G.H.

En su cocina tenía todo lo necesario. Como cada día, los ingredientes estaban listos, al alcance de su mano. No tenía que limpiar ni pelar nada. Bastaba con cocinar y hablar mientras tanto. Tenía que contar qué hacía y cómo. Lo había hecho muchas veces. Y había adquirido soltura con la práctica.

El regidor le dio la orden: «¡Grabando!» Y empezó… con una sonrisa. Eso, le había enseñado su abuela de niña, abría todas las puertas. Le sorprendió lo fácil que era soltarse. “Buenas tardes a todos. Hoy vamos  a preparar un pudin de rape y gambas. Os vais a chupar los dedos. Prometido”.

Todo iba muy bien. Ya  tenía el rape hervido y escurriendo. Tocaba la primera anécdota de la noche. Contó aquello de cuando no había quien le hiciera pisar una cocina. Aquellos días en los que solo cocinaba sus argumentos literarios. Cuando cocinar era una metáfora y nada más… En la pausa publicitaria el realizador se le acercó. “A ver, no pasa nada, puedes contarlo, pero lo de la metáfora es demasiado… complicado. Busca otro rollo”. Era cierto. Eran vicios de su vida de novelista. Rectificó y contó cuando no sabía ni hervir el agua y se quedaba mirando fijamente y sin moverse a que aparecieran las burbujas.

El programa siguió fluyendo en un tranquilo directo. Solo paraban cuando ella daba paso a algún vídeo pregrabado. “Tienes una llamada, Emma”, el ayudante de producción le dio el aviso en la pausa. Emma se sorprendió, porque no salía recibir llamadas en el trabajo. Por lo visto, habían llamado al teléfono fijo del despacho de Mike, el productor ejecutivo. Se disculpó un momento. Subió por la estrecha escalerilla que comunicaba el plató y los despachos. Con tacones era un difícil ascenso. No había nadie en el despacho de Mike, pero el teléfono estaba descolgado.

—¿Sí?, ¿quién es?

—Te dejo, Emma. No vengas más.

—Georgina, ¿eres tú?

Pero Georgina había colgado. Ella siempre hacía esas cosas. Resolvía todo de manera telegráfica y expeditiva, ya se tratara de un contrato o de arrasar el corazón de una persona. El suyo en este caso. Intentó retomar la llamada, pero fue inútil. El pitido continuo sonó a defunción. Emma tomó aire. Abajo los chicos reían con voces estruendosas. Alguien habría contado un chiste. Oyó el preaviso de realización “¡Prevenidoos!”

Escribió el nombre completo de Georgina en un papel y bajó al plató. Antes de ponerse el delantal y, mientras la maquillaban un poco, le tendió el papelito a uno  de los ayudantes: “David, cielo, ¿quieres buscarme el teléfono de esta persona en la guía?. Es importante”. David silbó. Los Hamilton eran famosos en la ciudad. “Mi abuelo tenía negocios con ellos” dijo. “Yo también”,  aseguró ella.  Y siguió con el rape. “Desmenuzamos el pescado y alguna gamba”. Pero tenía la cabeza en otra parte. ¿Cómo podía Georgina hacerle eso?, ¿y por qué de ese modo? ¿Qué pretendía? La luz del foco principal le molestaba. Le cegaba como un sol obstinado. Se cubrió la cara. Tenía que seguir. “Batimos los huevos como para hacer una tortilla”. Se río tontamente, como para hacer una tortilla… Después, un silencio incómodo. El ayudante de dirección la miró intrigado. Y el realizador ordenó hacer una parada. “Oye, Emma, ¿estás bien?”. Pidió un vaso de agua. “El siguiente bloque es el del patrocinador. Ya sabes cómo va esto y quién pone la pasta. Tú sonríe a tope”. Ya lo sabía.  Los Hamilton ponían la pasta. Y no pasaba nada. Estaba perfectamente.
David le entregó una botella de agua y una nota con un número garabateado. “He hecho los deberes. Ha sido fácil”.  Emma aprovechó la pausa y subió de nuevo al despacho de Mike. Era el único lugar donde podía tener algo de privacidad. Caminó por el despacho. Del bolsillo de su pantalón sacó un encendedor de oro. Jugueteó con él mientras lo miraba. Tenía grabadas las iniciales de Georgina en letra gótica. G.H. Georgina había insistido en regalárselo en los albores de su pasión. “Pero si yo no fumo”. “Da igual. Para que te acuerdes de mí cuando enciendas los fogones”. Emma cerró los ojos. La voz de su amante se rompió en pedazos en su mente. “¡Cocino con vitrocerámica!”, dijo lanzando el mechero en la mesa con rabia.

