Señales

Quiero dedicar este relato a mi amiga Bety, de México. Ultimamente, se ha pegado una panzada y ha leído todos los posts del blog y me ha mandado inteligentes y generosos comentarios. Le agradezco mucho (te agradezco) sus ánimos. Le dan un sentido más amplio y completo a esta tarea…
Bety, espero que este te guste, si no, lo seguiré intentando con el siguiente…

***

Llegué a la gasolinera después de comer. No había ningún coche repostando y nadie atendía en la caseta. Llené el depósito en el surtidor de autoservicio y volví a mirar el mapa. Según las indicaciones, la casa de mi amiga Ana estaba a solo unos kilómetros. Desde que se había recluido allí, había sido imposible obligarla a salir. Y ahora yo era la última esperanza de su familia. “Habla con ella”, me pidió su madre, “haz que entre en razón”. Pero Ana se negaba a volver a la ciudad y no admitía visitas. Llevaba así tres meses, había abandonado el trabajo y despachado a su novio. Y nadie sabía por qué.

El pueblo natal de los padres de Ana estaba a ciento sesenta kilómetros de la capital. Estaba aislado entre vastos llanos sin cultivar y dos altas montañas que eran el deleite de los cazadores furtivos. La casa de Ana estaba en el casco antiguo. Era una casona grande de tres plantas. Encalada, con las puertas y ventanas de madera y las persianas de color verde esmeralda. La fachada principal daba a una calle ancha en la que había un bar y una tienda de comestibles.

Aparqué el coche en la calle paralela. No quería alertar a Ana. Me llamó la atención no ver a nadie por las calles, pero era un miércoles de febrero y a la hora de la siesta. Un perrito escuálido dormitaba en la puerta de Ana. Estaba rodeado de moscas, tan quieto que parecía muerto. Cuando me acerqué con cierta precaución, el perro movió la cola. Iba a acariciarlo cuando soltó un gruñido y me enseñó las colmillos. Retrocedí varios pasos y entonces, fiummm, algo me rozó el pelo. Me agaché por instinto. ¿Qué había sido eso? De nuevo, otro silbido y algo como un proyectil pasó a mi lado y fue a rebotar contra la pared. ¿Me habían disparado? Entretanto, el perro seguía gruñendo, aunque me di cuenta de que, afortunadamente, estaba atado. Me situé a salvo de las balas que procedían de casa de Ana. Tardé un poco en darme cuenta de que mi amiga me estaba disparando.

Grité para que me oyera. Le dije que era yo y que venía sola. Se hizo el silencio. Entonces Ana ordenó que me marchara y yo le dije que no me iría hasta que pudiera hablar con ella, cara a cara. Me senté junto al perro que seguía ladrando sin parar, tratando de soltarse. Entonces se oyó el zumbido del timbre. Me incorporé de un salto y empuje la puerta. Me enfrentaba a unos estrechos escalones en la penumbra. Se hizo una luz en lo alto de la escalera. Identifiqué claramente a Ana con una escopeta en las manos. Me apuntaba.

—No deberías haber venido—dijo.

—¿Por qué no? Quiero verte.

—Nos has puesto en peligro a las dos —sentenció.

Bajó la escopeta y yo avancé hacia ella. Desde luego, parecía que mi amiga había perdido el juicio. Se retiró de la puerta y lo tomé como una señal para seguirla. Esperó a que entrara y cerró la puerta con un cerrojo enorme que estaba clavado de cualquier manera a la chapa.

Lo que vi a continuación me descorazonó. La estancia principal estaba a oscuras. Había una silla situada frente a la ventana. La tele estaba encendida y sintonizada en un canal de noticias que emitía las veinticuatro horas. Había latas de comida en el suelo y un montón de botellas de agua. A juzgar por lo que vi Ana debía alimentarse de conservas y había dejado de preocuparse por su aspecto. Si eso no era una depresión que viniera alguien y me lo contara.

—Sé lo que estás pensando —me dijo sentándose en la silla y dándome la espalda—, pero te equivocas.

—¿Por qué no me cuentas lo que pasa, Ana? —y odié sonar a médico de película barata. No sabía cómo abordar el tema. Ella se encogió de hombros:

—Cuando supe que venían, decidí prepararme.

—¿Venían?, ¿quiénes? —me habían prevenido de que Ana tenía extrañas ideas. Estaba convencida de que estaba pasando algo terrible en la ciudad, pero no me dieron detalles de su paranoia.

—¿Cómo que quiénes? ¡No me digas que tú también te haces la tonta! Pues te diré una cosa. Por mucho que lo ignoremos, va a pasar. Por eso me he encerrado aquí. Aguantaré más tiempo.

La tele daba una noticia de la caída en picado de la bolsa de Londres. La gente estaba crispada desde hacía tiempo. Había una pelea en pleno Paternoster Square. Un hombre sangraba por la nariz. Otros gritaban.

—Son tiempos difíciles para todos —dije buscando acomodo en un sillón cubierto de mantas.

Ana se giró hacia mí y vi la rabia en sus ojos. La misma que cuando nos peleábamos de niñas y yo no daba mi brazo a torcer.

—No me trates como a una loca. Hablo de algo muy serio. Ellos ya están allí. Y la ciudad será lo primero que ataquen.

Estaba divagando. Era duro verla así.

—¿Tienes  miedo de un ataque militar? Las cosas no están tan mal. En realidad, todo está bastante bien en la ciudad. La gente vive su vida. Y algunos te echan de menos.

Ana me volvía a apuntar. No le había gustado mi sentimentalismo.

—Da igual que la gente viva su vida como si nada. Peor para ellos, serán los primeros en caer. Los ignorantes como tú, como mis padres y como Tomás. Todos.

—¿De qué estás hablando, Ana?

—De los zombis —contestó—. Hablo de los zombis. Ha pasado.  Están entre nosotros. Y no habrá escapatoria.

Intenté asimilar la información, Ana creía que existían los zombis y que la iban a atacar. No dije nada, qué podía decir. Ana habló.

—Me compré ese libro: El advenimiento de los zombis. Y me lo tomé a coña. Estaba ciega como todos vosotros, pero las señales… las señales eran inequívocas: primero la corrupción, luego el hambre, la ira, la muerte y, justo después de la quietud… la llegada de los zombis. Está pasando, ¿no lo ves?

No podía creer que mi amiga, la más inteligente de la pandilla, estuviera cayendo en un infantilismo tan grande y evidente.

—Todo eso es muy vago, Ana. Abstracciones. Y siempre hay fatalistas que se quieren aprovechar del desconcierto. Además, todo no ha pasado. La quietud… La ciudad está muy viva. Lo único que está quieto es este pueblo. Y que yo sepa, no hay zombis. Y si los hay, razón de más para irse de aquí.

El perro aulló y Ana se levantó de la silla. Miró por la ventana y después me encaró.

—No. Primero irán a la ciudad y acabarán con vosotros. Será un desastre absoluto. No podréis detenerlos porque no querréis detenerlos —el tono profético de Ana me estaba produciendo un nudo en el estómago—. Esa es la gran tragedia: cuando ya no quieres resistir, estás perdido.

—Tienes que volver conmigo —intenté hacerla cambiar de tema—. Podemos hablar con alguien allí. Buscar ayuda.

El perro empezó a ladrar con fuerza. No callaba. También debía estar desquiciado. Y de pronto un quejido lastimero y silencio. Ana asió con fuerza la escopeta.

—Ya están aquí.

Le pedí que dejara el arma. Ana no tenía la mente clara. Iba a hacer una tontería. Pero ella se acercó a la puerta y dijo que no les dejaría entrar por nada del mundo.

Se oyó un ruido en la escalera. Alguien había golpeado la puerta. Temí que Ana atacara a un vecino. Le pedí que me dejara asomarme y consintió con la condición de que no permitiera subir a nadie. Era inútil que les hablara, me advirtió. No podían hablar y menos razonar. Le seguí la corriente. Sabía que Ana deliraba, pero lo cierto es que sus alucinaciones me contagiaban un miedo inmotivado.

En la escalera no había nadie. Esperé en el umbral, pero no pasó nada.

—Volverán —aseguró Ana—. Y  a mí no me pillarán. Te lo aseguro.

Fue inútil tratar de convencerla para que regresara  a la ciudad conmigo y yo poco podía hacer desde allí. Así que me despedí. Cuando me iba, Ana me dio un abrazo.

—Supongo que no volveremos a vernos.

Le dije que claro que nos veríamos, pero ella no quiso creerme. Mientras bajaba las escaleras, tuve que convencerme de que Ana estaba enferma, porque en su último adiós sólo me había parecido terriblemente asustada.

Cuando bajé a la calle, el perro no estaba. Supuse que había escapado. La correa seguía atada al barrote de la puerta. En el suelo, donde antes había estado el perro quedaba una mancha parduzca difícil de identificar.

En el pueblo seguía sin aparecer ningún ser vivo. El letrero del bar se agitaba con el viento produciendo un molesto chirrido. Me asomé. No había nadie en el interior. Algunas mesas tenían vasos y botellines que nadie había recogido. Me preocupaba dejar a Ana sola, pero sólo serían unas horas. El tiempo de volver y pedir ayuda médica. Mi amiga la necesitaba con urgencia.

Ya en el coche recorrí la carretera solitaria de camino a la ciudad. No me crucé con ningún un coche. Pronto empecería a caer el sol. Sintonicé la radio. Me sentía muy inquieta desde que me había separado de Ana.

