Uf, la magia de la ficción

Te voy a contar un cuento….

Esto era una pareja que estaba sumida en la más completa monotonía. Era un tarde de verano y a él le daba pereza hasta abrir la boca para comer un pedazo de tarta. Uf, decía de vez en cuando. Levantar la mano para espantar las moscas estivales era toda una proeza, así que imagina lo de masticar…

Aguantar a su mujer no era tarea más fácil. ¡Dios, qué tedio de mujer! Y la cosa era mutua, porque ella se sentía igual. Sin ganas de hablar, pero demasiado pesada como para escapar. El calor no ayudaba, claro. Todo era pegajoso y respirar era un esfuerzo. Los pensamientos se derretían en sus cabezas, sin formar nada claro.

Tomaban el café en la tetera porque se les había roto la cafetera y qué pereza buscar otra de remplazo…. Total, qué más daba.

Cuando no estaban ocupados tragando tarta y bebiendo café, permanecían callados. Bueno, él habló una vez. Le gritó a ella que, por favor (porque era un hombre educado), dejara de hacer ruido con la cucharita. Todo era muy irritante con el calor. La conversación ni les estimulaba ni les era posible… qué desgaste… Así que jugaron a las cartas. Sí, sí, las cartas, porque esto era en un tiempo en el que la gente no disponía de teléfonos inteligentes ni de Wifi con el que escapar de su aburrimiento o de su pareja…. Jugar a las cartas era lo mejor para matar el tiempo. Y después de eso, ya de noche, con la hiedra sifilítica y medio muerta del salón como testigo, se pusieron a ver la tele. Lo que fuera, porque en aquellos tiempos tampoco podías escoger mucho. De todo modos, qué cansancio escoger.

Así que, viendo la tele, los dos se quedaron dormidos en su pisito pequeño y sofocante.

Y entonces… ¡Ay, entonces! Sobre las doce de la noche, mientras los dos dormían… entraron por la ventana palomas rosadas, gallos negros de cañamiel, ciervos dorados, gaviotas de lapislázuli, hiedras multicolores, jirafas de heliotropo muy risueñas..

Los animales y las plantas se quedaron por allí toda la noche desplegando sus maravillas hasta el amanecer, pero cuando la pareja abrió los ojos ya no estaban, ni había ningún rastro de ellos. Entonces -ya cansado nada más empezar un nuevo día-, el hombre volvió a suspirar, Uf!!!!!!

***

Te he contado con mis propias palabras un relato genial y muy breve de Quim Monzó, que dio nombre también a su libro Uf, dijo él (1978). Mi primera intención era remitirte al cuento directamente, pero como era difícil de encontrar y por no transcribir, he preferido ejercer el arte de cuentista, contando la historia con libertad pero siendo fiel a su argumento.

En todo caso, lo que me gusta de esta historia y la razón por la que quería hablar de ella es que, aunque hayan pasado ya cuatro décadas, lo que cuenta sigue siendo muy impactante. Y es que «Uf, dijo él» retrata muy bien la monotonía y la desidia en la pareja. Pero no solo eso. Creo que se puede ampliar un poco el significado para ver cómo, independientemente de nuestro estado civil, vivimos a veces dormidos, encerrados en nuestros mundos particulares, repetitivos y mecánicos. Y de ese modo estamos cegados a la magia de la vida.

La preciosa y efímera irrupción que se da en este cuento de la maravilla y la belleza pasa totalmente inadvertida a los personajes. Ellos ni siquiera sospechan qué sucede cuando cierran los ojos. Pero nosotros como lectores, o al escuchar el cuento, sí lo sabemos.

Para mí la ficción debería aspirar a algo más que entretener (y entretener está muy bien, eh?). Ya tenemos muchas distracciones y muy bien elaboradas. Creo que debería aspirar a iluminar nuestra experiencia, a hacernos conscientes por ejemplo de estas cosas, que no suceden solo a las parejas aburridas… sino que forman parte del apasionante desafío de ser humano. Porque la tecnología no nos puede ayudar en eso. ¿Verdad que una suscripción a HBO no ayudaría en nada a estos dos personajes?