Se enfrentó al teléfono. Cogió el papel. Marcó el número, nerviosa. Llamar a la casa de Georgina era delicado. Tal vez era una temeridad. Ella se lo había prohibido desde siempre. Y Emma lo había respetado, ni siquiera le había pedido su número. Había acatado la prohibición. Bueno, prohibir era una palabra muy fuerte, muy despótica, incluso para Georgina. La recordaba tumbada en la cama, fumando, con cierto rubor aún en las mejillas. “No te lo prohibo, tonta. Te lo pido por favor”. Pero Emma no tenía otra opción.  

“La señora ha pedido que no la molesten”. Era Adi, la gobernanta. “Es muy importante. Soy Emma, Adi”. Hubo un silencio. Y  se imaginó a Georgina con su cóctel previo a la cena. Un Martini rosado. Riendo despreocupadamente con alguna visita. La veía en el jardín, en la misma mesita de teca que ella había alabado la primera vez que fue a su casa. “Está muy ocupada”, dijo Adi, “si quiere le dejo un recado”. Emma había sido tonta al pensar que aquella historia podía ir a alguna parte. Habían sido noches amontonadas de clandestinidad que ahora no servían de nada. Insistió sin suerte. Necesitaba alguna otra explicación. “Está bien, Adi. Dile que ponga Tele4. Alguien quiere saludarle”. Bajó furiosa, con las lágrimas cayéndole por  las mejilla, los puños apretados. Estuvo  a punto de resbalar por la escalera. 

Respiró hondo mientras le ponían el micrófono de solapa. El regidor le daba instrucciones: “Vamos con las sartenes, Emma. Antiadherencia. Garra. Fuerza”.  Era estúpido que un espacio de publicidad de sartenes fuera lo más visto de esa franja horaria. Pero tal era el poder de la publicidad. El minuto de oro. Pues ella les iba a dar algo más divertido de qué hablar. Y entonces se acordó del mechero. No lo tenía encima.  Se lo había dejado en el despacho de Mike. Y esa iba a ser la prueba que iba a mostrar a todo el mundo. No iba a ser el momento del teflón, sino del mechero de Georgina Hamilton. El regalo de amor de la niña bien. Así firmaba ella todo. G.H. en su ropa de cama, en sus toallas, en sus cheques…

Pidió un segundo para recuperar el mechero. “Estamos a punto”, le advirtieron. “Date prisa”. Y subió de nuevo al despacho. El mechero estaba allí, brillando como una estrella entre los papeles de producción. Emma lo cogió y salió disparada. Iba a desenmascarar a Georgina. Su relación apasionada. La heredera del imperio del teflón. La mujer de hielo. La soltera de oro. ¡Ja!  Pues iba a derretir ese hielo con la llama de aquel mechero. Qué paradoja. La suerte de Georgina se iba a acabar esa misma noche. El tobillo izquierdo giró noventa grados y el talón se deslizó. Emma vio el mechero caer entre dos escalones. Intentó aferrarse en vano a la barandilla. “Teflón”, pensó.

Negro.

El equipo oyó el golpe y corrió hacia allí. David se adelantó y se llevó las manos a la cara. “¡Emma!”. Se giró y buscó ayuda “El médico, que venga un médico”.

Pero no servirían de nada sus esfuerzos. Poco después la fatalidad se hizo evidente. Emma se había desnucado. La emisora tuvo que lanzar un anuncio enlatado para salir del paso. El plató se llenó de gente. Costó despejarlo.

Nadie se percató de que en un rincón, tras las escaleras,  había quedado abandonado un carísimo mechero de oro con las iniciales G.H.

 

Autor: Marta Catala

escribo, leo, comparto...

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