Libro nuevo y macguffins

Ayer por fin le di al botón de «publicar» de Amazon. Era algo que no sucedía desde finales de 2018, por lo que es una buena noticia.

Bien sabe cualquier autor independiente que esto de autopublicar (sin presupuesto) no es otra cosa que el arte de llevar el do it yourself hasta las últimas consecuencias. Escribe tú, edita tú, maqueta tú, diseña tú…. Lo positivo es que se puede (cada vez hay mejores herramientas) y no se precisan permisos ni aprobaciones. Lo negativo, que se pierden los filtros de calidad y -si no inviertes algo de dinero- prescindes de servicios muy profesionales y deseables que pueden llevar el libro al siguiente nivel. Pero bueno, suplo esto último con mi autoexigencia y -por lo demás- me quedo con la satisfacción de haber logrado culminar el hito en la medida de mis posibilidades.

la mujer orquesta en tares de creación de portadas

¿Por qué un libro?

Bueno, como dice alguien que conozco… más bien, ¿por qué no?

Escribí Madame Tutú y la urna funeraria en primer lugar y ante todo como un entretenimiento para mí misma. En estos meses tan densos y pesados quería sentir el soplo fresco de la ficción. Y para mí era importante reconectar con la ficción con mucha humildad y sin pretensiones.

Es lo que siempre recomiendo cuando alguien me cuenta que se siente bloqueado… Empieza sin más, diviértete un poco y ya.
Yo quería eso: volver a escribir una historia de principio a fin, crear un mundo y sus personajes.

Es cierto que ya había hecho esto con tres obras de teatro en este tiempo (que me han dado mucha satisfacción y oxígeno), pero deseaba regresar a la novela breve. La novela implica otros desafíos, no tiene limitaciones argumentales y se puede compartir con más gente.

En esta ocasión quería hacer algo del tipo de sus películas británicas: evasivo y dinámico. Me apetecía muchísimo inventar una historia con MacGuffin.

¿Y de dónde vino la idea? Hitch, always.

Como digo, la mía es ante todo una historia ligera y (espero) divertida. Como he expresado ya más de una vez, Hitchcock es uno de mis directores clásicos favoritos. Sus películas me han inspirado, entretenido, asustado, y seducido desde la infancia y forman parte de mi imaginario.

Un MacGuffin es, por así decirlo, una excusa argumental que no es lo más importante, pero permite que toda la historia avance y exista. Como ejemplos, es lo que sucede con La organización criminal “39 escalones” en 39 escalones, la melodía que es una fórmula secreta en Alarma en el expreso; El uranio en Encadenados, el abrigo y el cinturón en Inocencia y juventud; el microfilm en Con la muerte en los talones etc, etc.

Estos son los pretextos para que Hitch se despliegue y ponga en marcha su maquinaria.

¿MacQué?

Hitchcock explicaba en sus famosas conversaciones con Truffaut la historia que da origen a este gracioso nombre:

”La palabra procede de esta historia: Van dos hombres en un tren y uno de ellos le dice al otro “¿Qué es ese paquete que hay en el maletero que tiene sobre su cabeza?”. El otro contesta: “Ah, eso es un McGuffin”. El primero insiste: “¿Qué es un McGuffin?”, y su compañero de viaje le responde: “Un MacGuffin es un aparato para cazar leones en Escocia”. “Pero si en Escocia no hay leones”, le espeta el primer hombre. “Entonces eso de ahí no es un MacGuffin”, le responde el otro”.

Kiss, Kiss, bang, bang!!

Bueno, pues ese espíritu de la historia que transcurre en exteriores, con aventuras, peripecias y enredos es el que quería capturar yo. Supone un reto de creación de la trama y después de mantenerse en un código ligero, con humor, acción y ritmo.

No en vano, otra de las grandes referencias para mí ha sido el Pulp. Es un género que me encanta por estética y frescura… me gustan los toques exóticos en las historias… apellidos franceses, dragones chinos, urnas misteriosas…

Veréis que Madame Tutú es como una película, porque yo soy muy visual escribiéndo (quizá es que no lo sé hacer de otro modo). Por eso la portada también parece de una peli con fotogramas.

