Eran las nueve de la noche, mi vuelo había sido cancelado y me encontraba sola en el aeropuerto de Sídney. El problema no es que tuviera que esperar hasta el día siguiente para volar. El problema era que yo viajaba con Copito: un San Bernardo de 75 kilos al cual había sedado horas antes para afrontar el largo viaje y cuyos acuosos ojos me indicaban que la informalidad de una compañía aérea de bajo coste no lograría detener el letargo al que yo misma le había inducido sin su permiso.
Recurrí a Haruki, un ciberamigo japonés con contactos en todo el globo. Me confirmó que conocía a una docena de españoles en Sídney, entre ellos, a una pareja amante de los animales. Se podría en contacto con ellos para pedir asilo por una noche.
Una hora más tarde, el amigo de Haruki, Ernesto, vino en mi búsqueda al aeropuerto. Subimos a Copito al coche, quien para entonces ya era una mansa alfombra. Ernesto y su mujer, Eva, vivían en un apartamento en la playa de Bondi. Llevaban dieciocho meses en Australia. Él estudiaba lenguas indígenas en la Universidad de Sídney y ella buscaba su propósito en la vida. Ambos pasaban de los treinta. No tenían hijos y deseaban volver a España algún día.
Mientras aparcaba el coche, Ernesto me informó de que esa noche había otra huésped en la casa. Se trataba de Ana Garmendia, una veterana fotógrafa chilena experta en conflictos bélicos, conocida también de Haruki.
Cuando entramos en casa, Eva estaba encaramada a una silla, cambiando una bombilla. Le daba instrucciones desde el suelo una robusta mujer de unos sesenta años que, a juzgar por su acento, sólo podía ser la fotógrafa. Al vernos, Eva saludó jovialmente y vino a recibirnos. Advertí que cojeaba ostensiblemente, lo que imprimía a su rápido caminar un llamativo efecto ondulante. Como aún cargábamos con el inerte Copito, nos abrió paso, apresurada, e indicó que lo dejáramos en el sofá, para que no cogiera frío. Ana Garmendia sacó varias instantáneas de la escena sin dejar de repetir: “¡Fascinante!, ¡Fascinante!”.
Comenzamos a cenar, pues nuestra anfitriona había tenido la amabilidad de prepararnos algo de picar. El vino no escaseó. Yo me sentía feliz en la calidez de aquel hogar. Ernesto era ingenioso, la señora Garmendia, locuaz y Eva… extraordinaria. Era muy pálida y tenía unos ojos oscuros y despiertos, capaces de producir miradas intrépidas, divertidas, curiosas y temerosas según su antojo.
La señora Garmendia fue la primera en advertir la cicatriz que Eva escondía bajo su melena. Partía de su oreja izquierda y llegaba hasta la base de la clavícula, como la cremallera de un jersey de cuello alto. La chilena quiso saber si aquello era producto de algún accidente doméstico, pues ella se jactaba de no haber sufrido jamás herida alguna en sus años en Nicaragua, Bosnia e Irak. Ernesto carraspeó, pero Eva ya había comenzado a hablar, acariciándose el cuello. “Esto me lo hizo la paralítica. Solo fue una advertencia”.
Garmendia quiso saber si con eso de la paralítica se refería a algún aparato de cocina dicho en jerga española.
“Cuando era niña, en España —explicó Eva—, pasé un verano en un sanatorio regentado por las hermanas Teresianas. Allí casi todas las niñas éramos… escrofulosas”. Como de nuevo la miráramos con extrañeza, Eva aclaró: “Estábamos enfermas. Unas eran tuberculosas y otras sufríamos de los huesos. Las más afortunadas usábamos muletas. Las menos, eran deformes. Niñas contrahechas, pálidas y débiles”. Inmediatamente, me dejé seducir por su relato de infancias deformadas.
“Las hermanas nos daban baños de sol en el mar y nos aplicaban cuidados paliativos. Mucho antes de llegar allí por primera vez y de que me diagnosticaran mi dolencia, yo ya había soñado con ella, con la paralítica. En mis sueños era una mujer horrible, pequeña y enjuta postrada en una silla de ruedas. Se aparecía junto a mi cama. En mis pesadillas me contó que mataría a todas las niñas cojas, débiles y confiadas. Para ello, esperaría al caer la noche y cuando estuviéramos dormidas, ¡zas!, acabaría con nosotras. Yo era hija única y dormía sola. Jamás me atreví a contar el sueño a nadie, pero yo sabía que ella cumpliría su promesa. ¡Imaginaos cuando llegué al sanatorio! Me llevaron al dormitorio: allí había diez camas individuales y una vieja litera, la única de la residencia. Podéis adivinar lo que pensé. Si la paralítica aparecía, sólo podría salvarse una niña: la que no fuera confiada. La que no estuviera a su alcance. Las otras nueve, morirían”.
