Amarga victoria

Dejé la carta a un lado. Había que reconocer que Dios le había dado el don de la palabra. Por eso lo necesitaba tanto en mi vida. A fin de cuentas, ¿quién no necesita a un favorito del divino? Me sonreí ante la idea -que ahora se me presentaba como una evidencia- de que, aunque él se considerara muy atractivo, todo este tiempo en realidad yo había buscado más su verbo que sus manos, más los adjetivos que sus besos. ¡Los adjetivos!! Me excitaba el lenguaje, concebido en su mente, vibrando en su garganta y expelido por el aire. A mí nadie me había hablado así antes. ¡Nadie me había hecho el amor con palabras!

Cuando él hablaba de mis ojos no veía lo mismo que yo, sino un mar tranquilo justo en el momento previo a ser abandonado por el sol.

Cuando hablaba de mi cuerpo no lo observaba con el miedo con que lo hago yo, sino con la devoción del enamorado, con sustantivos rotundos como frutas maduras. Me pregunté si se habría reído de mis ocurrencias y mis metáforas maduras. “Cuidado con los clichés”, habría dicho acariciando mi cintura, encarnando él mismo sin pretenderlo el cliché de galante hombre de letras. Imaginé todas las respuestas que nunca le daría por no contradecir la imagen que tenía de mí. Supongo, querido, que aunque no lo sepas, soy una superficial ilustrada.

Pero ese diálogo imposible sucedía solo en mi cabeza y lo de encerrarme a solas con mis sensaciones por más tiempo estaba descartado. Juan Luis me estaba esperando abajo. Íbamos a cenar con su jefa de IBM y yo debía cumplir mi papel. No pude evitar reírme mientras me ponía los pendientes de oro (los del aniversario), ¿qué pensaría mi marido de esta carta? ¿Me vería reflejada en ella, se daría por aludido? ¿Se sentiría traicionado o comprendido (por fin alguien te ve tal como eres)? Lo más probable es que la destruyera y fingiera que jamás la había leído, que nunca había sido escrita.

Juan Luis tenía esa capacidad de borrar su disco duro. ¿Desea eliminar el archivo de forma permanente? Sí, gracias.

Pero yo sí la había leído y mientras perfumaba mi garganta todavía sentía los ecos invisibles delas sílabas colisionando en mí. Ponte sexy, había escrito él. Eso me molestó un poquito, lo noté como un rubor en la piel, no muy agradable.

Pero el resto, hasta lo de malcasada (¿a quién se le ocurriría emplear esa palabra?) me provocaba cierto placer. Y era así porque imaginaba cada letra de esa misiva dirigida a mí con el reproche de quien todavía desea, con el desdén herido de un hombre que me amaba… a su pesar.

Y no era una queja, sino la experiencia la que me hacía afirmar que Juan Luis jamás me escribiría nada, ni un WhatsApp, que no fuera una información relevante y precisa: cenamos a las ocho; los chicos vienen el fin de semana. Hay que pagar el gimnasio…

Escuché su voz proveniente de la escalera. Un grito rutinario, un tintineo de llaves: “En siete minutos nos vamos!”.

No en cinco, ni en diez, en siete minutos.
Justo en siete minutos, lo que se tarda en leer una carta, yo había llegado al éxtasis. Es lo único con lo que Juan Luís podría competir, con la velocidad. Siempre tuvo un procesador ultrarápido.

¡Qué amarga victoria! me dije mientras rompía la carta en pedazos.

*

Este es un texto creado para ilustrar un trabajo del taller de escritura.
Partimos de un texto, en este caso una poesía que podéis leer aquí. La tarea consiste en adoptar el punto de vista de un personaje descrito en el poema y darle una voz en primera persona.
Posteriormente, reescribimos lo mismo en tercera persona y observamos las diferencias y algunos límites del punto de vista en primera.
Como veis, así podemos trabajar construcción de personajes ( con el subtema: estereotipos sobre la mujer) y, por supuesto, el punto de vista.
😀

Yo me he mantenido en lo que apunta en el poema tratando de buscar algún punto de fuga entre el estereotipo y lo que podría haber más allá (si el personaje se dejara ver y no se empeñara también en interpretar un papel). Hay miles de opciones!!!!!

