Abrir el grifo (de la creatividad)

Además de ser espectadores del mundo en su variedad de manifestaciones, a los seres humanos nos gusta expresar nuestra visión y compartir nuestra esencia creativamente.

Pintar, bordar, inventar una canción, escribir  un diario o cartas manuscritas…  hay muchas opciones y no todas implican la palabra, aunque casi todas exigen el compromiso de la práctica. Y es que, con las obligaciones diarias y con tanta oferta de consumo tentándonos, es difícil encontar el tiempo para cultivar la propia vision. Y sin embargo, vale la pena tomar el rol activo de vez en cuando.

Me resulta gratificante cuando tengo ocasión de ayudar a alguien a escribir o a permitirse ser más creativ@. Permitirse: esa es la cuestión, porque, a menudo, lo que bloquea a las personas que quisieran escribir (quizá incluso descubrir si de verdad esto les podría gustar) es el miedo a hacerlo mal.

Miedo a hacerlo mal. Vale la pena repetirlo, porque, aunque suene a generalización, ese temor atenaza, previene e inhibe la creatividad.

A menudo tengo que tranquilizar a esa persona, que me mira como si estuviéramos esperando al dentista: «Calma. Va a ser divertido, ya verás». El escepticismo sigue ahí, asomando entre el cosquilleo y la prudencia. ¿Divertido?

Llegad@s a este punto me encanta la metáfora del grifo nunca usado. Sabes que ese grifo existe, tienes (mucha) curiosidad, por fin te decides, das la vuelta a la llave y sale… barro. Entonces te asustas  (o avergüenzas) y lo cierras a toda prisa. Te marchas bien lejos: «¿Cómo se me ocurrió pensar que ese viejo grifo iba a servir de algo?»

Pasan un par de años y vuelves a intentarlo. A fin de cuentas, si hay un grifo por algo será, ¿no? Tal vez ahora… Pero ahí está el barro de nuevo, tan deprimente y pardusco como siempre. ¡Uf!

A menudo aquí hay también expectativas sobredimensionadas o una especie de parálisis reverencial ante algo que está al alcance de tod@s nosotr@s. Porque ese momento que deseas consagrar a tu cuaderno de notas no tiene que ser tu oportunidad de ganar el Pulitzer, sino la opción de explorar otras partes de ti o simplemente de pasar un buen rato. Sin más y porque sí.

A las obras maestras se llega con esfuerzo, dedicación y entrega, pero no todo el mundo tiene que optar por ese camino de sacrificio y disciplina para disfrutar de la escritura. Los escritores de primera línea ‘solo’ representan la excelencia de una práctica a la que también nosotr@s tenemos derecho en la medida de nuestras posibilidades.

Entonces, ¿qué pasaría si, en lugar de cerrar y salir corriendo, dejáramos el grifo abierto un tiempo? Con paciencia, confianza, sin miedo… Voilà!

Escribir es así tambien. Permite que el agua corra y algún día, después del barro, verás algo maravilloso, verás… cal! ¡No, esto último es broma! O bueno… no del todo, pero ese será otro tema que no conseguirá borrar tu sonrisa, porque, a medida que abres, va importándote menos el juicio y la inspección de calidad. El agua (con su dureza, su calidad y su caudal particular) es tuya. ¿Y sabes qué? No tiene que ser perfecta, solo tuya!

La expresión única de lo que tienes dentro, eso es creatividad y, sea como sea en este momento, es un punto perfecto desde el que arrancar.

Así que, vamos, empieza. ¡Abre el grifo!

Contemplar

Admiro a esos escritores que se retiran del mundo bullicioso de las ciudades y, asistidos por la ventaja que otorga el ser hábil con la palabra escrita, nos narran experiencias de contacto con la naturaleza y la vida interior.

Quizá porque la de escribir es una tarea solitaria, de entrega y observación, se producen revelaciones que a menudo resplandecen en lo trivial. No surgen entonces tramas llenas de complejidad ni elaborados intelectualismos, sino que brota la simplicidad: en una rama huérfana y seca y sin embargo dorada y pulida como un cilindro de oro; en la última hoja del árbol caduco, que aún aguanta, esperando su momento; en la piedrecita que al ser levantada de la tierra deja un hueco, personal como una huella, imposible de llenar por ninguna otra; en el sonido seco de una excavadora que dialoga con el gorjeo de una paloma… “Tro-tro-tro… ruu-ruu-ruu… tro-tro…ruu-ruu”…

Lo cotidiano parece tener un eco de trascendencia.

Tal vez los artesanos, los músicos y los jardineros asisten también a tales maravillas, pero a diferencia de escritores, y con gran humildad, jamás aspiran a plasmarlas con palabras. Vivencia efímera, queda el regalo solo en el alma, sin necesidad de exhibir el hallazgo.

Y surge una pregunta. ¿Acaso es necesario compartirlo todo?

Si algo no se cuenta, ¿deja de existir?

Puede que el mérito esté (¿simplemente?) en contemplar.

Fin de la historia

A veces las cosas suceden así.

Basta una llamada para cambiarlo todo.

Cuando descolgué el auricular, ya sabía que Daisy estaba muerta.

Decir que soy clarividente sería faltar a la verdad.

Es más apropiado entender que el destino es una carretera de una sola dirección.

Fue tan solo necesario escuchar a mi corazón, o, tal vez, fijar la vista en la palidez de su rostro el último día para saber cómo acabaría esta historia.

