G.H.

En su cocina tenía todo lo necesario. Como cada día, los ingredientes estaban listos, al alcance de su mano. No tenía que limpiar ni pelar nada. Bastaba con cocinar y hablar mientras tanto. Tenía que contar qué hacía y cómo. Lo había hecho muchas veces. Y había adquirido soltura con la práctica.

El regidor le dio la orden: «¡Grabando!» Y empezó… con una sonrisa. Eso, le había enseñado su abuela de niña, abría todas las puertas. Le sorprendió lo fácil que era soltarse. “Buenas tardes a todos. Hoy vamos  a preparar un pudin de rape y gambas. Os vais a chupar los dedos. Prometido”.

Todo iba muy bien. Ya  tenía el rape hervido y escurriendo. Tocaba la primera anécdota de la noche. Contó aquello de cuando no había quien le hiciera pisar una cocina. Aquellos días en los que solo cocinaba sus argumentos literarios. Cuando cocinar era una metáfora y nada más… En la pausa publicitaria el realizador se le acercó. “A ver, no pasa nada, puedes contarlo, pero lo de la metáfora es demasiado… complicado. Busca otro rollo”. Era cierto. Eran vicios de su vida de novelista. Rectificó y contó cuando no sabía ni hervir el agua y se quedaba mirando fijamente y sin moverse a que aparecieran las burbujas.

El programa siguió fluyendo en un tranquilo directo. Solo paraban cuando ella daba paso a algún vídeo pregrabado. “Tienes una llamada, Emma”, el ayudante de producción le dio el aviso en la pausa. Emma se sorprendió, porque no salía recibir llamadas en el trabajo. Por lo visto, habían llamado al teléfono fijo del despacho de Mike, el productor ejecutivo. Se disculpó un momento. Subió por la estrecha escalerilla que comunicaba el plató y los despachos. Con tacones era un difícil ascenso. No había nadie en el despacho de Mike, pero el teléfono estaba descolgado.

—¿Sí?, ¿quién es?

—Te dejo, Emma. No vengas más.

—Georgina, ¿eres tú?

Pero Georgina había colgado. Ella siempre hacía esas cosas. Resolvía todo de manera telegráfica y expeditiva, ya se tratara de un contrato o de arrasar el corazón de una persona. El suyo en este caso. Intentó retomar la llamada, pero fue inútil. El pitido continuo sonó a defunción. Emma tomó aire. Abajo los chicos reían con voces estruendosas. Alguien habría contado un chiste. Oyó el preaviso de realización “¡Prevenidoos!”

Escribió el nombre completo de Georgina en un papel y bajó al plató. Antes de ponerse el delantal y, mientras la maquillaban un poco, le tendió el papelito a uno  de los ayudantes: “David, cielo, ¿quieres buscarme el teléfono de esta persona en la guía?. Es importante”. David silbó. Los Hamilton eran famosos en la ciudad. “Mi abuelo tenía negocios con ellos” dijo. “Yo también”,  aseguró ella.  Y siguió con el rape. “Desmenuzamos el pescado y alguna gamba”. Pero tenía la cabeza en otra parte. ¿Cómo podía Georgina hacerle eso?, ¿y por qué de ese modo? ¿Qué pretendía? La luz del foco principal le molestaba. Le cegaba como un sol obstinado. Se cubrió la cara. Tenía que seguir. “Batimos los huevos como para hacer una tortilla”. Se río tontamente, como para hacer una tortilla… Después, un silencio incómodo. El ayudante de dirección la miró intrigado. Y el realizador ordenó hacer una parada. “Oye, Emma, ¿estás bien?”. Pidió un vaso de agua. “El siguiente bloque es el del patrocinador. Ya sabes cómo va esto y quién pone la pasta. Tú sonríe a tope”. Ya lo sabía.  Los Hamilton ponían la pasta. Y no pasaba nada. Estaba perfectamente.
David le entregó una botella de agua y una nota con un número garabateado. “He hecho los deberes. Ha sido fácil”.  Emma aprovechó la pausa y subió de nuevo al despacho de Mike. Era el único lugar donde podía tener algo de privacidad. Caminó por el despacho. Del bolsillo de su pantalón sacó un encendedor de oro. Jugueteó con él mientras lo miraba. Tenía grabadas las iniciales de Georgina en letra gótica. G.H. Georgina había insistido en regalárselo en los albores de su pasión. “Pero si yo no fumo”. “Da igual. Para que te acuerdes de mí cuando enciendas los fogones”. Emma cerró los ojos. La voz de su amante se rompió en pedazos en su mente. “¡Cocino con vitrocerámica!”, dijo lanzando el mechero en la mesa con rabia.