No le cortes el rollo al lector

Ray Bradbury (1920- 2012) era un creador muy vital, un escritor entusiasmado por la vida y la escritura y partidario de que el escritor se consumiera de gozo escribiendo.

Muchas de las cosas que dice (y que se pueden leer en el muy recomendable Zen en el arte de escribir) tienen mucho sentido para mí. Incluso aunque no sea capaz de practicarlas (¿soy yo tan entusiasta?), la experiencia me acerca hacia él.
Ray Bradbury era defensor de la tríada Trabajo, relajación, no pensar. Por ejemplo, era partidario de escribir deprisa, en la creencia de que la reflexión mata la creatividad, y de que saber de antemano es congelar y matar. También equiparaba a la musa con el inconsciente al que hay que alimentar y después dejar que se exprese. Animaba a confiar en la mente secreta.

Prueba de lo orgánico que era escribiendo es la reflexión que traigo hoy. Para dar un poco de contexto, está rememorando una época en que escribió teatro y de una teoría que formuló a posteriori -teoría que es aplicable a toda escritura-.

«He aquí pues mi teoría. Los escritores andamos en lo siguiente:

Construimos tensiones que apuntan a la risa, luego damos permiso y la risa surge.

Construimos tensiones que apuntan a la pena y al fin decimos Llorad con la esperanza de que el público rompa en lágrimas.

Construimos tensiones que apuntan a la violencia, encendemos la mecha y salimos corriendo.

Construimos las extrañas tensiones del amor, donde tantas de las otras tensiones se combinan para ser modificadas y trascendidas, y permitimos que fructifiquen en la mente del público.

Construimos tensiones, en especial hoy en día, que apuntan a la repulsión y luego, si somos buenos, talentosos, observadores, permitimos que el público sienta náuseas.

Cada tensión busca su fin, descarga y relajación propios y adecuados. Se concluye que, estética y prácticamente, toda tensión ha de ser liberada alguna vez. Sin esto cualquier arte queda incompleto, a medio camino de su objetivo. Y en la vida real, como sabemos, el fracaso en aflojar una tensión particular puede llevar a la locura.

Hay excepciones evidentes, novelas u obras que terminan en el apogeo de la tensión; pero la descarga está implícita. Se pide al público que salga al mundo y haga estallar una idea. El acto final pasa del creador al lector-espectador, cuya tarea es agotar la risa, las lágrimas, la violencia, la sexualidad o la repulsión.

Desconocer esto es desconocer la esencia de la creatividad, que es en el fondo, la esencia del hombre».

En su teoría, R. Bradbury equipara el proceso creativo con el proceso físico, en el que parece evidente que la tensión necesita una relajación o la excitación una explosión. En la escritura sucede así.  Hay dos aspectos, a) la construcción estratégica (a dónde llevo al lector) y b) la satisfacción (qué le doy). Y ambas están vinculadas. Si preparo risa, le dejo reír.

Hay que tener muy en cuenta que la lectura -y todavía más aún el teatro- es una experiencia a la que el lector o el espectador se entregan con el deseo de ser movidos, entretenidos, emocionados en definitiva aliviados.

Es bonito verlo como un trabajo de dos partes implicadas, creador/espectador. Aquí la relación se hace más significativa, se comparte una experiencia en la que uno estimula y otro responde, dejando que eso -la obra que toma cuerpo- viva dentro, explote. El autor tiene que honrar esa disposición y esa exposición del público. Sin la comunión de ambos, la obra queda incompleta.

Escribir además -en lo meramente narrativo- es hacer una promesa al lector, que, como ya hemos dicho, lee porque espera una gratificación y esa gratificación puede ser intelectual, emocional o física.

