¿Cantidad de palabras o calidad de palabras?

La velocidad en el consumo de información nos empuja a producir contenido más deprisa. Las técnicas para aumentar el número de palabras escritas, no siempre implican un progreso en nuestra escritura.

El que no corre, vuela

Hoy en día, consumimos información a gran velocidad. Que el mundo ha cambiado es una evidencia. Lo sabemos, lo sentimos, lo disfrutamos y lo sufrimos.

El ritmo trepidante se traslada también a la rapidez con la que, como creadores, deberíamos crear el contenido. Nuevos posts, libros, tuits, stories de Instagram… Existe el imperativo de idear deprisa y sin respiro.

Hay un motivo, claro. Por un lado, permanecer al día y, por otro, mantener a nuestros seguidores atentos y motivados. De lo contrario, existe el riesgo de que mueran de inanición o, peor aún, se vayan a comer a otro lado.

Así las cosas, es difícil mantenerse al margen, a un ritmo más tranquilo y con el tiempo suficiente para, no solo digerir y procesar, sino preparar algo sustancial. Nos preguntamos si vale la pena crear con pausa y dedicación. Y no es una pregunta tonta. Lo más seguro es que aquello tan interesante y profundo que hemos escrito, quede sepultado en el alud imparable de las nuevas publicaciones. Así que, según el mandato social, es mejor ser continua y sostenidamente superficial que esporádicamente profundo.

Supongo que no hay reglas fijas y más vale atender a las sensaciones internas. Cada uno ha de encontrar el punto de cordura en el que se encuentra a gusto, estimulado y estimulante.

Conviértete en una máquina de producir palabras

En este sentido, es muy habitual encontrar métodos y libros dirigidos a escritores y a blogueros, que se enfocan en producir el máximo número de palabras posible al día (o a la hora).

La idea subyacente es que, cuantas más palabras escribes, más productivo, prolífico y competitivo eres. Con cada nuevo caracter que añades a tu casilla, estás ganándole la partida a tus pares y posicionándote mejor en tu campo.

Se da el pistoletazo de salida a una carrera imparable. ¡¡A correr!!

Así, vemos fórmulas que se podrán parecer a esta:

Se necesitan 1.000.000 palabras para conseguir la maestría en la escritura (ejem). Escribiendo 1000 palabras al día, lograrás tu objetivo en dos años y nueve meses. Pero, si escribes 5.000 palabras por día, serás un genio de la escritura en doscientos días, esto es, 6 meses y tres semanas. 

Otra regla de tres: escribiendo 2000 palabras al día, podrías escribir 14 libros de ficción al año. ¿Te imaginas cómo cambiará tu vida?

Cuestionando el mito de la cantidad

¿Pero, es eso cierto? Si escribo 1.000.000 de palabras, ¿me convertiré en Toni Morrison? ¿Si me comprometo a teclear 2000 palabras, nieve o truene, escribiré 14 libros de ficción este año?

Bueno, pues probablemente, no. Seguramente, no. Yo diría que rotundamente no. O no será a causa de la avalancha de palabras, sino por procesos de orden y discriminación que el método de la cantidad no proporciona por sí mismo.

Mejor escribir que no hacerlo, ¿no? Sí. Es cierto que acumularás experiencia, quizá desarrolles un hábito y aprendas mucho durante estas sesiones. La práctica hace al maestro, cierto.

Pero hay opciones de que, pasada la euforia inicial, ni siquiera prosigas tu vertiginosa competición contigo mismo. Es probable que te quemes en cuanto empieces a comprobar que solo escribes vaguedades o que comienzas a emplear adjetivos innecesarios solo por aumentar tu cuenta personal.

Además, entrar en la dinámica de la fiebre productiva, es un juego que nunca termina. Cuando consigas escribir 14 libros al año, no te sentirás feliz, o por un breve instante. Enseguida te marcarás el objetivo de escribir 27 el siguiente curso.

Lo que no hay que perder de vista

Yo puedo teclear (o dictar) sin parar durante una hora, pero eso no significa que lo producido tenga sentido, coherencia o belleza. 

Puedo acumular 730.000 palabras, pero eso no implica que se acomoden en 14 libros de ficción, en los que debería haber una trama, desarrollo, diseño de personajes, etc.

La productividad es un aspecto ambicionado y muy valorado por todos, quizá porque somos muy conscientes de todas las distracciones que nos acechan. Tal vez porque nos produce ansiedad tener la cabeza a mil, con tantos planes, tantos «deberías», tantos objetivos laborales y de desarrollo personal por cumplir. Y todo se convierte en una meta, una cifra, que quizá calme esa turbulencia pero que no la resuelve.

Personalmente, creo que se trata de una manera de aliviar nuestra inquietud interna y nuestra culpabilidad y de un intento de replicar y emular el propio ritmo acelerado que vemos en los demás y que nos contagia.

Escribir a lo loco no funciona

Si no hay conciencia de lo que hacemos, lo que hay es compulsión. Por mucho repetir un mantra no alcanzamos la iluminación; es preferible dedicarle 15 minutos con plena concentración y la mente totalmente enfocada.

Acumular letras sin sentido solo contribuye al ruido exterior. Decía Dorotea Brande: «La mente del hombre no es un contenedor que ser llenado, sino un fuego para ser encendido». Es decir, que el fin no ha de ser llenar todo de contenido, sino producir algo que estimule, encienda, interese o aporte.

De modo que sí, es deseable adquirir práctica y constancia y el número de palabras nos puede guiar y servir de registro claro en este sentido. Pero no debemos obsesionarnos con esto. Es preferible atender al progreso que hacemos, a lo que expresamos con nuestras palabras; a las ideas o experiencias a las que logramos dar forma. Y, ya de paso, a qué pretendemos exactamente con todo ello.