La premisa de mi novela es un encargo que se complica. Una misteriosa mujer con la pierna escayolada, Madame Tutú, contrata a la protagonista para que la lleve hasta Bretaña en coche a depositar las cenizas de su madre en el panteón familiar. A partir de ahí… comienza la aventura.

Me gusta pensar que a Hitchcock le hubiera divertido algo así (más aún con su humor tan negro 🙂).

¿Qué más?

En cierto modo era consciente de que estaba reinterpretando algunos temas de Vendrá la noche (el viaje en coche, dos desconocidas, la seducción y el peligro), pero esta vez era en otro registro muy distinto, así que eso también ha sido divertido… como las variaciones musicales que te ayudan a disfrutar un tema desde distintos ángulos.

Otro de los retos (y creo que con este libro me planto) ha sido el de emplear el punto de vista limitado a un solo personaje. Escojo esto cuando quiero subrayar el misterio y que el lector acompañe en primera persona al personaje que sostiene el punto de vista (Jata). Es limitante para todos, pero también estimulante y cumple su papel (espero).

Una fuerte necesidad interior era tener localizaciones en exteriores, mucho aire libre y cero restricciones pandémicas. En mi historia, que es contemporánea, no existe ninguna emergencia sanitaria, aunque el mundo sufre las mismas desigualdades y retos que el nuestro. Simplemente, no quería ese engorroso tema en mi libro. Al fin y al cabo, se trataba de evadirme, ¿no?

En el libro, todo sucede en tres días primaverales. Partimos de Alicante y pasaremos por Navarra, Biarritz y Londres. Aire libre, luz mediterránea y atlántica y gente que no sabe qué significa la distancia social. Y por supuesto… giros, villanos y sorpresas.

He aprovechado además para meter los coches y moda retro, que me gustan tanto…. Un Mercedes rojo R107 y una autocaravana Hymer de los setenta. Mi imaginación es muy vintage.

Una de las pelis más fricochas en las que sale el R107, el giallo de Lucio Fulci Las puertas del infierno (1989)

Pues esos básicamente son los elementos de partida. A partir de aquí, ojalá la historia llegue a más gente y amplíe su resonancia. Eso ya no depende de mí y es lo bonito de escribir: el espacio imprevisible que se abre a partir de un texto dado.

Mi trabajo está hecho de momento.

Si te apetece leerlo, lo encuentras aquí.

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Encuentros en la tercera fase: lo grande y lo pequeño

Suelo escoger los temas de este blog por sensaciones o asociaciones. A veces me parece algo arbitrario, pero otras pienso que tal vez actúen como sugerencias que alguien -independientemente de mi intención- puede recoger en otro momento o latitud. Como un mensaje en una botella.

Estos días la imagen que me viene -y por tanto la elegida- corresponde a una película: Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977).

Del mismo modo que me sucede con Contact, con esta película tengo mucha sintonía. Ambos filmes hablan de un intento de conexión profundo y tal vez sea parte de lo que me fascina de ellas. Contact además está llena del espíritu Carl Sagan (con todo lo apasionante que ya es eso) y Close encounters… es un ejemplo paradigmático de cómo el cine puede hacer magia.

Hay muchas cosas memorables en la película se Spielberg. Una de ellas es cómo, ayudada de una imaginería visual espectacular, logra recrear lo que podría ser un contacto real con extraterrestres. La fotografía de Vilmos Zsigmond es maravillosa y ganó con merecimiento el oscar (por cierto el único que recibió la peli de ocho nominaciones en total).

Steven Spielberg ha sabido como pocos apelar a la imaginación de pequeños y adultos (con la colaboración de la música de John Williams). A veces es fácil colgarle la etiqueta de infantil y comercial, pero su filmografía tiene mucho mérito y, sobre todo, mucho cine…

La escena de la abducción del niño Barry en Encuentros en la tercera fase es una lección de cine de principio a fin. Vale la pena verla. Es poética, terrorífica, desgarradora… todo al mismo tiempo. Un niño arrebatado a su madre (más bien seducido por el otro lado) y que prefigura lo que será unos años después Polstergeist, una película que, al margen de lo paranormal, se puede leer en clave de la maternidad.

