Señales

Quiero dedicar este relato a mi amiga Bety, de México. Ultimamente, se ha pegado una panzada y ha leído todos los posts del blog y me ha mandado inteligentes y generosos comentarios. Le agradezco mucho (te agradezco) sus ánimos. Le dan un sentido más amplio y completo a esta tarea…
Bety, espero que este te guste, si no, lo seguiré intentando con el siguiente…

***

Llegué a la gasolinera después de comer. No había ningún coche repostando y nadie atendía en la caseta. Llené el depósito en el surtidor de autoservicio y volví a mirar el mapa. Según las indicaciones, la casa de mi amiga Ana estaba a solo unos kilómetros. Desde que se había recluido allí, había sido imposible obligarla a salir. Y ahora yo era la última esperanza de su familia. “Habla con ella”, me pidió su madre, “haz que entre en razón”. Pero Ana se negaba a volver a la ciudad y no admitía visitas. Llevaba así tres meses, había abandonado el trabajo y despachado a su novio. Y nadie sabía por qué.

El pueblo natal de los padres de Ana estaba a ciento sesenta kilómetros de la capital. Estaba aislado entre vastos llanos sin cultivar y dos altas montañas que eran el deleite de los cazadores furtivos. La casa de Ana estaba en el casco antiguo. Era una casona grande de tres plantas. Encalada, con las puertas y ventanas de madera y las persianas de color verde esmeralda. La fachada principal daba a una calle ancha en la que había un bar y una tienda de comestibles.

Aparqué el coche en la calle paralela. No quería alertar a Ana. Me llamó la atención no ver a nadie por las calles, pero era un miércoles de febrero y a la hora de la siesta. Un perrito escuálido dormitaba en la puerta de Ana. Estaba rodeado de moscas, tan quieto que parecía muerto. Cuando me acerqué con cierta precaución, el perro movió la cola. Iba a acariciarlo cuando soltó un gruñido y me enseñó las colmillos. Retrocedí varios pasos y entonces, fiummm, algo me rozó el pelo. Me agaché por instinto. ¿Qué había sido eso? De nuevo, otro silbido y algo como un proyectil pasó a mi lado y fue a rebotar contra la pared. ¿Me habían disparado? Entretanto, el perro seguía gruñendo, aunque me di cuenta de que, afortunadamente, estaba atado. Me situé a salvo de las balas que procedían de casa de Ana. Tardé un poco en darme cuenta de que mi amiga me estaba disparando.

Grité para que me oyera. Le dije que era yo y que venía sola. Se hizo el silencio. Entonces Ana ordenó que me marchara y yo le dije que no me iría hasta que pudiera hablar con ella, cara a cara. Me senté junto al perro que seguía ladrando sin parar, tratando de soltarse. Entonces se oyó el zumbido del timbre. Me incorporé de un salto y empuje la puerta. Me enfrentaba a unos estrechos escalones en la penumbra. Se hizo una luz en lo alto de la escalera. Identifiqué claramente a Ana con una escopeta en las manos. Me apuntaba.

—No deberías haber venido—dijo.

—¿Por qué no? Quiero verte.

—Nos has puesto en peligro a las dos —sentenció.

Bajó la escopeta y yo avancé hacia ella. Desde luego, parecía que mi amiga había perdido el juicio. Se retiró de la puerta y lo tomé como una señal para seguirla. Esperó a que entrara y cerró la puerta con un cerrojo enorme que estaba clavado de cualquier manera a la chapa.

Lo que vi a continuación me descorazonó. La estancia principal estaba a oscuras. Había una silla situada frente a la ventana. La tele estaba encendida y sintonizada en un canal de noticias que emitía las veinticuatro horas. Había latas de comida en el suelo y un montón de botellas de agua. A juzgar por lo que vi Ana debía alimentarse de conservas y había dejado de preocuparse por su aspecto. Si eso no era una depresión que viniera alguien y me lo contara.

—Sé lo que estás pensando —me dijo sentándose en la silla y dándome la espalda—, pero te equivocas.

—¿Por qué no me cuentas lo que pasa, Ana? —y odié sonar a médico de película barata. No sabía cómo abordar el tema. Ella se encogió de hombros:

—Cuando supe que venían, decidí prepararme.

