiento aunque no hablara directamente de ello… No lo sabemos.

Cada sueño es una potencial historia (o un aspecto -pequeño o grande- de una potencial historia), así que vale la pena prestar mucha atención. Al fin y al cabo, toda creación empezó siendo material en bruto, como el barro, esperando que alguien le diera forma.

¿Sueñan los androides con Philip K. Dick?

El otro día soñé que alguien me revelaba que este mundo era el infierno, solo que no lo sabíamos.  No que era una especie de infierno, no, no. Era el infierno, literalmente. Así que el temido averno no era un lugar fantástico (o imaginado), lejano y subterráneo. No, era nuestro mundo, una especie de lugar/dimensión al que cada uno habíamos ido a parar por méritos propios y que tenía apariencia de realidad (y que además contenía la idea de Infierno y Paraíso como algo distante). ¡¡¡¡Y no teníamos ni idea!!!

Pensé que, aunque yo me considero una buena ciudadana, seguramente habría hecho algo muuuuuy malo en otra vida si a la postre era una de las habitantes del mundo-infierno. Y lo peor, lo que más me chocaba, era no haber sospechado nada de todo eso.

Cuando me desperté me dije que este era un sueño muy estilo Philip K. Dick. Y llevo unos días preguntándome qué pensaría él de todo lo que estamos viviendo en estos tiempos en general y de este sueño en particular. 

Alguien sensato me diría que el sueño refleja la tensión de nuestro momento actual (que yo vivo como un infierno). En cambio, él podría haber dicho (y argumentado) que el Espíritu Santo me había mandado un mensaje y que el tiempo, una de sus grandes obsesiones, se despliega de modo diferente al que pensamos.  Y que la realidad no es lo que parece. Y a veces hay fisuras que nos dejan entrever esto, en sueños, por ejemplo. 

Tengo mucho respeto por la obra y figura de P. K. Dick. Siempre me ha parecido una mente asombrosa y jamás lo ridiculizaré ni lo llamaré loco. Porque, aunque a veces es complicado aceptar algunas de sus teorías, él hacía filosofía (ingenua para el filósofo) pero muy profunda para el escritor medio. No necesitaba Internet, tenía la enciclopedia británica. Y una gran curiosidad. Si fuera amigo mío hablaríamos horas y horas sin parar y seguramente los dos seríamos tachados de paranoicos. A eso no le veo ningún problema.

Por ejemplo, PKD pensaba que tal vez había tantas realidades como subjetividades, así que quizá un esquizofrénico solo era alguien que vivía en otra realidad distinta a la nuestra. La falta de comunicación entre esa realidad suya y la nuestra (la incapacidad de explicarnos su realidad y por tanto la imposibilidad de entendernos), eso sería la enfermedad.

Han pasado casi 40 años desde que murió y el mundo cada vez se parece más a lo que él prefiguró en su obra de ficción. Es por eso por lo que cualquier adaptación, revisión y lectura de sus obras sigue teniendo tanto atractivo. Sueñan los androides con ovejas eléctricas, El hombre del castillo, Ubik…. Podemos rastrear la influencia que ha tenido en nuestra cultura y que va aumentando más y más con el tiempo. No habría Matrix sin Philip K. Dick. Y cuántas cosas no habría sin Matrix.

Una vez, en una conferencia en Francia, en 1977, dejó al personal a cuadros cuando dijo que él creía que vivimos en un mundo simulado por ordenador. A día de hoy, tal afirmación podría seguir pareciendo una locura, pero… menos que hace cuatro décadas.

¿Qué pensaría de Internet, de las pantallas, de la interacción virtual… en la que el ser humano se convierte casi en un signo, un avatar, una presencia diferida (que va perdiendo autenticidad)?, ¿qué pensaría de relacionarnos con interfaces, con algoritmos, con ceros y unos? Proyecciones a tope, relaciones entre etiquetas, no entre humanos. Todo eso ya está en su obra y también los recuerdos implantados, los hologramas, los lásers mortíferos, la inteligencia artificial y los hombres (y androides) que ignoran su naturaleza.

He dicho que PKD era un filósofo. Dos de las grandes preguntas de su obra son: ¿qué es la realidad? y ¿qué constituye al ser humano auténtico (qué es el hombre)? Por eso su obra resuena.

Una vez una estudiante le pidió una definición de la realidad en pocas palabras y él dijo: “La realidad es eso que, cuando dejas de creer en ella, no desaparece”.

Así que en él está siempre la idea y la contradicción entre un mundo cambiante, ilusorio y falso y una realidad por debajo de este mundo, inmutable y por tanto, real.

La verdadera realidad estaría debajo de la aparente realidad. Un concepto muy hinduísta, ¿no?

Por eso, para él, los mundos que se desmoronaban eran una oportunidad y el caos una brecha hacia el vislumbre de la realidad auténtica. Sus personajes afrontan las dificultades de vivir en un universo que se desmorona. En el desmoronamiento no acaba todo, sino que empieza la historia. Cuando todo se resquebraja, cuando caen los decorados, cuando las caretas del poder quedan al descubierto, ahí empieza individuo a tener una opción de ser un auténtico ser humano.

Philip K. Dick vivía muy cerca de Disneylandia y le maravillaba la idea de lo falso, tan evidente en los parques temáticos. Le preocupaba el control de las personas por el poder, la construcción de un mundo ficticio que pretende modelar nuestro pensamiento y nuestras percepciones. “Si ven el mundo como tú pensarán como tú”.