Se enfrentó al teléfono. Cogió el papel. Marcó el número, nerviosa. Llamar a la casa de Georgina era delicado. Tal vez era una temeridad. Ella se lo había prohibido desde siempre. Y Emma lo había respetado, ni siquiera le había pedido su número. Había acatado la prohibición. Bueno, prohibir era una palabra muy fuerte, muy despótica, incluso para Georgina. La recordaba tumbada en la cama, fumando, con cierto rubor aún en las mejillas. “No te lo prohibo, tonta. Te lo pido por favor”. Pero Emma no tenía otra opción.  

“La señora ha pedido que no la molesten”. Era Adi, la gobernanta. “Es muy importante. Soy Emma, Adi”. Hubo un silencio. Y  se imaginó a Georgina con su cóctel previo a la cena. Un Martini rosado. Riendo despreocupadamente con alguna visita. La veía en el jardín, en la misma mesita de teca que ella había alabado la primera vez que fue a su casa. “Está muy ocupada”, dijo Adi, “si quiere le dejo un recado”. Emma había sido tonta al pensar que aquella historia podía ir a alguna parte. Habían sido noches amontonadas de clandestinidad que ahora no servían de nada. Insistió sin suerte. Necesitaba alguna otra explicación. “Está bien, Adi. Dile que ponga Tele4. Alguien quiere saludarle”. Bajó furiosa, con las lágrimas cayéndole por  las mejilla, los puños apretados. Estuvo  a punto de resbalar por la escalera. 

Respiró hondo mientras le ponían el micrófono de solapa. El regidor le daba instrucciones: “Vamos con las sartenes, Emma. Antiadherencia. Garra. Fuerza”.  Era estúpido que un espacio de publicidad de sartenes fuera lo más visto de esa franja horaria. Pero tal era el poder de la publicidad. El minuto de oro. Pues ella les iba a dar algo más divertido de qué hablar. Y entonces se acordó del mechero. No lo tenía encima.  Se lo había dejado en el despacho de Mike. Y esa iba a ser la prueba que iba a mostrar a todo el mundo. No iba a ser el momento del teflón, sino del mechero de Georgina Hamilton. El regalo de amor de la niña bien. Así firmaba ella todo. G.H. en su ropa de cama, en sus toallas, en sus cheques…

Pidió un segundo para recuperar el mechero. “Estamos a punto”, le advirtieron. “Date prisa”. Y subió de nuevo al despacho. El mechero estaba allí, brillando como una estrella entre los papeles de producción. Emma lo cogió y salió disparada. Iba a desenmascarar a Georgina. Su relación apasionada. La heredera del imperio del teflón. La mujer de hielo. La soltera de oro. ¡Ja!  Pues iba a derretir ese hielo con la llama de aquel mechero. Qué paradoja. La suerte de Georgina se iba a acabar esa misma noche. El tobillo izquierdo giró noventa grados y el talón se deslizó. Emma vio el mechero caer entre dos escalones. Intentó aferrarse en vano a la barandilla. “Teflón”, pensó.

Negro.

El equipo oyó el golpe y corrió hacia allí. David se adelantó y se llevó las manos a la cara. “¡Emma!”. Se giró y buscó ayuda “El médico, que venga un médico”.