—¿Venían?, ¿quiénes? —me habían prevenido de que Ana tenía extrañas ideas. Estaba convencida de que estaba pasando algo terrible en la ciudad, pero no me dieron detalles de su paranoia.

—¿Cómo que quiénes? ¡No me digas que tú también te haces la tonta! Pues te diré una cosa. Por mucho que lo ignoremos, va a pasar. Por eso me he encerrado aquí. Aguantaré más tiempo.

La tele daba una noticia de la caída en picado de la bolsa de Londres. La gente estaba crispada desde hacía tiempo. Había una pelea en pleno Paternoster Square. Un hombre sangraba por la nariz. Otros gritaban.

—Son tiempos difíciles para todos —dije buscando acomodo en un sillón cubierto de mantas.

Ana se giró hacia mí y vi la rabia en sus ojos. La misma que cuando nos peleábamos de niñas y yo no daba mi brazo a torcer.

—No me trates como a una loca. Hablo de algo muy serio. Ellos ya están allí. Y la ciudad será lo primero que ataquen.

Estaba divagando. Era duro verla así.

—¿Tienes  miedo de un ataque militar? Las cosas no están tan mal. En realidad, todo está bastante bien en la ciudad. La gente vive su vida. Y algunos te echan de menos.

Ana me volvía a apuntar. No le había gustado mi sentimentalismo.

—Da igual que la gente viva su vida como si nada. Peor para ellos, serán los primeros en caer. Los ignorantes como tú, como mis padres y como Tomás. Todos.

—¿De qué estás hablando, Ana?

—De los zombis —contestó—. Hablo de los zombis. Ha pasado.  Están entre nosotros. Y no habrá escapatoria.

Intenté asimilar la información, Ana creía que existían los zombis y que la iban a atacar. No dije nada, qué podía decir. Ana habló.

—Me compré ese libro: El advenimiento de los zombis. Y me lo tomé a coña. Estaba ciega como todos vosotros, pero las señales… las señales eran inequívocas: primero la corrupción, luego el hambre, la ira, la muerte y, justo después de la quietud… la llegada de los zombis. Está pasando, ¿no lo ves?

No podía creer que mi amiga, la más inteligente de la pandilla, estuviera cayendo en un infantilismo tan grande y evidente.

—Todo eso es muy vago, Ana. Abstracciones. Y siempre hay fatalistas que se quieren aprovechar del desconcierto. Además, todo no ha pasado. La quietud… La ciudad está muy viva. Lo único que está quieto es este pueblo. Y que yo sepa, no hay zombis. Y si los hay, razón de más para irse de aquí.

El perro aulló y Ana se levantó de la silla. Miró por la ventana y después me encaró.

—No. Primero irán a la ciudad y acabarán con vosotros. Será un desastre absoluto. No podréis detenerlos porque no querréis detenerlos —el tono profético de Ana me estaba produciendo un nudo en el estómago—. Esa es la gran tragedia: cuando ya no quieres resistir, estás perdido.

—Tienes que volver conmigo —intenté hacerla cambiar de tema—. Podemos hablar con alguien allí. Buscar ayuda.

El perro empezó a ladrar con fuerza. No callaba. También debía estar desquiciado. Y de pronto un quejido lastimero y silencio. Ana asió con fuerza la escopeta.

—Ya están aquí.

Le pedí que dejara el arma. Ana no tenía la mente clara. Iba a hacer una tontería. Pero ella se acercó a la puerta y dijo que no les dejaría entrar por nada del mundo.

Se oyó un ruido en la escalera. Alguien había golpeado la puerta. Temí que Ana atacara a un vecino. Le pedí que me dejara asomarme y consintió con la condición de que no permitiera subir a nadie. Era inútil que les hablara, me advirtió. No podían hablar y menos razonar. Le seguí la corriente. Sabía que Ana deliraba, pero lo cierto es que sus alucinaciones me contagiaban un miedo inmotivado.

En la escalera no había nadie. Esperé en el umbral, pero no pasó nada.

—Volverán —aseguró Ana—. Y  a mí no me pillarán. Te lo aseguro.

Fue inútil tratar de convencerla para que regresara  a la ciudad conmigo y yo poco podía hacer desde allí. Así que me despedí. Cuando me iba, Ana me dio un abrazo.

—Supongo que no volveremos a vernos.