Una voz femenina daba las noticias con voz monótona: un grupo de paramilitares había tomado el Parlamento. Eran un grupo muy numeroso. Uno a uno, estaban tomando todos los edificios institucionales. La cosa era gravísima. Me imaginé el estado de caos que me encontraría. Tal vez no me dejaran entrar. Tendría que localizar a mi familia y amigos. Podían estar en graves apuros a esas horas. Habría que pensar en organizarse. Mi cabeza era un hervidero, pero cuando entré en la vía de acceso principal me encontré con que la ciudad estaba como siempre. La gente paseaba por las calles, indiferente a todo. Nadie parecía preocupado. Todos los comercios estaban abiertos y la gente alternaba en las terrazas de los bares, como cada día a esas horas. Pese a que las noticias alarmantes se difundían ya por todos los rincones como un reguero de pólvora, nada había estallado.

Todo estaba en profunda calma. Extrañamente tranquilo y quieto.

El Club de lectura

Era un supermercado un poco destartalado.  Tenía parte del género en cajas de cartón abiertas. Ahí tenías que rebuscar en busca de las ofertas de galletas de chocolate o tortas de azúcar. Había de todo: te vendían unas gafas de buzo o una antena parabólica al lado del yogur griego tamaño XXL. Y allí estaba yo buscando un bote de pepinillos alemanes para la ensalada del club de lectura. Nos reuníamos los miércoles por la noche. Éramos siete y últimamente se nos hacía tan tarde que siempre acabábamos cenando cualquier cosa. Así que alguien había sugerido con buen juicio que instauráramos la noche del libro y la ensalada. Amelia, una de nuestras lectoras más participativas había estado rebuscando en mis armarios y había detectado la falta de pepinillos:

—Hay que comprarlos. Ya es bastante triste la ensalada si no. Yo es que con los pepinillos al menos me lleno un poco. ¿No hay un supermercado muy cerca de aquí?

Y no servía de nada discutir. Aunque yo sabía perfectamente que aquello era un capricho y que Amelia, a pesar de sus dietas, cenaba otra vez cuando llegaba a su casa. Por supuesto, ella no iba a ir al súper porque ya estaba muy ocupada ordenando unas fotocopias que se había permitido traer a la sesión con unas sesudas reflexiones que le había sugerido el libro de la semana.

—Una cosita así… que se me ocurrió sobre la marcha y que espero que no os aburra —me dijo con un suspiro de modestia.
La verdad, de eso no podía estar tan segura, Amelia tenía una oscura debilidad por la semiótica.

Estaban a punto de cerrar el súper. Yo ya había encontrado el alimento fetiche de Amelia y estaba en la caja. Delante tenía a un matrimonio que, a juzgar por su carrito, iba a hacer la compra para seis semanas. Eran los últimos clientes.

—¿Le importa que pase?—pregunté a la mujer—, sólo llevo esto.

—Lo siento, es que tenemos prisa —contestó forzando una sonrisa.

No había ninguna caja más abierta. Miré el reloj: nueve y diez. Tendríamos que estar empezando a comentar el libro. Hoy tocaba Sentido y sensibilidad.

—Verá, será un momento—insistí levantando los pepinillos—, sólo es una cosa.
—Pues si la quieres, te esperas, guapa. —La mujer me dio la espalda dando por terminada la conversación. Su marido empezó a poner cajas de leche en la cinta. La cajera, una chica joven de mirada clara y nombre sajón se encogió de hombros, mostrándome su solidaridad. Parecía cansada y se esforzaba por mantener la sonrisa.

Resoplé. A la mierda con los peinillos de Amelia. Dejé el bote junto a unos chicles y lancé un improperio fruto de mi frustración. Un tópico que fue rebatido por el matrimonio con otro tópico que cuestionaba mi educación en un tono algo más vulgar. Salí del súper. En la puerta me crucé con un hombre que exudaba rufianismo por cada poro de su piel. Un perrito que estaba atado a una farola cerca de la puerta también lo debió de detectar, porque gruñó insistentemente. Como me fiaba de su criterio, decidí no alejarme y observar desde la distancia.

Efectivamente, no pasó mucho tiempo sin que el hombre desvelara sus intenciones. Sacó un cuchillo pequeño y amenazó con él al matrimonio de la compra cuartelaria. Realmente, mi primera sensación fue de satisfacción. Eso era justicia poética. Ese matrimonio eran un par de cretinos egoístas, pero la chica de la caja me había caído bien. Quería ayudarla. Hice un pacto con el perrito de la puerta. El heroísmo iba a ser compartido. El hombre del cuchillo estaba apremiando a la chica para que vaciara la caja. Había que darse prisa. Desaté al perrito, que entró a toda pastilla en el super. No hizo falta que llamáramos a un traductor canino para explicarle el plan. Su animadversión hacia el asaltante permanecía intacta y corrió hacia él ladrando y armando escándalo. La táctica del despiste funcionó. El hombre miró al perro, desconcertado, sin saber si perseguirlo, amenazarlo o ceder ante él. Yo pude entrar y ganar su espalda y en una maniobra que fue más sencilla de lo que me gustaría admitir, desarmarlo. No era un atracador profesional y tampoco era muy fuerte. Aún así me pegó un pisotón monumental. La chica de la caja, Greta, según rezaba su escarapela, gritó. El hombre me empujó, clavándome su huesuda rodilla en el muslo y huyó. Nadie fue tras él, pero respiramos aliviados. Al menos estábamos a salvo todos. Hasta hice las paces con el matrimonio de amargados. El perrito acudió a celebrar el éxito de la operación. No sabíamos quién era su dueño. Resultó ser el compañero canino de un hombre que estaba en el videoclub de enfrente. Con el jaleo del atraco fallido, hubo que esperar a la policía, así que la noche fue cayendo. Cuando ya por fin me iba a casa, Greta me llamó y me alcanzó en la calle. Sonreía de una manera franca y hermosa, como sonríe la gente auténtica que da por sentado su nobleza de espíritu. Sacó un bote de peinillos y me los ofreció:

—Parecía que te hacían mucha ilusión.

Yo me reí y le conté la historia de Amelia  y del club de lectura.

—Me encanta Sentido y Sensiblidad —dijo—. Y opino que Marianne debería haberse casado con Willoughby y no con el coronel. Creo que el verdadero amor tiene que triunfar siempre.

Le hice saber que me parecía una opinión algo controvertida en cuanto a que no estaba claro que Willoughby no fuera otra cosa que un interesado playboy, y en cambio el coronel Brandon era bueno y una mejor opción para Marianne. Pero Greta sentía que la pasión no se puede encauzar hacia lo más recomendable, no al menos sin pagar el precio de la cobarde resignación.

Invité a Greta a nuestra sesión. Si nos dábamos prisa aún podíamos llegar. Cuando abrí la puerta de mi casa, la luz estaba encendida. Llamé a Amelia, pero no respondió nadie. Entré con Greta al salón. Allí estaban mis amigos del club de lectura sentados en sus sillones y todos sin excepción… profundamente dormidos. Algunos tenían la cabeza echada hacia atrás, otros apoyaban la barbilla en el pecho. Algún que otro ronquido planeaba por la sala.

—¿Esto es normal? —preguntó  Greta.

Amelia estaba en una silla frente al resto de amigos. Tenía algunos folios sobre las rodillas. Otros habían caído a sus pies. También se había quedado frita. Parecía haber sucumbido a su propia exposición.

—Hoy es una noche un poco atípica —convine.

Yo seguía con los pepinillos en la mano. Si conseguíamos resucitar al grupo, aún podíamos seguir hablando de Sentido y Sensibilidad. Seguramente ya era tarde para la ensalada. Amelia dio un cabezazo. Pareció que iba a despertarse, pero, en el último momento, cayó de nuevo en su sopor.
Greta me cogió de la mano:

—¿Qué te parece si los dejamos aquí y nos vamos a cenar tú y yo?

Sonreí. No sé si aquello demostraba mucha sensibilidad, pero me pareció que tenía mucho, mucho sentido.

Por si acaso…

Eran las nueve de la noche, mi vuelo había sido cancelado y me encontraba sola en el aeropuerto de Sídney. El problema no es que tuviera que esperar hasta el día siguiente para volar. El problema era que yo viajaba con Copito: un San Bernardo de 75 kilos al cual había sedado horas antes para afrontar el largo viaje y cuyos acuosos ojos me indicaban que la informalidad de una compañía aérea de bajo coste no lograría detener el letargo al que yo misma le había inducido sin su permiso.

Recurrí a Haruki, un ciberamigo japonés con contactos en todo el globo. Me confirmó que conocía a una docena de españoles en Sídney, entre ellos, a una pareja amante de los animales. Se podría en contacto con ellos para pedir asilo por una noche.

Una hora más tarde, el amigo de Haruki, Ernesto, vino en mi búsqueda al aeropuerto. Subimos a Copito al coche, quien para entonces ya era una mansa alfombra. Ernesto y su mujer, Eva, vivían en un apartamento en la playa de Bondi. Llevaban dieciocho meses en Australia. Él estudiaba lenguas indígenas en la Universidad de Sídney y ella buscaba su propósito en la vida. Ambos pasaban de los treinta. No tenían hijos y deseaban volver a España algún día.