Es cumplir con lo que hemos ido proponiendo, en el tono, en el trabajo con el personaje, en el desarrollo del conflicto. Nada más frustrante para el lector que el que le preparen, le calienten durante toda la historia y después… no suceda nada.

Puede ser útil preguntarse qué emoción quiero despertar y qué estoy prometiendo (desde la premisa o planteamiento). Y una vez construida la tensión (es decir, sellado el pacto), cumpliré y permitiré que se produzca ese clímax.

Teniendo en cuenta su teoría, he aquí el consejo de Bradbury para escritores bisoños (incluidos los escritores bisoños que habitan en los escritores expertos):

«No me cuentes chistes sin objeto. Me reiré de tu rechazo a permitirme reír.

No me acumules tensión que apunta a las lágrimas y me niegues después que me queje. Iré a buscar mejores muros de lamentos.

No me cierres los puños y me escondas después el blanco. Podría pegarte yo a ti.

Sobre todo, no me provoques náuseas a menos que me muestres el camino a la cubierta del barco».

Asi que ojo con lo gratuito, con vender humo o frustrar al lector. Algo peor que la indignación nos espera, la indiferencia.

¿Sueñan los androides con Philip K. Dick?

El otro día soñé que alguien me revelaba que este mundo era el infierno, solo que no lo sabíamos.  No que era una especie de infierno, no, no. Era el infierno, literalmente. Así que el temido averno no era un lugar fantástico (o imaginado), lejano y subterráneo. No, era nuestro mundo, una especie de lugar/dimensión al que cada uno habíamos ido a parar por méritos propios y que tenía apariencia de realidad (y que además contenía la idea de Infierno y Paraíso como algo distante). ¡¡¡¡Y no teníamos ni idea!!!

Pensé que, aunque yo me considero una buena ciudadana, seguramente habría hecho algo muuuuuy malo en otra vida si a la postre era una de las habitantes del mundo-infierno. Y lo peor, lo que más me chocaba, era no haber sospechado nada de todo eso.

Cuando me desperté me dije que este era un sueño muy estilo Philip K. Dick. Y llevo unos días preguntándome qué pensaría él de todo lo que estamos viviendo en estos tiempos en general y de este sueño en particular. 

Alguien sensato me diría que el sueño refleja la tensión de nuestro momento actual (que yo vivo como un infierno). En cambio, él podría haber dicho (y argumentado) que el Espíritu Santo me había mandado un mensaje y que el tiempo, una de sus grandes obsesiones, se despliega de modo diferente al que pensamos.  Y que la realidad no es lo que parece. Y a veces hay fisuras que nos dejan entrever esto, en sueños, por ejemplo. 

Tengo mucho respeto por la obra y figura de P. K. Dick. Siempre me ha parecido una mente asombrosa y jamás lo ridiculizaré ni lo llamaré loco. Porque, aunque a veces es complicado aceptar algunas de sus teorías, él hacía filosofía (ingenua para el filósofo) pero muy profunda para el escritor medio. No necesitaba Internet, tenía la enciclopedia británica. Y una gran curiosidad. Si fuera amigo mío hablaríamos horas y horas sin parar y seguramente los dos seríamos tachados de paranoicos. A eso no le veo ningún problema.

Por ejemplo, PKD pensaba que tal vez había tantas realidades como subjetividades, así que quizá un esquizofrénico solo era alguien que vivía en otra realidad distinta a la nuestra. La falta de comunicación entre esa realidad suya y la nuestra (la incapacidad de explicarnos su realidad y por tanto la imposibilidad de entendernos), eso sería la enfermedad.

Han pasado casi 40 años desde que murió y el mundo cada vez se parece más a lo que él prefiguró en su obra de ficción. Es por eso por lo que cualquier adaptación, revisión y lectura de sus obras sigue teniendo tanto atractivo. Sueñan los androides con ovejas eléctricas, El hombre del castillo, Ubik…. Podemos rastrear la influencia que ha tenido en nuestra cultura y que va aumentando más y más con el tiempo. No habría Matrix sin Philip K. Dick. Y cuántas cosas no habría sin Matrix.

