Sensualidad del lenguaje

Qué excitante es saber que el lenguaje puede poseer la sensualidad de una espalda de mujer y las letras manuscritas las ondulaciones voluptusosas de un vientre gozoso.

Desde al cerebro a la yema de los dedos, todo el cuerpo está implicado en la escritura. Se escribe también con las vísceras, con el corazón y los pulmones.

Pienso en la suavidad de la piel cuando la frases se deslizan como caricias y en la sabiduría interna de avanzar siempre en la dirección del placer.

Parte de este festín tiene su templo en la boca. Los dientes son las escolleras contra las que la saliva choca y la lengua el terciopelo tibio en el que juguetea la letra.

Por no hablar del goce de la palabra dicha, respirada y lanzada más allá de la garganta, modelada en el paladar y expelida con los labios que se abren y cierran en el momento justo.

Qué fiesta de oclusivas, bilabiales, palatales y fricativas, cada una con su tacto y su deleite.

Los oídos vibran con cosquillas y zumbidos de abeja libando el néctar dulzón de la mente de un escritor, tal vez a kilómetros de distancia.

Después, todo es posible. Caballeros extasiados y poetisas dueñas del mundo. Místicos mantras y ábrete Sésamo.

Ira

Hay una ira, la de Kali, que es destructiva, pero hermosa. Es la salvaje fuerza del agua y la implacable abrasión del fuego. Estallidos impersonales que preceden a una calma profunda.

Y está esa otra, que es solo rabia humana. Una hierba negra y crispada que no es amable con los sentidos. Una venganza que se expresa en un grito mucho más necesario que temible.

Explota esa ira, más íntima y vulgar, como una bomba cuya detonación fue hace tiempo anunciada por una cuenta atrás calculada y rigurosa.

Y presiento que, más allá de esa agresión desesperada, estallando dentro y fuera, barriendo el exterior y rompiéndome en incontables pedazos, está la paz que, a ciegas, busco.

Pero, ¿qué fragmento de mí, si yo me rompo, podrá contemplar el rostro de Kali transmutado en Shiva?

Terror

El terror es una llama que se agita en una noche inmóvil. Es un pasillo que más se alarga cuanto más corres. Es la mano de la oscuridad arrancándote la manta. Y la sábana corpórea que flota ante ti.

Es una silla vacía.

Ojos huecos y sonrisas falsas recortadas en una tela raída. Y un escalofrío color azul hielo.

Es tener frío junto a la estufa.

Carrie y Hellraiser en un abrazo macabro. El cuerpo mutilado de un bruto antes de ser Frankenstein y el corazón de Shirley Jackson después de explotar.

Es nadar sola, demasiado lejos.

Una sonrisa histérica que resquebraja el rostro, un aleteo de pestañas que lloran sangre. Es la contracción de todos los músculos. La soledad maridándose con silencio y vacío. Unos caramelos abandonados junto a la puerta, la trampa que espera el tierno cuello de un ratón.

Es el truco a pesar del trato.

Una exhalación contenida en la noche amordazada. Y la llama que de pronto se apaga. 👻 ¡Bú!

La escritora programadora

Un fábula libre y un poco loca sobre el parecido entre la escritura de ficción y la programación informática.

No es muy impresionante. La escritora programadora se parece a Jerry Lewis en El doctor chiflado. Viste camisa de cuadros y lleva gafas de pasta. Una probeta con un líquido pardo humea junto a su banco de trabajo, ¿o es un té negro con leche?

Volcada en el teclado, absorta en su pantalla, está a punto de transformarse en el bailongo seductor, Buddy Love, pero, de momento, contención. Solo la delata el movimiento de sus pies, encapsulados en zapatos masculinos con cordones. ¿Será posible?

Se diría que se divierte porque controla el mundo. ¿O será al revés? Juega y juega. Hay algo trascendente y democrático en el juego. Lo sabe el niño, que se basta y sobra con una alfombra para sentirse Aladino sobrevolando Arabia.

Aunque la tentación sea fuerte, haríamos bien en no burlarnos, pues la escritora programadora tiene acceso al universo entero y quién sabe en qué nos puede convertir, si la impertinencia asoma.
«¡Si se ríe usted señora, romperá la lavadora!»

Qué cosas tiene la vida… Antes de la conquista hípster, la soledad hubiera sido su destino, y ahora, sin embargo, es tendencia y la pretenden tres influencers escuálidas, profetisas de la vida saludable. Pero eso, como a Rhett Butler, a ella, francamente, queridas, le importa un bledo. El verde sobre negro es la razón de su existir. Le gusta, más que nada, el sonido hueco de las teclas cuando, arrebatadas, vuelven locos los cursores y cascadas de líneas fluyen sin control.

