La sílaba justa

Dime qué te da miedo
Intuyes un espacio
al que no quieres darte
apagadas, las luces
te desnudan despacio

sin pedirte permiso
sobreviene una sombra
que azul la piel eriza
mientras tú serpenteas
deseando escaparte

Suelta, suelta ya suelta
la batalla abandona
¿qué podría pasarte?
el encuentro esperado
¿eso podrá matarte?

Asómate al vacío…
las palabras de fondo
no son las importantes
‘Yo’ será lo que digas
y con eso es bastante

Incluso quieta y muda
abierta, vulnerable
y sin garganta que hable
habrás dicho la sílaba
justa para salvarte

Reprogramación mental

Si hubiese sido autocrítica, tal vez habría intuido que, de un un deseo tan bajo, no podía surgir nada bueno, pero el aburrimiento sin duda es un invento del diablo.

Era una abstracción un poco indescifrable, pero no por ello físicamente menos certera: se moría del asco en la oficina. Ya había repasado el calendario de días festivos, había ordenado su mesa tres veces y comprado varios snacks en la máquina. Telefoneó a su madre, a su marido, a tres de sus amigas… Pero es que aquello también le pasaba en casa. Se sentía de vuelta de todo. Y en esas circunstancias, minimizando la hoja de excel y abriendo el navegador, llegó esa oferta, desplegándose por sorpresa junto a la barra lateral: “¿Cansada de todo? Renueva tus pensamientos por 35 euros”. Qué barato. La renovación era algo que creía imposible. El sentimiento predominante en su vida era el de repetición.
Algo se encendió en su cerebro. Estos publicistas saben tocar siempre la tecla apropiada, se dijo. Benditos sean.
Compró su “renovación” con un click, prometiendo una valoración en cuanto probara el producto. Después se dedicó a otra cosa. La rutinaria experiencia de la oficina se veía iluminada por una esperanza comercializada en Amazon. Brillante.

El paquete llegó un martes por la mañana, cuando ya ni se acordaba. La avisaron desde recepción: ¿Serían los zapatos, el vestido de verano, aquel aparato para recoger las migas de la mesa o la funda color arena para su móvil? Pero no, aquella cajita diminuta contenía las pastillas de la renovación mental.
Se rió de su impulsividad, pero aún le hacía gracia el producto. Vibrando ante la nueva adquisición, saboreando la satisfacción previa al deseo satisfecho, no quiso ni leer las instrucciones. Se tomó dos de aquellas pildoritas, dulces como un caramelo de esos que compras en el cine. Tomó un par más y guardó el bote en el cajón.

“Escucha, Alba, no me importa lo que te dije, resulta que ya no quiero esa cartera. Sí, ya sé que te la encargué y que la traes a propósito, pero no, lo siento. Ah, y tampoco pienso ir a tu fiesta”.
Solo cuando hubo colgado se sorprendió de aquella actitud. Era la primera vez que cambiaba de opinión en una compra y que rechazaba una invitación social. De hecho, siempre había presumido de tener las cosas muy claras. ¿Era posible que la pastillas…? Tras el pánico inicial comprendió que aquel era un muy buen producto. Con el dinero que se ahorraba con esa cartera que no necesitaba podría salir a cenar a uno de esos restaurantes de TripAdvisor que siempre se quedaba con ganas de probar. En cuanto a la decepción de su amiga, no le dio importancia, un dañito colateral. Pero después, en el lavabo de señoras, padeció otro de esos incidentes. Discutió con una mujer por el turno para acceder al aseo. Perdió las formas, pero estaba convencida de que la presión de su vejiga la autorizaba a adelantarse a cualquiera, incluido el empujón y el desplante. Lejos de lo que había pensado, le sentó bien acalorarse con aquella extraña (¿de qué departamento sería?). De pronto cierto vigor había cosquilleado en ella. Entonces se dijo que eso también era efecto de las pastillas. Sí, habían renovado sus pensamientos y, como consecuencia, su comportamiento. La habían hecho más valiente y descarada, un poquito grosera, pero todo tolerable. O pisas o te pisan, ¿no?