Ganamos o perdemos las batallas y Daisy la perdió.

Había tratado de enamorar a Omar y ese fue su error, castigado muy cruelmente, sí.

Independientemente de la perfidia de Cupido, la vida después de Daisy es imposible y tendré que afrontar eso en breve.

Jugábamos ella y yo al todo o nada, sin el modo de encontrar un acuerdo tibio, una salida satisfactoria para los dos.

Kafkiana sería la mejor definición de nuestra relación, ilógica, absurda, unida y enfrentada por la obstinación de Daisy.

Lo dejó bien claro cuando me dijo que, si Omar rechazaba su amor, acabaría con todo.

Me asusté mucho en esa ocasión.

No es fácil ser consejero cuando el corazón está implicado secreta, intensamente.

Ñoñerías sin sentido salían de sus labios, todas dedicadas a ese donjuan.

O alimentaba sus delirios de amor por el otro o cargaba su furia contra mí.

Pero Omar era frívolo, corto de entendederas y, acostumbrado a gustar a las mujeres, tan solo se dejaba adular por Daisy.

Quisiera que todo hubiera sido distinto, que ella me hubiera elegido a mí.

Robar su corazón, ese era mi anhelo, ya que supe bien pronto que nunca me lo entregaría de otro modo.

Soporté, no obstante, el dolor de esa evidencia y actué como el amigo fiel y desinteresado.

Temblaba mi ánimo con cada nueva noticia de Omar.

Una y otra vez evité que ella se lanzara en sus brazos, inventando motivos, mintiendo, interceptando sus notas de amor.

Venenoso como era, pero sabiendo que era la única manera de impedir aquel romance.

Whiskys a deshoras, amantes adictas a sustancias, todo intenté para desacreditarlo, sin fortuna.

Xerografié por fin una carta de Omar para copiar su estúpida caligrafía y, en un ejercicio de virtuosa imitación, escribí una nueva, llenándola de humillación y desprecio.

Y se la envié a Daisy que, haciendo gala de su fidelidad a la palabra dada, optó por la solución más dramática.

Zanjé el asunto de la forma más poética posible y ahora, antes de obrar también yo en consecuencia con mis actos, me consuelo pensando que nada hay más bello que… dos suicidios por amor.

El regreso

Rex llevaba ya tres días en casa. Había comido mucho y dormido hora tras hora, pero se negaba a beber. No importaba lo que intentáramos. El perro reaccionaba igual que un poseído frente al agua bendita.

Pero estábamos felices. El fiel compañero, nuestro querido Rex, uno más de la familia (quizá el preferido de todos), había reaparecido sano y salvo. De su aventura regresaba sucio y más delgado, pero, por lo demás, seguía siendo él, con su trufa negra, el morro color fuego, el pecho blanco y su inconfundible espolón. Y sin embargo, había algo distinto. A raíz de su desaparición, sus ojos emitían aquella especie de luz…

Yo fui la primera en advertirlo. Llegué a casa de noche y Rex me esperaba en el jardín. Solo distinguía dos puntos verdes, demasiado brillantes, espectrales. Me sobresalté, pero Antonio encendió las luces enseguida y después Rex se abalanzó sobre mí, sus pesadas patas sobre mis hombros.

No volví a pensar en ello hasta que Antonio lo mencionó.

—Me levanté a mear —dijo— y vi dos luces verdes en el comedor. Creí que habías comprado unas nuevas Led. Luego se apagaron.

Le dije que era Rex, pero no me creyó. Había algo antinatural en aquel brillo, ¿cómo explicarlo?

El perro parecía el de siempre, resoplidos, carreras y abrazos peludos. Sus ojos,  en la claridad del día, eran perfectamente normales, los de un perro de 50 kilos, acuosos, oscuros y opacos, pero en ausencia de toda luz brillaban con la melancolía de un faro.

Consulté con el veterinario. ¿Era probable que su obstinación ante el agua produjera un efecto peculiar en su visión?

El veterinario me despidió con una sonrisa condescendiente: “¿Quién ha leído el perro de los Baskerville últimamente?” Le aseguré que yo no. Insistió en que Rex estaba sano y dijo que con toda seguridad bebía de alguna fuente que desconocíamos. Sus análisis demostraban que estaba hidratado.

Luego llegó el lío de Sonia y su anuncio de boda. La casa se revolucionó. Apenas podía pensar en Rex, pero a veces me parecía que el perro nos observaba, y creía captar su aburrimiento, como si ya no nos tolerase. Otras, lo encontraba frente a la ventana, con la mirada ausente en el infinito.

Una noche escuché un ruido en la puerta y me levanté. Era de madrugada y Antonio dormía a pierna suelta. Llamé a Rex, pero no acudió a mi llamada. Para mi sorpresa, la puerta estaba abierta, a pesar de la cerradura de seguridad. No parecía forzada, como si alguien hubiera salido de casa con descuido. Me apresuré a cerrar y en el umbral distinguí las huellas húmedas de un animal.

Miré a lo lejos en la noche. Más allá de nuestra casa, el viento soplaba en la vastedad sin urbanizar.

—¿Rex? —grité.

Entonces en la distancia, a ras de suelo, atisbé dos puntos verdes, radiantes como estrellas, que tras emitir su celeste señal se sumieron de nuevo en la oscuridad.

Supe que el perro no regresaría.

Rex bebía de otra fuente.