La escritora programadora anticipa y crea. Confía en la fuerza y se toma en serio su tarea, pero solo hasta cierto punto. «Nada serio nunca llegó a buen puerto», reza un post-it en el marco de su pantalla.
Aunque le mueva la pasión, esto no es un asunto privado, no, no. No es su intención escribir una autista carta de amor (¿hemos dicho ya que pasa de las influencers?). A una de las tres, eso sí, le mandará el post-it, pegado a una tableta de turrón de Xixona.

Quizá lo parece, pero no se encierra en sí misma… Ella se debe a tod@s por igual. Es capaz de liberarnos, si estamos de acuerdo. Está dispuesta a montar una revolución por nosotros y todo empieza con el parpadeo sobre la pantalla. Y entonces, acabado su trabajo, se retirará de nuevo y, si es nuestro deseo, leeremos y entonces…

Ah, entonces, en nuestra mente… Voilà!! Se desplegarán mundos, dimensiones, texturas. Habrá chihuahuas blancos, un poco peludos; plátano flambeado; trinos de mirlos negros; amoríos correspondidos y zumbidos de solitarios cargadores huérfanos enchufados a una regleta.

Vibraremos sin entender el mecanismo (ni falta que hace), la emoción nos sacudirá y cerraremos los ojos, transformados, sin saber lo que hay detrás. Sin conocer el propósito, ni el misterio, ni, mucho menos todavía, el secreto lenguaje de la escritora programadora.

¡Poca broma con Jerry Lewis!

Los guantes

Hubiera sido demasiado fácil achacar su frustración a la insatisfacción sexual, pero lo cierto es que, últimamente, cada vez que veía los guantes de terciopelo verde en el escaparate de los grandes almacenes donde trabajaba, se llenaba de rabia.

Era tan irracional como incontestable, una mezcla de indignación y disgusto, el breve despunte de un deseo que se volvía amargo antes de llegar a su conciencia.

Por si fuera poco, alguien había dispuesto los guantes separados, a cierta distancia uno del otro. El izquierdo era el que más detestaba. Le obsesionaba la contemplación de esa mano plana, flácida y sin vida, un fragmento incompleto y aislado de la totalidad. Como ella misma.

Regresó a su puesto, bajo el letrero de «Recambios Cambridge» y examinó las tijeras y las estilográficas. Atrajo hacía sí la bandeja del expositor y después la mantuvo a distancia, como si temiera que aquellas puntas pudieran atravesarla. Los destellos brillantes y cromados de las tijeras actuaban como reclamo y símbolo de todo aquel material de oficina diseñado para acabar en casa de cualquiera con ganas de gastar dinero de más.

«¿Qué más da si no encuentro pareja?», se dijo tratando de deshacerse de un incómodo pensamiento, «al menos tengo un trabajo y no paso privaciones».

Miró de reojo y le sorprendió su propia imagen proyectada en la columna espejada que separaba su expositor de la siguiente firma de papelería. Qué bonita era su chaqueta nueva. Entallaba su figura y resaltaba su cintura. El verde le sentaba muy bien y sintió crecer en su interior un chispeante orgullo que se pinchó como un globo al recordar, sin poder evitarlo, esos guantes de color trébol del escaparate.

Los que nunca tendría.

Sus manos se cerraron y sintió la ausencia que no podría llenar. «Tendré que vivir siempre con las manos desnudas».

«No es tan terrible».

«Me gusta su esmalte de uñas», dijo una clienta con los ojos fijos en el rosa pálido de sus dedos. Diez pequeños óvalos con el brillo del atardecer que escondió de inmediato en el centro de sus puños.

Ignoró el comentario. Los halagos casi siempre presagiaban alguna exigencia. La clienta, una mujer robusta y satisfecha, paseó su mirada por las tijeras.

—¿Cuánto cuestan estas?

—21, 90. Son de acero inoxidable y mango ergonómico, el color ciruela de los dedales es de edición limitada.

—Son preciosas, pero yo tengo los dedos rechonchos y estos agujeros tan pequeños… En cambio usted…

Otra vez la mirada de la mujer buscó sus manos y otra vez las escondió.

Ahora se sentía ultrajada. Esos dedos escuálidos que nadie besaba, que no eran dignos de ningún anillo. Esos apéndices inútiles que nunca sentirían el calor de unos guantes de terciopelo verde.

