Placer del chocolate

Hoy viernes me reafirmo en que el chocolate cuenta como placer 😉

No se me ocurre mejor representación que la poesía de Gioconda Belli, con su evocación sensual de las llamadas cosas simples. Y desde ahí, trascendamos…

 

PLACER DEL CHOCOLATE

Un cuadrado oscuro de chocolate
tiene para los dientes
el mismo efecto sensual
que el lodo en los pies traviesos de la niñez.
En la lengua, la densa materia oscura
suelta salivas en rojos cauces.
El chocolate se disuelve en dulce espeso fango
cuando lentamente se acarician los bordes
hasta que la tableta en la cavidad cálida
suelta aromas, recuerdos y flores
en las distendidas papilas.
Ríos de chocolate
atraviesan encías e resquicios dentales
y el placer – que uno sabe fugaz –
da sus vueltas atrapado en la boca.
Devoro chocolate ahora que no te tengo
para, lí­citamente y sin culpas,
abandonarme al erotismo.
Comiendo chocolate pienso en tu piel a mordiscos
pienso en tus piernas
tus pies
pienso en los manjares suculentos
de la vida.

 

Gioconda Belli, Mi íntima multitud, 2002

La casa encima

Es viernes y hoy , más que la casa encima, se me viene encima este poema (sobre la casa encima).

 

La casa encima

Tantos siglos removiendo esta tierra
que ha pisado el ganado
y alimentado al ganado y a los hombres
que regaron esta tierra
con el cauce negro de su sangre
-la sangre cambia de color fuera del cuerpo-.
Tantos siglos alineando ladrillos,
aquí hubo un establo
sobre el que se construyó una iglesia
sobre la que se construyó una fábrica
sobre la que se construyó un cementerio
sobre el que se construyó un edificio
de protección oficial.
Tantas mujeres fregando sus baldosas,
pariendo en sus baldosas,
escondiendo la mierda debajo de las baldosas
que pisaron sus hijos ebrios
y sus santos maridos
que trabajaron y fornicaron
para bien de un país en el que no creían.
Tantos siglos para que yo,
miembro de una generación prescindible,
pierda la fe en la emancipación,
mire el techo de mi dormitorio
y se me venga la casa
encima.

Erika Martínez (Jaen, 1979), Interzona Poesía, 2da. Epoca, diciembre 2010, Málaga

#poesíaparaelmundo

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Felicidad espontánea

Para estos días de cumpleaños, soledad y (falta de) contacto humano; para este marzo extraño, unos versos de Yeats (1865-1939) que iluminan nuestra experiencia.

Mi quincuagésimo año había ido y venido,
Me senté, un hombre solitario,
En una tienda atestada de Londres,
Un libro abierto y una taza vacía
Sobre el mármol de la mesa.
Mientras estaba en la tienda y miraba la calle
Mi cuerpo ardió de repente;
Y casi veinte minutos después
Mi felicidad parecía tan grande,
Que yo estaba bendecido y podía bendecir.

——Vacilación, IV. William B. Yeats.———

 

My fiftieth year had come and gone,
I sat, a solitary man,
In a crowded London shop,
An open book and empty cup
On the marble table-top.
While on the shop and street I gazed
My body of a sudden blazed;
And twenty minutes more or less
It seemed, so great my happiness,
That I was blessed and could bless.

 

¡Volverá la felicidad a pillarnos por sorpresa!

 

 

«Tengo que contarte una cosa»

El otro día soñé algo que me impresionó bastante.  En el sueño aparecía una amiga mía, independiente, trabajadora, activista, políticamente comprometida. Se sentaba a mi lado y me cogía de la mano. Su semblante era serio, respiraba hondo y entonces decía: «tengo que contarte una cosa». Había algo especialmente poderoso en la manera en que me pedía que le escuchara, así que yo ponía todos mis sentidos en ello. Entonces ella me contaba una terrible historia, desconocida por mí, en la que revelaba el maltrato que sufría a manos de su pareja, y situaciones muy humillantes.  Su gestualidad, incluso su manera de hablar, todo era diferente a lo acostumbrado, pero muy vibrante y yo estaba hondamente impresionada.

«No sabía nada», le decía al fin. Entonces ella parecía volver a ser la de siempre y me decía: Ni una sola cosa de lo que te he contado es verdad.  Estoy poniéndome en la piel de una mujer a la que le ha sucedido todo esto. Es un ejercicio.  

