El almendro

Tras el temporal, al examinar el terreno que rodea mi casa, me di cuenta de que uno de los pinos había caído sobre un pequeño almendro. El arbolito estaba inclinado, con el tronco maltrecho, sofocado entre las pesadas ramas.  Pero tenía flores. El efecto era más de hermosa resistencia que de plenitud aplastada. Y aún así, pobre. Había leído hacia muy poco algo de Camus sobre los almendros que me gustó mucho y que, aunque escrito en 1940, me parecía muy oportuno.

Cuando vivía en Argel, esperaba siempre pacientemente durante el invierno, porque sabía que en una noche, en una sola fría y pura noche de febrero, los almendros del valle des Consuls se cubrirían de flores blancas. Después me maravillaba al ver cómo esa nieve frágil resistía todas las lluvias y el viento del mar. Cada año resistía lo suficiente para preparar el fruto.
No es un símbolo. No ganaremos nuestra felicidad a fuerza de símbolos. Hace falta algo más serio. Quiero decir tan sólo que, a veces, cuando el peso de la vida se vuelve excesivo en esta Europa todavía colmada de su propia desdicha, me vuelvo hacia esos países restallantes donde quedan aún tantas fuerzas intactas. Los conozco demasiado como para no saber que son la tierra elegida donde la contemplación y el valor pueden equilibrarse. Meditar acerca de su ejemplo me enseña que, si se quiere salvar la inteligencia, es necesario ignorar sus dotes para la queja y exaltar su fuerza y su prestigio. Este mundo está envenenado de desdichas y parece complacerse en ellas. Está entregado por completo a ese mal que Nietzsche llamaba espíritu de torpeza. No le tendamos la mano. Es inútil llorar sobre el espíritu, basta con trabajar por él.

En realidad, había más de una cosa en contra de la supervivencia del almendro. Suponiendo que el impacto no fuera letal, los trabajos para retirar un árbol tan pesado como un pino, no son delicados, y pueden entrañar más peligro que una severa tormenta. Las manos apresuradas de los hombres, las sierras eléctricas, los pesados contenedores… provocan que el radio de devastación se amplíe unos cuantos metros. Así que he decidido llevarme el árbol a otra parte. He hecho lo que he podido, azada en mano, sin planes ni estrategias. Soy muy consciente de que tal vez empeoro las cosas con mi iniciativa. Me pregunto si es mejor dejar que la naturaleza se las arregle, que encuentre el modo más sabio de manejar la situación o si se nos pide actuar cuando tenemos la ocasión. ¿Lo hago por el árbol o por mí?

Hay una foto de mi padre, joven, en las escaleras de entrada de esta casa, con Lagún, un imponente perro bóxer (¿o es Thor?), bajo un optimista pino. Los tres están en su plenitud, como un almendro en febrero. Ya no está mi padre, ni el perro, ni ahora el árbol. Quedan, eso sí, las escaleras y quedo yo, observando la foto. Siento que las cosas desaparecen a mi alrededor, quizá con un ritmo natural, tal vez trayendo otras sorpresas con la pérdida, algo tan sencillo como la luz o la comprensión de que la vida es así y está bien.
Hoy leo que ha muerto Kirk Douglas a los 103 años. Mira, me digo, como el pino centenario de los vecinos, que aún continúa derribado en el suelo. Los dos se despiden en 2020. Para el Universo ha sido solo un suspiro, queda Espartaco y la memoria de todos los que se han cobijado bajo la sombra de ese árbol en estos años, incluso cuando no había vallas entre las parcelas y un joven seminarista las atravesaba ejercitándose con vigor, o una niña hacía bicicross entre los árboles, estampas cambiantes que no se detendrán aquí.

Examinando el almendrito, ya trasplantado y firme, pienso que no tiene mala pinta, aunque tal vez es como el Cid -que ya muerto continuaba montado sobre Babieca, intimidando a sus oponentes, venciendo tras la muerte-, y solo se sostiene hasta que se haga evidente lo evidente. O tal vez de verdad haya una segunda oportunidad para este almendro (muy a pesar de mi torpeza) y enraíce bien y unos ojos nuevos algún día crean que ese siempre fue su lugar. Al fin y al cabo, dijo Camus en su relato que el almendro resiste todos los vientos del mar en virtud de la blancura y de la savia. Y que esa es la que, en el invierno del mundo, preparará el fruto.
También dijo que no era un símbolo. Al parecer, para mí, en este momento, este en concreto, sí lo es.

Autor: Marta Catala

escribo, leo, comparto...

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