El otro día soñé algo que me impresionó bastante. En el sueño aparecía una amiga mía, independiente, trabajadora, activista, políticamente comprometida. Se sentaba a mi lado y me cogía de la mano. Su semblante era serio, respiraba hondo y entonces decía: «tengo que contarte una cosa». Había algo especialmente poderoso en la manera en que me pedía que le escuchara, así que yo ponía todos mis sentidos en ello. Entonces ella me contaba una terrible historia, desconocida por mí, en la que revelaba el maltrato que sufría a manos de su pareja, y situaciones muy humillantes. Su gestualidad, incluso su manera de hablar, todo era diferente a lo acostumbrado, pero muy vibrante y yo estaba hondamente impresionada.
«No sabía nada», le decía al fin. Entonces ella parecía volver a ser la de siempre y me decía: Ni una sola cosa de lo que te he contado es verdad. Estoy poniéndome en la piel de una mujer a la que le ha sucedido todo esto. Es un ejercicio.
Al principio creía que era una broma, pero después ella me pedía que hiciera yo lo mismo. Era mi turno de meterme en un papel diferente, alejado de mí, uno que me costara. Y ella me daba unas instrucciones para que entendiera quién iba a ser yo por unos minutos.
Yo lo intentaba, al principio con dudas, después cada vez más convertida en esa persona. Lo que más recuerdo es la sensación de que aquella era una experiencia transformadora, mucho más allá de lo que teóricamente se sugería en la premisa «vamos a hacer un ejercicio» y más allá quizá de lo que puedo contar aquí. Todo se desataba en el momento exacto en que una le decía a otra persona: «Tengo que contarte una cosa…»
Sé que no es nada nuevo esto de proponer ejercicios de empatía y role playing. Creo que soñé esto por una mezcla de cosas. Había estado leyendo sobre el teatro como herramienta terapéutica, una vía de exploración basada en interpretar personajes ocultos, reprimidos, ignorados. Una manera, en definitiva, de entrar y salir de una misma. Parece hasta muy obvio. Pero esto de la empatía es algo que a veces pasamos por alto (porque lo hemos oído demasiado quizá). Y sin embargo, este enfoque no es más que un intento de sintonizar con quien nos habla, entendiendo que la emoción que subyace a su historia resuena porque toca algo que también está en nosotros. Conectando con ese sentir común, entenderíamos mejor las reivindicaciones (y necesidades) de algunos colectivos. Y no en un aspecto racional, sino vivencial.
Así veríamos muchas cosas, por ejemplo que a veces hay una posición de superioridad moral en las mujeres mismas (oh, esa historia nunca me podría pasar a mí, yo no soy de esa clase mujeres… Eso es lo que yo sentía en mi sueño antes de hacer mi papel). O los hombres podrían tratar de encarnar en su cuerpo por unos minutos el miedo físico que una mujer puede sentir en determinados momentos. No entenderlo. Sentirlo. O la frustración por las injusticias en el trabajo. O el cansancio extremo por cargar con el peso de un hogar.
Realmente son cosas sencillas. Y hay muchas situaciones en las que podríamos aplicarlo, en distintas direcciones y con diferentes categorías (genero, sexualidad, racialidad…). No creo que haga falta la experiencia de ser un hombre para intentar sentir como un hombre, ni de ser madre para intentar sentir como una madre… los actores no lo necesitan, los escritores no lo necesitan, tiran de algo común, reconocible y que también les pertenece, para entrar en ello.
El problema, lo que me da a mí miedo, es cuando creemos que somos tan distintos (seguramente mejores) que nunca podríamos ponernos en la piel del otro. Entonces, corremos el peligro de no escuchar, no ver, no sentir cuando alguien nos diga «Tengo que contarte una cosa».