Pero no servirían de nada sus esfuerzos. Poco después la fatalidad se hizo evidente. Emma se había desnucado. La emisora tuvo que lanzar un anuncio enlatado para salir del paso. El plató se llenó de gente. Costó despejarlo.

Nadie se percató de que en un rincón, tras las escaleras,  había quedado abandonado un carísimo mechero de oro con las iniciales G.H.

 

Libro-blogs, creatividad y literatura LGTB

Es una verdad como un templo que me apasiona leer ficción. Amontono libros en casa y, por más que acuda a mi cita lectora a diario, nunca tengo tiempo material para abordar todo lo que llama mi atención. Sumemos a eso esa inmensa ventana que es Internet. ¡La oferta es tan grande y nuestra capacidad física tan pequeña! No sé votos@s, pero yo me vuelvo loca.
Lo cierto es que, aunque disfruto leyendo en todas las plataformas, suelo leer muy poco offline. Aún así, mi último descubrimiento -y sé que llego tarde-, son los libro-blogs. Me refiero a los blogs que nos ofrecen de forma seriada capítulos de una historia de ficción. Periódicamente se publican los contenidos y así, post a post, vamos adentrándonos en nuevas y atrapantes historias.
Me gustaría dedicar este modestísimo post a los libro blogs de autoras de ficción lésbica. Me parece un síntoma de la buena salud de nuestra ficción nacional. Existen muchos modos de difundir un trabajo literario hoy en día y no todos han de pasar necesariamente por la publicación tradicional. La autopublicación seriada (que no excluye otros medios de difusión posteriores) es tan buena como otra. Y además es una contribución gratuita y abierta de modo directo a l@s lector@s. Las fórmulas son variadas, pero siempre redundan en el beneficio de l@s consumidor@s de ficción.
 Las cualidades para mí más destacables de estos libro-blogs son la frescura; la facilidad de lectura (siendo esta entendida como una virtud); y la capacidad de mantener la intriga. Retomamos aquí uno de mis recursos favoritos: la mecánica del serial y el folletín, que pretendía (y conseguía) dejar a los lectores con ganas de más y que, a través de la prensa escrita, consiguió fidelizar a miles de personas en el siglo XIX. ¿Qué sería de los culebreen sin estos precedentes?
También quiero destacar la desenfadada puesta en escena de estas propuestas. Son relatos sinceros, bien construidos y en absoluto pretenciosos. Tienen lo más importante. CONECTAN.

 

Posiblemente ya estáis al tanto, pero, por si queda alguien aún despistad@ y en busca de lectura para estos días, os indico los ejemplos que yo conozco (que no soy ninguna entendida):
Historias cotidianas, intensas, narradas en primera persona. Prolífica con sus relatos de cincuenta capítulos. Una hormiguita de las letras que ya ha sido reconocida como una de las mejores aportaciones al universo blog lésbico.
A. M. Irún está detrás de esta historia, que, tras su éxito como libro-blog, va a publicar ahora en formato digital (sale el próximo mes). Espero que le vaya muy bien. Yo me lo pido.
Eley está en estado de gracia y aquí se apunta a las historias seriadas en colaboración con la estupenda revista MiraLes. Engancha desde el principio. Dinámica y adictiva.
El interesantísmo esfuerzo colaborativo de un grupo de mentes creativas -y mi más reciente descubrimiento-. Os podéis enganchar ya mismo al relato erótico «Según lo pactado». Lleva cuatro capítulos y ya esta encendiendo la blogoesfera,
En fin, como os decía, lo que más me gusta es ver cómo bulle la ficción… casi, casi  en directo. La inmediatez de estos relatos me maravilla. Sé que ahora mismo, en universos paralelos, cada una encerrada en su mundo, nuestras autoras están escribiendo algo para nosotr@s.
¡A seguir!