Escribir un libro al año

Decía Annie Dillard en su libro Vivir, escribir (1989):

De los cuatro mil quinientos millones de habitantes que tiene la tierra, tal vez sean veinte las personas capaces de escribir un libro en un año. También hay forzudos que levantan un coche en vilo. Hay gente que participa en carreras de trineos de una semana de duración, gente que se tira por las cataratas del Niágara dentro de un barril, o que pilota un avión a bordo del cual pasa por el Arco del Triunfo. Hay mujeres que paren sin dolor. Hay gente que devora coches. No hay vocación que tome por norma los extremos de la condición humana.  Escribir un libro, dedicándole todo el tiempo del día, es una tarea que dura entre dos y diez años.

Me pregunto si esto sigue siendo válido en 2019. Da un poco de risa atreverse a deducir que, en un mundo de siete mil millones de habitantes, puedan ser cuarenta las personas capaces de escribir un libro en un año. Por el contrario, ahora serán como mucho cuarenta en todo el planeta las que se tomen ese tiempo para escribir.

Sí, qué novedad, ya lo sabemos: el mundo se ha acelerado y la información multiplicado. No es culpa ni mérito de nadie. No es que antes los escritores estuvieran espesos o fueran un poquito vagos, es que el mundo gira más deprisa y la tecnología nos da las herramientas para producir más. ¿Por qué no aprovecharlas? Indudablemente las cosas son más fáciles ahora, pero también, sí… más difíciles. Basta con echar un vistazo alrededor. Las novedades desaparecen de las estanterías de las tiendas (virtuales o no) en semanas y quedan sepultadas por nuevas novedades  (clarificadora redundancia). En el catálogo de Amazon cada minuto que pasa -sin ventas- supone una palada de tierra sobre tu tumba de autor/a visible. Visto así, proporciona más consuelo pensar que se ha invertido poco tiempo en tan efímera obra.

La cosa no para ahí. Por todas partes hay prisa. Así lo expresan libros como: Escriba una novela en 90 días; Cómo escribir cinco mil palabras al día. O  Escribir deprisa: cómo escribir algo a la velocidad de la luz. O el fantástico NaNoWriMo (concurso para escribir una novela en un mes, que -una cosa no quita la otra- tiene a su favor el ser una plataforma motivadora y con una gran comunidad de seguidores).

Yo soy afortunada y no estoy sometida a presiones editoriales o de mercado, pero, aún así, una de las cosas que más me preguntan cuando cuento que he (auto)publicado un libro es: «¿Y ahora qué?, ¿para cuándo el próximo?»  No es que no agradezca el interés y el empuje (al contrario), pero, ¿qué hay de no convertirlo todo en fast-food?

Es esa misma prisa la que nos roba la calma también al leer. Y nos suben las pulsaciones con los retos de a ver quién lee más libros al año en Goodreads, o con las ideas para leer más en menos tiempo. O con esos resúmenes de obras clásicas  que ya nadie tiene paciencia de leer. «¿Una descripción que se alarga tres páginas?, anda ya!» La presión de rendimiento anula el placer y vamos de una historia a otra, incapaces de recordar si la protagonista tenía los ojos verdes o negros, mirando de reojo la pila de libros que espera en la mesita y tentados por la oferta de Kindle Unlimited (lee hasta que revientes por un módico precio al mes), que a mí me hace pensar en los paseos, plato en mano, por los buffets libres llenos de glutamato o los desafíos esos tan bizarros: ¿quién es capaz de comerse más huevos cocidos en 50 minutos?

Creo que ya todos intuimos a estas alturas que más oferta no es más libertad y que la paciencia como lector@s y autor@s puede brindarnos obras de más profundad y por consiguiente experiencias más sutiles.

Es cosa de todo@s.

¿Cómo apreciar un texto con prisa?, sus matices, su música, la inmersión  que propone en un mundo ajeno, la invitación a vivir otra vida. Vivirla, no mirarla por encima con el cronómetro en la mano. ¿Y qué hay de darse después de la lectura una pausa para asimilar e integrar lo leído? ¿Suena a quimera?

¿Y cómo escribir un texto con prisa, cómo dedicarle el tiempo necesario si rige la urgencia por cumplir con un marcador y la presión (o avidez) por alimentar a un mercado adicto a las «chocolatinas» del vending? En esa carrera de autos locos no importa tanto la calidad como la cantidad. Y el circulo vicioso se alimenta por ambas partes. Libros malos, consumo rápido. Poca satisfacción.  Ah, pero la inmediatez, qué subidón da. Eso siempre. Más. Otra. Y otra. ¡Qué parecido a jugar a las tragaperras!

Por supuesto, en estas cosas, cada uno tiene su criterio y su gusto. Escribir y leer es una actividad muy personal y privada que cada uno gestiona como mejor considera, pero también es pública y social y quizá reflexionar en conjunto sea útil.

Seguramente eso de reducir la marcha es más fácil de decir que de hacer. Sucede en la vida real. Es contagioso. Ves un grupo de gente corriendo y ya eres incapaz de seguir con tu lento deambular. El tic-tac manda ahora y habrá que asistir al baile, ¿verdad?

«Nadie sospecha que los días son dioses». Lo dijo una vez Waldo Emerson (1803-1882), y nadie mejor que él entendió la experiencia del retiro y la reflexión.

Bueno, por desgracia, para nosotr@s, algunos dioses habrán muerto en vano y algunos libros tendrán escasísima esencia divina.