Ese poder

Hoy me ha sorprendido que tengamos ese poder de presionar la redonda punta de un bolígrafo y hacerla danzar sobre un papel y, dirigiendo la mano o, mejor aún, dejándola ir, maravillarnos ante lo que manifiesta su rastro de tinta.

Podemos…

Excitar la imaginación de quien nos lee y provocar en la mente -cómplice o curiosa- chispas y fantasmagorías y alguna imagen clara arrancada a los brazos del caos: una voz, una falda de colores, un olor a curry.

Apresar el mundo que se insinúa, travieso, más allá de la ventana y que veloz se transforma, pero del que podemos aquí, con la danza del bolígrafo, dejar un registro, una huella, sea torpe o inspirada.

Buscar sentido a eso vago que hay en nosotros, un dolorcito, unas cosquillas que insinúan algo más (¿pero qué?)

Retener dulcemente, como un gorrión entre las manos, la frase que nuestra amiga dejó volar en el aire antes de partir en tren.

¿Y qué hay de esa idea que alguien hizo resonar en nosotro@s y es necesario ver latir en el papel para lograr entender? «¡Ah, era eso!»

Aspirar tal vez un día (como hizo aquel maestro) a capturar la soledad de una mujer en la voluta de humo de un cigarrillo entregándose a la luz.

Confiar en que el tiempo entregado no es en vano y en que, si la experiencia se puede comunicar, si la vida se puede simplificar y a la vez volver más profunda y compleja, si se puede salvar de ser anécdota… es aquí, en este baile.

Entregarnos con confianza, apuntando, palabra a palabra, pacientes e impacientes, abiert@s al descubrimiento, anhelantes de revelaciones…

Sí, hoy me ha sorprendido que, al alcance de la mano, tengamos ese poder.

La voz

Dijeron que el viaje me iría bien. Lo dijo Elena, ¿o fue mi instinto? Sin duda fue ella la primera que me instó a escuchar a mi voz interior. Eso fue después de las peleas y la ruptura y yo aún no distinguía bien sus gritos de aquella mi propia voz. Mi interior sonaba como ella, con tono agudo, con frases secas y admonitorias. Desde hacía diez días permanecía alerta, escuchando y… acatando. «Deja el trabajo», me despedí; «Viaja», me embarqué; «No comas esa pasta», aparté el plato en apariencia delicioso; «Mantente despierta», acumulaba ya tres noches en vela.

En ese momento, en la cubierta solo había un hombre. Estaba de espaldas a mí, asomado al mar. No era muy alto y su abrigo largo le hacía parecer más bajo. A su lado, sujetos por una única correa, reposaban dos perros: un shar pei y otro pequeño y mestizo, ligero como un zapatito.  Intuí que el desconocido estaba a punto de hacer algo perverso. La sensación de peligro era inconfundible. Según Elena, si no obedecía a mi intuición, tendría que asumir las consecuencias para siempre. Ella había tenido claro que, abandonarme sin opción de réplica, era ser coherente con el mandato de su voz. «Actúa», decía ahora la mía con el matiz duro que Elena daba a cada imperativo.

El viento agitaba las banderas, y el mar, picado y gris, se revolvía llevándonos arriba y abajo sobre nuestros pies. El hombre avanzó un paso hacia la barandilla y supe que era inminente que lanzara a los perros por la borda. ¿Por qué querría hacerlo? Eso era lo de menos. Me sitúe a su lado dispuesta a disuadirlo. Apoyé los codos en la baranda, tratando de aguantar la vertical en aquel día tan desapacible. «Buenos días», le dije, clavando mis ojos en él y marcando cada palabra con intención. El hombre, de piel oscura y mirada suave, me devolvió el saludo con un acento asiático. El Shar pei, más gordo y arrugado de la cuenta, olfateó en mi dirección y su dueño estiró de la correa mientras mis músculos se tensaban de expectación.  En un gesto rápido el hombre se inclinó hacia el perro, le dio una palmadita en la cabeza y le ofreció un trozo de pan. Después se alejó con los dos canes, desapareciendo de mi campo visual, borroso por la fatiga.

Había evitado el desastre, ¿y ahora qué? La falta de sueño, y el vaivén furioso del barco, me hicieron tambalear y caer al suelo. Mi cuerpo quería regresar al camarote, dormir tras horas de vigilia, pero la vocecita no me lo permitía. «Espera».

En ese momento vi a la mujer con el bebé. Estaban al otro lado de la cubierta. Ella lo mecía en brazos y parecía cantarle a la oreja. Mi instinto se despertó y la voz habló una vez más. Estaba agotada, pero tenía que actuar…

Writer’s block, por Gioconda Belli

Las palabras me evaden.
Corren. Huyen de mí.
Sentada frente al ordenador,
Impotente, miro la pantalla como si alguien compasivo
habitara dentro y pudiese ayudarme.
Por días he navegado ríos de imágenes e ideas sugerentes
Pienso: Ya la tengo. Ahora sí podré escribir la obra que he esperado de mí.
Pero los dedos vacilan ante las teclas
y la melodía no surge. Agonizo embrocada sobre la tarde.
Hundo mi cabeza en libros sin poder leerlos.
Como bandadas de palomas asustadas se alzan las palabras cuando me acerco.
Sólo sus alas oigo. Sólo percibo la belleza que las habita.
Una que otra regresa. Se posa a mis pies. Come alpiste de mi mano.
Las demás me miran amenazantes desde los aleros
o se convierten en hormigas.
Hormigas negras sobre el escritorio,
Corriendo,
Huyendo de mí.

Mi íntima multitud, 2003