Mientras aparcaba el coche, Ernesto me informó de que esa noche había otra huésped en la casa. Se trataba de Ana Garmendia, una veterana fotógrafa chilena experta en conflictos bélicos, conocida también de Haruki.

Cuando entramos en casa, Eva estaba encaramada a una silla, cambiando una bombilla. Le daba instrucciones desde el suelo una robusta mujer de unos sesenta años que, a juzgar por su acento, sólo podía ser la fotógrafa. Al vernos, Eva saludó jovialmente y vino a recibirnos. Advertí que cojeaba ostensiblemente, lo que imprimía a su rápido caminar un llamativo efecto ondulante. Como aún cargábamos con el inerte Copito, nos abrió paso, apresurada, e indicó que lo dejáramos en el sofá, para que no cogiera frío. Ana Garmendia sacó varias instantáneas de la escena sin dejar de repetir: “¡Fascinante!, ¡Fascinante!”.

Comenzamos a cenar, pues nuestra anfitriona había tenido la amabilidad de prepararnos algo de picar. El vino no escaseó. Yo me sentía feliz en la calidez de aquel hogar. Ernesto era ingenioso, la señora Garmendia, locuaz y Eva… extraordinaria. Era muy pálida  y tenía unos ojos oscuros y despiertos, capaces de producir miradas intrépidas, divertidas, curiosas y temerosas según su antojo.

La señora Garmendia fue la primera en advertir la cicatriz que Eva escondía bajo su melena. Partía de su oreja izquierda y llegaba hasta la base de la clavícula, como la cremallera de un jersey de cuello alto. La chilena quiso saber si aquello era producto de algún accidente doméstico, pues ella se jactaba de no haber sufrido jamás herida alguna en sus años en Nicaragua, Bosnia e Irak. Ernesto carraspeó, pero Eva ya había comenzado a hablar, acariciándose el cuello. “Esto me lo hizo la paralítica. Solo fue una advertencia”.

Garmendia quiso saber si con eso de la paralítica se refería a algún aparato de cocina dicho en jerga española.

“Cuando era niña, en España —explicó Eva—, pasé un verano en un sanatorio regentado por las hermanas Teresianas. Allí casi todas las niñas éramos… escrofulosas”. Como de nuevo la  miráramos con extrañeza, Eva aclaró: “Estábamos enfermas. Unas eran tuberculosas y otras sufríamos de los huesos. Las más afortunadas usábamos muletas. Las menos, eran deformes. Niñas contrahechas, pálidas y débiles”. Inmediatamente, me dejé seducir por su relato de infancias deformadas.

“Las hermanas nos daban baños de sol en el mar y nos aplicaban cuidados paliativos. Mucho antes de llegar allí por primera vez y de que me diagnosticaran mi dolencia, yo ya había soñado con ella, con la paralítica. En mis sueños era una mujer horrible, pequeña y enjuta postrada en una silla de ruedas. Se aparecía junto a mi cama. En mis pesadillas me contó que mataría a todas las niñas cojas, débiles y confiadas. Para ello, esperaría al caer la noche y cuando estuviéramos dormidas, ¡zas!, acabaría con nosotras. Yo era hija única y dormía sola. Jamás me atreví a contar el sueño a nadie, pero yo sabía que ella cumpliría su promesa. ¡Imaginaos cuando llegué al sanatorio! Me llevaron al dormitorio: allí había diez camas individuales y una vieja litera, la única de la residencia. Podéis adivinar lo que pensé. Si la paralítica aparecía, sólo podría salvarse una niña: la que no fuera confiada. La que no estuviera a su alcance. Las otras nueve, morirían”.

“No digas ¿y murieron?” —interrumpió la chilena, divertida.

“Por supuesto —aclaró Eva despreocupadamente—. Una tras otra”.

Ernesto sugirió que cambiáramos de conversación, pero yo le rogué a Eva que prosiguiera. No tuve que insistir.

“Aún hoy, me culpabilizo pensando que elegí la litera y la cama de arriba para salvarme, aún a costa de las otras niñas. ¡Pero quería sobrevivir! Cada noche, cuando el silencio se adueñaba del sanatorio, oía un chirrido: eran las ruedas mal engrasadas de la silla de la paralítica. Y siempre era igual. El chirrido, el golpe seco, los estertores y el ruido de las cabezas al caer.

Ana Garmendia rompió a reír. “Pero eso es del todo imposible, querida, ni aun con toda la imaginación de un infante. ¿Y las monjas?, ¿qué no se enteraban de nada?”¿Reponían a las niñitas como cocos en frutería o qué?”

Eva no reía: “Siempre había niñas nuevas y las hermanas atribuían aquello a un designio divino, incapaces de encontrar explicación. Cada mes, nueve niñas morían, las monjas enterraban sus cadáveres y yo callaba, aterrada, pensando sólo en conservar mi privilegiado sitio.

“¿Y qué… paso?” –quise saber, señalando su cicatriz.

“Una noche de aquellas, la paralítica cumplió su macabro ritual. El chirrido parecía alejarse de la habitación, pero, de pronto, volvió a sonar, cada vez más cerca. Escuché su respiración a los pies de mi litera. La respiración se convirtió en una risa convulsa. Yo estaba contra la pared con los puños apretados, rezando todas mis oraciones. Me decía que aquél monstruo no podría alcanzarme. De pronto, ante mí se alzó el filo de un hacha que cayó sobre mí como un péndulo, desgarrando mi carne. “Te crees muy lista, niña, pero puede que alguna noche no puedas elegir ese sitio. Y esa noche, nos veremos”. Se alejó tarareando una siniestra canción. Las monjas acudieron alertadas por mis gritos. Me llevaron al hospital, casi desangrada. Con el escándalo, las monjitas cerraron el balneario y la paralítica desapareció de mi vida. Me convencieron de que todo había sido una invención. Pero yo no olvido las muertes de aquellas niñas, ni la crueldad de aquella mujer. Ni tampoco su advertencia de que me seguiría al fin del mundo esperando su ocasión.

 La chilena volvió a estallar en una sinfonía de risas, esta vez histriónicas: “Bueno, es una historia muuuy divertida, pero, en serio, Eva, ¿cómo te hiciste esa cicatriz? De verdad me interesa.

“Ya te lo he dicho. Me lo hizo la paralítica”, repitió Eva con acento cándido.

Garmendia miró a otro lado con gesto confundido y nos levantamos de la mesa. Copito dormía feliz en el sofá y Eva fue a acariciarlo, arrastrando su pierna izquierda. Lo besó en la peluda frente con ternura. “Llegó la hora de dormir”, anunció.

Eva nos acompañó a la habitación de invitados. Encendió la luz y vimos un hermoso cuarto decorado con pósters de cine. En el centro de la estancia había por única cama una litera de aspecto infantil. “Elegid vosotras el sitio que prefiráis”, dijo antes de dejarnos allí solas.

Garmendia y yo sonreímos. La noche era calurosa en Sídney, las antípodas de España. Al alba, las dos partiríamos y jamás volveríamos a vernos, ni a Eva ni a Ernesto.

“Pobre muchacha, está medio loquita, ¿eh?”, dijo la fotógrafa lanzando su desgastada mochila en la cama de arriba y asiendo las escaleritas de madera para iniciar el ascenso. “Es una lástima, tan joven y bonita. Debe de ser por la cojera, que no lo asume y se inventa cuentos. Pero, ¡qué imaginación más prodigiosa!, ¡qué cantidad de tonterías!, ¿eh? Dicen que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo, pues ella lo tiene todo, ¿verdad?”

Asentí, contemplando la dorada réplica de un Oscar de Hollywood que había en la mesita de noche.

Confieso que golpeé a Ana Garmendia con la estatuilla hasta dejarla inconsciente. Después le limpié la sangre de la sien con cuidado y la instalé en la cama inferior. Incluso la arropé.

Me sentí ligeramente cobarde y ruin, pero yo no estaba dispuesta a dormir abajo.

Pastelito de lima

¡Por fin diciembre!
El apasionante, eléctrico y extenuante Nanowrimo terminó y… terminó bien. Muy bien.  Las 50.000 palabras descansan ahora en un rinconcito de mi ordenador, y confío en que, revisiones mediante, se conviertan dentro de un tiempo en una novela. Yo estoy contenta con el primer borrador, pero solo es el punto de partida… Veremos.

Pero eso ya es el pasado y la vida sigue y tenía muy abandonado mi blog. Así que esta noche dejo un relato para ir haciendo camino.
Es solo un divertimento y me he permitido un cambio de punto de vista al final, que no sé si chirriará un poco…

I’m back

***

Pasaban de las nueve cuando mi prima Clara vino a recogerme. Habíamos quedado para ir a ver a Carmen. Carmen estaba en el calabozo desde la tarde anterior. Al parecer, la Inspectora Ana V. estaba convencida de su culpabilidad.

Las horas desde que me comunicaron la noticia, hasta que me prima me reclamó con el claxon de su Renault Clio, habían sido angustiosas, pero Clara tenía muy buena cara al volante de su coche.

—Tiemblo como un flan. Menos mal que tú estás tranquila.

—Eso es porque siempre he esperado esta oportunidad.

—Está encerrada. La acusan de asesinato.

—Por eso, tonta —hizo un gesto con la cabeza par que mirara en el asiento de atrás. Vi una gran caja de cartón como las que se usan para llevar dulces. Estaba sujeta con el cinturón de seguridad. Mi prima me guiñó un ojo:— Ya sabes: pastelito de lima.