Dio un paso atrás y se sentó en el taburete conteniendo su rabia bajo una máscara de solicitud. Imaginó a su clienta atravesada por las tijeras y alfileteada por las estilográficas, pero ninguna imagen le procuró satisfacción. Nada la alcanzaba ya. Sus pupilas permanecieron fijas y oyó la despedida en sordina de la mujer.

«Tienen a una chica muy sosa vendiendo artículos de papelería en Cambridge», dijo la señora M. más tarde a su pareja. «Realmente no sirve para vender». Aceptó una copa de vino mientras la escena vivida horas antes se diluía en su conciencia con cada sorbito. Nunca más volvería a prestarle atención después de esa noche. «Ah, y sin embargo, pero qué manos tan bonitas tenía».

Llamada de emergencia

—Oiga, ¿es usted quien ha dado el aviso de estar atrapada en una cabina de teléfonos? —preguntó una voz al otro lado del hilo.

—¿Cómo dice? —Pestañeó dos veces y observó su salón de treinta metros cuadrados y reformado—. Se ha equivocado.

—¿Esta segura? Hemos recibido una llamada de emergencia. Podemos enviar a alguien ahora mismo.

—¡Claro que estoy segura!, ¿cómo no iba a estarlo? Yo no he llamado a nadie, ni estoy en ninguna cabina. Estoy en mi casa, tan tranquila.

Lo absurdo de la situación no merecía ni refutación. ¿Acaso se trataba de una broma?

—Bien, entonces, si no se encuentra usted atrapada, ni encerrada…

—¿Cómo quiere que se lo repita? No estoy atrapada en ningún sitio.

Como para confirmarlo con acciones, avanzó hacia la puerta de entrada, abrió y volvió a cerrar.

—De acuerdo —dijo la voz—, pero, si vuelve a tener problemas, llame de nuevo a emergencias. Le ayudaremos.

—¡¡Pero que yo no tengo ningún problema!!

Iba a decir un par de cosas más, pero, quienquiera que fuera, había colgado y la voz se extinguió.

Qué ridículo, qué rabia. Dejó el móvil en la mesa y dio unos pasos por el salón. Ella, atrapada. Sentía indignación ante las personas que se equivocaban de número y pretendían perturbar la paz ajena. ¡Qué disparate! Hacía años que no veía una cabina telefónica. ¿Existían aún?

Tuvo un recuerdo de estar metida en una de ellas, sin apenas espacio para mover los brazos, buscando un número anotado en un papel arrugado, dos monedas de cinco duros sobre la repisa. Después, acabada la llamada, enfrentada a una puerta que se mostraba demasiado terca y había que empujar en el punto exacto para que se abriera, como una boca que amagaba con morderle si no era rápida. Recordó el calor y el posterior alivio por estar fuera.

Entonces, y por primera vez desde que sonó el teléfono, pensó en la persona que habría hecho la llamada de socorro, la que estaba atrapada de verdad, en alguna parte. Se imaginó la angustia, en un espacio recalentado, viendo a los demás pasar a través del cristal, sola, esperando la liberación.

Por suerte, ese no era su problema. Accionó el aire acondicionado y se asomó a la ventana. El sol estaba en el punto más alto del firmamento, cayendo a plomo y ella se sentía a salvo en la frescura de su salón. Si abría las ventanas, entraría un viento denso de poniente, así que mejor no. Todo el mundo sabía que, en verano, la penumbra y las ventanas cerradas ayudaban a controlar la temperatura.

Su vecina pasaba en ese momento por la calle de enfrente con su bichón maltés. Hacía semanas que no hablaban. Por nada en particular, cada una tenía sus ocupaciones, lo normal… Golpeó el cristal con los nudillos y la saludó con un gesto de la mano, pero la mujer tenía la vista fija en su precioso perrito blanco y continuó caminando sin reparar en ella.

Odio mi cuello

Una tarde, merendando con mis queridas amigas y hablando sobre teatro… Pati me dijo que había leído unos relatos de Nora Ephron (la gran guionista de los ochenta, noventa) en los que hablaba de su odio a cosas (físicas y no físicas) y me propuso… ¿Podrías escribir para nosotras una escena así? Of course, dears. ¿Qué odias tú?, le pregunté. Yo, -dijo- pues igual que Nora Ephron, odio mi cuello (esa calurosa tarde llevaba un pañuelo que lo demostraba)… ¿Y tú, MJ…? (acababa de llegar toda agobiada y aún estaba sacando cosas que había comprado en la farmacia) yo… odio muchísimo mi bolso —resopló—. No lo soporto.