Le dije que claro que nos veríamos, pero ella no quiso creerme. Mientras bajaba las escaleras, tuve que convencerme de que Ana estaba enferma, porque en su último adiós sólo me había parecido terriblemente asustada.

Cuando bajé a la calle, el perro no estaba. Supuse que había escapado. La correa seguía atada al barrote de la puerta. En el suelo, donde antes había estado el perro quedaba una mancha parduzca difícil de identificar.

En el pueblo seguía sin aparecer ningún ser vivo. El letrero del bar se agitaba con el viento produciendo un molesto chirrido. Me asomé. No había nadie en el interior. Algunas mesas tenían vasos y botellines que nadie había recogido. Me preocupaba dejar a Ana sola, pero sólo serían unas horas. El tiempo de volver y pedir ayuda médica. Mi amiga la necesitaba con urgencia.

Ya en el coche recorrí la carretera solitaria de camino a la ciudad. No me crucé con ningún un coche. Pronto empecería a caer el sol. Sintonicé la radio. Me sentía muy inquieta desde que me había separado de Ana.

Una voz femenina daba las noticias con voz monótona: un grupo de paramilitares había tomado el Parlamento. Eran un grupo muy numeroso. Uno a uno, estaban tomando todos los edificios institucionales. La cosa era gravísima. Me imaginé el estado de caos que me encontraría. Tal vez no me dejaran entrar. Tendría que localizar a mi familia y amigos. Podían estar en graves apuros a esas horas. Habría que pensar en organizarse. Mi cabeza era un hervidero, pero cuando entré en la vía de acceso principal me encontré con que la ciudad estaba como siempre. La gente paseaba por las calles, indiferente a todo. Nadie parecía preocupado. Todos los comercios estaban abiertos y la gente alternaba en las terrazas de los bares, como cada día a esas horas. Pese a que las noticias alarmantes se difundían ya por todos los rincones como un reguero de pólvora, nada había estallado.

Todo estaba en profunda calma. Extrañamente tranquilo y quieto.

De chica en chica

De Chica en chica es una peli de Sonia Sebastián estrenada en 2015. Había oído hablar de ella durante meses, -desde que arrancó la campaña de crowdfunding hasta que fue avanzando la producción-. Las novedades se sucedían: que si empezaba el casting, que si fichaban a Beatriz Montañez; que si estaban ya rodando… y a cada nuevo dato crecía mi curiosidad y mis expectativas.

Tengo que precisar que no he visto la webserie en la que se basa, así que solo puedo opinar de la película como producto aislado. Tal vez, si estuviera familiarizada con el universo de la serie y los personajes, mi percepción del film sea distinta. Dicho esto…

Primera impresión y… primer escollo… Uhm, a ver cómo digo esto:
Me da la sensación de que detrás de la peli hay mucho entusiasmo y ganas y se agradece el esfuerzo, pero… el resultado es un poco acartonado. De chica en chica es una comedia coral, de enredo que conecta a varios personajes, en Madrid, durante una fiesta en el transcurso de la cual sucederán los habituales malentendidos, confusiones (y confesiones), y donde los personajes tendrán que saldar deudas con el pasado. La protagonista, Inés, una mujer que abandonó a su chica en el altar y cuando ésta estaba embarazada vuelve a visitar a su ex (no sé sabe muy bien por qué) 10 años después y tendrá que afrontar lo que dejó al irse, entre otras cosas, una hija que se cuestiona cómo fue concebida…
Creo que el principal problema (para mí) es que la peli es un conjunto de clichés y situaciones ya muy vistas en comedia. Va a caballo entre Almodóvar (Mujeres al Borde de un Ataque… planea por ahí) y alguna comedia americana estándar, pero le falta mucha chispa.

A veces parece que quiera inclinarse pretendidamente hacia lo absurdo, como en el arranque en Miami que es un poco «pulp», pero se queda a medio camino.