Efectivamente, yo ya sabía. Desde que leíamos los tebeos en nuestra infancia, mi prima me había dicho que un día me sacaría de la cárcel. Y lo haría, no porque creyera en mi predisposición genética a la delincuencia, sino porque esperaba poder usar aquel recurso: ocultar una lima en una inocente tarta. Y engañar a la policía. Aunque aquello se había convertido en una broma recurrente entre las dos, yo nunca había dado crédito a esta fantasía de mi prima. Éramos adultas. Esto era la vida real. Y ahora era Carmen, nuestra otra prima, la que estaba en apuros.

Pero Clara tenía un genio de campanillas. Siempre mandaba en los juegos de las primas. Siempre elegía primero. Siempre decidía la película en el cine y el sabor de los helados que compartíamos. Yo ya sabía que era mejor no contrariarla de forma directa ni cuestionar su   dudoso sentido del humor.

—No sé si te das cuenta de la gravedad del asunto… —dije justo en el momento en que aparcamos frente a la comisaría. Ya era de noche.

 —Calla y date prisa en bajar. Carmen estará muy asustada y tendrá hambre.

Respiré hondo antes de abrir la puerta del coche. Que mi prima hubiera tenido el detalle de pensar en Carmen no tenía por qué indicar nada malo.

Cuando entramos en la comisaría, encontramos a la Inspectora con cara de pocos amigos.  Nos hizo entrar en la sala contigua al calabozo para explicarnos la situación. Hacía calor allí dentro, porque la Inspectora tenía la calefacción a tope. Era difícil hablar con ella: se paseaba, fumando nerviosa, en mangas de camisa y no se detenía más de tres segundos en un sitio. Tras un gran cristal que ocupaba casi una pared entera, estaba el calabozo. No podía ver a Carmen, pero sabía que estaba al otro lado. Clara dejó la tarta en una silla junto a los abrigos.  No dejaba de lanzarle miradas mientras escuchábamos a la Inspectora, que, al final, también acabó por fijarse en el paquete.

—Es para mi prima —dijo Clara—. Seguro que aquí le dan una comida apestosa.

Esta vez la Inspectora se quedó quieta:

—Nuestros menús no son muy variados, pero he oído que en la prisión estatal tienen mucha mano con la freidora…

No pude contener un escalofrío. La Inspectora Ana V. se acercó a la tarta. Inspeccionó los bordes del paquete con un boli.

—Le he prometido a mi novia que iría a la cena que organiza esta noche con sus colegas médicos –dijo. Dio una calada al cigarro mientras proseguía su examen— También le he dicho esta mañana que compraría espárragos en la tienda de Uri. Son cojonudos. Pero mira por dónde, aquí estoy, esperando una confesión.

—Mi prima no ha hecho nada —dije.

 —Ya… Esa mosquita muerta de su prima se niega a hablar. Está como en trance. Pero a mí no me engaña: se ha cargado a su jefa en un arrebato de orgullo profesional y le van a caer unos cuantos años a la sombra. De aquí la pasaremos al modulo de mujeres y no va a volver a ver la luz del sol. Pero ¿sabe qué? —me apuntó con su cigarro— No me interesan ni sus motivos, ni su historia de triste oficinista amargada. Solo quiero que confiese ya.

—Y podrá llegar al segundo plato, ¿no? —Clara había dado un paso al frente.

La inspectora nos dio la espalda y murmuró algo ininteligible. Después nos abrió la puerta:

—Voy a hacer una llamada. Esperen ahí dentro.

Por fin pudimos acercarnos a Carmen.  Estaba encerrada en una pequeña celda de apenas cinco metros cuadrados. Clara, a mi lado, se frotó las manos y se detuvo en el centro de la habitación. Yo me acerqué y agarré las manos de Carmen a través de los barrotes. La Inspectora tenía razón. Mi prima estaba como ida, parecía una mártir cristiana a punto de ser lanzada a los leones. Me sorprendió la dignidad de su mirada.

—Carmen, ¿no has sido tú, verdad? No puede ser. Tiene que haber un error.

Carmen miró al suelo, como hacía cuando era pillada en falta. Le apreté las manos, frías como el metal. La obligué a mirarme dándole un pequeño tirón:

—No soportaba su perfume —dijo.

Me derrumbé. Carmen una asesina. ¿Qué sería de ella a partir de ahora?

Miré atrás, buscando la ayuda de Clara. La Inspectora seguía en la otra sala, dando vueltas en círculos, pegada al auricular.

—No te preocupes —dijo Clara. Tenía la mirada encendida y las mejillas sonrosadas—.Te hemos traído algo que, además de alimentarte, te va a ir muy bien. Pasteltio de lima —canturreó—. Pastelito de lima.

Me acerqué a Clara y la sujeté por los hombros:

—¡Ya, vale! Esto es muy serio.

—Por eso mismo, la familia cuida de la familia. Las primas se ayudan. Y me he gastado una pasta en los ingredientes. Son de primera…

Entonces supe que lo había hecho. De verdad. Había metido una lima de ferretería dentro de la tarta. Levanté la vista, por puro instinto. Si nos escuchaba la Inspectora, seguro que metíamos a Carmen en un problema aún mayor. Pero allí donde había esperado encontrar a Ana V. había ahora una habitación vacía, iluminada por una solitaria bombilla. Solo nuestro abrigos reposaban sobre la mesa.

—Mierda —dije.

*

Ana V. había considerado de lo más justo posponer el interrogatorio unas horas y confiscar la tarta que las familiares de Carmen habían llevado a comisaría. ¿Se merecía aquella mujer un premio, después de lo que había hecho? En cambio, ella, llevaba veinte horas sin dormir. No soportaba decepcionar a Celia. Le había fallado incontables veces en sus encuentros sociales. Siempre el maldito trabajo lo primero… Pues bien, ahora el trabajo debía sacarla de aquel apuro. Y por lo visto, estaba resultando. Los colegas de Celia eran unos médicos un tanto estirados. Cenaban en los restaurantes más chic de la ciudad. Pero había que reconocer que la prima de la sospechosa había puesto empeño en aquella tarta. El merengue blanco y denso destacaba en el centro de la mesa. Todos la miraban con admiración.

Celia sirvió un trozo a su jefe. El Dr. Estrada, cirujano estrella del hospital y una eminencia nacional, se llevó la cucharilla a la boca. Todos esperaron el veredicto.

—Mmm —dijo al fin—.  Tiene un delicioso toque a lima…

Los planetas comen tarta de manzana

Escribo desordenadamente, en libretas, ordenadores, hojas sueltas. A veces abro un cajón y encuento una nota remota. Me cuesta entender mi letra (entender mi cabeza). Este texto -experimental- parte de una de esas notas…

Los satélites no son planetas, esto es bien sabido. Los satélites orbitan alrededor de los planetas. Pero, ¿tienen sentido en sí  mismos? ¿Qué queda de un satélite si eliminas su planeta? Los satélites, vistos así, son como verbos transitivos: necesitan siempre un objeto. «yo dejo..» probablemente será contestado: «¿Tú dejas el qué; de qué hablas»? Si un satélite no tiene objeto empieza a ser interrogado continuamente, y las preguntas son incómodas, porque a los satélites no les gusta pensar -ni ya digamos filosofar- sobre la razón de su existencia. Pienso luego existo, parecen decir; giro a tu alerededor, luego existo. Existo. Soy. Tengo sentido (y sensibilidad, querida).

Y hablando de sentidos por atar, polisémicos y plurales…

Íbamos por la estación de metro de Universitiet (yo, tan nerviosa, pero ya feliz porque salíamos por fin de los vagones, porque estábamos, poco a poco, fuera del laberinto de mármol y espejos, «que eso de ir bajo tierra yo se lo dejo a los topos».

Olga se acercó a mí en las escaleras mecánicas y con sonrisa traviesa y me dijo:

  —Marta, cántame un bolero español.

Yo, eufórica por sentirme libre del subsuelo me veía capaz de todo: «Nu kaniechka (claro!)!» y me lancé… «sin tiii no podré vivir jamás, y pensar que nunca más estarás junto a mi… Sin ti, no hay clemencia en mi dolor la esperanza de mi amor te la llevas por fin… Sin tiii»

La gente nos miraba y las dos nos reíamos.

  —Oh, maravilloso, maravillosoo. ¡Sois tan intensos los españoles!

Yo seguía feliz, desbordada:

  —Pues sí, querida Olia, porque dime: ¿qué hay más bonito que decirle a alguien «Sin ti no podré vivir jamás?»

  —Hay algo más rotundo, amiga Marta, más definitivo —su trenza oscilaba de un lado a otro mientras andábamos deprisa.

  —¿Ah, sÍ? y qué es eso más rotundo? –pregunté con cierta presunción.

  —Pues decirle «Bias tibiá, ya ne magú», que significa «Sin ti no puedo»…

  —¿No puedo qué?

  —No puedo. Y basta. Es intransitivo. Sin ti no puedo. Sin ti no soy.

Salimos por fin al exterior, era media tarde, llovía y Rafa , que se había unido a nosotras, enlazaba mi brazo.

  —¿Pero tú alguna vez has tenido un novio formal? —quería saber.

  —Shhh, calla.

