Lavado y centrifugado

Fui a la lavandería con un nórdico en las manos. Lo llevé sin bolsa y en un constante abrazo de quinientos metros desde la avenida donde vivía hasta la calle del nuevo Lavaplús Express. Era una de esas tiendas a lo americano, muy de «hágalo usted mismo». Tú llevas tu ropa, eliges el programa, echas las monedas, esperas media hora y te vas a casa con la colada hecha. El local era amplio: un gran salón de baldosas blancas y negras con las máquinas atrincheradas a un lado.  Cuando entré, allí solo había una mujer que me llevaba ventaja y ya estaba en la fase de esperar. Y lo hacía de pie mirando girar el tambor sin perder detalle. Como si estuviera viendo su serie favorita. Era guapa y distinguida. No encajaba allí.

—¿Qué?, ¿ya han matado a alguien? —dije, intentando hacerme la graciosa—, En su tele… ¿está interesante la novelita?

La mujer dio un respingo, después entendió mi broma y se relajó. No dijo una palabra, pero su mirada fue muy significativa: no tenía ganas de cháchara. Pero yo, que he sido entrenada en los salones más difíciles del telereporterismo, y que he estado a punto de conseguir que me hablaran las piedras, no iba a desistir de mi dosis de contacto humano diario. Tan sólo tenía que centrar el objetivo: mujer bien, con ropa cara, asidua del gimnasio y pocas preocupaciones. Nada de política. Charla intrascendente. Algún comentario sexista. Chupao.

—Ays —volví a la carga con un suspiro—, pues una creería que en un sitio así siempre va a encontrarse a un chico de esos americanos rubios quitándose los vaqueros y metiéndolos en la lavadora, ¿no?

Si pensaba que iba a triunfar, estaba apañada. Esta vez ni siquiera se giró. Siguió mirando su máquina.

—Bueno, pues hablando de rubios —dije extendiendo el edredón—, a ver qué tal se me da el nórdico éste.

Tampoco para esta ocurrencia mía hubo respuesta por su parte. Hay personas, por raro que parezca, a las que no les gusta mezclarse con sus congéneres. Aquella mujer era ropa blanca delicada de lavado a mano y yo era una todoterreno cien por cien algodón. Mala combinación. Lavar por separado.

Empecinada en mantenerme a tiro, escogí una máquina cercana a la suya. Abrí el tambor, introduje el nórdico y me puse a leer las instrucciones. Estaban en inglés, alemán, francés, chino… pero nada de español.

 —Perdone, ¿usted sabe cómo va esto? -dije por primera vez con toda sinceridad– Es la primera vez que vengo.

Me miró. Ojos bonitos. Cejas perfiladas. Ojeras pronunciadas.

 —No tengo ni idea. Siga los dibujitos.

Y lo dijo con una elegante franqueza, demostrando más una ignorancia sincera que un intento de boicot. Comprendí que no había nada que hacer y me puse a descifrar los jeroglíficos. Separar ropa. Cargar. Seleccionar programa. Echar moneditas. Darle al Play. Esperar. Por suerte me había llevado el periódico y me podría entretener leyendo los sucesos.

Pero lo cierto es que mi vecina me producía mucha curiosidad. No podía entender qué hacía una mujer como ella haciendo la colada en una lavandería de barrio por monedas.

En unos minutos, acabaría su tarea y se iría a jugar al tenis o a ver a alguna amiga con nombre en diminutivo. Su colada hacía ruido, como si se hubiera dejado dentro un zapato. Clanc, clanc. Si no podía conseguir su complicidad, al menos me divertiría:

—Hacía ya falta algo así en el barrio —dije sacando mi periódico—. Porque las tintorerías se están subiendo a la parra, ¿no cree usted?

Y entonces se rió con una sonrisa perfecta de dientes blanqueados y mimados por algún odontólogo con tres apellidos.

 —Pues debería usted visitar el locutorio de la esquina —respondió sin pestañear—. Se ahorra un montón en la factura del móvil, tienen pipas de calabaza y lo llevan unos chicos simpatiquísimos de Asia.

