Ray Bradbury (1920- 2012) era un creador muy vital, un escritor entusiasmado por la vida y la escritura y partidario de que el escritor se consumiera de gozo escribiendo.
Muchas de las cosas que dice (y que se pueden leer en el muy recomendable Zen en el arte de escribir) tienen mucho sentido para mí. Incluso aunque no sea capaz de practicarlas (¿soy yo tan entusiasta?), la experiencia me acerca hacia él.
Ray Bradbury era defensor de la tríada Trabajo, relajación, no pensar. Por ejemplo, era partidario de escribir deprisa, en la creencia de que la reflexión mata la creatividad, y de que saber de antemano es congelar y matar. También equiparaba a la musa con el inconsciente al que hay que alimentar y después dejar que se exprese. Animaba a confiar en la mente secreta.
Prueba de lo orgánico que era escribiendo es la reflexión que traigo hoy. Para dar un poco de contexto, está rememorando una época en que escribió teatro y de una teoría que formuló a posteriori -teoría que es aplicable a toda escritura-.
«He aquí pues mi teoría. Los escritores andamos en lo siguiente:
Construimos tensiones que apuntan a la risa, luego damos permiso y la risa surge.
Construimos tensiones que apuntan a la pena y al fin decimos Llorad con la esperanza de que el público rompa en lágrimas.
Construimos tensiones que apuntan a la violencia, encendemos la mecha y salimos corriendo.
Construimos las extrañas tensiones del amor, donde tantas de las otras tensiones se combinan para ser modificadas y trascendidas, y permitimos que fructifiquen en la mente del público.
Construimos tensiones, en especial hoy en día, que apuntan a la repulsión y luego, si somos buenos, talentosos, observadores, permitimos que el público sienta náuseas.
Cada tensión busca su fin, descarga y relajación propios y adecuados. Se concluye que, estética y prácticamente, toda tensión ha de ser liberada alguna vez. Sin esto cualquier arte queda incompleto, a medio camino de su objetivo. Y en la vida real, como sabemos, el fracaso en aflojar una tensión particular puede llevar a la locura.
Hay excepciones evidentes, novelas u obras que terminan en el apogeo de la tensión; pero la descarga está implícita. Se pide al público que salga al mundo y haga estallar una idea. El acto final pasa del creador al lector-espectador, cuya tarea es agotar la risa, las lágrimas, la violencia, la sexualidad o la repulsión.
Desconocer esto es desconocer la esencia de la creatividad, que es en el fondo, la esencia del hombre».
En su teoría, R. Bradbury equipara el proceso creativo con el proceso físico, en el que parece evidente que la tensión necesita una relajación o la excitación una explosión. En la escritura sucede así. Hay dos aspectos, a) la construcción estratégica (a dónde llevo al lector) y b) la satisfacción (qué le doy). Y ambas están vinculadas. Si preparo risa, le dejo reír.
Hay que tener muy en cuenta que la lectura -y todavía más aún el teatro- es una experiencia a la que el lector o el espectador se entregan con el deseo de ser movidos, entretenidos, emocionados en definitiva aliviados.
Es bonito verlo como un trabajo de dos partes implicadas, creador/espectador. Aquí la relación se hace más significativa, se comparte una experiencia en la que uno estimula y otro responde, dejando que eso -la obra que toma cuerpo- viva dentro, explote. El autor tiene que honrar esa disposición y esa exposición del público. Sin la comunión de ambos, la obra queda incompleta.
Escribir además -en lo meramente narrativo- es hacer una promesa al lector, que, como ya hemos dicho, lee porque espera una gratificación y esa gratificación puede ser intelectual, emocional o física.
Es cumplir con lo que hemos ido proponiendo, en el tono, en el trabajo con el personaje, en el desarrollo del conflicto. Nada más frustrante para el lector que el que le preparen, le calienten durante toda la historia y después… no suceda nada.
Puede ser útil preguntarse qué emoción quiero despertar y qué estoy prometiendo (desde la premisa o planteamiento). Y una vez construida la tensión (es decir, sellado el pacto), cumpliré y permitiré que se produzca ese clímax.
Teniendo en cuenta su teoría, he aquí el consejo de Bradbury para escritores bisoños (incluidos los escritores bisoños que habitan en los escritores expertos):
«No me cuentes chistes sin objeto. Me reiré de tu rechazo a permitirme reír.
No me acumules tensión que apunta a las lágrimas y me niegues después que me queje. Iré a buscar mejores muros de lamentos.
No me cierres los puños y me escondas después el blanco. Podría pegarte yo a ti.
Sobre todo, no me provoques náuseas a menos que me muestres el camino a la cubierta del barco».
Asi que ojo con lo gratuito, con vender humo o frustrar al lector. Algo peor que la indignación nos espera, la indiferencia.