Cuando pienso en Ernest Hemingway, me viene a la mente, antes que nada, la palabra vital. Masculino, dinámico, activo, certero, salvaje y primario son otros adjetivos que entran en mi pensamiento. Porque no hay duda de que Hemingway era (o se vendía) como una fuerza de la naturaleza. Pero, ¿es eso bueno, la esencia, la ausencia de artificio, de sensibilidad? Me encojo de hombros: ni bueno ni malo, supongo.
Es sabido que Hemingway era amante de la caza, los toros, la violencia, un bebedor insaciable, el escritor macho por excelencia. Todo esto forma parte ya del mito. También es conocida su homofobia. De acuerdo, eran otros tiempos los suyos en los que se exaltaban otros valores (y se acallaban los que a mí más me importan). Aún así, con sus sombras y sus luces, Hemingway es Hemingway…
En el libro París era una fiesta (A moveable feast, 1964), una delicia de libro por cierto, hay un capítulo titulado «Miss Stein da enseñanzas» que me ha resultado muy curioso.
Situémonos: París años veinte, Hemingway es un veinteañero, que tras ser herido en la Primera Guerra Mundial y trabajando como corresponsal, se traslada a París, seducido por los artistas y escritores allí establecidos. Allí coincide con Gertrude Stein, autora célebre y centro de la intelectualidad parisina de entreguerra. Coleccionista de arte, mecenas, mujer genial, escritora brillante y lesbiana. Todo un carácter.
Imaginemos a los dos en la casa de Stein en el número 27 de Rue de Fleurus, cara a cara, tomando una copita.
Miss Stein pensaba que en materia sexual yo era un ser primitivo, y debo admitir que me quedaban prejuicios contra la homosexualidad ya que conocía sus aspectos más toscos. La conocía como la razón para que un muchacho tuviera que llevar un cuchillo y estar dispuesto a usarlo cuando se encontraba en compañía de vagabundos, en los días en que la palabra «lobo» ya tenía un sentido obsceno en América, pero no designaba precisamente, como ahora, a un obseso por las mujeres.
Entonces relata Hemingway sórdidas visiones de hombres depredadores en su juventud en Kansas City y Chicago.
Miss Stein me hacía muchas preguntas y yo trataba de explicarle que cuando un muchacho andaba en compañía de hombres tenía que estar dispuesto a matar a cualquiera, y saber cómo se hace y realmente sentirse capaz de hacerlo, si no quería ser “molestado”, para decirlo con un término accrochable. Cuando alguien se siente capaz de matar los demás se daban cuenta enseguida y lo dejan en paz, aunque siempre había ciertas situaciones a las que no convenía dejarse llevar ni por la fuerza ni por la trampa.
Recuerda también una convalecencia en el hospital, durante la cual un caballero le procuraba demasiadas atenciones:
—¿Y el sujeto de Milán a quien debo compadecer no estaba acaso queriendo corromperme?
y Gertude Stein, socarrona, le responde:
—Pero no diga tonterías. ¿Quién va a corromperlo a usted? ¿Quién puede corromper a alguien que es capaz de mezclar alcohol blanco con una botella de Marsala? No, hombre, era un viejo desgraciado que no podía contenerse. Estaba enfermo y usted debería compadecerle.
Avanza esta curiosa charla, en la que él se encuentra incómodo y ella parece tantearle.
No era yo el que había empezado aquella conversación, y me pareció que se ponía peligrosa. Casi nunca había ninguna pausa en una conversación con Miss Stein, pero estábamos en una pausa y ella quería decirme algo y llené mi copa. —La verdad, Hemingway, es que en esta cuestión usted es un ignorante -dijo ella. -Solamente conoció a delincuentes convictos y a enfermos y viciosos. El punto decisivo es el que el acto que cometen los homosexuales masculinos es feo y repelente, y después se tienen asco a sí mismos. Se emborrachan y se drogan para apagar el asco, pero su acto les repugna y siempre están cambiando de partenaires y nunca logran ser verdaderamente felices.
—Ya me di cuenta. —¿Está seguro de que lo comprende?
y entonces ella, que aún no ha acabado de dar su visión de la homosexualidad, remata:
—Entre mujeres es lo contrario. No hacen nada que les dé asco ni nada repulsivo; y luego son felices y pueden pasar juntas una vida feliz.
—¿Y qué piensa de Fulana? —dije.
—Es una viciosa —sentó Miss Stein. —Es viciosa de verdad, y claro, no logra sentirse feliz más que con gente nueva. Es una corruptora.
—Comprendo.En aquellos días habían tantas cosas nuevas para comprender, que me sentí aliviado cuando cambiamos de conversación.
Parece que Hemingway no comprende, la verdad. Se ve a las claras que todo el intercambio entre ellos está lleno de prejuicios (por ambas partes). Así que, según Gertrude Stein, la homosexualidad masculina es vergonzante, pero la femenina, no… un punto de vista cuando menos partidista…
La conversación parece un baile, en el que ella quiera guiar y él se resiste a entrar del todo. Y aún así no deja de ser muy divertido imaginarse al joven escritor teniendo esta conversación con la eminente Stein.
Con todo, tenemos que tener en cuenta que este libro está escrito entre 1957 y 1960 (y publicado de forma póstuma). En él, Hemingway rememora las experiencias de aquellos años de juventud en París, pero no hemos de fiarnos del todo del viejo Hem.
Él mismo, en el prefacio, escrito en 1960, deja un buen apunte:
«Si el lector lo prefiere, puede considerar el libro como obra de ficción. Pero siempre cabe la posibilidad de que un libro de ficción arroje alguna luz sobre las cosas que fueron antes contadas con hechos».
Lo que sí parece es que, ficción o realidad, el autor norteamericano ofrece una opinión. Aunque expresó siempre de forma muy viva su intolerancia sexual (o quizá precisamente por eso), se ha especulado mucho sobre una supuesta homosexualidad reprimida en Hemingway (Ava Gardner lo insinuó en sus memorias; Zelda Fitzgerald también dejo caer que entre su marido y Hemingway había algo más que amistad…). Pero de esto último, si es que existió, no hay nada escrito en París era una fiesta…