Al menos tenía sentido del humor. En ese momento se oyó un claxon. La mujer miró hacia la pared acristalada que daba  a la calle. Un todoterreno negro y enorme estaba aparcado en segunda fila. Supuse que era el coche de mi compañera. Tras él, Un Clío desvencijado pitaba para que el mastodonte se apartara. Finalmente, el conductor hizo una maniobra y superó al todoterreno. No tardaría en llegar otro coche con la misma queja.

—Vaya usted a apartar el coche, si quiere —le sugerí—. Yo estaré por aquí.

 —No gracias. Esperaré a que esto acabe.

Deduje que no era muy confiada. Eso o que consideraba que las normas de tráfico podían hacer una excepción con las de su clase.

Seguimos allí calladas un rato. Ella parecía de nuevo tensa. Se frotaba las manos y suspiraba de impaciencia mirando el minutero descender.

Opté por no decir nada más. A veces la indiferencia, obtienen los mejores resultados. Su lavadora seguía haciendo ruido. Con el centrifugado subieron aún más los decibelios. De vez en cuando, un coche volvía a pitar y a protestar. Pasó un minuto. Noté que me miraba un par de veces antes de hablar:

—Verás, quiero pedirte algo. Tengo que hacer un recado aquí al lado, en esta misma calle. ¿No te importa vigilarme la ropa un momento? Vendré enseguida. Y tal vez luego podemos tomar un café para compensarte las molestias.

—Descuida —dije tratando de mantener el aire digno que por fin había despertado su interés—. No dejaré que nadie se acerque a ella.

—Gracias —dijo—. Te dejo también las llaves de mi coche, por si molesta mucho.

—De acuerdo –dije fijándome en el llavero. Era una trenza de cuero. Muy masculino.

—Ah —añadió desde la puerta—y espero que tu nórdico quede bien.

Me gustó su gentileza cómplice. Después, salió de la lavandería y se alejó. Sonreí. ¿Quién dijo que no se puede llegar al corazón de una snob? ¿Quién dijo que hay barreras entre dos mujeres? Suspiré pensando en el aroma de un Capuchino y en los ojos avellana de mi nueva amiga.

Mi nórdico quedó bastante bien. Había perdido alguna pluma, pero parecía medir lo mismo que cuando entró. Pero de mi compañera no había rastro. Pasada una hora, yo no podía esperar más. Pensé en irme sin más. Después medité dejarle una nota. Al final decidí que me llevaría su ropa y le dejaría mi teléfono para recuperarla.

Con esta intención abrí la puertecilla y saqué la primera prenda… una camisa de hombre… empapada. Aquellas máquinas eran una porquería. A pesar del centrifugado, había agua en el tambor. El filtro debía de estar atascado. Me concentré en salvar la ropa. El agua era rosada. Al parecer, la dama había estado mezclando los colores, aunque no veía nada rojo. Saqué unos pantalones oscuros, también de hombre. ¡Vaya pastel! Entonces me acordé del zapato que había estado sonando mientras lavaba. Seguro que eso había atascado la máquina. Metí la mano y rebusqué. Efectivamente, había algo pesado entre la ropa, aunque  no tenía forma de zapato. Lo cogí, estiré y estiré. Y saqué de la lavadora una mano de hombre. Tal cual. Una mano grande y velluda, seccionada a la altura de la muñeca. La solté con aprensión. Después la estuve mirando un buen rato, hipnotizada, sin dar crédito.  Un policía me sacó de mi trance. Gafas oscuras, chicle de menta  y cara de cabreo:     —Señora, el coche de ahí fuera, el Touareg, ¿es suyo?     Pálida, negué con la cabeza. El policía miró las llaves que yo sujetaba y después dirigió su mirada hacia el macabro hallazgo en el que yo me deleitaba. Abrió mucho los ojos y dijo un par de palabrotas. Se llevó las manos al hombro derecho. Conectó su radio y habló con frases cortas, sin quitarme ojo. Le oí decir nosequé de un coche robado, de una mano en una lavandería y de una única sospechosa en estado de letargo. Supuse que mi compañera de lavados no iba a volver a por sus pertenecías.

Autor: Marta Catala

escribo, leo, comparto...

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