Y ya no pude contestar, porque pensaba en que se me había revelado una verdad existencial y aún sentía el vértigo de asomarme a una frase rotunda y completa. Perfecta. Jaque-Mate.

Había sucumbido a la magia de un verbo intransitivo que acaba conteniéndolo todo porque a nada se ata.

***

John Travolta llora a la guitarra:

“Cuántos labios te han besado, cuántos, cuántos

Y han encendido tu alma, me lo pregunto.

Pero en verdad, no quiero saberlo”

Todos somos periféricos, pero tú eres central. O, todos somos contingentes, pero usted es necesario, señor Alcalde… ¿Qué es mejor, ser centro o periferia?, ¿periferia de qué? ¿Tú que prefieres?

Yo de pequeña tuve un estuche Pelikan amarillo con una foto de los planetas flotando en un universo oscuro. A mí aquella noche galáctica me recordaba a la Coca Cola: me hacía soñar y me daba sed.

Yo también giro alrededor de mi planeta, pero a veces me pregunto qué sería de él sin mi? «Bias tibiá ya ne magú».

—Señora Tierra, ¿echaría usted de menos a la Luna?

—Bueno, habría menos poesía sin ella…, pero también menos suicidas y menos dementes. La tranquilidad a ciertas edades se agradece.

Vicor Hugo, taza de café en mano, asiente: “Mais oui. Todas las pasiones se alejan con la edad…”

Pues aléjate tú también, Hugo y déjame hablar con mi planeta, que come tarta de manzana.

Estás comiendo tarta de manzana. No puedes resistir coger otra cucharada.

—Come, come —digo.

Repites.

—¿Quieres un poco de agua?

—Por favor —(Bebes)—. Mucho mejor.

Me miras, y en esa pausa evalúas si tu glotonería es aceptable.

Lo es.

El cerebro es caprichoso. La comida ya ha acabado. Son casi las 15:00 y el satélite, que ha girado como siempre, no sabe cómo, pero se ha prendado de su planeta comiendo tarta de manzana.

Hombre lobo

Ana dice que su marido es un hombre lobo. Y lo dice así, con toda la cara. No se corta un pelo. Ana siempre ha sido una fantástica. Desde que éramos pequeñas. Ella tenía poderes; veía fantasmas en la casa; hablaba con su abuela muerta por teléfono y por las noches, cuando todos dormían, volaba. Todo mentira, claro. Fantasías de niña. Pero es que ahora ya tiene 35 la tía y sigue en las nubes. Y yo le digo que no puede ir diciendo esas cosas por ahí, que qué va a pensar la gente. Y me dice que le da igual, que es la pura verdad.

A mí me lo dijo en casa de Esther. Estábamos de torrá, celebrando que Esther se ha sacado por fin el carnet de coche (la de miles de euros que se habrá dejado en la autoescuela). Ella había venido con Alfredo desde su casa, que está muy apartada. El caso es que estábamos todos allí. Las de la panda, las otras amigas y el perrito de Esther, Charlie, que estaba más pesado que de costumbre, que ya es decir. Ana estaba muy rara y no paraba de mirar el reloj. Estábamos fregando los platos para el postre (que Esther los tenía llenos de polvo, que dice que ella no toma postre nunca). Íbamos a sacar el helado. Tres sabores. Riquísimo. Y va y le digo “pero déjate el reloj, chica, ¿qué tienes prisa?” Y va y me lo suelta. Que se tienen que ir, que hay luna llena y Alfredo es un hombre lobo. Así, de golpe. Y al principio, claro, yo me parto de risa, que qué cosas tienes, Ana. Pero ella me dice toda seria que no es broma y que Alfredo se pone muy bruto cuando se transforma y no quiere que la monte. Y menos mal que la convenzo de que no le diga eso a Esther, que seguro que no le gusta un pelo. Que la conocemos y se enfada mucho cuando alguien se da importancia a su costa y más en su casa. Así que Ana, que sigue con la perra de irse, le cuenta a Esther que le está matando la cabeza y que se van los dos a casa por eso. Y yo me quedo en la torrá pensando en todo lo que me ha dicho Ana y en que me parece una excusa muy mala y Esther, que nunca intuye nada, se pasa toda la noche contándonos los sitios a los que va a ir en coche, cuando se lo compre, claro. Y es verdad que hay luna llena y se ve muy bien desde el jardín, redonda como un queso. La fiesta sigue. Una amiga de Esther dice que está estudiando para azafata de avión y yo pienso, “pero, ¡si mides un metro cincuenta!”. Pero ella es así de estupenda. Otro trabajo no quiere, ni soñarlo. Yo me retiro pronto porque ya no me gusta acostarme tarde y para qué perder sueño.

Al día siguiente me llama Ana. Me dice que si podemos quedar a tomar café cuando ella salga de aquagym. Yo le hago una coña y le pregunto que si Alfredo tira mucho pelo y ella me dice que va por épocas, que en verano más. ¿Que va por épocas? Es que Ana se pasa de cachonda. Le digo que ya vale con la bromita, que a mí tampoco me caen bien las amigas de Esther y no por eso pego la espantá y me dice que no es broma. Y quedamos en vernos. Al rato me llama Esther llorando. Cuando por fin entiendo qué dice, me cuenta que un perrazo bestia se ha cargado a Charlie, su mil leches. “¿Y cómo ha sido?”, le pregunto y me dice que no sabe, que se lo ha encontrado lleno de sangre, hecho trizas y que va a denunciar al vecino por dejar al perro suelto. Es un pastor alemán y de los chungos. Asesino. Me despido de Esther y quedo con Ana en el bar del polideportivo y, aunque parezca mentira, sigue con la milonga del lobo. Le digo que no estoy para rollos, le cuento lo de Esther y me dice sin pestañear que ha sido Alfredo. Ahí ya me enfado de verdad. Pido la cuenta. O para de decir cosas raras o voy a pensar que está loca. Y me dice que Alfredo había fichado a Charlie en la fiesta, que si no me fijé en que no le quitaba ojo. Y yo, pues no. Y añade que también se la tiene jurada al perro del vecino, Rex, el pastor alemán, el asesino. Yo le digo que qué quiere decir Ana  exactamente con hombre lobo. Si es que Alfredo es bruto, ya lo sabíamos. Que es peludo, también (a mí siempre me ha dado un poquito de cosa cuando en verano lleva manga corta). Y Ana dice que qué va a querer decir. Pues eso, que cuando hay luna llena, Alfredo empieza a cambiar. Cuando pido más detalles, me dice que le sale pelo en la cara y los ojos se le vuelven rojos. Los colmillos le crecen. Estalla las camisas. Y al final es como un lobo en grande. Sólo que anda a dos patas. Y lo malo es que siempre se escapa y luego vuelve con el morro lleno de sangre y sin recordar nada. Por eso se fueron a  vivir a la zona nueva y no porque a ella le gustara más (cosa que yo, en el fondo, nunca creí). Después, con las horas, se le pasa y tan tranquilo. Recoge todo lo que ha roto en casa y se toma un alkasetzer, que le va muy bien. Se va al trabajo normalmente. Algún día se ha tenido que quedar, pero poca cosa. Y yo le digo si esto no será que ha pillado algo raro. Ana dice que no, que es así de siempre. Que a ella se lo dijo cuando eran novios, que se iban a vivir juntos. Él tenía miedo de que ella lo rechazara por tío raro, pero qué va, ella encantada, como si le dice que es piloto. Y le pregunto que por qué me lo cuenta a mí. Y me dice que soy su mejor amiga. Y por qué no me lo contó antes, que es lo que me molesta de verdad. Y me dice que no sabía cómo, que lo entienda. Que aunque ella lo vea muy natural, hay gente que seguro que lo critica. Yo no lo voy a criticar, le digo. Pero piensas que es raro. Mujer, pues sí un poco. ¿Lo ves? Y me dice Ana que ahora, como hay tanta película por ahí, Crepúsculos y cosas de esas, que los lobos son tan guapos y estupendos, pues ahora cree que ya puede contármelo, que está mejor visto. Y a mí me parece muy fuerte que mi amiga me cuente que su marido es un hombre lobo y que se decida a sincerarse porque ha visto una película de niñatos. Pero no me gusta estar enfadada. Ana es mi amiga. Le digo que lo dejemos estar; que yo voy a estar tan igual con Alfredo, que todo el mundo tiene sus días raros. Y ella se pone súper contenta y me invita a cenar, los tres juntos, el viernes por la noche, así Alfredo me cuenta más. Ya enseguida me doy cuenta de que, de momento, no se lo tengo que contar a nadie, que la gente es muy bocas. Ni a Esther. Así que le digo que vale. Ana se va y yo me quedo pensando que me ha tomado el pelo. Pero es que lo cuenta tan pancha que vete tú y discútele. Y luego seguro que voy a la cena con Alfredo y se parten de mí, que siempre he sido una inocente, porque tengo fe en el mundo.
Al ir hacia casa me encuentro con Esther, que, claro, sigue de bajón por lo de Charlie. Y me dice que iba a denunciar al del pastor alemán por dejarlo suelto, pero que va y el tío le ha contado que a su perro se lo han cargado también. Y que a saber qué perro bestia hay suelto por ahí, porque ha sido una carnicería y Rex tenía muy mala baba, sí, pero era un perro muy fuerte.

G.H.