Decía antes que a menudo estamos ciegos a la magia de la vida. Y eso me recuerda a otro estupendo relato: «Catedral», de Raymond Carver, que precisamente tiene este asunto en su centro. Me lo guardo para la próxima ocasión. ¡Y no por pereza!

Todos estos años juntas

Yo le digo que el buen café tiene un color oscuro con zarpazos atigrados que vuelve ilusionantes las mañanas, pero ella se empeña en reducirlo a un brebaje pardusco. Añade leche, no en función de mi gusto -que conoce perfectamente-, sino hasta obtener un líquido de un desalentador marrón que me ofrece siempre helado. El truco, como siempre, es beberlo deprisa.

Nada es fácil cuando tiene un mal día. Me pregunto si lo que la mueve es maldad o desidia y el no saberlo me sobrecoge. ¿Me odia o no sabe ser de otra manera? Por ejemplo, ha conseguido que aborrezca mi plato favorito porque me lo presenta como un deprimente regalo ante la visión del cual no sé si dar las gracias o llorar. En el desgastado plato, sobre la comida, algunos puntitos negros, lo justo para que yo dude a cada bocado. Pimienta no es… ¿Se trata de la traza de algo inofensivo o acaso son insectos? Esa idea es suficiente para perturbar mi digestión.

El perro flaco que vive en la casa me suplica con la mirada que le atienda yo y después, con los agradecidos cabezazos de su huesudo cráneo, me deja claro que él haría lo mismo por mí si pudiera. Pero es inútil porque, a diferencia del perro, yo no puedo escapar.

En el tendedero, la ropa parece pedir auxilio, y no solo porque ella cuelga las camisas del cuello, o los pantalones de los camales, como si exhibiera prisioneros, sino porque deja allí las sábanas por días. Las vecinas me escriben “¿Te has ido de viaje?”. Tal es el abandono que proyecta mi casa en sus manos…

Y todo, absolutamente todo, sigue ese malévolo criterio de la desgana y la urgencia. Como eso de obligarme a comer la fruta a grandes bocados para impedirme saborearla. Y si me pregunta después: ¿está maduro ese melocotón, tirante o en su punto?, aún de pie junto al cubo de la basura, donde me obliga a engullirlo, yo no sé qué responder. Y eso parece gustarle. Y más se alegra el día que consigue hacerme vomitar.

Deshace la cama y la mantiene así hasta el anochecer y luego me reprocha que duerme en un agujero. Le complace el caos de nuestro dormitorio y he acabado por resignarme al revoltijo y la penumbra. No me permite usar los armarios y solo se usa la plancha cuando está de muy mal humor. En esas ocasiones, concentrada y taciturna sobre la tabla, parece entablar un diálogo secreto con los chistidos secos del vapor y me provoca una extraña nostalgia no hablar su idioma.

Todo esto pasa inadvertido a la gente. Sucede siempre en nuestra intimidad.

Porque nunca me deja sola… Ni cuando trabajo, ni cuando descanso o trato de relajarme. Si en las noches vemos alguna película, se identifica con los peores personajes, solo para asustarme. Tiene debilidad por los fracasados y no me deja seguir el hilo argumental. Sus comentarios mordaces eclipsan la diversión y, si quedan cinco minutos para el final de una emisión y yo muestro interés en conocer el final, me apaga la tele con un rotundo “se acabó por hoy”.

Tampoco es fácil refugiarse en la lectura. Sabedora de que las necesito, se ocupa de mantener mis gafas siempre fuera de mi alcance, aunque esto me obligue a acurrucar mis ojos… “Esfuérzate un poco más”, dice, atenuando la luz.

Por supuesto, no aprueba mi aspecto y no pierde ocasión para comentarlo. Y eso que es evidente que nos parecemos. A pesar de eso, suele hacer comparaciones muy desafortunadas entre mi persona y las cucarachas. Y me deja La metamorfosis de Kafka en un lugar destacado del salón, solo para mortificarme.