“No digas ¿y murieron?” —interrumpió la chilena, divertida.
“Por supuesto —aclaró Eva despreocupadamente—. Una tras otra”.
Ernesto sugirió que cambiáramos de conversación, pero yo le rogué a Eva que prosiguiera. No tuve que insistir.
“Aún hoy, me culpabilizo pensando que elegí la litera y la cama de arriba para salvarme, aún a costa de las otras niñas. ¡Pero quería sobrevivir! Cada noche, cuando el silencio se adueñaba del sanatorio, oía un chirrido: eran las ruedas mal engrasadas de la silla de la paralítica. Y siempre era igual. El chirrido, el golpe seco, los estertores y el ruido de las cabezas al caer.
Ana Garmendia rompió a reír. “Pero eso es del todo imposible, querida, ni aun con toda la imaginación de un infante. ¿Y las monjas?, ¿qué no se enteraban de nada?”¿Reponían a las niñitas como cocos en frutería o qué?”
Eva no reía: “Siempre había niñas nuevas y las hermanas atribuían aquello a un designio divino, incapaces de encontrar explicación. Cada mes, nueve niñas morían, las monjas enterraban sus cadáveres y yo callaba, aterrada, pensando sólo en conservar mi privilegiado sitio.
“¿Y qué… paso?” –quise saber, señalando su cicatriz.
“Una noche de aquellas, la paralítica cumplió su macabro ritual. El chirrido parecía alejarse de la habitación, pero, de pronto, volvió a sonar, cada vez más cerca. Escuché su respiración a los pies de mi litera. La respiración se convirtió en una risa convulsa. Yo estaba contra la pared con los puños apretados, rezando todas mis oraciones. Me decía que aquél monstruo no podría alcanzarme. De pronto, ante mí se alzó el filo de un hacha que cayó sobre mí como un péndulo, desgarrando mi carne. “Te crees muy lista, niña, pero puede que alguna noche no puedas elegir ese sitio. Y esa noche, nos veremos”. Se alejó tarareando una siniestra canción. Las monjas acudieron alertadas por mis gritos. Me llevaron al hospital, casi desangrada. Con el escándalo, las monjitas cerraron el balneario y la paralítica desapareció de mi vida. Me convencieron de que todo había sido una invención. Pero yo no olvido las muertes de aquellas niñas, ni la crueldad de aquella mujer. Ni tampoco su advertencia de que me seguiría al fin del mundo esperando su ocasión.
La chilena volvió a estallar en una sinfonía de risas, esta vez histriónicas: “Bueno, es una historia muuuy divertida, pero, en serio, Eva, ¿cómo te hiciste esa cicatriz? De verdad me interesa.
“Ya te lo he dicho. Me lo hizo la paralítica”, repitió Eva con acento cándido.
Garmendia miró a otro lado con gesto confundido y nos levantamos de la mesa. Copito dormía feliz en el sofá y Eva fue a acariciarlo, arrastrando su pierna izquierda. Lo besó en la peluda frente con ternura. “Llegó la hora de dormir”, anunció.
Eva nos acompañó a la habitación de invitados. Encendió la luz y vimos un hermoso cuarto decorado con pósters de cine. En el centro de la estancia había por única cama una litera de aspecto infantil. “Elegid vosotras el sitio que prefiráis”, dijo antes de dejarnos allí solas.
Garmendia y yo sonreímos. La noche era calurosa en Sídney, las antípodas de España. Al alba, las dos partiríamos y jamás volveríamos a vernos, ni a Eva ni a Ernesto.
“Pobre muchacha, está medio loquita, ¿eh?”, dijo la fotógrafa lanzando su desgastada mochila en la cama de arriba y asiendo las escaleritas de madera para iniciar el ascenso. “Es una lástima, tan joven y bonita. Debe de ser por la cojera, que no lo asume y se inventa cuentos. Pero, ¡qué imaginación más prodigiosa!, ¡qué cantidad de tonterías!, ¿eh? Dicen que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo, pues ella lo tiene todo, ¿verdad?”
Asentí, contemplando la dorada réplica de un Oscar de Hollywood que había en la mesita de noche.
Confieso que golpeé a Ana Garmendia con la estatuilla hasta dejarla inconsciente. Después le limpié la sangre de la sien con cuidado y la instalé en la cama inferior. Incluso la arropé.
Me sentí ligeramente cobarde y ruin, pero yo no estaba dispuesta a dormir abajo.