El gesto

Siempre me he jactado de saber cuando Nora, mi mujer, miente. En esas ocasiones, arruga un poco la nariz, como si fuera a estornudar y después, de repente, se relaja. Es un gesto rápido, discreto, pero, invariablemente, aparece. Lo quiera ella o no, allí está. Y entonces, yo lo sé.
No es que esto suceda muy a menudo. De hecho, cuando conocí a Nora me pareció muy recta y disciplinada. Ese era sin duda el rasgo más marcado de su personalidad. No había que darle vueltas: Nora era seria… y transparente. Me gustaba  cómo a veces perdía la compostura y mostraba pequeños destellos de espontaneidad. Breves y cada vez más espaciados, pronto tuve que aceptar que Nora era tan seria como sus trajes de sastre grises; como sus zapatos negros; como su media melena; como su suscripción al Reader’s digest.
En realidad, es justo decirlo, a mí me gustaba nuestra estabilidad. No había sobresaltos entre nosotras. Todo era suave, eficiente, práctico, casi casi funcionarial. Altamente placentero y… previsible.
Quizás por eso, también disfrutaba con sus pequeñas travesuras, sus escasísimas mentiras, raras perlas en el pico de un cuervo. “¿Cuánto nos ha cobrado el fontanero?”, “50 euros” … y después, el gesto. “¿Qué te ha parecido la novia de mi hermano?”,  “una chica muy mona”… y  después, el gesto. “Hoy llegaré más tarde. He quedado con mi madre”… y el gesto.
Una noche que yo estaba un poco falta de chispa y motivación, y tras un día particularmente aburrido en el trabajo, mientras cenábamos le dije:

—Cuéntame un secreto.

Nora levantó la mirada de la menestra de verduras. No parecía entender mi petición.

—Me refiero a algo que no le hayas contado a nadie. Nunca —precisé.

Me pareció que iba a salirme con su habitual templanza. Que aquel asunto le iba a parecer una chiquillada.

—Ahora mismo no se me ocurre nada…

Entraba dentro de lo más probable que Nora no tuviera secretos. No era algo que cuadrara con su carácter. El secretismo, lo oscuro, parecían por encima de sus posibilidades. Tal vez porque vio que mi mirada se apagaba; tal vez porque le pareció divertido. Sea como fuera, de pronto dijo:

—Está bien: ¿Te acuerdas de Sara, mi primera y única novia antes de ti?

Asentí. Me había hablado de ella. Una chica algo maniática, llena de energía, atleta de triatlón.

—¿La que se fue a a vivir a Estados Unidos con una beca deportiva?

—En realidad, no se fue.

—Ah, ¿no?

—No —dejó el tenedor junto al plato y me miró—. La maté y su cuerpo está encerrado en el chalet de mis padres, bajo el trastero. Obviamente, no se lo he contado a nadie.

A esta afirmación suya siguieron unos cinco segundos de estupor por mi parte. No estaba acostumbrada a esas muestras de humor. Finamente, fue ella quien empezó a reír. Primero tímidamente, después con  más ganas. Me contagié de su ataque de risa y me estuve carcajeando hasta que la tos me obligó a beber agua.

—Te lo has creído —dijo Nora, recuperando poco a poco la compostura.

—Hay que reconocer que lo has dicho muy seria…

—Qué inocente eres… Sabes perfectamente que no podría matar ni a una mosca.

Y entonces, apareció. Breve, como un flash que se enciende y se apaga. Pero fue más que suficiente para reconocer el gesto.

El gesto – (c) – Marta Català Vila

¿Las ideas nos encuentran? Una pizca de Borges para escritores

Como lectora y escritora hay un tema que me intriga y fascina a partes iguales. Me refiero al proceso creativo en sí, a lo que lleva a un autor/a a crear una historia de la nada…
Por lo que he leído y he podido averiguar estos años, el debate se polariza casi siempre en dos posiciones: l@s que abogan por el trabajo como único medio y l@s que hablan de la inspiración como punto detonante.
Entonces, visto así, hay un enfoque mágico y otro prosaico (Y la pregunta es… ¿don de los dioses o capacidad de trabajo?)