Al principio creía que era una broma, pero después ella me pedía que hiciera yo lo mismo. Era mi turno de meterme en un papel diferente, alejado de mí, uno que me costara. Y ella me daba unas instrucciones para que entendiera quién iba a ser yo por unos minutos.

Yo lo intentaba, al principio con dudas, después cada vez más convertida en esa persona. Lo que más recuerdo es la sensación de que aquella era una experiencia transformadora, mucho más allá  de lo que teóricamente se sugería en la premisa «vamos a hacer un ejercicio» y más allá quizá de lo que puedo contar aquí. Todo se desataba en el momento exacto en que una le decía a otra persona: «Tengo que contarte una cosa…»

Sé que no es nada nuevo esto de proponer ejercicios de empatía y role playing. Creo que soñé esto por una mezcla de cosas. Había estado leyendo sobre el teatro como herramienta terapéutica, una vía de exploración basada en interpretar personajes ocultos, reprimidos, ignorados. Una manera, en definitiva, de entrar y salir de una misma. Parece hasta muy obvio. Pero esto de la empatía es algo que a veces pasamos por alto (porque lo hemos oído demasiado quizá). Y sin embargo, este enfoque no es más que un intento de sintonizar con quien nos habla, entendiendo que la emoción que subyace a su historia resuena porque toca algo que también está en nosotros. Conectando con ese sentir común, entenderíamos mejor las reivindicaciones (y necesidades) de algunos colectivos. Y no en un aspecto racional, sino vivencial.

Así veríamos muchas cosas, por ejemplo que a veces hay una posición de superioridad moral en las mujeres mismas (oh, esa historia nunca me podría pasar a mí, yo no soy de esa clase mujeres… Eso es lo que yo sentía en mi sueño antes de hacer mi papel). O los hombres podrían tratar de encarnar en su cuerpo por unos minutos el miedo físico que una mujer puede sentir en determinados momentos. No entenderlo. Sentirlo. O la frustración por las injusticias en el trabajo. O el cansancio extremo por cargar con el peso de un hogar.

Realmente son cosas sencillas. Y hay muchas situaciones en las que podríamos aplicarlo, en distintas direcciones y con diferentes categorías (genero, sexualidad, racialidad…). No creo que haga falta la experiencia de ser un hombre para intentar sentir como un hombre, ni de ser madre para intentar sentir como una madre… los actores no lo necesitan, los escritores no lo necesitan, tiran de algo común, reconocible y que también les pertenece, para entrar en ello.

El problema, lo que me da a mí miedo, es cuando creemos que somos tan distintos (seguramente mejores) que nunca podríamos ponernos en la piel del otro. Entonces, corremos el peligro de no escuchar, no ver, no sentir cuando alguien nos diga «Tengo que contarte una cosa».

Desde el silencio

Siento más atracción por el silencio que por las palabras. Y eso puede parecer contradictorio para alguien que escribe (y habla no poco). Una más de esas complejidades que me definen, supongo.
¿Qué me lleva  decir esto? Quizá la sensación de estar demasiado constreñida por las palabras. Quizá la intuición de que con ellas trato de alcanzar otra cosa que es inefable.
Para mi gusto, mi mente es demasiado activa -y me doy cuenta que al declarar eso ya doy por hecho que es algo que no está en mi mano evitar-. Ella va sola. No necesita mi permiso, ni mi volición. Tantos diálogos, tantas explicaciones, tantos personajes… Os aseguro que ya lo he oído todo antes dentro de mí. ¿Antes de qué? Ah, no sé, es mi sensación. Y todo, sí. Todo, sin excepción. Todo ha pasado antes en mi cabeza. Pero resulta que esa cabeza que a veces reclama tanto protagonismo, es en realidad como una salita de espera (en ocasiones acogedora, en otras, aborrecida, pero limitada), y haríamos mal en creer que basta con sus cuatro paredes, cuando el resto de la casa permanece inexplorada.
Sabiendo eso (que hay más allá), ¿quién querría vivir para siempre en una ruidosa salita de espera? Yo no. Yo quiero penetrar el silencioso pasillo y admirarme allí, conocer otras estancias. Tal vez descubrir, al fondo, el jardín secreto cuya existencia ignoraba, pero presentía. Las metáforas no alcanzan a explicarlo, pero son un puente del que me valgo para decir que sueño con el infinito. Quisiera, supongo, entender de una manera más completa. Ni verbal, ni mental. Ilimitada. Libre.