Ajam…

Y esa, ni más ni menos, es la génesis de la siguiente escena….

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Mujer 1 elegante, en la madurez, está sentada en una parada de autobús. A pesar de ser verano va tapada, lleva un pañuelo al cuello, gafas de sol y guantes que le cubren hasta los brazos. Tiesa y rígida como un palo.

Llega Mujer 2, más joven, acarreando un  bolso grande y pesado.

MUJER 2: Perdone, ¿La parada del 17 es aquí?

MUJER 1: Sí, sí, estará al caer, siéntese.

MUJER 2: (suspira de cansancio) Gracias. Llevo todo el día dando vueltas, no puedo más. (Se sienta, al hacerlo le da sin querer a la Mujer 1 con el bolso.) Ay, perdone.

MUJER 1: (sin perder nunca su rigidez) No se preocupe.

MUJER 2: (Peleando con su bolso.) Qué bolso más fastidioso. Es tan pesado, pero no puedo prescindir de él. (lo mira con desesperación) ¡¡No sabe cuantísimo lo odio!!

MUJER 1: (Mirando el bolso.) Pues a mí me parece bonito. Es de su estilo.

MUJER 2: (Apartándolo.) Ah, no, no cometa ese error.

MUJER 1: ¿Cuál?

MUJER 2: El de caer seducida por él. A mí también me hacía suspirar. Recuerdo como si fuera ayer el primer día que lo vi, en una tienda del centro. Me quedé sin respiración. No podía apartar mi mirada de él. Parecía que el escaparate estuviera montado solo para que él brillara y me sedujera. ¿Me entiende?

MUJER 1: Sí, creo que sí.

MUJER 2: Así que, aunque no era para nada mi tipo, piqué el anzuelo. El peor error de mi vida. Al principio fue un idilio total. Yo era feliz. Él, tan grande y generoso… no sé… me daba espacio y tanta seguridad.

MUJER 1: Conozco esa sensación.

MUJER 2: Y por eso sabrá que es adictiva, nunca tienes bastante. Cualquier cosa que yo imaginara, cabía en él. No solo esas cositas que todo el mundo lleva: las llaves, el monedero, el móvil. No, no, él me ofrecía más posibilidades. (Confidencia.) Con él yo hacía cosas impensables.

MUJER 1: ¿Ah, sí?, ¿como por ejemplo…?

MUJER 2: Pues como llevar mi ropa interior en una bolsita, siempre a mano. ¿Imagina usted el sentimiento de intimidad que eso proporciona?

MUJER 1: Imagino, sí.

MUJER 2: Y eso es solo una muestra. Además de práctica y ordenada, gracias a él podía ser muchas más cosas. Podía ser…hipocondriaca… con todas mis pastillas encima. (Saca unas pastillas.) Mire: Valium, Paracetamol, tiritas y hasta crecepelo;

MUJER 1: ¡Crecepelo!

MUJER 2: ¿Nunca ha necesitado desesperadamente crecepelo? Pero es que también podía ser artista, (Saca un pincel.) mire, mire: acuarelas, pinceles, bolillos… Podía ser intelectual (Saca un libro y se lo ofrece.) tenga: “Las meditaciones de Marco Aurelio”. O gastrónoma, fíjese: Kambucha y un tupper con delicias de mango o , ¿qué me dice de esto? (saca unas cucharitas): cinco cucharitas medidoras para las recetas en inglés.

MUJER 1: Asombroso. ¿Y qué más?

MUJER 2: Podía ser detective: mire….(Saca unos prismáticos.) para espiar a mis vecinos.

MUJER 1: ¿Y qué más, qué más?

MUJER 2: Deportista (Saca una pelota pequeña. Se la pasa.) Esto va genial para prevenir la artrosis, pruebe, pruebe. (Saca un silbato. Sopla.) Podía ser reivindicativa. O soñadora (saca un antifaz y una almohadita) y dormir a pierna suelta en cualquier rincón.

MUJER 1: Qué maravilla. Normal que cayera rendida en sus brazos.

MUJER 2: Sí, pero…. antes de él yo era libre y ligera.

MUJER 1: Madurar es aceptar las cargas de la vida y la realidad de la decrepitud.