Yo ya no busco respuestas definitivas y cambio de opinión por momentos, así pues, si me examino como autora, no soy capaz de permanecer en una de las dos opciones (si es que hay que definirse).

Supongo que es más que obvio afirmar que sin el trabajo y el esfuerzo (y escribir es trabajoso hasta decir basta), difícilmente vamos a conseguir resultados. Aquí, en mi opinión, el esfuerzo quiere decir la mera dedicación (eso, sentarse frente al ordenador, puede ser lo más difícil y lo que requiere de mayor fuerza de voluntad). Pero, dicho esto… me sigue intrigando eso de que las historias nos ronden y nos busquen ellas a nosotras y no al revés. El autor sería un mero… vidente(¿?), o, mejor aún. un médium que tiene que traer esa historia del más allá hasta el reino de los vivos.

Olvidando un poco la parafernalia esotérica, yo a veces me siento un poco así: surge una imagen y veo poco más y después he de ingeniármelas para seguir viendo el resto y contarlo (sin que se pierda la imagen por el camino).

Cuando me pierdo mucho en estas disquisiciones, yo acudo a los Grandes. Ell@s siempre dan una buena opinión. Ella@s han echo esto antes que nosotros (y de qué manera).
En «El aprendizaje del escritor», libro recientemente publicado y que reúne tres charlas de Jorge Luis Borges, dictadas en 1972, leo esto:

«Este en una especie de misterio central: cómo se escriben mis poemas. Puedo estar caminando por a calle o subiendo y bajando las escaleras de La Biblioteca Nacional y, de pronto, siento que algo va a ocurrir. Entonces trato de situarme en actitud pasiva. Tengo que estar atento a lo que está por ocurrir. Y luego surge algo, que puede ser un cuento, o puede ser un poema, ya sea en verso libre o en alguna forma cerrada».

Aquí está claro que Borges aboga por esta concepción del autor/a como receptor. Pero que nadie se piense que esto es tan sencillo como esperar a que te caiga un ladrillo en la cabeza (si es que eso es fácil ;))  Según este que dice Borges tenemos una responsabilidad muy grande. No somos meras antenas. Atención…

 

«Lo importante en este punto es no falsear. Debemos, a fin de no ser ambiciosos, dejar que  el Espíritu Santo, la musa o el inconsciente —si prefieren la mitología moderna— hagan lo suyo con nosotros».

Es deir, que lejos de actuar en algún sentido, nos debemos dejar «poseer» por la idea. No debemos alterar nada. Entonces, tenemos que ser activos en… ser pasivos. ¡Menuda potente paradoja!
Para mí esto se acerca ya a un debate ontológico. Y de hecho, dice Borges:

«Ya que cuando yo escribo algo, tengo la sensación de que ese algo preexiste. Pero no tengo la sensación de inventarlo; las cosas son así. Son así pero mi deber de poeta es encontrarlas. Por eso, en el debido momento, si no me he engañado, me será dada una línea, o quizá alguna vaga noción —acaso una imagen— de un poema, todavía lejano. a veces, apenas puedo descifrarlo; luego, esa forma borrosa, esa vaga nube, cobra forma y entonces oigo mi voz interna que me dice algo».

Si todas las creaciones que podemos acometer en nuestra vida ya existen, entonces tenemos que encontrarlas. Esa sería nuestra gran tarea. La verdad es que no sé si es determinista o desalentador (¿hasta qué punto entonces es nuestro el mérito de lo que escribimos?).

«Todo esto se reduce a un simple enunciado: la poesía  le es dada al poeta. el escritor vive, la tarea de ser poeta no se cumple en determinado horario. Quien es poeta lo es siempre, y se ve asaltado por la poesía continuamente. Yo no creo que un poeta pueda sentarse deliberadamente y escribir. Si lo hiciera nada que valga la pena puede resultar de eso. Yo hago lo posible por resistir esa tentación».