Este afán -que podría parecer presuntuoso- ha nacido de la experiencia más cotidiana y humilde. De pronto, entre mi cháchara, alguna pausa me ha sorprendido. Y es algo tan refrescante que he tenido que ceder a eso de manera natural, como un reposo desconocido, casi involuntario.
Esto atañe también a mi escritura. Escribir, a fin de cuentas, es volver a fijar esas palabras de mi cabeza en otro soporte. Quizá -seguro- más ordenadas, con más sentido. Pero, de nuevo, es lo mismo. Un eco nacido de un silencio muy puro. Un elaborado (y  puede que inconsciente) intento de regresar a eso.
Es cierto (aviso: otra paradoja) que este escollo (de generar nada más que ruido) se podría salvar. Tengo fe en ello. Hay algo que puede ser trascendente en escribir -y esto sucede en la vida en general y en el arte en particular. De pronto, ciertas cosas se distinguen del aluvión de banalidades y nos tocan (tal vez nos silencian un momento). Nos llevan de afuera a adentro. Aquí la calidad es preferible a la cantidad. Puede lograrse con poco. No es preciso que sea una gran composición. Basta una línea inspirada, sincera. Y quizá -ese invitar al otro, a nosotros mismos- sea el sentido más noble de hablar y escribir.

 

Imagen deJohn Hain. Pixabay.com

El almendro

Tras el temporal, al examinar el terreno que rodea mi casa, me di cuenta de que uno de los pinos había caído sobre un pequeño almendro. El arbolito estaba inclinado, con el tronco maltrecho, sofocado entre las pesadas ramas.  Pero tenía flores. El efecto era más de hermosa resistencia que de plenitud aplastada. Y aún así, pobre. Había leído hacia muy poco algo de Camus sobre los almendros que me gustó mucho y que, aunque escrito en 1940, me parecía muy oportuno.

Cuando vivía en Argel, esperaba siempre pacientemente durante el invierno, porque sabía que en una noche, en una sola fría y pura noche de febrero, los almendros del valle des Consuls se cubrirían de flores blancas. Después me maravillaba al ver cómo esa nieve frágil resistía todas las lluvias y el viento del mar. Cada año resistía lo suficiente para preparar el fruto.
No es un símbolo. No ganaremos nuestra felicidad a fuerza de símbolos. Hace falta algo más serio. Quiero decir tan sólo que, a veces, cuando el peso de la vida se vuelve excesivo en esta Europa todavía colmada de su propia desdicha, me vuelvo hacia esos países restallantes donde quedan aún tantas fuerzas intactas. Los conozco demasiado como para no saber que son la tierra elegida donde la contemplación y el valor pueden equilibrarse. Meditar acerca de su ejemplo me enseña que, si se quiere salvar la inteligencia, es necesario ignorar sus dotes para la queja y exaltar su fuerza y su prestigio. Este mundo está envenenado de desdichas y parece complacerse en ellas. Está entregado por completo a ese mal que Nietzsche llamaba espíritu de torpeza. No le tendamos la mano. Es inútil llorar sobre el espíritu, basta con trabajar por él.

En realidad, había más de una cosa en contra de la supervivencia del almendro. Suponiendo que el impacto no fuera letal, los trabajos para retirar un árbol tan pesado como un pino, no son delicados, y pueden entrañar más peligro que una severa tormenta. Las manos apresuradas de los hombres, las sierras eléctricas, los pesados contenedores… provocan que el radio de devastación se amplíe unos cuantos metros. Así que he decidido llevarme el árbol a otra parte. He hecho lo que he podido, azada en mano, sin planes ni estrategias. Soy muy consciente de que tal vez empeoro las cosas con mi iniciativa. Me pregunto si es mejor dejar que la naturaleza se las arregle, que encuentre el modo más sabio de manejar la situación o si se nos pide actuar cuando tenemos la ocasión. ¿Lo hago por el árbol o por mí?

Hay una foto de mi padre, joven, en las escaleras de entrada de esta casa, con Lagún, un imponente perro bóxer (¿o es Thor?), bajo un optimista pino. Los tres están en su plenitud, como un almendro en febrero. Ya no está mi padre, ni el perro, ni ahora el árbol. Quedan, eso sí, las escaleras y quedo yo, observando la foto. Siento que las cosas desaparecen a mi alrededor, quizá con un ritmo natural, tal vez trayendo otras sorpresas con la pérdida, algo tan sencillo como la luz o la comprensión de que la vida es así y está bien.
Hoy leo que ha muerto Kirk Douglas a los 103 años. Mira, me digo, como el pino centenario de los vecinos, que aún continúa derribado en el suelo. Los dos se despiden en 2020. Para el Universo ha sido solo un suspiro, queda Espartaco y la memoria de todos los que se han cobijado bajo la sombra de ese árbol en estos años, incluso cuando no había vallas entre las parcelas y un joven seminarista las atravesaba ejercitándose con vigor, o una niña hacía bicicross entre los árboles, estampas cambiantes que no se detendrán aquí.

