Suelo escoger los temas de este blog por sensaciones o asociaciones. A veces me parece algo arbitrario, pero otras pienso que tal vez actúen como sugerencias que alguien -independientemente de mi intención- puede recoger en otro momento o latitud. Como un mensaje en una botella.
Estos días la imagen que me viene -y por tanto la elegida- corresponde a una película: Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977).
Del mismo modo que me sucede con Contact, con esta película tengo mucha sintonía. Ambos filmes hablan de un intento de conexión profundo y tal vez sea parte de lo que me fascina de ellas. Contact además está llena del espíritu Carl Sagan (con todo lo apasionante que ya es eso) y Close encounters… es un ejemplo paradigmático de cómo el cine puede hacer magia.
Hay muchas cosas memorables en la película se Spielberg. Una de ellas es cómo, ayudada de una imaginería visual espectacular, logra recrear lo que podría ser un contacto real con extraterrestres. La fotografía de Vilmos Zsigmond es maravillosa y ganó con merecimiento el oscar (por cierto el único que recibió la peli de ocho nominaciones en total).
Steven Spielberg ha sabido como pocos apelar a la imaginación de pequeños y adultos (con la colaboración de la música de John Williams). A veces es fácil colgarle la etiqueta de infantil y comercial, pero su filmografía tiene mucho mérito y, sobre todo, mucho cine…
La escena de la abducción del niño Barry en Encuentros en la tercera fase es una lección de cine de principio a fin. Vale la pena verla. Es poética, terrorífica, desgarradora… todo al mismo tiempo. Un niño arrebatado a su madre (más bien seducido por el otro lado) y que prefigura lo que será unos años después Polstergeist, una película que, al margen de lo paranormal, se puede leer en clave de la maternidad.

Más allá de los efectos especiales.
Los grandes blockbusters de los setenta y ochenta fueron creados en una época de rivalidad profunda con la televisión (y el vídeo), en la que el cine se proponía como un espectáculo familiar total. Pero por encima -o por debajo- del impacto sensorial… Spielberg aporta a sus historias un toque humano que podemos pasar por alto si nos quedamos en lo grandioso.
Hoy no quiero apelar a lo más espectacular de su filmografía, sino a lo pequeño. Me encantan los momentos en que refleja relaciones padre/ hijo. Son escenas muy cotidianas en las que se revela ternura, vulnerabilidad y amor. Y eso no es habitual en la representación de las masculinadades en el cine comercial de los años setenta y ochenta.
Los suyos son héroes frágiles, sensibles y contradictorios con hijos que expresan admiración, identificación, miedo…
Pienso por ejemplo en Tiburón (Jaws, 1975). El jefe Brody es un hombre que ha huido de la violencia de Nueva York y se refugia en un pequeño pueblo costero con su familia. Solo quiere seguridad para él y los suyos pero tendrá que enfrentarse a un tiburón (que podemos ver como una metáfora del mal) que lo conecta con un miedo muy profundo y antiguo al agua. En ese sentido, en el de héroe a la fuerza, recuerda un poco al conflicto de Gary Cooper en High Noon (Solo ante el peligro).
Pues bien, en el transcurso de la peli -entre aparición y aparición del temible tiburón y todo el revuelo sanguinario que causa-, hay unas escenas con el hijo pequeño que son pura ternura. Como mejor ejemplo, un momento en que el niño imita a su padre mientras este está absorto, preocupadísimo por el terrible problema que afronta. Es muy bonita la complicidad que se va creando entre los dos sin palabras.
El drama del hombre normal.
Pero en Encuentros en la tercera fase Spielberg repite y retoma la exploración de la dinámica familiar, algo que ya había iniciado en Tiburón.
Tenemos aquí a un sencillo electricista, padre de familia, (un Richard Dreyfuss lleno de energía) que una noche presencia la aparición de unos ovnis que sacuden todo su mundo y después desaparecen.
Por supuesto, se trata de un fenómeno inesperado e incomprensible que han visto solo unas pocas personas, y que el resto -autoridades, amigos- niega. No estamos en la época en la que sacas el móvil y haces una foto de prueba (para ti y para el resto) o miras Twitter para confirmar tu historia. Aquí estamos ante algo incomunicable por fantástico y grandioso. Como podría ser también una experiencia trascendental.
El caso es que este hombre ordinario no puede olvidar lo que ha visto ni retomar su vida anterior. Necesita entender.
El protagonista está profundamente afectado por la experiencia, pero su familia solo quiere que vuelva a ser el de siempre, porque ha perdido el trabajo, porque su mujer necesita un marido y los niños un padre «normal».
Pero claro aquí tenemos también el reflejo de un hombre superado, colapsado y cuyo desmoronamiento hace tambalear a toda la familia. Un hombre que llora, que no puede describir ni expresar lo que siente y cuya familia se siente impotente y asustada ante lo que parece una locura progresiva.
Precisamente es lo que quería rescatar en mi entrada de hoy. Lo bueno y hermoso de las películas o libros se multiplica cuando podemos hacer más lecturas sobre lo que se nos plantea en el nivel más elemental o argumental. Sucede cuando nos ayudan a empatizar con un sentimiento humano o un problema real, más allá del contexto -en este caso de ciencia ficción- en el que se nos presenta.
Añado que en Encuentros en la tercera fase gozamos además del privilegio de ver a Truffaut actuando en el papel de científico. Por si no bastara tenemos la maravilla de la banda sonora con esos mensajes musicales de 5 notas tan características que envían los extraterrestres y que, 43 años después del estreno en pantalla de la película, pertenecen por derecho a la colección de tesoros de cualquier amante del cine.