Asumiendo esta visión, (que las ideas, los argumentos nos van a ser dados si sabemos atender) creo que no haríamos bien en tumbarnos a la bartola. Esta puede ser una trampa mortal.
Porque, a fin de cuentas, nos habla un hombre (Borges) que era un sabio y un devorador de libros; que era ciego pero que veía con la piel y tenía una intuición bestial.

Así que, tal y como me parece esta noche de julio, nos quedan varios trabajos por delante: afinar nuestro sintonizador (con lecturas, con observación, con vivencias…) y prepararnos para trabajar lo que haga falta para materializar después esa idea que puede asaltarnos en cualquier momento.

 

El catálogo

“¿Qué se puede esperar de una mujer que fuma en pipa?”. Iban en el coche camino de la cena y llevaban ya una hora de ruta. “Ya…”, asintió sin ganas… No iba a entrar en esa conversación. No pensaba dejarle ni un centímetro al que agarrarse. No entendía por qué Juan tenía que buscar la aportación mundial de las personas en cada gesto banal. ¿Qué diablos tenía que esperarse de Madame Singleton? A ella le había gustado por teléfono y punto. “Una mujer sola viviendo en esa casa tan grande…”, Juan insistía. “Seguro que tiene un montón de gatos”. “Oh, mira”, Eva señaló al otro lado de la ventanilla, “¿Has visto? Un ciervo enorme”,“¿dónde?”, “justo allí, míralo… se mueve entre los matorrales”. Funcionó. Juan se distrajo y comenzó a hablar de cotos de caza. Era así de simple, su mente era como una carretera comarcal estrecha y trazada en línea recta. Siempre lo veías venir.

Un letrero anunciaba la proximidad del desvío que tenían que tomar. Siete años de rutinario matrimonio pesaban. A Eva se le empezaba a hacer muy cuesta arriba. Y sabía que sólo estaba al pie de la montaña. Entonces Úrsula, en la oficina, le había dado la tarjeta de Madame Singleton. “Si no llega a ser por ella, mi matrimonio se hubiera ido al garete”. Eva era un poco escéptica y no encontró más referencias de aquella mujer que algunas fotos de Internet en las que se le veía sonriente, pipa en mano, pero Úrsula era eficiente en todo. Te encontraba el mejor fontanero; conocía el restaurante más apropiado para ese día especial o el médico que te iba a librar para siempre de las otitis. Y siempre acertaba.

Llegaron a la hora prevista. Madame Singleton vivía en una finca enorme arropada por un pequeño bosque privado. “Xanadú”, leyó Juan en la verja de hierro con un tonito burlón, “como el centro comercial”. Eva no se molestó en corregirle ni en mencionar a Orson Welles. Hacía tiempo que Juan buscaba cualquier excusa para burlarse de sus intereses culturales. A él solo le interesaba su trabajo y la caza. Nada más. Le hubiera gustado que tuviera alguna afición, aunque fuera cerril, como el fútbol, algo que le enseñara alguna dimensión más de su persona, que dejara espacio para descubrir otros matices, pero Juan, había que admitirlo, era un televisor en Blanco y Negro con solo dos cadenas.

Eva agradeció que en la cena hubiera otras parejas. Aunque en una situación similar, todos le parecieron más sonrientes y felices. Madame Singleton presidía la mesa. Les preparó un opíparo banquete vegetariano. Y a continuación les hizo partícipes de la metodología de su plan. Habría una evaluación de los casos y el resto serían actividades de mejora de la convivencia. Juan protestó por lo bajín. Que hubiera accedido a ir allí no significaba que creyera ni una sola palabra. Peor cara puso cuando Madame Singleton los invitó a bailar ordenando cambios de pareja cada vez que sonaba una campanilla. Cuando, una hora más tarde, se fueron todos a sus habitaciones, Juan echaba chispas: “Espero que no hayas pagado mucho por esta tomadura de pelo. Esa tía está totalmente chiflada. Me da repelús” ,”¿Has traído el cortaúñas? Me está matando el pie”. Eva apagó la luz. También ella se sentía decepcionada, pero no por los métodos de la anfitriona, sino por su propia obstinación. No podía dormir, había luna llena, por la ventana entraba una fragancia a espliego y tomillo. El sitio era muy bonito a pesar de… Juan. En ese momento se dio cuenta de que no quería arreglar su matrimonio.

