El Club de lectura

Era un supermercado un poco destartalado.  Tenía parte del género en cajas de cartón abiertas. Ahí tenías que rebuscar en busca de las ofertas de galletas de chocolate o tortas de azúcar. Había de todo: te vendían unas gafas de buzo o una antena parabólica al lado del yogur griego tamaño XXL. Y allí estaba yo buscando un bote de pepinillos alemanes para la ensalada del club de lectura. Nos reuníamos los miércoles por la noche. Éramos siete y últimamente se nos hacía tan tarde que siempre acabábamos cenando cualquier cosa. Así que alguien había sugerido con buen juicio que instauráramos la noche del libro y la ensalada. Amelia, una de nuestras lectoras más participativas había estado rebuscando en mis armarios y había detectado la falta de pepinillos:

—Hay que comprarlos. Ya es bastante triste la ensalada si no. Yo es que con los pepinillos al menos me lleno un poco. ¿No hay un supermercado muy cerca de aquí?

Y no servía de nada discutir. Aunque yo sabía perfectamente que aquello era un capricho y que Amelia, a pesar de sus dietas, cenaba otra vez cuando llegaba a su casa. Por supuesto, ella no iba a ir al súper porque ya estaba muy ocupada ordenando unas fotocopias que se había permitido traer a la sesión con unas sesudas reflexiones que le había sugerido el libro de la semana.

—Una cosita así… que se me ocurrió sobre la marcha y que espero que no os aburra —me dijo con un suspiro de modestia.
La verdad, de eso no podía estar tan segura, Amelia tenía una oscura debilidad por la semiótica.

Estaban a punto de cerrar el súper. Yo ya había encontrado el alimento fetiche de Amelia y estaba en la caja. Delante tenía a un matrimonio que, a juzgar por su carrito, iba a hacer la compra para seis semanas. Eran los últimos clientes.

—¿Le importa que pase?—pregunté a la mujer—, sólo llevo esto.

—Lo siento, es que tenemos prisa —contestó forzando una sonrisa.

No había ninguna caja más abierta. Miré el reloj: nueve y diez. Tendríamos que estar empezando a comentar el libro. Hoy tocaba Sentido y sensibilidad.

—Verá, será un momento—insistí levantando los pepinillos—, sólo es una cosa.
—Pues si la quieres, te esperas, guapa. —La mujer me dio la espalda dando por terminada la conversación. Su marido empezó a poner cajas de leche en la cinta. La cajera, una chica joven de mirada clara y nombre sajón se encogió de hombros, mostrándome su solidaridad. Parecía cansada y se esforzaba por mantener la sonrisa.

Resoplé. A la mierda con los peinillos de Amelia. Dejé el bote junto a unos chicles y lancé un improperio fruto de mi frustración. Un tópico que fue rebatido por el matrimonio con otro tópico que cuestionaba mi educación en un tono algo más vulgar. Salí del súper. En la puerta me crucé con un hombre que exudaba rufianismo por cada poro de su piel. Un perrito que estaba atado a una farola cerca de la puerta también lo debió de detectar, porque gruñó insistentemente. Como me fiaba de su criterio, decidí no alejarme y observar desde la distancia.

Efectivamente, no pasó mucho tiempo sin que el hombre desvelara sus intenciones. Sacó un cuchillo pequeño y amenazó con él al matrimonio de la compra cuartelaria. Realmente, mi primera sensación fue de satisfacción. Eso era justicia poética. Ese matrimonio eran un par de cretinos egoístas, pero la chica de la caja me había caído bien. Quería ayudarla. Hice un pacto con el perrito de la puerta. El heroísmo iba a ser compartido. El hombre del cuchillo estaba apremiando a la chica para que vaciara la caja. Había que darse prisa. Desaté al perrito, que entró a toda pastilla en el super. No hizo falta que llamáramos a un traductor canino para explicarle el plan. Su animadversión hacia el asaltante permanecía intacta y corrió hacia él ladrando y armando escándalo. La táctica del despiste funcionó. El hombre miró al perro, desconcertado, sin saber si perseguirlo, amenazarlo o ceder ante él. Yo pude entrar y ganar su espalda y en una maniobra que fue más sencilla de lo que me gustaría admitir, desarmarlo. No era un atracador profesional y tampoco era muy fuerte. Aún así me pegó un pisotón monumental. La chica de la caja, Greta, según rezaba su escarapela, gritó. El hombre me empujó, clavándome su huesuda rodilla en el muslo y huyó. Nadie fue tras él, pero respiramos aliviados. Al menos estábamos a salvo todos. Hasta hice las paces con el matrimonio de amargados. El perrito acudió a celebrar el éxito de la operación. No sabíamos quién era su dueño. Resultó ser el compañero canino de un hombre que estaba en el videoclub de enfrente. Con el jaleo del atraco fallido, hubo que esperar a la policía, así que la noche fue cayendo. Cuando ya por fin me iba a casa, Greta me llamó y me alcanzó en la calle. Sonreía de una manera franca y hermosa, como sonríe la gente auténtica que da por sentado su nobleza de espíritu. Sacó un bote de peinillos y me los ofreció:

—Parecía que te hacían mucha ilusión.

Yo me reí y le conté la historia de Amelia  y del club de lectura.

—Me encanta Sentido y Sensiblidad —dijo—. Y opino que Marianne debería haberse casado con Willoughby y no con el coronel. Creo que el verdadero amor tiene que triunfar siempre.

Le hice saber que me parecía una opinión algo controvertida en cuanto a que no estaba claro que Willoughby no fuera otra cosa que un interesado playboy, y en cambio el coronel Brandon era bueno y una mejor opción para Marianne. Pero Greta sentía que la pasión no se puede encauzar hacia lo más recomendable, no al menos sin pagar el precio de la cobarde resignación.

Invité a Greta a nuestra sesión. Si nos dábamos prisa aún podíamos llegar. Cuando abrí la puerta de mi casa, la luz estaba encendida. Llamé a Amelia, pero no respondió nadie. Entré con Greta al salón. Allí estaban mis amigos del club de lectura sentados en sus sillones y todos sin excepción… profundamente dormidos. Algunos tenían la cabeza echada hacia atrás, otros apoyaban la barbilla en el pecho. Algún que otro ronquido planeaba por la sala.

—¿Esto es normal? —preguntó  Greta.

Amelia estaba en una silla frente al resto de amigos. Tenía algunos folios sobre las rodillas. Otros habían caído a sus pies. También se había quedado frita. Parecía haber sucumbido a su propia exposición.

—Hoy es una noche un poco atípica —convine.

Yo seguía con los pepinillos en la mano. Si conseguíamos resucitar al grupo, aún podíamos seguir hablando de Sentido y Sensibilidad. Seguramente ya era tarde para la ensalada. Amelia dio un cabezazo. Pareció que iba a despertarse, pero, en el último momento, cayó de nuevo en su sopor.
Greta me cogió de la mano:

—¿Qué te parece si los dejamos aquí y nos vamos a cenar tú y yo?

Sonreí. No sé si aquello demostraba mucha sensibilidad, pero me pareció que tenía mucho, mucho sentido.

Autor: Marta Catala

escribo, leo, comparto...

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