Una vez, en una conferencia en Francia, en 1977, dejó al personal a cuadros cuando dijo que él creía que vivimos en un mundo simulado por ordenador. A día de hoy, tal afirmación podría seguir pareciendo una locura, pero… menos que hace cuatro décadas.

¿Qué pensaría de Internet, de las pantallas, de la interacción virtual… en la que el ser humano se convierte casi en un signo, un avatar, una presencia diferida (que va perdiendo autenticidad)?, ¿qué pensaría de relacionarnos con interfaces, con algoritmos, con ceros y unos? Proyecciones a tope, relaciones entre etiquetas, no entre humanos. Todo eso ya está en su obra y también los recuerdos implantados, los hologramas, los lásers mortíferos, la inteligencia artificial y los hombres (y androides) que ignoran su naturaleza.

He dicho que PKD era un filósofo. Dos de las grandes preguntas de su obra son: ¿qué es la realidad? y ¿qué constituye al ser humano auténtico (qué es el hombre)? Por eso su obra resuena.

Una vez una estudiante le pidió una definición de la realidad en pocas palabras y él dijo: “La realidad es eso que, cuando dejas de creer en ella, no desaparece”.

Así que en él está siempre la idea y la contradicción entre un mundo cambiante, ilusorio y falso y una realidad por debajo de este mundo, inmutable y por tanto, real.

La verdadera realidad estaría debajo de la aparente realidad. Un concepto muy hinduísta, ¿no?

Por eso, para él, los mundos que se desmoronaban eran una oportunidad y el caos una brecha hacia el vislumbre de la realidad auténtica. Sus personajes afrontan las dificultades de vivir en un universo que se desmorona. En el desmoronamiento no acaba todo, sino que empieza la historia. Cuando todo se resquebraja, cuando caen los decorados, cuando las caretas del poder quedan al descubierto, ahí empieza individuo a tener una opción de ser un auténtico ser humano.

Philip K. Dick vivía muy cerca de Disneylandia y le maravillaba la idea de lo falso, tan evidente en los parques temáticos. Le preocupaba el control de las personas por el poder, la construcción de un mundo ficticio que pretende modelar nuestro pensamiento y nuestras percepciones. “Si ven el mundo como tú pensarán como tú”.

No es inocente lo de Disneylandia. Otra de sus ideas recurrentes es la de la falsificación, no solo de la realidad sino del propio ser humano. Si las noticias son falsas, la realidades son falsas. Y esas falsas realidades se venden a los humanos convirtiéndolos en falsificaciones de sí mismos.

Vamos, que habría flipado en esta época de Fake News y mundos que se desmoronan. En la visión de PKD, la realidad está en cuestión, pero también la identidad del hombre. No sabe quién es en realidad, se ha dejado hipnotizar por la ilusión. Y de repente, el orden se altera. Algo se mueve. No cuadra. Umheilich.

Para él, el hombre heroico no lleva a cabo grandes acciones ni acumula notoriedad, ni pasa a la historia para que le pongan su nombre a un estadio. En sus propias palabras, su mayor valor reside en “saber lo que no debe hacer, en decir “no” al tirano y con calma asumir las consecuencias de su resistencia”. 

Un antihéroe. El que se resiste con una silenciosa negativa (muy gandhiano también).

En este último mes a veces me visualizo como en una encrucijada: a la derecha, distopia, a la izquierda, utopía. Ya no es solo saber qué camino tomar, ¿creer en el Apocalipsis o en un futuro mejor?, ¿en el cielo o en el infierno? Pero si ambas opciones pertenecieran a una realidad aparente, ¿entonces qué? No imporataría tanto el camino como quien lo emprende. Ser auténticamente humano (no una falsificación de sí mismo) sería vital entonces.