 

En todo caso, es siempre bienvenida una peli de mujeres lesbianas, desenfadada y sin complejos y que se ha estrenado en los cines españoles (con todo el esfuerzo que eso supone en todos los niveles).     Además, aporta visibilidad a nuevos modelos familiares con naturalidad y frescura y de eso no vamos sobrad@s. En ese sentido, tiene toda mi admiración y mi apoyo. Sinceramente, le deseo éxito en las pantallas. Más allá de sus puntos débiles, la peli aguanta el ritmo y está rodada con solvencia ¡¡y más si pensamos en el ajustado presupuesto!!)
Lástima que, ya que se hace ese titánico trabajo de conseguir llevar adelante la película, no se exija (o no se perciba) un poco más de calidad en el guion y más aprovechamiento del casting (a mi juicio flojea la dirección de actores porque no l@s veo creíbles a ninguna@, pese a que se entregan). Destaco entre el grupo a Marina San José que me encanta y siempre está bien y a la jovencísima Mar Ayala en el papel de Candela.
La propia protagonista, Inés (interpretado por Celia Freijeiro) es un ejemplo de personaje plano donde los haya (un poquito en la línea de los de The L-Word), solo definido por su carácter de conquistadora de mujeres (llevado a extremos paródicos). Hubiera preferido que le dieran algún matiz más…
En definitiva, que si no fuera por la simpatía que me inspira el proyecto, tendría una opinión bastante pobre de la peli.
Destaco: la aparición de Jane Badler, icono de los ochenta gracias a su papel de Diana  en «V» y que aquí tiene un simpático papel de mujer despechada (y republicana). Reconozco que ese toque kitsch me ha conquistado.
Critico: que De chica en chica  no haya sido capaz de sobrepasar su voluntad de ser un -bastante burdo- remedo de comedia de enredo y punto. ¡Lástima!

 

 

El Club de lectura

Era un supermercado un poco destartalado.  Tenía parte del género en cajas de cartón abiertas. Ahí tenías que rebuscar en busca de las ofertas de galletas de chocolate o tortas de azúcar. Había de todo: te vendían unas gafas de buzo o una antena parabólica al lado del yogur griego tamaño XXL. Y allí estaba yo buscando un bote de pepinillos alemanes para la ensalada del club de lectura. Nos reuníamos los miércoles por la noche. Éramos siete y últimamente se nos hacía tan tarde que siempre acabábamos cenando cualquier cosa. Así que alguien había sugerido con buen juicio que instauráramos la noche del libro y la ensalada. Amelia, una de nuestras lectoras más participativas había estado rebuscando en mis armarios y había detectado la falta de pepinillos:

—Hay que comprarlos. Ya es bastante triste la ensalada si no. Yo es que con los pepinillos al menos me lleno un poco. ¿No hay un supermercado muy cerca de aquí?

Y no servía de nada discutir. Aunque yo sabía perfectamente que aquello era un capricho y que Amelia, a pesar de sus dietas, cenaba otra vez cuando llegaba a su casa. Por supuesto, ella no iba a ir al súper porque ya estaba muy ocupada ordenando unas fotocopias que se había permitido traer a la sesión con unas sesudas reflexiones que le había sugerido el libro de la semana.

—Una cosita así… que se me ocurrió sobre la marcha y que espero que no os aburra —me dijo con un suspiro de modestia.
La verdad, de eso no podía estar tan segura, Amelia tenía una oscura debilidad por la semiótica.

Estaban a punto de cerrar el súper. Yo ya había encontrado el alimento fetiche de Amelia y estaba en la caja. Delante tenía a un matrimonio que, a juzgar por su carrito, iba a hacer la compra para seis semanas. Eran los últimos clientes.

—¿Le importa que pase?—pregunté a la mujer—, sólo llevo esto.

—Lo siento, es que tenemos prisa —contestó forzando una sonrisa.

No había ninguna caja más abierta. Miré el reloj: nueve y diez. Tendríamos que estar empezando a comentar el libro. Hoy tocaba Sentido y sensibilidad.

—Verá, será un momento—insistí levantando los pepinillos—, sólo es una cosa.
—Pues si la quieres, te esperas, guapa. —La mujer me dio la espalda dando por terminada la conversación. Su marido empezó a poner cajas de leche en la cinta. La cajera, una chica joven de mirada clara y nombre sajón se encogió de hombros, mostrándome su solidaridad. Parecía cansada y se esforzaba por mantener la sonrisa.

Resoplé. A la mierda con los peinillos de Amelia. Dejé el bote junto a unos chicles y lancé un improperio fruto de mi frustración. Un tópico que fue rebatido por el matrimonio con otro tópico que cuestionaba mi educación en un tono algo más vulgar. Salí del súper. En la puerta me crucé con un hombre que exudaba rufianismo por cada poro de su piel. Un perrito que estaba atado a una farola cerca de la puerta también lo debió de detectar, porque gruñó insistentemente. Como me fiaba de su criterio, decidí no alejarme y observar desde la distancia.

