Si te gusta escribir seguro que has escuchado lo aconsejable que es conectar con las propias memorias y vivencias. No es solo un modo de satisfacer una necesidad explicativa, también es práctico. Siempre se nos dice: «escribe de lo que conoces». Y es un buen consejo para empezar. Imaginar lo que no hemos vivido es difícil (no imposible) y lo más probable es que solo consigamos un sucedáneo falso y postizo a partir de ideas preconcebidas. En cambio, si trabajamos con lo vivido y lo contamos o empleamos para impulsarnos, algo auténtico puede emerger.
Escribir sobre la experiencia personal es valioso, no solo porque enseña y proporciona material para trabajar y practicar, sino porque permite que aportemos al mundo nuestra visión y perspectiva, nuestra realidad. Si tod@s hiciéramos esto con honestidad y sin la necesidad de encajar o agradar, tal vez el mundo sería más diverso y rico. También si los distribuidores permitieran y se arriesgaran más con lo que publican o emiten, claro.
Por suerte, cada vez hay menos filtros y más visibilidad de minorías, pero eso no garantiza que seamos más libres o diversas. Para contar una experiencia de modo genuino hay que observarla primero, comprenderla y traspasar lo superficial o evidente. Si nos descuidamos, caemos en el riesgo de estereotipar nuestra identidad o comunidad y sentirnos sastisfech@s por haber cumplido una cuota.
A propósito de esto, leía del filósofo Byung-Chul Han que, a pesar de lo que pueda parecer, hoy en día, vivimos en la tiranía de lo igual. Nos alimentamos de lo mismo, nos relacionamos con los de nuestro grupo, reafirmamos nuestras ideas, excluyendo lo que no es como nosotros o afín. Así creamos mundos homogéneos y exclusivos viviendo la ilusión de estar siendo auténticos y diferentes.
Tiene sentido en un sistema tan conectado acabar siguiendo tendencias, pero ¿a qué precio? Al final, lo que escribes, lees, compartes o retuiteas (sea cual sea la red) es lo que se extiende y lo que ve definiendo el mapa del mundo, nuestra conciencia y nuestros límites. Y comprender eso es importante.
Nosotr@s mism@s nos convertimos en clichés al hacer nuestros mundos pequeños. Por no hablar de la utilización interesada de la diferencia. La diversidad no debería ser una política de lo correcto para ganar votos de popularidad, o una manera muy descarada de vender (ay, qué ganas tengo de comprar una mascarilla con los colores del arcoíris), sino una consecuencia, una manera natural de reflejar nuestra variedad (a la vez que una modo de evidenciar nuestra semejanza última y esencial).
En todo caso, en el ámbito de la escritura, una manera de escapar de la tiranía de lo igual es alejarte del pasado y liberar tu visión. El pasado no es solo tu memoria de la niñez o de hace diez años, es un velo que cubre cada cosa que miras hoy.
Sí: hoy.
Se dice que, cuando el niño aprende la palabra árbol, deja de ver el árbol. Y así es, porque, a partir de ese momento, empieza a ver sus conceptos sobre el árbol, sus juicios y etiquetas y ya es incapaz de ver lo que tiene delante, que está vivo y es novedoso. Nos enfrentamos a un dilema aquí, pues, escribir es un modo de fijar algo que está abierto y latente, así que la operación de etiquetar y encasillar parece inevitable e inherente al acto de escribir.
Tal vez sea así, pero siempre hay algo que se puede hacer. Lo conocido se puede abordar desde lo desconocido. Es posible ver con nueva mirada cada situación, escena, paisaje y personaje.
Es evidente que también tenemos prejuicios enormes con nuestros personajes y los convertimos en caricaturas. Sucede porque no los conocemos bien, porque echamos mano de nuestro archivo mental y reducimos a esa persona imaginaria a unos rasgos más limitados aún de los que tendría en la vida ordinaria. Pero, ¿cómo no va a ser así si hacemos esto en cada interacción personal? Interactuamos con el otro según la visión parcial que tenemos, las ideas, los preconceptos y todo lo que guardamos en nuestro almacén sobre esa persona. Y así encarcelamos a la gente y encarcelamos a nuestros personajes. Los hacemos todos iguales porque los vemos a tod@s iguales (aunque sea dentro de categorías) y porque todas las personas nos estamos volviendo iguales.
¿Opciones? Las hay. Por ejemplo, esforzarse por mirar sin juicio ni prejuicio, más fácil de decir que de hacer, porque es un cometido que implica tomar un papel activo.
Y, sin embrago, esta ha sido una pretensión de la literatura desde siempre. Ahí tenemos los famosos ejercicios de desfamiliarización, cuyo objetivo es «ver» algo de forma novedosa y así contarlo con frescura. L@s escritor@s siempre han sabido que en la palabra y la visión está su poder creativo y que este poder se puede activar con atención y presencia. El escritor o escritora, ante todo mira de una manera intencional.
Hacer esto de forma aplicada y consciente nos ayuda a penetrar en el alma de ese objeto (o situación) y nos permite, si nos comprometemos a empezar a observar todo así, ofrecer escenas más vivas, extraordinarias y llenas de misterio (no de suspense, del misterio de lo vivo).
Propuesta: toma un objeto de tu entorno, algo cotidiano, por ejemplo una lámpara de pie. Obsérvala como si nunca antes hubieras visto una en tu vida; como si no supieras ni de lámparas, ni de bombillas y trata de describir lo que ves. Quizá empieces por la descripción de su forma o características y seguro que después te preguntas por su función. ¿No es bastante maravilloso que apretando una parte de ese objeto se pueda disipar la oscuridad de una habitación? Déjate sorprender por el resultado de este ejercicio, el momento en que ese objeto cotidiano se convierte en algo que ves de modo distinto después de años y décadas viendo solo una insulsa lámpara.
Puedes hacer esto también con tu gato, tu hermano, una vecina… oh, qué sorpresas te esperan.