No es inocente lo de Disneylandia. Otra de sus ideas recurrentes es la de la falsificación, no solo de la realidad sino del propio ser humano. Si las noticias son falsas, la realidades son falsas. Y esas falsas realidades se venden a los humanos convirtiéndolos en falsificaciones de sí mismos.

Vamos, que habría flipado en esta época de Fake News y mundos que se desmoronan. En la visión de PKD, la realidad está en cuestión, pero también la identidad del hombre. No sabe quién es en realidad, se ha dejado hipnotizar por la ilusión. Y de repente, el orden se altera. Algo se mueve. No cuadra. Umheilich.

Para él, el hombre heroico no lleva a cabo grandes acciones ni acumula notoriedad, ni pasa a la historia para que le pongan su nombre a un estadio. En sus propias palabras, su mayor valor reside en “saber lo que no debe hacer, en decir “no” al tirano y con calma asumir las consecuencias de su resistencia”. 

Un antihéroe. El que se resiste con una silenciosa negativa (muy gandhiano también).

En este último mes a veces me visualizo como en una encrucijada: a la derecha, distopia, a la izquierda, utopía. Ya no es solo saber qué camino tomar, ¿creer en el Apocalipsis o en un futuro mejor?, ¿en el cielo o en el infierno? Pero si ambas opciones pertenecieran a una realidad aparente, ¿entonces qué? No imporataría tanto el camino como quien lo emprende. Ser auténticamente humano (no una falsificación de sí mismo) sería vital entonces.

Un hombre de lava

—Tengo que esperar a mi amiga—le dije al recepcionista del hotel.
No tardarías en bajar. Aparecías en cada punto del mundo que yo deseara explorar. Daba lo mismo Carrara o Abu Dabi, siempre era igual: yo creía que viajaba sola hasta que un conocido perfume te delataba. Después, aparecías por una esquina y fingías que eras una aparición, como si alguna fuerza te convocara a tu pesar. Bostezabas, me decías que estabas cansada, que te disgustaba tanto como a mí la situación, pero que me seguirías a todas partes.
El sentido de la obligación nos unía.
En el último momento, el empleado del hotel me dio un teléfono móvil. Era de prepago y tenía un número de emergencias grabado.
«Por si acaso», dijo.

Dejé el coche junto a un risco y caminamos hasta las canteras. No hablamos durante el camino. No hacía falta. La vieja costumbre de no soltarnos era bastante. ¿Cuánto duraba aquello? No recordaba mi vida sin ti, pero tuvo que haberla.
Nos asomamos al yacimiento, sin fijar los ojos en nada, como si viajáramos solas. El jefe nos explicó que aquellas rocas que teníamos delante eran de un mármol mucho más valioso que el ordinario. De hecho, la palabra exacta para definirlo no era mármol, pero dada nuestra ignorancia, era lo más aproximado para que entendiéramos lo que estaba fuera de nuestra comprensión.
Al parecer, habíamos llegado a tiempo para presenciar lo mejor. La dinamita ya estaba a punto. Una explosión provocó que algunos trabajadores salieran despedidos por el aire. Me dio tiempo a ver sus caras de resignación, mientras trataba de protegerme. Parecían muñecos, blandos, sin huesos, confiados en tener una buena caída. Siguieron varios estallidos más. Tú bostezabas «¿En serio he venido para esto?». «Tranquila», me dijo el jefe, como si quisiera apaciguar mi miedo, «aquí no usamos excavadoras. Y ellos están acostumbrados». Yo, sin embargo, no me acostumbraba a verte en todas partes. Tenía miedo de ti.
El jefe siguió hablándonos de la potencia de aquel mármol, muy poderoso, muy caro, absolutamente fuera de lo común. Para nosotras solo eran piedras muertas. Entonces algo sacudió el suelo. Una luz volvió la tierra transparente. Seguí con la mirada aquélla línea resplandeciente que serpenteaba como un latigazo bajo nuestros pies. «Es increíble», dije. El día se había cerrado de golpe, como si una nube nos envolviera. Pensé que el jefe había logrado de alguna manera que la naturaleza se apagara solo para destacar el efecto de su mármol. Ahora, aquello poderoso, liberado de su forma de piedra caliza, correteaba, hecho luz. De pronto se elevó, marcando, poco a poco, el perfil de un edificio abismado hacia el vacío. No podía dejar de mirar lo que acababa de aparecer ante mis ojos. ¿De dónde había salido ese edificio? Y no solo eso. Había una solitaria silueta en una de las terrazas, a punto de ser alcanzada por la luz, aún gozando de la penumbra. ¿Era posible? Tal vez solo era una sombra.
«Me gustaría vivir en aquel balcón», dijiste. «La corriente debe de ser buena en verano». Me pareció que la sombra cobraba vida en la distancia y se acodaba en el balcón, frente a nosotras. Me imaginé a un hombre tomando el desayuno allí, un acto cotidiano, envuelto en un batín, pero iluminado, traspasado por la luz. Un hombre de mármol. No, un hombre como una lámpara de sal.
Los pájaros empezaron a trinar en la oscuridad. No sé si era una señal de jolgorio o de peligro. Tal vez era el móvil de prepago pidiéndome que escapara. El jefe se secaba el sudor de la frente y tú seguías mirando al hombre imaginario del edificio luminoso, a punto de encenderse.  El calor me hizo pensar en el interior de un volcán. Eso es, me dije, he ahí un hombre hecho de lava. Deseé que nadie nunca pudiera atraparlo.