En su cocina tenía todo lo necesario. Como cada día, los ingredientes estaban listos, al alcance de su mano. No tenía que limpiar ni pelar nada. Bastaba con cocinar y hablar mientras tanto. Tenía que contar qué hacía y cómo. Lo había hecho muchas veces. Y había adquirido soltura con la práctica.

El regidor le dio la orden: «¡Grabando!» Y empezó… con una sonrisa. Eso, le había enseñado su abuela de niña, abría todas las puertas. Le sorprendió lo fácil que era soltarse. “Buenas tardes a todos. Hoy vamos  a preparar un pudin de rape y gambas. Os vais a chupar los dedos. Prometido”.

Todo iba muy bien. Ya  tenía el rape hervido y escurriendo. Tocaba la primera anécdota de la noche. Contó aquello de cuando no había quien le hiciera pisar una cocina. Aquellos días en los que solo cocinaba sus argumentos literarios. Cuando cocinar era una metáfora y nada más… En la pausa publicitaria el realizador se le acercó. “A ver, no pasa nada, puedes contarlo, pero lo de la metáfora es demasiado… complicado. Busca otro rollo”. Era cierto. Eran vicios de su vida de novelista. Rectificó y contó cuando no sabía ni hervir el agua y se quedaba mirando fijamente y sin moverse a que aparecieran las burbujas.

El programa siguió fluyendo en un tranquilo directo. Solo paraban cuando ella daba paso a algún vídeo pregrabado. “Tienes una llamada, Emma”, el ayudante de producción le dio el aviso en la pausa. Emma se sorprendió, porque no salía recibir llamadas en el trabajo. Por lo visto, habían llamado al teléfono fijo del despacho de Mike, el productor ejecutivo. Se disculpó un momento. Subió por la estrecha escalerilla que comunicaba el plató y los despachos. Con tacones era un difícil ascenso. No había nadie en el despacho de Mike, pero el teléfono estaba descolgado.

—¿Sí?, ¿quién es?

—Te dejo, Emma. No vengas más.

—Georgina, ¿eres tú?

Pero Georgina había colgado. Ella siempre hacía esas cosas. Resolvía todo de manera telegráfica y expeditiva, ya se tratara de un contrato o de arrasar el corazón de una persona. El suyo en este caso. Intentó retomar la llamada, pero fue inútil. El pitido continuo sonó a defunción. Emma tomó aire. Abajo los chicos reían con voces estruendosas. Alguien habría contado un chiste. Oyó el preaviso de realización “¡Prevenidoos!”

Escribió el nombre completo de Georgina en un papel y bajó al plató. Antes de ponerse el delantal y, mientras la maquillaban un poco, le tendió el papelito a uno  de los ayudantes: “David, cielo, ¿quieres buscarme el teléfono de esta persona en la guía?. Es importante”. David silbó. Los Hamilton eran famosos en la ciudad. “Mi abuelo tenía negocios con ellos” dijo. “Yo también”,  aseguró ella.  Y siguió con el rape. “Desmenuzamos el pescado y alguna gamba”. Pero tenía la cabeza en otra parte. ¿Cómo podía Georgina hacerle eso?, ¿y por qué de ese modo? ¿Qué pretendía? La luz del foco principal le molestaba. Le cegaba como un sol obstinado. Se cubrió la cara. Tenía que seguir. “Batimos los huevos como para hacer una tortilla”. Se río tontamente, como para hacer una tortilla… Después, un silencio incómodo. El ayudante de dirección la miró intrigado. Y el realizador ordenó hacer una parada. “Oye, Emma, ¿estás bien?”. Pidió un vaso de agua. “El siguiente bloque es el del patrocinador. Ya sabes cómo va esto y quién pone la pasta. Tú sonríe a tope”. Ya lo sabía.  Los Hamilton ponían la pasta. Y no pasaba nada. Estaba perfectamente.
David le entregó una botella de agua y una nota con un número garabateado. “He hecho los deberes. Ha sido fácil”.  Emma aprovechó la pausa y subió de nuevo al despacho de Mike. Era el único lugar donde podía tener algo de privacidad. Caminó por el despacho. Del bolsillo de su pantalón sacó un encendedor de oro. Jugueteó con él mientras lo miraba. Tenía grabadas las iniciales de Georgina en letra gótica. G.H. Georgina había insistido en regalárselo en los albores de su pasión. “Pero si yo no fumo”. “Da igual. Para que te acuerdes de mí cuando enciendas los fogones”. Emma cerró los ojos. La voz de su amante se rompió en pedazos en su mente. “¡Cocino con vitrocerámica!”, dijo lanzando el mechero en la mesa con rabia.

Se enfrentó al teléfono. Cogió el papel. Marcó el número, nerviosa. Llamar a la casa de Georgina era delicado. Tal vez era una temeridad. Ella se lo había prohibido desde siempre. Y Emma lo había respetado, ni siquiera le había pedido su número. Había acatado la prohibición. Bueno, prohibir era una palabra muy fuerte, muy despótica, incluso para Georgina. La recordaba tumbada en la cama, fumando, con cierto rubor aún en las mejillas. “No te lo prohibo, tonta. Te lo pido por favor”. Pero Emma no tenía otra opción.  

“La señora ha pedido que no la molesten”. Era Adi, la gobernanta. “Es muy importante. Soy Emma, Adi”. Hubo un silencio. Y  se imaginó a Georgina con su cóctel previo a la cena. Un Martini rosado. Riendo despreocupadamente con alguna visita. La veía en el jardín, en la misma mesita de teca que ella había alabado la primera vez que fue a su casa. “Está muy ocupada”, dijo Adi, “si quiere le dejo un recado”. Emma había sido tonta al pensar que aquella historia podía ir a alguna parte. Habían sido noches amontonadas de clandestinidad que ahora no servían de nada. Insistió sin suerte. Necesitaba alguna otra explicación. “Está bien, Adi. Dile que ponga Tele4. Alguien quiere saludarle”. Bajó furiosa, con las lágrimas cayéndole por  las mejilla, los puños apretados. Estuvo  a punto de resbalar por la escalera. 

Respiró hondo mientras le ponían el micrófono de solapa. El regidor le daba instrucciones: “Vamos con las sartenes, Emma. Antiadherencia. Garra. Fuerza”.  Era estúpido que un espacio de publicidad de sartenes fuera lo más visto de esa franja horaria. Pero tal era el poder de la publicidad. El minuto de oro. Pues ella les iba a dar algo más divertido de qué hablar. Y entonces se acordó del mechero. No lo tenía encima.  Se lo había dejado en el despacho de Mike. Y esa iba a ser la prueba que iba a mostrar a todo el mundo. No iba a ser el momento del teflón, sino del mechero de Georgina Hamilton. El regalo de amor de la niña bien. Así firmaba ella todo. G.H. en su ropa de cama, en sus toallas, en sus cheques…

Pidió un segundo para recuperar el mechero. “Estamos a punto”, le advirtieron. “Date prisa”. Y subió de nuevo al despacho. El mechero estaba allí, brillando como una estrella entre los papeles de producción. Emma lo cogió y salió disparada. Iba a desenmascarar a Georgina. Su relación apasionada. La heredera del imperio del teflón. La mujer de hielo. La soltera de oro. ¡Ja!  Pues iba a derretir ese hielo con la llama de aquel mechero. Qué paradoja. La suerte de Georgina se iba a acabar esa misma noche. El tobillo izquierdo giró noventa grados y el talón se deslizó. Emma vio el mechero caer entre dos escalones. Intentó aferrarse en vano a la barandilla. “Teflón”, pensó.

Negro.

El equipo oyó el golpe y corrió hacia allí. David se adelantó y se llevó las manos a la cara. “¡Emma!”. Se giró y buscó ayuda “El médico, que venga un médico”.

Pero no servirían de nada sus esfuerzos. Poco después la fatalidad se hizo evidente. Emma se había desnucado. La emisora tuvo que lanzar un anuncio enlatado para salir del paso. El plató se llenó de gente. Costó despejarlo.

Nadie se percató de que en un rincón, tras las escaleras,  había quedado abandonado un carísimo mechero de oro con las iniciales G.H.

 

El gesto

Siempre me he jactado de saber cuando Nora, mi mujer, miente. En esas ocasiones, arruga un poco la nariz, como si fuera a estornudar y después, de repente, se relaja. Es un gesto rápido, discreto, pero, invariablemente, aparece. Lo quiera ella o no, allí está. Y entonces, yo lo sé.
No es que esto suceda muy a menudo. De hecho, cuando conocí a Nora me pareció muy recta y disciplinada. Ese era sin duda el rasgo más marcado de su personalidad. No había que darle vueltas: Nora era seria… y transparente. Me gustaba  cómo a veces perdía la compostura y mostraba pequeños destellos de espontaneidad. Breves y cada vez más espaciados, pronto tuve que aceptar que Nora era tan seria como sus trajes de sastre grises; como sus zapatos negros; como su media melena; como su suscripción al Reader’s digest.
En realidad, es justo decirlo, a mí me gustaba nuestra estabilidad. No había sobresaltos entre nosotras. Todo era suave, eficiente, práctico, casi casi funcionarial. Altamente placentero y… previsible.
Quizás por eso, también disfrutaba con sus pequeñas travesuras, sus escasísimas mentiras, raras perlas en el pico de un cuervo. “¿Cuánto nos ha cobrado el fontanero?”, “50 euros” … y después, el gesto. “¿Qué te ha parecido la novia de mi hermano?”,  “una chica muy mona”… y  después, el gesto. “Hoy llegaré más tarde. He quedado con mi madre”… y el gesto.
Una noche que yo estaba un poco falta de chispa y motivación, y tras un día particularmente aburrido en el trabajo, mientras cenábamos le dije:

—Cuéntame un secreto.