Efectivamente, no pasó mucho tiempo sin que el hombre desvelara sus intenciones. Sacó un cuchillo pequeño y amenazó con él al matrimonio de la compra cuartelaria. Realmente, mi primera sensación fue de satisfacción. Eso era justicia poética. Ese matrimonio eran un par de cretinos egoístas, pero la chica de la caja me había caído bien. Quería ayudarla. Hice un pacto con el perrito de la puerta. El heroísmo iba a ser compartido. El hombre del cuchillo estaba apremiando a la chica para que vaciara la caja. Había que darse prisa. Desaté al perrito, que entró a toda pastilla en el super. No hizo falta que llamáramos a un traductor canino para explicarle el plan. Su animadversión hacia el asaltante permanecía intacta y corrió hacia él ladrando y armando escándalo. La táctica del despiste funcionó. El hombre miró al perro, desconcertado, sin saber si perseguirlo, amenazarlo o ceder ante él. Yo pude entrar y ganar su espalda y en una maniobra que fue más sencilla de lo que me gustaría admitir, desarmarlo. No era un atracador profesional y tampoco era muy fuerte. Aún así me pegó un pisotón monumental. La chica de la caja, Greta, según rezaba su escarapela, gritó. El hombre me empujó, clavándome su huesuda rodilla en el muslo y huyó. Nadie fue tras él, pero respiramos aliviados. Al menos estábamos a salvo todos. Hasta hice las paces con el matrimonio de amargados. El perrito acudió a celebrar el éxito de la operación. No sabíamos quién era su dueño. Resultó ser el compañero canino de un hombre que estaba en el videoclub de enfrente. Con el jaleo del atraco fallido, hubo que esperar a la policía, así que la noche fue cayendo. Cuando ya por fin me iba a casa, Greta me llamó y me alcanzó en la calle. Sonreía de una manera franca y hermosa, como sonríe la gente auténtica que da por sentado su nobleza de espíritu. Sacó un bote de peinillos y me los ofreció:

—Parecía que te hacían mucha ilusión.

Yo me reí y le conté la historia de Amelia  y del club de lectura.

—Me encanta Sentido y Sensiblidad —dijo—. Y opino que Marianne debería haberse casado con Willoughby y no con el coronel. Creo que el verdadero amor tiene que triunfar siempre.

Le hice saber que me parecía una opinión algo controvertida en cuanto a que no estaba claro que Willoughby no fuera otra cosa que un interesado playboy, y en cambio el coronel Brandon era bueno y una mejor opción para Marianne. Pero Greta sentía que la pasión no se puede encauzar hacia lo más recomendable, no al menos sin pagar el precio de la cobarde resignación.

Invité a Greta a nuestra sesión. Si nos dábamos prisa aún podíamos llegar. Cuando abrí la puerta de mi casa, la luz estaba encendida. Llamé a Amelia, pero no respondió nadie. Entré con Greta al salón. Allí estaban mis amigos del club de lectura sentados en sus sillones y todos sin excepción… profundamente dormidos. Algunos tenían la cabeza echada hacia atrás, otros apoyaban la barbilla en el pecho. Algún que otro ronquido planeaba por la sala.

—¿Esto es normal? —preguntó  Greta.

Amelia estaba en una silla frente al resto de amigos. Tenía algunos folios sobre las rodillas. Otros habían caído a sus pies. También se había quedado frita. Parecía haber sucumbido a su propia exposición.

—Hoy es una noche un poco atípica —convine.

Yo seguía con los pepinillos en la mano. Si conseguíamos resucitar al grupo, aún podíamos seguir hablando de Sentido y Sensibilidad. Seguramente ya era tarde para la ensalada. Amelia dio un cabezazo. Pareció que iba a despertarse, pero, en el último momento, cayó de nuevo en su sopor.
Greta me cogió de la mano:

—¿Qué te parece si los dejamos aquí y nos vamos a cenar tú y yo?

Sonreí. No sé si aquello demostraba mucha sensibilidad, pero me pareció que tenía mucho, mucho sentido.