Examinando el almendrito, ya trasplantado y firme, pienso que no tiene mala pinta, aunque tal vez es como el Cid -que ya muerto continuaba montado sobre Babieca, intimidando a sus oponentes, venciendo tras la muerte-, y solo se sostiene hasta que se haga evidente lo evidente. O tal vez de verdad haya una segunda oportunidad para este almendro (muy a pesar de mi torpeza) y enraíce bien y unos ojos nuevos algún día crean que ese siempre fue su lugar. Al fin y al cabo, dijo Camus en su relato que el almendro resiste todos los vientos del mar en virtud de la blancura y de la savia. Y que esa es la que, en el invierno del mundo, preparará el fruto.
También dijo que no era un símbolo. Al parecer, para mí, en este momento, este en concreto, sí lo es.

Una hora en tu mundo son tres meses

Un examen es algo de lo que muchos querrían escapar, pero tú más que nadie. Un examen en el salón de actos, te pone especialmente ansiosa. El sitio te crispa, como el teatro, como los cines, como las gradas… Sucede cada vez que cruzas el umbral de la sala. Se te acelera el pulso ante la puerta y luego es como saltarse un escalón, una caída corta, desagradable, una sensación que ya no te abandona hasta que te vas. Y ahora no te puedes ir. Tu apellido ha determinado que te sientes en el medio de la fila. Mierda. El simbolismo de la literatura catalana del siglo XX es todo lo que debería preocuparte, pero es lo que menos te importa en este momento. Tienes miedo. Si necesitas salir desesperadamente -cuando necesites salir desesperadamente-, ¿por dónde lo harás? La puerta de atrás está a unos diez metros, la puerta del patio… esa seguro que está cerrada. El techo parece estar a cien kilómetros. Te estas mareando… no, no, no. Aguanta. Te ha ocurrido mil veces y siempre te parece la definitiva. Por eso justamente estás mal, porque no sabes qué va a pasar esta vez. La luz de los tubos hace que todo parezca blanco, irreal. “Tenéis una hora”. Una hora en tu mundo son tres meses. ¿Y quién puede sufrir tres meses? Mejor empezar ya y mejor hacerlo por el final. Última pregunta: ¿Cuáles son los temas principales de La plaça del diamant? No sé, ¿un marido gilipollas y un montón de palomas…? jaja, suspirito ¡¡SHHHHH!! Tienes las manos heladas y odias esa sensación en el estómago… ¿A qué periodo pertenece Josafat, de Prudenci Bertrana? Fácil, al modernisme… Clavas la punta del boli en el papel, rasgarlo alivia un poco la tensión. Realmente estás atrapada. El tío de la esquina tiene las piernas muy largas, tendrías que saltar por encima. ¿Podrías? Características de la novela psicológica de posguerra. A la psicóloga del insti vas a ir tú, pero de cabeza. Te dirá que eres nerviosita. Y que estudies Trabajo Social el año que viene. Todo el mundo está bien, menos tú. Mira el papel y ya está. No levantes la cabeza. Crack, has roto el boli. Bueno, podría haber sido un dedo. Perfectamente podría haber sido un dedo, como aquella vez. ¿Qué relaciones podemos establecer entre Romanticismo y Renaixença? Te tiembla una pierna. ¿Y por qué solo una? Haz algo, levanta la mano, «¿Puedo ir un momento al baño, por favor?» «¿No?» Respira. Vale, vale. Acaba ya con esto.
“Qué rápida, ¿seguro que no quieres repasar?”
No contestes y sal ya!!! Nadie sabe que cuarenta minutos en tu
mundo es demasiado tiempo.

Hay una soledad (Emily Dickinson)

There is a solitude of space A solitude of sea A solitude of death, but these Society shall be Compared with that profounder site That polar privacy A soul admitted to itself — Finite infinity.

(Emily Dickinson, poema 1695)

Precioso, ¿no? Si , como es posible que suceda, al leer este poema, comienzas a traducir en tu mente, estarás llevando a cabo,  —en palabras de Gayatri Spivak—,  el proceso de lectura más íntimo posible. Así lo hicieron también estos tres autores que te presento en sus correspondientes traducciones al español. Lecturas diferentes y visiones distintas. Fidelidad en el caso de Silvina Ocampo, cambio y reinterpretación para adaptarse a la lengua castellana, en el de Arango y la postura intermedia (y más reciente) de R. Martín.