MUJER 2: ¿Usted cree? Lo peor es que me volví extremadamente dependiente. No podía salir sin él. Sentía, no solo que me completaba, sino que yo no era nadie sin estas cosas. Pero todo idilio tiene su fin y así un buen día…

MUJER 1: ¡No me lo diga, descubrió su fondo oscuro!

MUJER 2: (Rebuscando.) Y tan oscuro! Me pasaba horas buscando las llaves de casa. ¿Sabe lo frustrante que es que te oculten las cosas?

MUJER 1: Pierdes confianza y algo deja de encajar.

MUJER 2: Sí y lo que es peor: algo empieza a pesar demasiado. Cada día unos gramos más. Vamos, que ya no puedo con mi vida por el maldito bolso. No solo estoy estresada y confundida respecto a mi identidad, es que… ¿se ha fijado en mi espalda? ¡Tengo chepa!

MUJER 1: Ah, vaya, ahora que lo dice…

MUJER 2: Me siento atada, pesada, sofocada… Por cierto, qué calor hace (Saca un abanico.) Tenga.

MUJER 1: Gracias.

MUJER 2: Quiere una viserita?

MUJER 1:: No, gracias.

MUJER 2: ¿Protector solar?

MUJER 1: No, de verdad.

MUJER 2: (Estira la espalda.) Qué bien me ha sentado hablar con usted. Pero no quisiera que se llevara una mala impresión de mí. Como le he soltado así, a las bravas, que odio mi bolso…

MUJER 1: Qué va, al contrario. Le agradezco la sinceridad. Yo también sé lo que es odiar sin medida.

MUJER 2: ¿Ah, sí? 

MUJER 1: Por supuesto.

MUJER 2: ¿Y qué odia usted?

MUJER 1: Yo odio mi cuello.

MUJER 2: ¿Su cuello?

MUJER 1: Sí, mi cuello, y a diferencia de usted con el bolsazo, yo no puedo librarme de él.

MUJER 2: ¿Y por qué odia su cuello, si puede saberse?

MUJER 1: ¿Que por qué? Pues porque me delata, me traiciona y conspira contra mí. ¿No sabe usted que el cuello de una mujer nunca miente?

MUJER 2: ¿A qué se refiere? 

MUJER 1: ¡Qué inocencia! Eso es porque es usted más joven y no se preocupa todavía, pero… (le mira el cuello), ah, sí, creo que, por desgracia, pronto lo descubrirá. 

MUJER 2: (Se toca el cuello.) ¿Qué… descubriré?

MUJER 1: Pues que por mucho que trate de estar estupenda de cara a la galería y por mucho que se esfuerce en aparentar a base de inyecciones de ácido hialurónico que acepta bien la madurez, su cuello va a ir diciendo por ahí a los cuatro vientos cosas muy feas de usted.

MUJER 2: ¿¿Qué cosas??

MUJER 1: Lo peor que se puede decir: que es usted una mujer en decadencia física. 

MUJER 2: ¡Pero oiga!

MUJER 1: Una reliquia del pasado, una vieja gloria, una uva pasa.

MUJER 2: ¿Yo una pasa?

MUJER 1: No, me refiero a mí, yo soy la uva pasa.

MUJER 2: Y la reliquia.

MUJER 1: Y la vieja gloria, sí.

MUJER 2: Ah, bueno, no exagere. Yo la veo estupenda. Es lo primero que he pensado al sentarme aquí, “qué mujer más elegante”. 

MUJER 1: ¿De verdad? bueno eso es porque tengo a mi odioso cuello a raya.

MUJER 2: También he pensado, “pero qué tapada va con el calor que hace”.

MUJER 1: Y ahora ya sabe por qué.

MUJER 2: ¿Y los guantes…?

MUJER 1: Las manos también son muy chivatas. No le digo nada de los brazos…

MUJER 2: ¿Y las gafas de sol?

MUJER 1: Los ojos. Más de lo mismo. Claro que nada que ver con el odio inveterado que le tengo a mi cuello desde que cumplí 43 y empezó a decir cosillas. La gente me miraba… y al final era como… ¡como si yo fuera un árbol y me estuvieran contando los anillos! Horrible.

MUJER 2: Entiendo. Mire, hablando de troncos, lo que sí he notado, y espero que no se moleste si soy sincera, es cierta rigidez en usted, como si … como si…

MUJER 1: ¿Como si llevara unas pinzas que sujetan mi cuello y no me dejaran moverme?

MUJER 2: Algo así, sí.

MUJER 1: Es que las llevo.

MUJER 2: ¿De verdad? ¿Y no le molesta?

