Estaba preparado para todas sus preguntas. ¿Qué edad tienes?, ¿en qué trabajas?, ¿qué música te gusta?, ¿quieres tener hijos?, ¿te gustan los perros?, ¿vas al gimnasio?, ¿qué buscas en una mujer?
Además del corte de pelo y la ropa, todas mis respuestas habían sido ensayadas frente a la cámara del móvil: una escrupulosa preparación para parecer espontáneo sin perder de vista las expresiones que más me favorecen: la sonrisa apenas insinuada; el guiño del ojo izquierdo (que emplearía hasta en tres ocasiones), el jugueteo con la esfera del reloj y un carraspeo lleno de interés antes de dar alguna respuesta que ella pareciera anhelar.
Llegado el momento, no me pareció de las que plantean preguntas difíciles. No creo que se ofendiera si la califico de vulgar. Al contrario, debía de ser bien consciente de esta característica personal tan evidente, como el que es corto de estatura.
Era una entre tantas, indistinta, con un peinado que le hacía un flaco favor y demostraba su gusto convencional y provinciano. Una mirada tonta, una figura poco trabajada, una madurez poco prometedora. Y una fastidiosa manera de acabar las frases con un “¿me entiendes?”
Estuve calculando qué parte de atractivo quedaría si restábamos todo lo que tenía en contra. Decidí que el justo para aguantarla hasta el café. Trataba de imaginar si podría soportar su proximidad física en caso de desesperación. ¿Cuántas citas aguantaría cualquier hombre tan escaso crédito?
Sus anodinas preguntas fueron cayendo, previsibles, una tras otra. ¿Qué te gusta hacer los findes?, ¿sales mucho? ¿te gusta la playa? Refugié mi aburrimiento en el móvil varias veces: notificaciones, redes sociales, comentarios tontos que me interesaban más que ella.Cuando volví a prestarle atención, tal vez intrigado por su inesperado silencio, partió un trozo de pan y se lo metió en la boca. Masticaba con la boca abierta.
—¿Puedo hacerte otra pregunta?
—Adelante —dije fijándome en la camarera.
—¿Qué opinión tienes de ti mismo?
Sonreí, demasiado ampliamente, demasiado tiempo. ¿Qué clase de pregunta era aquella?
—Ah, pues yo…— agarré el tenedor como si fuera a ayudarme a arrancar—Lo que opino de mí mismo…
Ella siguió esperando, mirándome con insistencia. Era imperativo decir algo, cualquier cosa, pero todo se quebraba, cualquier intento de respuesta, en el momento en que intentaba proseguir… “Pues yo…” “Opino que yo…” No era capaz de contestar, porque ¿a quién exactamente iba dirigida esa odiosa pregunta? ¿Quién era el que opinaba? ¿Quién era ese que debía enjuiciar a ese otro que era yo mismo? ¿Cómo podía yo tener una opinión sobre mí mismo sin romperme en dos? ¿Cómo podía nadie enfrentado a esa cuestión evitar la fractura?
¿Acaso debía culminar mi escisión con el uso de la tercera persona?: “yo opino que X es bastante atractivo” ¿o debía decir con más propiedad: “Yo opino que yo soy bastante atractivo”?
Balbucí una especie de respuesta torpe que no llegué a completar mientras retiraba el sudor de mi frente. ¿Quién se creía aquella mujer que era para hacerme esa pregunta?, ¿qué pretendía demostrar?
Esperó otro poco. ¿Brillaba su mirada con diversión o eran imaginaciones mías?
Sorbió de su cerveza con limón, disfrutando de todo mi sufrimiento como si fuera la más deliciosa bebida.
—¿Y qué?, ¿llevas algún tatuaje? —dijo al fin.
Fue un alivio automático, casi humillante:
—Claro, tengo dos —y no pude evitar guiñar mi ojo izquierdo como un auténtico estúpido.