—Cuéntame un secreto.
Nora levantó la mirada de la menestra de verduras. No parecía entender mi petición.
—Me refiero a algo que no le hayas contado a nadie. Nunca —precisé.
Me pareció que iba a salirme con su habitual templanza. Que aquel asunto le iba a parecer una chiquillada.
—Ahora mismo no se me ocurre nada…
Entraba dentro de lo más probable que Nora no tuviera secretos. No era algo que cuadrara con su carácter. El secretismo, lo oscuro, parecían por encima de sus posibilidades. Tal vez porque vio que mi mirada se apagaba; tal vez porque le pareció divertido. Sea como fuera, de pronto dijo:
—Está bien: ¿Te acuerdas de Sara, mi primera y única novia antes de ti?
Asentí. Me había hablado de ella. Una chica algo maniática, llena de energía, atleta de triatlón.
—¿La que se fue a a vivir a Estados Unidos con una beca deportiva?
—En realidad, no se fue.
—Ah, ¿no?
—No —dejó el tenedor junto al plato y me miró—. La maté y su cuerpo está encerrado en el chalet de mis padres, bajo el trastero. Obviamente, no se lo he contado a nadie.
A esta afirmación suya siguieron unos cinco segundos de estupor por mi parte. No estaba acostumbrada a esas muestras de humor. Finamente, fue ella quien empezó a reír. Primero tímidamente, después con más ganas. Me contagié de su ataque de risa y me estuve carcajeando hasta que la tos me obligó a beber agua.
—Te lo has creído —dijo Nora, recuperando poco a poco la compostura.
—Hay que reconocer que lo has dicho muy seria…
—Qué inocente eres… Sabes perfectamente que no podría matar ni a una mosca.
Y entonces, apareció. Breve, como un flash que se enciende y se apaga. Pero fue más que suficiente para reconocer el gesto.