MUJER 1: Mucho, muchísimo, me atormenta. 

MUJER 2: ¿Y no le gustaría ser libre?

MUJER 1: Más que nada en el mundo, ¿pero qué sugiere?

MUJER 2: (Buscando en el bolso. Saca unas tijeras de podar.) No soy quien, pero creo que podría beneficiarse de esto.

MUJER 1: ¿De verdad cree que…?

MUJER 2: Pero primero tendría que darme el pañuelo.

MUJER 1: No sé, llevo años aferrada a él…

MUJER 2: Venga, lo está deseando, como yo darle una patada a este detestable bolso.

MUJER 1: (Se quita el pañuelo con dudas.) La verdad es que sí. Pero no grite si le espanta la visión, ¿eh?

MUJER 2: Tranquila. (Mujer 2, coge el pañuelo.) Hale, muy bien, eso, deme. (Lo mete en el bolso.) Esto aquí dentro.

(Mujer 2 se levanta y se sitúa detrás de Mujer 1 con las tijeras de podar.)

MUJER 2: Y ahora… voy a cortar estas pinzas y la voy a liberar. ¿Preparada?

MUJER 1: (Cierra los ojos, aterrada.) Ay, Dios mío.

(Mujer 2 corta, se oye “Clac”, “clac”. La mujer 2 se acerca de nuevo a la mujer 1.)

MUJER 2: ¿Qué, qué tal?

MUJER 1: Pues, pues, (Mueve el cuello.) ¿De verdad no le horrorizo?

MUJER 2: Para nada. De hecho, me parece que su cuello le queda muy bien. Le aporta una serena dignidad.

MUJER 1: El caso es que me siento algo mejor. Qué raro, ¿no? Es como haberse quitado…

MUJER 2: Un peso de encima.

MUJER 1: Sí, un peso y un maldito corsé.

MUJER 2: Es como ser solamente una misma.

MUJER 1: Y qué bien sienta. Hacía años que no podía hacer esto (Gira la cabeza a un lado y otro.)… Qué maravilla. Uh, mire, por ahí veo al 17 llegando.

MUJER 2: Oiga, ¿la esperan en casa para comer?

MUJER 1: No, ¿se le ocurre algo?

MUJER 2: ¿Por qué no vamos a tomar algo juntas?, conozco un sitio al que siempre he querido ir y nunca he podido.

MUJER 1: ¿Y eso?, ¿es muy caro?

MUJER 2: No, muy estrecho. Se come en la barra y no me cabe el bolso

MUJER 1: (Quitándose las gafas y los guantes).… No se hable más. Deje ese mamotreto ahí y vayamos.

MUJER 2: Ay, sí…. (Duda.) espere, ¿puedo coger la cartera? Le aviso de que también es grandecita y bastante odiosa.

MUJER 1: (Saca una tarjeta de crédito del bolsillo.) Yo invito. Y si quiere, después podemos ir a ver un partido de tenis. (Moviendo el cuello a ambos lados.) Me encantaría ejercitarme.

(Salen las dos, dejando el bolso, y las demás cosas.

MUJER 2: Adoro el tenis. ¿Sabe que llevo una raqueta en el bolso?

MUJER 1: Increíble.

