El gesto

Siempre me he jactado de saber cuando Nora, mi mujer, miente. En esas ocasiones, arruga un poco la nariz, como si fuera a estornudar y después, de repente, se relaja. Es un gesto rápido, discreto, pero, invariablemente, aparece. Lo quiera ella o no, allí está. Y entonces, yo lo sé.
No es que esto suceda muy a menudo. De hecho, cuando conocí a Nora me pareció muy recta y disciplinada. Ese era sin duda el rasgo más marcado de su personalidad. No había que darle vueltas: Nora era seria… y transparente. Me gustaba  cómo a veces perdía la compostura y mostraba pequeños destellos de espontaneidad. Breves y cada vez más espaciados, pronto tuve que aceptar que Nora era tan seria como sus trajes de sastre grises; como sus zapatos negros; como su media melena; como su suscripción al Reader’s digest.
En realidad, es justo decirlo, a mí me gustaba nuestra estabilidad. No había sobresaltos entre nosotras. Todo era suave, eficiente, práctico, casi casi funcionarial. Altamente placentero y… previsible.
Quizás por eso, también disfrutaba con sus pequeñas travesuras, sus escasísimas mentiras, raras perlas en el pico de un cuervo. “¿Cuánto nos ha cobrado el fontanero?”, “50 euros” … y después, el gesto. “¿Qué te ha parecido la novia de mi hermano?”,  “una chica muy mona”… y  después, el gesto. “Hoy llegaré más tarde. He quedado con mi madre”… y el gesto.
Una noche que yo estaba un poco falta de chispa y motivación, y tras un día particularmente aburrido en el trabajo, mientras cenábamos le dije:

—Cuéntame un secreto.

Nora levantó la mirada de la menestra de verduras. No parecía entender mi petición.

—Me refiero a algo que no le hayas contado a nadie. Nunca —precisé.

Me pareció que iba a salirme con su habitual templanza. Que aquel asunto le iba a parecer una chiquillada.

—Ahora mismo no se me ocurre nada…

Entraba dentro de lo más probable que Nora no tuviera secretos. No era algo que cuadrara con su carácter. El secretismo, lo oscuro, parecían por encima de sus posibilidades. Tal vez porque vio que mi mirada se apagaba; tal vez porque le pareció divertido. Sea como fuera, de pronto dijo:

—Está bien: ¿Te acuerdas de Sara, mi primera y única novia antes de ti?

Asentí. Me había hablado de ella. Una chica algo maniática, llena de energía, atleta de triatlón.

—¿La que se fue a a vivir a Estados Unidos con una beca deportiva?

—En realidad, no se fue.

—Ah, ¿no?

—No —dejó el tenedor junto al plato y me miró—. La maté y su cuerpo está encerrado en el chalet de mis padres, bajo el trastero. Obviamente, no se lo he contado a nadie.

A esta afirmación suya siguieron unos cinco segundos de estupor por mi parte. No estaba acostumbrada a esas muestras de humor. Finamente, fue ella quien empezó a reír. Primero tímidamente, después con  más ganas. Me contagié de su ataque de risa y me estuve carcajeando hasta que la tos me obligó a beber agua.

—Te lo has creído —dijo Nora, recuperando poco a poco la compostura.

—Hay que reconocer que lo has dicho muy seria…

—Qué inocente eres… Sabes perfectamente que no podría matar ni a una mosca.

Y entonces, apareció. Breve, como un flash que se enciende y se apaga. Pero fue más que suficiente para reconocer el gesto.

El gesto – (c) – Marta Català Vila

Autor: Marta Catala

escribo, leo, comparto...

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