Se movía con renovada confianza por la oficina. Porque ahora todo era diferente, cada situación, una oportunidad para ejercer su nuevo poder
Tenía una reunión a mediodía, una engorrosa cita que hubiera deseado anular, pero que no podía evitar. Su papel era meramente secundario y ahora, sin embargo, el emerger de una nueva persona, la excitante posibilidad de que la habitara otra cosa distinta a la conocida y aburrida versión de ella misma, la llenó de emoción. ¿Qué posibilidades traería aquello? Se cepilló el pelo vigorosamente, consciente de que cada gesto era ahora nuevo y entró en la sala de reuniones silbando. Todo lo que nunca antes había siquiera rozado la superficie de su conciencia, se desbordó. Y no lo hizo de manera diplomática. Se permitió dejar al descubierto delante de la cliente todos los defectos del producto que estaba a punto de comprar y -peor aún- las artimañas de la empresa, aquellos truquitos que se consideraban necesarios, aquellas mentiras piadosas que suponían un sobrecoste y engrosaban los salarios del cuadro superior, pero solo ayudaban a que las auxiliares cobraran dos euros más sobre el sueldo mínimo. Lo dejó todo bien clarito ante la joven emprendedora que estaba a punto de subscribir un contrato abusivo. Solo pudo sonreír con profunda satisfacción cuando se la llevaron de la sala, directamente hasta la puerta del despacho de la nueva jefa de Recursos Humanos.
¿Y qué podía hacer una en un despacho sino despacharse y bien a gusto? Con esa idea entró en el despacho y… oh, oh… ahí estaba la
  mujer del incidente de los lavabos, sentada ante la mesa, atravesándola con la mirada. Bueno, no era momento para detenerse. En lugar de disculparse, le dejó claro lo que pensaba de todos y cada uno de los dirigentes de la organización. La jefa de recursos no dijo ni una sola palabra. Tecleó con diligencia y ladeó la cabeza mientras la impresora escupía un papel tras otro. Entonces habló. Fue solo cuando escuchó: “despido procedente sin indeminización” cuando las pastillas dejaron de funcionar. El efecto cesó de golpe. El sudor frío se deslizó por su frente y todo pareció llevarla de vuelta a los viejos y conservadores patrones. Volvió a ser la timorata empleada que siempre se encargaba de recoger el dinero para la lotería de Navidad. La que prestaba la grapadora y regaba un cactus anti malas vibraciones. La que desayunaba bífidus con semillas de chía.
Pidió un momento para tomar aire y prometió que podía explicar lo sucedido. Había sido víctima de una reprogramación mental, totalmente ajena a su voluntad. Es decir, sí, había comprado el producto voluntariamente, quería un cambio de aires, pero no previó las consecuencias. Podía considerarse un caso de enajenación mental transitoria. Y podía demostrarlo. Cuando sugirió que tal vez podían obtener beneficios con una denuncia y la consiguiente indemnización, la jefa de recursos comenzó a interesarse. Cualquiera podía intoxicarse, consideró. Aceptó que le trajera el bote de las pastillas y comenzó a perfilar una lista de todos los daños morales y materiales que se derivaban de aquel incidente.

Aliviada pero aún al borde del desmayo, se dirigió a su mesa y en el cajón buscó las malditas pastillas. Treinta y cinco euros, a saber qué droga le habían dado. Desde luego, el unicornio feliz de la cajita de las pastillas era muy infantil para tan letal producto, pero ya se sabía que la modernidad era así, naive. Entonces sacó el prospecto. Las manos le temblaron mientras daba vueltas a la hojita. Más unicornios, corazoncitos. “Disfruta de tus golosinas y siente que cambias tu mente”. Las rodillas le fallaron y todo se nubló. Había comprado unos caramelos de Mr Wonderful.