A veces me obliga a caminar kilómetros para ir a comprarle chicles. Me envía al supermercado más lejano en las horas de mayor calor y cuando regreso, muerta de sed, me esconde el agua y se encoge de hombros.
Interrumpe mi sueño por las noches y me obliga a madrugar cuando no es preciso, con cualquier pretexto. Aunque escuchamos el mar desde casa, no me deja pisar la playa. ¿Acaso te lo mereces? es su respuesta habitual cuando suplico que vayamos a algún lado.

Si, cansada de sus gestos, le exijo que me valore y me cuide, se ríe. Especialmente si reclamo respeto. Entonces se pone seria y dice con un tono algo triste y muy familiar: “Eso no te lo crees ni tú”. A veces me parece que pronunciamos al unísono esa frase. Y la sigo escuchando mucho tiempo después de dicha, una y otra vez, en diferentes tonos, desde el más grave al más agudo, hasta que se hace indistinguible de los aullidos del perro.

La nuestra es una intolerable convivencia: ácida, amarga y fría como ese café que no soporto pero sigo bebiendo cada mañana. Lo sé: podría acabar con todo esto y evitarme una úlcera. Podría abrir las ventanas y mostarle la salida.
Podría echarla de nuestra casa, olvidar todos estos años juntas y sacarla de mi interior.

La cita

Estaba preparado para todas las preguntas que aquella mujer pudiera hacerle…

Estaba preparado para todas sus preguntas. ¿Qué edad tienes?, ¿en qué trabajas?, ¿qué música te gusta?, ¿quieres tener hijos?, ¿te gustan los perros?, ¿vas al gimnasio?, ¿qué buscas en una mujer?

Además del corte de pelo y la ropa, todas mis respuestas habían sido ensayadas frente a la cámara del móvil: una escrupulosa preparación para parecer espontáneo sin perder de vista las expresiones que más me favorecen: la sonrisa apenas insinuada; el guiño del ojo izquierdo (que emplearía hasta en tres ocasiones), el jugueteo con la esfera del reloj y un carraspeo lleno de interés antes de dar alguna respuesta que ella pareciera anhelar.

Llegado el momento, no me pareció de las que plantean preguntas difíciles. No creo que se ofendiera si la califico de vulgar. Al contrario, debía de ser bien consciente de esta característica personal tan evidente, como el que es corto de estatura.

Era una entre tantas, indistinta, con un peinado que le hacía un flaco favor y demostraba su gusto convencional y provinciano. Una mirada tonta, una figura poco trabajada, una madurez poco prometedora. Y una fastidiosa manera de acabar las frases con un “¿me entiendes?”

Estuve calculando qué parte de atractivo quedaría si restábamos todo lo que tenía en contra. Decidí que el justo para aguantarla hasta el café. Trataba de imaginar si podría soportar su proximidad física en caso de desesperación. ¿Cuántas citas aguantaría cualquier hombre tan escaso crédito?

Sus anodinas preguntas fueron cayendo, previsibles, una tras otra. ¿Qué te gusta hacer los findes?, ¿sales mucho? ¿te gusta la playa? Refugié mi aburrimiento en el móvil varias veces: notificaciones, redes sociales, comentarios tontos que me interesaban más que ella.Cuando volví a prestarle atención, tal vez intrigado por su inesperado silencio, partió un trozo de pan y se lo metió en la boca. Masticaba con la boca abierta.
—¿Puedo hacerte otra pregunta?
—Adelante —dije fijándome en la camarera.
—¿Qué opinión tienes de ti mismo?
Sonreí, demasiado ampliamente, demasiado tiempo. ¿Qué clase de pregunta era aquella?
—Ah, pues yo…— agarré el tenedor como si fuera a ayudarme a arrancar—Lo que opino de mí mismo…

Ella siguió esperando, mirándome con insistencia. Era imperativo decir algo, cualquier cosa, pero todo se quebraba, cualquier intento de respuesta, en el momento en que intentaba proseguir… “Pues yo…” “Opino que yo…” No era capaz de contestar, porque ¿a quién exactamente iba dirigida esa odiosa pregunta? ¿Quién era el que opinaba? ¿Quién era ese que debía enjuiciar a ese otro que era yo mismo? ¿Cómo podía yo tener una opinión sobre mí mismo sin romperme en dos? ¿Cómo podía nadie enfrentado a esa cuestión evitar la fractura?