Un anticipo del famoso “Ya están aquí”

Más allá de los efectos especiales.


Los grandes blockbusters de los setenta y ochenta fueron creados en una época de rivalidad profunda con la televisión (y el vídeo), en la que el cine se proponía como un espectáculo familiar total. Pero por encima -o por debajo- del impacto sensorial… Spielberg aporta a sus historias un toque humano que podemos pasar por alto si nos quedamos en lo grandioso.

Hoy no quiero apelar a lo más espectacular de su filmografía, sino a lo pequeño. Me encantan los momentos en que refleja relaciones padre/ hijo. Son escenas muy cotidianas en las que se revela ternura, vulnerabilidad y amor. Y eso no es habitual en la representación de las masculinadades en el cine comercial de los años setenta y ochenta.

Los suyos son héroes frágiles, sensibles y contradictorios con hijos que expresan admiración, identificación, miedo…

Pienso por ejemplo en Tiburón (Jaws, 1975). El jefe Brody es un hombre que ha huido de la violencia de Nueva York y se refugia en un pequeño pueblo costero con su familia. Solo quiere seguridad para él y los suyos pero tendrá que enfrentarse a un tiburón (que podemos ver como una metáfora del mal) que lo conecta con un miedo muy profundo y antiguo al agua. En ese sentido, en el de héroe a la fuerza, recuerda un poco al conflicto de Gary Cooper en High Noon (Solo ante el peligro).

Pues bien, en el transcurso de la peli -entre aparición y aparición del temible tiburón y todo el revuelo sanguinario que causa-, hay unas escenas con el hijo pequeño que son pura ternura. Como mejor ejemplo, un momento en que el niño imita a su padre mientras este está absorto, preocupadísimo por el terrible problema que afronta. Es muy bonita la complicidad que se va creando entre los dos sin palabras.

El drama del hombre normal.

Pero en Encuentros en la tercera fase Spielberg repite y retoma la exploración de la dinámica familiar, algo que ya había iniciado en Tiburón.

Tenemos aquí a un sencillo electricista, padre de familia, (un Richard Dreyfuss lleno de energía) que una noche presencia la aparición de unos ovnis que sacuden todo su mundo y después desaparecen.

Por supuesto, se trata de un fenómeno inesperado e incomprensible que han visto solo unas pocas personas, y que el resto -autoridades, amigos- niega. No estamos en la época en la que sacas el móvil y haces una foto de prueba (para ti y para el resto) o miras Twitter para confirmar tu historia. Aquí estamos ante algo incomunicable por fantástico y grandioso. Como podría ser también una experiencia trascendental.

El caso es que este hombre ordinario no puede olvidar lo que ha visto ni retomar su vida anterior. Necesita entender.

El protagonista está profundamente afectado por la experiencia, pero su familia solo quiere que vuelva a ser el de siempre, porque ha perdido el trabajo, porque su mujer necesita un marido y los niños un padre «normal».

Pero claro aquí tenemos también el reflejo de un hombre superado, colapsado y cuyo desmoronamiento hace tambalear a toda la familia. Un hombre que llora, que no puede describir ni expresar lo que siente y cuya familia se siente impotente y asustada ante lo que parece una locura progresiva.

Precisamente es lo que quería rescatar en mi entrada de hoy. Lo bueno y hermoso de las películas o libros se multiplica cuando podemos hacer más lecturas sobre lo que se nos plantea en el nivel más elemental o argumental. Sucede cuando nos ayudan a empatizar con un sentimiento humano o un problema real, más allá del contexto -en este caso de ciencia ficción- en el que se nos presenta.

Añado que en Encuentros en la tercera fase gozamos además del privilegio de ver a Truffaut actuando en el papel de científico. Por si no bastara tenemos la maravilla de la banda sonora con esos mensajes musicales de 5 notas tan características que envían los extraterrestres y que, 43 años después del estreno en pantalla de la película, pertenecen por derecho a la colección de tesoros de cualquier amante del cine.