Hay una soledad del mar, una soledad del espacio, una soledad de la muerte. Y no obstante parecen compañía comparadas con esa más profunda —intimidad polar, Infinitud infinita: La del alma consigo. (Trad. José Manuel Arango)

 

* Hay una soledad del espacio una soledad del mar una soledad de la muerte, pero éstas sociedades serán comparadas con ese más profundo sitio con ese polar aislamiento un alma que admite a ella misma— delimitada infinidad. (Trad. Silvina Ocampo)

*

Está la soledad de los espacios, la soledad del mar, la de la muerte, pero todas parecen multitud si se comparan con ese emplazamiento más profundo; la intimidad polar del alma como huésped de sí misma— finita infinitud. (Trad. Rubén Martín)

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Para los interesados en traducción de poesía, hay un breve ensayo chulísimo de Jairo Hoyos en el libro Poéticas de la Traducción, Ediciones Uniandes-Universidad de los Andes, 2012. En él, precisamente analiza las versiones de este poema de Ocampo y Arango. Muy inspirador. Y en cualquier caso, una vez que la traducción ha cumplido su función de vehículo —del latín traducere, “pasar de un lado a otro”—, volvamos al poema. Ahí cada uno se sumerge ya a su modo, con sus expectativas y experiencias, con su idea de espacio, mar y soledad… Que su lectura nos lleve a ese sitio más recóndito y profundo, nuestra intimidad polar. Y allí quedémonos un rato…

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Dorothy Walters, éxtasis y Kundalini

Dorothy Walters (EEUU, 1928) es una profesora retirada, escritora y poeta. En 1981, cuando contaba 53 años tuvo un despertar espontáneo de energía Kundalini (experiencia para la que ella no tenía nombre entonces, pues su formación era exclusivamente Occidental). Perpleja ante lo que le sucedía y sin referencias o maestros, comenzó a escribir un diario que luego sirvió de base para su libro Unmasking the rose . Posteriormente ha escrito muchísimo sobre su vivencia. El éxtasis, el rapto divino, la presencia energética de lo que ella identifica como Dios o Diosa interior -the Beloved within- son temas que desarrolla en su poesía,  el vehículo ideal para tratar de atrapar con palabras una parte inefable, pero por otra concreta y vivida en el cuerpo.

Con 91 años, está llena de vitalidad, lucidez, energía, sentido del humor y sabiduría. Si tenéis curiosidad os recomiendo una entrevista muy reciente en el programa  Budda at the gas Pump   Fliparéis.

Como mejor muestra de la fuerza vital que hay en esta mujer, comparto un poema de su blog Kundalini Splendour.  Pensaba traducirlo al español, pero es sencillo y además en español tendríamos el dilema de tener que dar un género al Unseen one (el invisible), the secret lover, the nameless… y creo que el inglés permite sortear eso perfectamente…. y no hacerlo ni masculino ni femenino, sino ambos. Shiva/Shakti.

The Secret Lover

Oh, friends,
here I am in my nineties
and still making love
with the unseen one.

Sometimes in the kitchen,
sometimes at my desk,
it doesn’t seem to matter.

Always the nameless
discovers me,
wherever I am.
I know it is that one,
who has been here
many times before.
I recognize this energy
of my familiar love presence.

Always it is like kisses,
here and there,
inside and out,
never touching.

Some call it Krishna
playing his flute,
in the distance or nearby.
I just name it
the one who comes,
never mind the looks
or appellations.

I wonder what I did
before I had this lover
in my life.
I don’t know whether
to talk about it
or keep it a secret
from the world.

Dorothy Walters
August 23, 2019

Universos

«Sentado una noche al lado de un poeta amigo viendo la actuación de una gran ópera bajo una carpa iluminada, el poeta me tomó del brazo y apuntó a lo alto silenciosamente. Disparada desde la oscuridad, una enorme polilla cecropia atravesó volando de luz en luz por encima de la posición de los actores. “Ella no sabe” -murmuró
excitado mi amigo-, “que vuela por un universo extraño e iluminado pero invisible para ella. Se encuentra en otra obra; no nos ve. No sabe. Quizás nos está sucediendo eso ahora mismo a nosotros.”

Loren Eiseley, en «The inner galaxy»; The Unexpected Universe; 1964.