Nora levantó la mirada de la menestra de verduras. No parecía entender mi petición.

—Me refiero a algo que no le hayas contado a nadie. Nunca —precisé.

Me pareció que iba a salirme con su habitual templanza. Que aquel asunto le iba a parecer una chiquillada.

—Ahora mismo no se me ocurre nada…

Entraba dentro de lo más probable que Nora no tuviera secretos. No era algo que cuadrara con su carácter. El secretismo, lo oscuro, parecían por encima de sus posibilidades. Tal vez porque vio que mi mirada se apagaba; tal vez porque le pareció divertido. Sea como fuera, de pronto dijo:

—Está bien: ¿Te acuerdas de Sara, mi primera y única novia antes de ti?

Asentí. Me había hablado de ella. Una chica algo maniática, llena de energía, atleta de triatlón.

—¿La que se fue a a vivir a Estados Unidos con una beca deportiva?

—En realidad, no se fue.

—Ah, ¿no?

—No —dejó el tenedor junto al plato y me miró—. La maté y su cuerpo está encerrado en el chalet de mis padres, bajo el trastero. Obviamente, no se lo he contado a nadie.

A esta afirmación suya siguieron unos cinco segundos de estupor por mi parte. No estaba acostumbrada a esas muestras de humor. Finamente, fue ella quien empezó a reír. Primero tímidamente, después con  más ganas. Me contagié de su ataque de risa y me estuve carcajeando hasta que la tos me obligó a beber agua.

—Te lo has creído —dijo Nora, recuperando poco a poco la compostura.

—Hay que reconocer que lo has dicho muy seria…

—Qué inocente eres… Sabes perfectamente que no podría matar ni a una mosca.

Y entonces, apareció. Breve, como un flash que se enciende y se apaga. Pero fue más que suficiente para reconocer el gesto.

El gesto – (c) – Marta Català Vila

El catálogo

“¿Qué se puede esperar de una mujer que fuma en pipa?”. Iban en el coche camino de la cena y llevaban ya una hora de ruta. “Ya…”, asintió sin ganas… No iba a entrar en esa conversación. No pensaba dejarle ni un centímetro al que agarrarse. No entendía por qué Juan tenía que buscar la aportación mundial de las personas en cada gesto banal. ¿Qué diablos tenía que esperarse de Madame Singleton? A ella le había gustado por teléfono y punto. “Una mujer sola viviendo en esa casa tan grande…”, Juan insistía. “Seguro que tiene un montón de gatos”. “Oh, mira”, Eva señaló al otro lado de la ventanilla, “¿Has visto? Un ciervo enorme”,“¿dónde?”, “justo allí, míralo… se mueve entre los matorrales”. Funcionó. Juan se distrajo y comenzó a hablar de cotos de caza. Era así de simple, su mente era como una carretera comarcal estrecha y trazada en línea recta. Siempre lo veías venir.

Un letrero anunciaba la proximidad del desvío que tenían que tomar. Siete años de rutinario matrimonio pesaban. A Eva se le empezaba a hacer muy cuesta arriba. Y sabía que sólo estaba al pie de la montaña. Entonces Úrsula, en la oficina, le había dado la tarjeta de Madame Singleton. “Si no llega a ser por ella, mi matrimonio se hubiera ido al garete”. Eva era un poco escéptica y no encontró más referencias de aquella mujer que algunas fotos de Internet en las que se le veía sonriente, pipa en mano, pero Úrsula era eficiente en todo. Te encontraba el mejor fontanero; conocía el restaurante más apropiado para ese día especial o el médico que te iba a librar para siempre de las otitis. Y siempre acertaba.

Llegaron a la hora prevista. Madame Singleton vivía en una finca enorme arropada por un pequeño bosque privado. “Xanadú”, leyó Juan en la verja de hierro con un tonito burlón, “como el centro comercial”. Eva no se molestó en corregirle ni en mencionar a Orson Welles. Hacía tiempo que Juan buscaba cualquier excusa para burlarse de sus intereses culturales. A él solo le interesaba su trabajo y la caza. Nada más. Le hubiera gustado que tuviera alguna afición, aunque fuera cerril, como el fútbol, algo que le enseñara alguna dimensión más de su persona, que dejara espacio para descubrir otros matices, pero Juan, había que admitirlo, era un televisor en Blanco y Negro con solo dos cadenas.

Eva agradeció que en la cena hubiera otras parejas. Aunque en una situación similar, todos le parecieron más sonrientes y felices. Madame Singleton presidía la mesa. Les preparó un opíparo banquete vegetariano. Y a continuación les hizo partícipes de la metodología de su plan. Habría una evaluación de los casos y el resto serían actividades de mejora de la convivencia. Juan protestó por lo bajín. Que hubiera accedido a ir allí no significaba que creyera ni una sola palabra. Peor cara puso cuando Madame Singleton los invitó a bailar ordenando cambios de pareja cada vez que sonaba una campanilla. Cuando, una hora más tarde, se fueron todos a sus habitaciones, Juan echaba chispas: “Espero que no hayas pagado mucho por esta tomadura de pelo. Esa tía está totalmente chiflada. Me da repelús” ,”¿Has traído el cortaúñas? Me está matando el pie”. Eva apagó la luz. También ella se sentía decepcionada, pero no por los métodos de la anfitriona, sino por su propia obstinación. No podía dormir, había luna llena, por la ventana entraba una fragancia a espliego y tomillo. El sitio era muy bonito a pesar de… Juan. En ese momento se dio cuenta de que no quería arreglar su matrimonio.

Juan dormía a pierna a suelta. Eva se había puesto los tapones. Abrió los ojos. Una figura alargada que tardó en identificar como Madame Singleton le tocó el brazo suavemente. Se llevó un dedo a los labios y le indicó con un gesto que la acompañara. Eva siguió a la mujer, que permaneció en silencio todo el trayecto. Anduvieron por la casa en penumbra, bajaron unas escaleras y entraron en una especie de gabinete. Madame Singleton encendió una luz, sacó una hermosa pipa de nácar de un cajón y empezó a cargarla. “Admitámoslo. Su marido es un auténtico cretino”, fueron sus primeras palabras. “Supongo que hay una razón por la cual no se puede usted divorciar”. Y estaba en lo cierto. Al menos por el momento. Eve odiaba admitirlo, pero no tenía independencia financiera, con su trabajo a media jornada, ni medios para empezar por su cuenta. Un mal arreglo pre-matrimonial era la causa de todo. Madame Singleton la tranquilizó, ya contaba con todo aquello, lo había oído cientos de veces. A su taller solo acudían los casos más desesperados. Había un porcentaje que tenía arreglo, como el de su compañera Úrsula. Y otro que no lo tenía, como el de Eva y Juan. Ella sentía ser tan franca, pero era así de evidente. «Lo veo en sus ojos, querida». De todos modos, y una vez asimilado el fracaso matrimonial, ella era la persona adecuada a la que acudir. Resolvía esos matrimonios con diversas soluciones. Por eso la suya era una asistencia excepcional. Trabajaba de un modo muy exclusivo. Eva estaba intrigada. “¿A qué se refiere con resolver los matrimonios?, ¿tiene un gabinete jurídico?”. En caso de divorcio, Juan había resuelto que ella lo perdería todo. Madame Singleton la miró, acariciaba un enorme zafiro que llevaba en el dedo anular. “Setas venenosas, atraco con violencia, bala furtiva, accidente doméstico, frenos defectuosos y… este es mi favorito… atropello por jabalí salvaje”. Eva pestañeó varias veces y Madame Singleton, lejos de afirmar como ella esperaba que aquello era una broma, volvió a darle un repaso a su catálogo criminal. Después le dijo que la garantía de efectividad era del cien por cien. Siempre ofrecía un trabajo limpio. Podía pagar a plazos con una financiación muy interesante. Su marido ya no sería un problema. Nunca más.

Pasado unos minutos de estupor, Eva se sintió obligada a aclarar que, aunque no quería a Juan e incluso lo detestaba, era incapaz de pensar en el asesinato como solución. Madame Singleton sonrió dulcemente, le ofreció un bombón y le dijo que se lo pensara: “Es usted muy joven. Y se equivoca si cree que va a poder salir de su matrimonio. Está usted atrapada, encadenada del modo más tonto y venenoso”. Eve miró el bombón. ¿Sería una de las armas de Madame Singleton? “Se marchitará usted en un mortífero y anodino matrimonio. Es absurdo, si lo piensa”. Madame Singleton se despidió. Eva regresó a la habitación donde Juan seguía roncando. No pudo conciliar el sueño.

Al día siguiente hicieron todos juntos una excursión por los alrededores. El objetivo era redescubrir a la pareja disfrutando de un nuevo entorno. Juan estuvo todo el tiempo consultando su teléfono móvil y quejándose de la poca cobertura. Estaba impaciente por volver a la ciudad y no paraba de resoplar. Madame Singleton, a cada rato, buscaba a Eva con una mirada afable que parecía invitarla a repasar el catálogo de la noche anterior. Pero ella se negaba a aceptar esa posibilidad. Juan era un plasta, sí, pero no podía matarlo. Esa tarde le pidió a su marido que regresaran a casa. Le dijo que le dolía la cabeza y prefería adelantar la vuelta. Juan estuvo de acuerdo. Se despidieron apresuradamente. Madame Singleton no les pidió explicaciones.