Déjà écouté

Parece un día normal y sin embargo, despacio, alguien llora una vieja canción. Llueve y después… silencio. Y otra vez lluvia.
Qué extraño… ¿Acaso llueve de forma premeditada, al compás de cuatro por cuatro?
Terciopelo burdeos. Un coro de voces sin rostro, grave y ceremonioso, fracasa en contener los avances de un anónimo ritmo instrumental que busca protagonismo con persistencia. La travesura se consuma. El publico, que no es tonto, intuye el preludio de una revelación y enmudece.
Et voilà, Un, dos, tres, pollito inglés, se oculta el mundo. Un teclado nostálgico transporta la conciencia a otro escenario, lejos de todo lo conocido.
Aplausos. ¡Pese al bajo presupuesto, qué cambio tan inesperado! Caray, la lluvia se ha hecho música. Formidable.
Más tarde, y es inevitable, lo excepcional se torna banal y todo parece desgastado de nuevo.
La experiencia concluye y queda solo una añoranza intermitente. Algunos no recuerdan, otros se preguntan qué ha pasado. ¿Qué hacer con la cadencia de la cajita musical y el corazón conmovido? Hay visiones en la mente común del público. Una gota concéntrica se ahoga en un estanque, en un lugar escogido. Un grifo gotea en una casa solitaria, con dulzura. Una bailarina realiza piruetas en el interior de un joyero. El agua se evapora y vuelve a llorar sobre la ciudad.
Y después, lo de siempre: ¡Que nos devuelvan el dinero! ¡Canta algo divertido! ¡Me aburro!
Que nadie se alarme. Este es un espectáculo democrático. Todo está permitido y cada cual toma su decisión. Free will.
Entre los bostezos, en el patio de butacas, no hay unanimidad y suceden cosas.
Alguien que anhela en secreto llenar su vacío.
Un mensaje que promete trascender el entendimiento, pero no llega a expresarse.
En un corazón libre, un estado de ánimo rítmico y circular traza los surcos de un vinilo que aún no está a la venta pero que será disco platino.
Expectativas y esperanzas. Certezas.
También ella ha decidido, desde la última fila. Sin conformarse, continuará bailando hasta desvelar el misterio.
Un saber interno la impulsa a girar sobre sí misma, como la bailarina pálida de la visión, como la lluvia animada y la música soñada, espoleada por estímulos artificiales con resonancias naturales.
Seguirá explorando la paradoja de haber escuchado algo viejo por primera vez, con la aguja del pickup preparada, sorprendida cuando ya no lo creía posible, como si eso para lo que no tiene palabras hubiera existido siempre y le comunicara algo distinto. Como si la melodía fuera su sangre y se repitiera, cantada mil veces antes de ella, preexistente.

Tablas

—¿Alguna vez se han abrazado a ti confundiéndote con una boya de salvación?

Me advirtió que no era una pregunta metafórica en absoluto, pero mi mente se había perdido ya por esos vericuetos abiertos por la pregunta, tratando de recordar alguno de esos momentos en los que todo el mundo exigía respuestas de mí. Los golpecitos impacientes del tenedor me ayudaron a volver a prestar atención a mi interlocutora.

—A mí me ha pasado. Literalmente. Y es muy chungo.

Después me explicó que era instructora de buceo y que realizaba rescates bajo el agua. Como podía entender cualquiera, eso exigía un tremendo autocontrol y una gran pericia técnica.

—La gente se vuelve muy loca ahí abajo.

—También aquí arriba —observé.

—Nada que ver. El ochenta y cinco por ciento de los accidentes mortales bajo el mar tienen su origen en el miedo. Imagínate con los aficionados. Cuando les entra el pánico, se descontrolan y se vuelven muy peligrosos. En su desesperación, se arrancarían el regulador y , si te descuidas, el tuyo también….

—¿El mío? Ah no no. Yo llevaría regular que me arrancaran el regulador…

No le hizo gracia esta réplica, ¿es que acaso no tomaba en serio su labor?, ¿no me impresionaba una vida al filo?

—Puede parecerte cosa de risa, pero imagínate si alguien se quita el oxígeno a quince metros de profundidad y presa de un irracional terror…

—Entiendo, claro… En mi despacho tampoco hay mucho oxígeno y te aseguro que sé lo que es el pánico. Los autónomos nunca están para bromas, lo dejan todo para última hora y luego vienen hiperventilando para que les solucione sus marrones. ¡Y creen que pagar un gestor es un lujo!

—Yo adoro mi trabajo, es lo que más me gusta del mundo. Es excitante y gratificante, pero siempre tengo que estar bien de aquí —se señaló la cabeza.

—En el fondo, todo el mundo quiere sentirse seguro, ¿sabes? Es el lema de mi gestoría.

Llegaron las bravas y por un momento nos concentramos en ellas. Una gaviota nos miraba de reojo.

—No me puedo descuidar nunca. Tengo que manejar la enorme presión de saber que un error por mi parte podría costar una vida. O dos. No creo que sepas a lo que me refiero, afortunadamente para ti.

—Exacto. «Ehhhh, relájate, que nadie se va a morir porque contabilices como gasto una factura rectificativa. Ya lo subsanaremos». Eso les digo yo, pero nada consuela a los energúmenos de mis clientes. Todo es asunto de vida o muerte para ellos. Por no hablar del chantaje continuo con lo de irse con otro. Más barato, más comprensivo. Alguien que incluya emoticonos en sus e-mails. Alguien con WhatsApp.

—Sabría qué hacer si ahora mismo te atragantas con una de estas patatas.

—Y yo si a ti se te atraganta la renta.

Se recostó sobre el respaldo de la silla y comenzó a reír contagiandome sus carcajadas. A un camarero se le cayó un helado y un niño rompió a llorar. A lo lejos el mar susurraba aún salpicado de bañistas, dividido entre lo insondable y lo mundano.

