¿La escritura es un refugio?

A veces, cuando buceamos en las motivaciones de los escritores, cuando nos preguntamos qué les compele a escribir y a crear, encontramos el argumento de la escritura como refugio.  Escribir se convierte entonces en un medio para combatir un dolor interior, un vacío, un tedio… o quizá -pienso en mí-  para atenuar una paralizante perplejidad ante el mundo. Porque existe una convicción (que puede y debería ser cuestionada) de que si entiendo el mundo podré participar en él.

Algunos necesitan un ánimo turbio, encendido y dolido como fuego para su inspiración. Nuestros referentes culturales parecen perpetuar este mito. Cuanto más sufres, más artista eres.  Y aunque la desesperación es un lugar legítimo desde el que crear y ciertamente hay temperamentos muy proclives a esto  y aunque nadie debe decir a otro cuál debe de ser su camino, no creo que sea el modo más saludable, expansivo, abierto y liberador de crear.

Creo que las piezas artísticas pueden reflejar algo del proceso creativo que las ha impulsado. Y algunas nos devuelven reflejos muy bellos, vivos, intensos, pero sin tormento. Y sabemos (o intuimos) que vienen de otro «lugar».

Natalia Ginzburg habló de este asunto de escribir con la motivación equivocada.

«Pero cuidado, no es que uno pueda esperar consolarse de su tristeza escribiendo. Uno no puede hacerse la ilusión de que va a ser acariciado y acunado por su propio oficio.
Ha habido en mi vida interminables domingos desiertos y desolados, en los que deseaba ardientemente escribir cualquier cosa para consolarme de la soledad y del aburrimiento, para sentirme halagada y acunada por frases y palabras. Pero no hubo forma de que consiguiese escribir ni una línea. Mi oficio entonces siempre me rechazó, no ha querido saber nada de mí. Porque este oficio no es nunca un consuelo ni una diversión. No es una compañía. Este oficio es un patrón, un patrón capaz de frustrarnos a sangre, un patrón que grita y condena. Tenemos que tragar saliva y lágrimas y apretar los dientes y restañar la sangre de nuestras heridas y servirlo. Servirlo cuando él lo requiere. Entonces también nos ayuda a mantenernos en pie, a tener los pies bien firmes sobre la tierra, nos ayuda a vencer la locura y el delirio, la desesperación y la fiebre. Pero tiene que ser él quien ordene y se niega siempre hacernos caso cuando lo necesitamos».

Ni consuelo, ni diversión: oficio. Tal vez la clave sea considerarse más oficial y artesano que artista. Porque el artista está dominado por su pasión (exaltada o deprimida), pero el artesano realiza su tarea sin más expectativa que la de hacer lo que sabe hacer. Y lo demás es ruido.

 

 

Desde el silencio

Siento más atracción por el silencio que por las palabras. Y eso puede parecer contradictorio para alguien que escribe (y habla no poco). Una más de esas complejidades que me definen, supongo.
¿Qué me lleva  decir esto? Quizá la sensación de estar demasiado constreñida por las palabras. Quizá la intuición de que con ellas trato de alcanzar otra cosa que es inefable.
Para mi gusto, mi mente es demasiado activa -y me doy cuenta que al declarar eso ya doy por hecho que es algo que no está en mi mano evitar-. Ella va sola. No necesita mi permiso, ni mi volición. Tantos diálogos, tantas explicaciones, tantos personajes… Os aseguro que ya lo he oído todo antes dentro de mí. ¿Antes de qué? Ah, no sé, es mi sensación. Y todo, sí. Todo, sin excepción. Todo ha pasado antes en mi cabeza. Pero resulta que esa cabeza que a veces reclama tanto protagonismo, es en realidad como una salita de espera (en ocasiones acogedora, en otras, aborrecida, pero limitada), y haríamos mal en creer que basta con sus cuatro paredes, cuando el resto de la casa permanece inexplorada.
Sabiendo eso (que hay más allá), ¿quién querría vivir para siempre en una ruidosa salita de espera? Yo no. Yo quiero penetrar el silencioso pasillo y admirarme allí, conocer otras estancias. Tal vez descubrir, al fondo, el jardín secreto cuya existencia ignoraba, pero presentía. Las metáforas no alcanzan a explicarlo, pero son un puente del que me valgo para decir que sueño con el infinito. Quisiera, supongo, entender de una manera más completa. Ni verbal, ni mental. Ilimitada. Libre.

Este afán -que podría parecer presuntuoso- ha nacido de la experiencia más cotidiana y humilde. De pronto, entre mi cháchara, alguna pausa me ha sorprendido. Y es algo tan refrescante que he tenido que ceder a eso de manera natural, como un reposo desconocido, casi involuntario.
Esto atañe también a mi escritura. Escribir, a fin de cuentas, es volver a fijar esas palabras de mi cabeza en otro soporte. Quizá -seguro- más ordenadas, con más sentido. Pero, de nuevo, es lo mismo. Un eco nacido de un silencio muy puro. Un elaborado (y  puede que inconsciente) intento de regresar a eso.
Es cierto (aviso: otra paradoja) que este escollo (de generar nada más que ruido) se podría salvar. Tengo fe en ello. Hay algo que puede ser trascendente en escribir -y esto sucede en la vida en general y en el arte en particular. De pronto, ciertas cosas se distinguen del aluvión de banalidades y nos tocan (tal vez nos silencian un momento). Nos llevan de afuera a adentro. Aquí la calidad es preferible a la cantidad. Puede lograrse con poco. No es preciso que sea una gran composición. Basta una línea inspirada, sincera. Y quizá -ese invitar al otro, a nosotros mismos- sea el sentido más noble de hablar y escribir.