¿Acaso debía culminar mi escisión con el uso de la tercera persona?: “yo opino que X es bastante atractivo” ¿o debía decir con más propiedad: “Yo opino que yo soy bastante atractivo”?
Balbucí una especie de respuesta torpe que no llegué a completar mientras retiraba el sudor de mi frente. ¿Quién se creía aquella mujer que era para hacerme esa pregunta?, ¿qué pretendía demostrar?

Esperó otro poco. ¿Brillaba su mirada con diversión o eran imaginaciones mías?
Sorbió de su cerveza con limón, disfrutando de todo mi sufrimiento como si fuera la más deliciosa bebida.
—¿Y qué?, ¿llevas algún tatuaje? —dijo al fin.
Fue un alivio automático, casi humillante:
—Claro, tengo dos —y no pude evitar guiñar mi ojo izquierdo como un auténtico estúpido.

No renuncies a tu imaginación

¿Crees que la imaginación es un lujo?, ¿algo que- aunque quizá deseable- solo es útil para el poco útil trabajo del artista? ¿Preferirías ser cinco centímetros más alt@, que imaginativ@?

La imaginación es muy poderosa. El año milagroso de Einstein lo debemos a su uso de la imaginación desde la oficina de telégrafos y patentes. En su mente supo reunir las condiciones necesarias para dar ese salto mental-intuitivo tan inmenso que derivó en la teoría de la relatividad.

Pero aunque no seamos Einsteins, yo creo no deberíamos renunciar a la imaginación tan fácilmente ni relegarla a lo recreativo o fantasioso, sino considerarla vital. Tu derecho y el mío.

Tan cerca, tan lejos

Aquí donde lo vemos, este de la imaginación es un asunto que ha sido muy relevante para grandes pensadores del siglo XX: Wittgenstein, Heidegger, Gaston Bachelard, Henri Corbin, Simone Weil, Cornelius Castoriadis, Jean Paul Sartre, Gilles Deleuze… y por supuesto, Hannah Arendt. Para ella la imaginación era una facultad muy necesaria para la vida política.

Está totalmente fuera de mi alcance escribir sobre el concepto de imaginación en la obra de esta filósofa y teórica de la política, pero propongo realizar aquí un movimiento que puede parecer contradictorio: por una parte desbanalizar y darle un estatuto serio a la imaginación y por otra parte apoderarnos del concepto en la medida de nuestras posibilidades (aunque no seamos intelectuales). Tú eres tu propia autoridad en esta materia.

¿Cómo construir un mundo mejor si no eres capaz de imaginarlo?

A primera vista se me ocurre una manera en que la falta de imaginación nos puede perjudicar. Un orden económico mundial que lo vuelve todo uniforme requiere que nuestra imaginación esté bajo mínimos. Porque lo que nos da precisamente la imaginación es amplitud de miras y discernimiento. Nos ayuda a fortalecer nuestro juicio y nos hace más abiertos.

Aunque no quiero igualar imaginación con creación literaria, es un mal síntoma social cuando la ficción de una época es yerma, complaciente y tonta. Cuando la aldea global convierte todas las historias en clichés o cuando hay muchísima oferta pero poca originalidad.

Pero esto no es una conspiración (en principio). Aun con las mejores intenciones, para los creadores también es todo un reto salirse del circuito del que todos nos alimentamos y tratar de ver con ojos nuevos la realidad. Pero la imaginación nos tiene que ayudar a pensar otras (y nuevas) posibilidades.

La pereza no puede ganar la partida.

Para mí al imaginación se relaciona con la elección. Se ejercita eligiendo, descartando y decidiéndose por una posibilidad entre varias, incluso creando una donde no había ninguna. Así que, cuanta más capacidad de decidir perdemos (o cedemos), más se nos atrofia la imaginación -y viceversa.