Uf, la magia de la ficción

Te voy a contar un cuento….

Esto era una pareja que estaba sumida en la más completa monotonía. Era un tarde de verano y a él le daba pereza hasta abrir la boca para comer un pedazo de tarta. Uf, decía de vez en cuando. Levantar la mano para espantar las moscas estivales era toda una proeza, así que imagina lo de masticar…

Aguantar a su mujer no era tarea más fácil. ¡Dios, qué tedio de mujer! Y la cosa era mutua, porque ella se sentía igual. Sin ganas de hablar, pero demasiado pesada como para escapar. El calor no ayudaba, claro. Todo era pegajoso y respirar era un esfuerzo. Los pensamientos se derretían en sus cabezas, sin formar nada claro.

Tomaban el café en la tetera porque se les había roto la cafetera y qué pereza buscar otra de remplazo…. Total, qué más daba.

Cuando no estaban ocupados tragando tarta y bebiendo café, permanecían callados. Bueno, él habló una vez. Le gritó a ella que, por favor (porque era un hombre educado), dejara de hacer ruido con la cucharita. Todo era muy irritante con el calor. La conversación ni les estimulaba ni les era posible… qué desgaste… Así que jugaron a las cartas. Sí, sí, las cartas, porque esto era en un tiempo en el que la gente no disponía de teléfonos inteligentes ni de Wifi con el que escapar de su aburrimiento o de su pareja…. Jugar a las cartas era lo mejor para matar el tiempo. Y después de eso, ya de noche, con la hiedra sifilítica y medio muerta del salón como testigo, se pusieron a ver la tele. Lo que fuera, porque en aquellos tiempos tampoco podías escoger mucho. De todo modos, qué cansancio escoger.

Así que, viendo la tele, los dos se quedaron dormidos en su pisito pequeño y sofocante.

Y entonces… ¡Ay, entonces! Sobre las doce de la noche, mientras los dos dormían… entraron por la ventana palomas rosadas, gallos negros de cañamiel, ciervos dorados, gaviotas de lapislázuli, hiedras multicolores, jirafas de heliotropo muy risueñas..

Los animales y las plantas se quedaron por allí toda la noche desplegando sus maravillas hasta el amanecer, pero cuando la pareja abrió los ojos ya no estaban, ni había ningún rastro de ellos. Entonces -ya cansado nada más empezar un nuevo día-, el hombre volvió a suspirar, Uf!!!!!!

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Te he contado con mis propias palabras un relato genial y muy breve de Quim Monzó, que dio nombre también a su libro Uf, dijo él (1978). Mi primera intención era remitirte al cuento directamente, pero como era difícil de encontrar y por no transcribir, he preferido ejercer el arte de cuentista, contando la historia con libertad pero siendo fiel a su argumento.

En todo caso, lo que me gusta de esta historia y la razón por la que quería hablar de ella es que, aunque hayan pasado ya cuatro décadas, lo que cuenta sigue siendo muy impactante. Y es que «Uf, dijo él» retrata muy bien la monotonía y la desidia en la pareja. Pero no solo eso. Creo que se puede ampliar un poco el significado para ver cómo, independientemente de nuestro estado civil, vivimos a veces dormidos, encerrados en nuestros mundos particulares, repetitivos y mecánicos. Y de ese modo estamos cegados a la magia de la vida.

La preciosa y efímera irrupción que se da en este cuento de la maravilla y la belleza pasa totalmente inadvertida a los personajes. Ellos ni siquiera sospechan qué sucede cuando cierran los ojos. Pero nosotros como lectores, o al escuchar el cuento, sí lo sabemos.

Para mí la ficción debería aspirar a algo más que entretener (y entretener está muy bien, eh?). Ya tenemos muchas distracciones y muy bien elaboradas. Creo que debería aspirar a iluminar nuestra experiencia, a hacernos conscientes por ejemplo de estas cosas, que no suceden solo a las parejas aburridas… sino que forman parte del apasionante desafío de ser humano. Porque la tecnología no nos puede ayudar en eso. ¿Verdad que una suscripción a HBO no ayudaría en nada a estos dos personajes?

Decía antes que a menudo estamos ciegos a la magia de la vida. Y eso me recuerda a otro estupendo relato: «Catedral», de Raymond Carver, que precisamente tiene este asunto en su centro. Me lo guardo para la próxima ocasión. ¡Y no por pereza!