 

Imagen deJohn Hain. Pixabay.com

El almendro

Tras el temporal, al examinar el terreno que rodea mi casa, me di cuenta de que uno de los pinos había caído sobre un pequeño almendro. El arbolito estaba inclinado, con el tronco maltrecho, sofocado entre las pesadas ramas.  Pero tenía flores. El efecto era más de hermosa resistencia que de plenitud aplastada. Y aún así, pobre. Había leído hacia muy poco algo de Camus sobre los almendros que me gustó mucho y que, aunque escrito en 1940, me parecía muy oportuno.

Cuando vivía en Argel, esperaba siempre pacientemente durante el invierno, porque sabía que en una noche, en una sola fría y pura noche de febrero, los almendros del valle des Consuls se cubrirían de flores blancas. Después me maravillaba al ver cómo esa nieve frágil resistía todas las lluvias y el viento del mar. Cada año resistía lo suficiente para preparar el fruto.
No es un símbolo. No ganaremos nuestra felicidad a fuerza de símbolos. Hace falta algo más serio. Quiero decir tan sólo que, a veces, cuando el peso de la vida se vuelve excesivo en esta Europa todavía colmada de su propia desdicha, me vuelvo hacia esos países restallantes donde quedan aún tantas fuerzas intactas. Los conozco demasiado como para no saber que son la tierra elegida donde la contemplación y el valor pueden equilibrarse. Meditar acerca de su ejemplo me enseña que, si se quiere salvar la inteligencia, es necesario ignorar sus dotes para la queja y exaltar su fuerza y su prestigio. Este mundo está envenenado de desdichas y parece complacerse en ellas. Está entregado por completo a ese mal que Nietzsche llamaba espíritu de torpeza. No le tendamos la mano. Es inútil llorar sobre el espíritu, basta con trabajar por él.

En realidad, había más de una cosa en contra de la supervivencia del almendro. Suponiendo que el impacto no fuera letal, los trabajos para retirar un árbol tan pesado como un pino, no son delicados, y pueden entrañar más peligro que una severa tormenta. Las manos apresuradas de los hombres, las sierras eléctricas, los pesados contenedores… provocan que el radio de devastación se amplíe unos cuantos metros. Así que he decidido llevarme el árbol a otra parte. He hecho lo que he podido, azada en mano, sin planes ni estrategias. Soy muy consciente de que tal vez empeoro las cosas con mi iniciativa. Me pregunto si es mejor dejar que la naturaleza se las arregle, que encuentre el modo más sabio de manejar la situación o si se nos pide actuar cuando tenemos la ocasión. ¿Lo hago por el árbol o por mí?

Hay una foto de mi padre, joven, en las escaleras de entrada de esta casa, con Lagún, un imponente perro bóxer (¿o es Thor?), bajo un optimista pino. Los tres están en su plenitud, como un almendro en febrero. Ya no está mi padre, ni el perro, ni ahora el árbol. Quedan, eso sí, las escaleras y quedo yo, observando la foto. Siento que las cosas desaparecen a mi alrededor, quizá con un ritmo natural, tal vez trayendo otras sorpresas con la pérdida, algo tan sencillo como la luz o la comprensión de que la vida es así y está bien.
Hoy leo que ha muerto Kirk Douglas a los 103 años. Mira, me digo, como el pino centenario de los vecinos, que aún continúa derribado en el suelo. Los dos se despiden en 2020. Para el Universo ha sido solo un suspiro, queda Espartaco y la memoria de todos los que se han cobijado bajo la sombra de ese árbol en estos años, incluso cuando no había vallas entre las parcelas y un joven seminarista las atravesaba ejercitándose con vigor, o una niña hacía bicicross entre los árboles, estampas cambiantes que no se detendrán aquí.

Examinando el almendrito, ya trasplantado y firme, pienso que no tiene mala pinta, aunque tal vez es como el Cid -que ya muerto continuaba montado sobre Babieca, intimidando a sus oponentes, venciendo tras la muerte-, y solo se sostiene hasta que se haga evidente lo evidente. O tal vez de verdad haya una segunda oportunidad para este almendro (muy a pesar de mi torpeza) y enraíce bien y unos ojos nuevos algún día crean que ese siempre fue su lugar. Al fin y al cabo, dijo Camus en su relato que el almendro resiste todos los vientos del mar en virtud de la blancura y de la savia. Y que esa es la que, en el invierno del mundo, preparará el fruto.
También dijo que no era un símbolo. Al parecer, para mí, en este momento, este en concreto, sí lo es.