Aquí se abre el abanico a todas las esferas de nuestra vida. Si podemos integrar puntos de vista diferentes, acoger perspectivas potenciales, si podemos imaginarlas, vamos a sentar las bases de una vida más empática y plural.

ver con nuevos ojos, imaginar posibilidades…

Estoy en la terraza de un bar, suena una música ambiental de éxitos en español de los años noventa. Antonio Flores, Maná, la primera Shakira…
Hay una mesa de gente joven detrás de mí. La dueña del bar se acerca a saludar y una chica le pide la playlist que está sonando. La dueña le dice: “Mira, no te la voy a dar porque la he hecho yo y es mía”. Sorprendentemente, logra decir esto de manera muy enrollada y la chica no se molesta por este ataque de posesividad, pero se decepciona visiblemente… ¿Y ahora qué? El verdecito es inapelable: se queda sin esa música tan chula…

Y yo me pregunto: ¿¿¿quién necesita que le den una playlist??? ¿no consiste eso precisamente en crear una lista de canciones que se guardan porque te gustan a ti? ¿Y no se desarrolla este gusto escuchando, descubriendo, decidiendo?

Entiendo que una parte del descubrimiento consiste en escuchar sugerencias de otras personas, compartirlas, etc., pero creo que aquella chica no estaba considerando la opción de elegir por sí misma. Y me pregunto por qué esta opción -la de elegir- no fue la primera que le vino a la cabeza. Supongo -y a nadie hay que culpar- que muchas veces nos vendemos por la comodidad y esta deviene a la larga en hábito…

Sí, admito que -salvo cuando es irritante- es cómodo que nos lo den todo hecho, sugerencia de vídeos, de series, de libros que te podrían gustar (según el análisis de tu perfil…), de personas con las que podrías tener una cita, y así de manera muy plácida y dócil nos acostumbramos a no elegir.

¿O elegimos no elegir?

He visto por ahí (Google considerará que lo necesito) un anuncio de una plataforma de ropa online que escoge para ti (y por ti) cinco prendas de vestir (seleccionadas según un análisis de tus gustos) y te las manda a casa… tú solo tienes que pagar. Vale, no hay que dramatizar, pero mi imaginación me hace vislumbrar que dentro de algunas generaciones tal vez se haya perdido por completo esa costumbre (esa habilidad) de decidir. ¿Y cómo seremos?

Que no cunda el pánico. Si nos déjaramos llevar por esta tendencia sin cuestionarla, el mundo no se pararía. Seguiríamos viendo anuncios personalizados, comprando productos sugeridos, siguiendo dietas recomendadas, escuchando noticias que nos van a interesar (u horrorizar), llevando una vida predecible y -oh, surprise- manipulable.

Salir de los círculos de siempre, de las conversaciones de siempre, del vocabulario de siempre (pocas palabras=poca imaginación), del paisaje, la opinión de siempre… imaginar otras posibilidades, cuestionar las tradiciones, las asunciones, todo eso es posible (y deseable) con imaginación.

Nadie lo puede ni debe hacer por ti

Por otro lado, para mí la imaginación se relaciona con la confianza propia y la independencia de criterio. Hay muchas personas que sabotean sus opciones creativas con el -poco cuestionado- eslogan: “Yo es que no tengo imaginación”. Y esto para mí es como decir “yo no sé caminar solo”. O “no sé hacerme una ensalada solo…”

El que imagina necesita confiar en su capacidad porque pone sus pies sobre el abismo (un abismo en el que finalmente, lejos de caer, acaba sobrevolando). El primer paso es incierto pero nace de una certeza: la de que algo irá surgiendo.

Por otro lado, la independencia de criterio se requiere porque, para imaginar, hay que transitar caminos solitarios, precisamente debido a que es una tarea creativa y personal (aunque se pueda abrir al colectivo).

Quien se acostumbra a no decidir también es candidat@ a ponerse en manos de otras personas (o instituciones, autoridades…) para que estas le digan cuál es su mundo soñado o qué debería imaginar. De este modo solo se pueden recorrer lugares ya explorados, lugares comunes. Quizá, en el mejor de los casos, lugares imprescindibles y necesarios, pero, desde luego, nunca lugares genuinos.

Dejo a la imaginación de cada un@ el escoger cómo podría poner más en práctica esta bendita cualidad.

Dijo Thoreau que, aunque suene lenta y remota, cada persona debería marchar al son de su propia música (y yo añado: y de su propia playlist!).