Ya en el coche, Eva empezó a notar un martilleo en las sienes. “¿Qué se puede esperar de una mujer que fuma con pipa?” de nuevo Juan atacaba, con los mismos manidos arumentos. «Es una marimacho amargada». Eva no contestó. No tenía ganas de hablar. Sólo quería llegar a casa, tomarse un analgésico y tumbarse. Aguantó la matraca de Juan estoicamente.

Estaban ya en la ciudad y Juan buscaba el mando del garaje. “¿Te puedes pasar por el supermercado entes de cenar?”, dijo él.  “No me queda descafeinado para mañana”. Fue un comentario tonto. Pero a Eve le cayó encima una piedrecita de monotonía conyugal. Fue pequeñita, pero sabía que era inevitable lo que seguía. La avalancha se iba a producir, piedra a piedra, sin remedio. Y supo que llamaría a Madame Singleton. Atropello por jabalí salvaje estaba bien.

Lavado y centrifugado

Fui a la lavandería con un nórdico en las manos. Lo llevé sin bolsa y en un constante abrazo de quinientos metros desde la avenida donde vivía hasta la calle del nuevo Lavaplús Express. Era una de esas tiendas a lo americano, muy de «hágalo usted mismo». Tú llevas tu ropa, eliges el programa, echas las monedas, esperas media hora y te vas a casa con la colada hecha. El local era amplio: un gran salón de baldosas blancas y negras con las máquinas atrincheradas a un lado.  Cuando entré, allí solo había una mujer que me llevaba ventaja y ya estaba en la fase de esperar. Y lo hacía de pie mirando girar el tambor sin perder detalle. Como si estuviera viendo su serie favorita. Era guapa y distinguida. No encajaba allí.

—¿Qué?, ¿ya han matado a alguien? —dije, intentando hacerme la graciosa—, En su tele… ¿está interesante la novelita?

La mujer dio un respingo, después entendió mi broma y se relajó. No dijo una palabra, pero su mirada fue muy significativa: no tenía ganas de cháchara. Pero yo, que he sido entrenada en los salones más difíciles del telereporterismo, y que he estado a punto de conseguir que me hablaran las piedras, no iba a desistir de mi dosis de contacto humano diario. Tan sólo tenía que centrar el objetivo: mujer bien, con ropa cara, asidua del gimnasio y pocas preocupaciones. Nada de política. Charla intrascendente. Algún comentario sexista. Chupao.

—Ays —volví a la carga con un suspiro—, pues una creería que en un sitio así siempre va a encontrarse a un chico de esos americanos rubios quitándose los vaqueros y metiéndolos en la lavadora, ¿no?

Si pensaba que iba a triunfar, estaba apañada. Esta vez ni siquiera se giró. Siguió mirando su máquina.

—Bueno, pues hablando de rubios —dije extendiendo el edredón—, a ver qué tal se me da el nórdico éste.

Tampoco para esta ocurrencia mía hubo respuesta por su parte. Hay personas, por raro que parezca, a las que no les gusta mezclarse con sus congéneres. Aquella mujer era ropa blanca delicada de lavado a mano y yo era una todoterreno cien por cien algodón. Mala combinación. Lavar por separado.

Empecinada en mantenerme a tiro, escogí una máquina cercana a la suya. Abrí el tambor, introduje el nórdico y me puse a leer las instrucciones. Estaban en inglés, alemán, francés, chino… pero nada de español.

 —Perdone, ¿usted sabe cómo va esto? -dije por primera vez con toda sinceridad– Es la primera vez que vengo.

Me miró. Ojos bonitos. Cejas perfiladas. Ojeras pronunciadas.

 —No tengo ni idea. Siga los dibujitos.

Y lo dijo con una elegante franqueza, demostrando más una ignorancia sincera que un intento de boicot. Comprendí que no había nada que hacer y me puse a descifrar los jeroglíficos. Separar ropa. Cargar. Seleccionar programa. Echar moneditas. Darle al Play. Esperar. Por suerte me había llevado el periódico y me podría entretener leyendo los sucesos.

Pero lo cierto es que mi vecina me producía mucha curiosidad. No podía entender qué hacía una mujer como ella haciendo la colada en una lavandería de barrio por monedas.

En unos minutos, acabaría su tarea y se iría a jugar al tenis o a ver a alguna amiga con nombre en diminutivo. Su colada hacía ruido, como si se hubiera dejado dentro un zapato. Clanc, clanc. Si no podía conseguir su complicidad, al menos me divertiría:

—Hacía ya falta algo así en el barrio —dije sacando mi periódico—. Porque las tintorerías se están subiendo a la parra, ¿no cree usted?

Y entonces se rió con una sonrisa perfecta de dientes blanqueados y mimados por algún odontólogo con tres apellidos.

 —Pues debería usted visitar el locutorio de la esquina —respondió sin pestañear—. Se ahorra un montón en la factura del móvil, tienen pipas de calabaza y lo llevan unos chicos simpatiquísimos de Asia.

Al menos tenía sentido del humor. En ese momento se oyó un claxon. La mujer miró hacia la pared acristalada que daba  a la calle. Un todoterreno negro y enorme estaba aparcado en segunda fila. Supuse que era el coche de mi compañera. Tras él, Un Clío desvencijado pitaba para que el mastodonte se apartara. Finalmente, el conductor hizo una maniobra y superó al todoterreno. No tardaría en llegar otro coche con la misma queja.

—Vaya usted a apartar el coche, si quiere —le sugerí—. Yo estaré por aquí.

 —No gracias. Esperaré a que esto acabe.

Deduje que no era muy confiada. Eso o que consideraba que las normas de tráfico podían hacer una excepción con las de su clase.

Seguimos allí calladas un rato. Ella parecía de nuevo tensa. Se frotaba las manos y suspiraba de impaciencia mirando el minutero descender.

Opté por no decir nada más. A veces la indiferencia, obtienen los mejores resultados. Su lavadora seguía haciendo ruido. Con el centrifugado subieron aún más los decibelios. De vez en cuando, un coche volvía a pitar y a protestar. Pasó un minuto. Noté que me miraba un par de veces antes de hablar:

—Verás, quiero pedirte algo. Tengo que hacer un recado aquí al lado, en esta misma calle. ¿No te importa vigilarme la ropa un momento? Vendré enseguida. Y tal vez luego podemos tomar un café para compensarte las molestias.

—Descuida —dije tratando de mantener el aire digno que por fin había despertado su interés—. No dejaré que nadie se acerque a ella.

—Gracias —dijo—. Te dejo también las llaves de mi coche, por si molesta mucho.

—De acuerdo –dije fijándome en el llavero. Era una trenza de cuero. Muy masculino.

—Ah —añadió desde la puerta—y espero que tu nórdico quede bien.

Me gustó su gentileza cómplice. Después, salió de la lavandería y se alejó. Sonreí. ¿Quién dijo que no se puede llegar al corazón de una snob? ¿Quién dijo que hay barreras entre dos mujeres? Suspiré pensando en el aroma de un Capuchino y en los ojos avellana de mi nueva amiga.

Mi nórdico quedó bastante bien. Había perdido alguna pluma, pero parecía medir lo mismo que cuando entró. Pero de mi compañera no había rastro. Pasada una hora, yo no podía esperar más. Pensé en irme sin más. Después medité dejarle una nota. Al final decidí que me llevaría su ropa y le dejaría mi teléfono para recuperarla.

Con esta intención abrí la puertecilla y saqué la primera prenda… una camisa de hombre… empapada. Aquellas máquinas eran una porquería. A pesar del centrifugado, había agua en el tambor. El filtro debía de estar atascado. Me concentré en salvar la ropa. El agua era rosada. Al parecer, la dama había estado mezclando los colores, aunque no veía nada rojo. Saqué unos pantalones oscuros, también de hombre. ¡Vaya pastel! Entonces me acordé del zapato que había estado sonando mientras lavaba. Seguro que eso había atascado la máquina. Metí la mano y rebusqué. Efectivamente, había algo pesado entre la ropa, aunque  no tenía forma de zapato. Lo cogí, estiré y estiré. Y saqué de la lavadora una mano de hombre. Tal cual. Una mano grande y velluda, seccionada a la altura de la muñeca. La solté con aprensión. Después la estuve mirando un buen rato, hipnotizada, sin dar crédito.  Un policía me sacó de mi trance. Gafas oscuras, chicle de menta  y cara de cabreo:     —Señora, el coche de ahí fuera, el Touareg, ¿es suyo?     Pálida, negué con la cabeza. El policía miró las llaves que yo sujetaba y después dirigió su mirada hacia el macabro hallazgo en el que yo me deleitaba. Abrió mucho los ojos y dijo un par de palabrotas. Se llevó las manos al hombro derecho. Conectó su radio y habló con frases cortas, sin quitarme ojo. Le oí decir nosequé de un coche robado, de una mano en una lavandería y de una única sospechosa en estado de letargo. Supuse que mi compañera de lavados no iba a volver a por sus pertenecías.