Admiro a esos escritores que se retiran del mundo bullicioso de las ciudades y, asistidos por la ventaja que otorga el ser hábil con la palabra escrita, nos narran experiencias de contacto con la naturaleza y la vida interior.
Quizá porque la de escribir es una tarea solitaria, de entrega y observación, se producen revelaciones que a menudo resplandecen en lo trivial. No surgen entonces tramas llenas de complejidad ni elaborados intelectualismos, sino que brota la simplicidad: en una rama huérfana y seca y sin embargo dorada y pulida como un cilindro de oro; en la última hoja del árbol caduco, que aún aguanta, esperando su momento; en la piedrecita que al ser levantada de la tierra deja un hueco, personal como una huella, imposible de llenar por ninguna otra; en el sonido seco de una excavadora que dialoga con el gorjeo de una paloma… “Tro-tro-tro… ruu-ruu-ruu… tro-tro…ruu-ruu”…
Lo cotidiano parece tener un eco de trascendencia.
Tal vez los artesanos, los músicos y los jardineros asisten también a tales maravillas, pero a diferencia de escritores, y con gran humildad, jamás aspiran a plasmarlas con palabras. Vivencia efímera, queda el regalo solo en el alma, sin necesidad de exhibir el hallazgo.
Y surge una pregunta. ¿Acaso es necesario compartirlo todo?
Si algo no se cuenta, ¿deja de existir?
Puede que el mérito esté (¿simplemente?) en contemplar.
Profundas palabras de pensamiento.
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