Juan dormía a pierna a suelta. Eva se había puesto los tapones. Abrió los ojos. Una figura alargada que tardó en identificar como Madame Singleton le tocó el brazo suavemente. Se llevó un dedo a los labios y le indicó con un gesto que la acompañara. Eva siguió a la mujer, que permaneció en silencio todo el trayecto. Anduvieron por la casa en penumbra, bajaron unas escaleras y entraron en una especie de gabinete. Madame Singleton encendió una luz, sacó una hermosa pipa de nácar de un cajón y empezó a cargarla. “Admitámoslo. Su marido es un auténtico cretino”, fueron sus primeras palabras. “Supongo que hay una razón por la cual no se puede usted divorciar”. Y estaba en lo cierto. Al menos por el momento. Eve odiaba admitirlo, pero no tenía independencia financiera, con su trabajo a media jornada, ni medios para empezar por su cuenta. Un mal arreglo pre-matrimonial era la causa de todo. Madame Singleton la tranquilizó, ya contaba con todo aquello, lo había oído cientos de veces. A su taller solo acudían los casos más desesperados. Había un porcentaje que tenía arreglo, como el de su compañera Úrsula. Y otro que no lo tenía, como el de Eva y Juan. Ella sentía ser tan franca, pero era así de evidente. «Lo veo en sus ojos, querida». De todos modos, y una vez asimilado el fracaso matrimonial, ella era la persona adecuada a la que acudir. Resolvía esos matrimonios con diversas soluciones. Por eso la suya era una asistencia excepcional. Trabajaba de un modo muy exclusivo. Eva estaba intrigada. “¿A qué se refiere con resolver los matrimonios?, ¿tiene un gabinete jurídico?”. En caso de divorcio, Juan había resuelto que ella lo perdería todo. Madame Singleton la miró, acariciaba un enorme zafiro que llevaba en el dedo anular. “Setas venenosas, atraco con violencia, bala furtiva, accidente doméstico, frenos defectuosos y… este es mi favorito… atropello por jabalí salvaje”. Eva pestañeó varias veces y Madame Singleton, lejos de afirmar como ella esperaba que aquello era una broma, volvió a darle un repaso a su catálogo criminal. Después le dijo que la garantía de efectividad era del cien por cien. Siempre ofrecía un trabajo limpio. Podía pagar a plazos con una financiación muy interesante. Su marido ya no sería un problema. Nunca más.

Pasado unos minutos de estupor, Eva se sintió obligada a aclarar que, aunque no quería a Juan e incluso lo detestaba, era incapaz de pensar en el asesinato como solución. Madame Singleton sonrió dulcemente, le ofreció un bombón y le dijo que se lo pensara: “Es usted muy joven. Y se equivoca si cree que va a poder salir de su matrimonio. Está usted atrapada, encadenada del modo más tonto y venenoso”. Eve miró el bombón. ¿Sería una de las armas de Madame Singleton? “Se marchitará usted en un mortífero y anodino matrimonio. Es absurdo, si lo piensa”. Madame Singleton se despidió. Eva regresó a la habitación donde Juan seguía roncando. No pudo conciliar el sueño.

Al día siguiente hicieron todos juntos una excursión por los alrededores. El objetivo era redescubrir a la pareja disfrutando de un nuevo entorno. Juan estuvo todo el tiempo consultando su teléfono móvil y quejándose de la poca cobertura. Estaba impaciente por volver a la ciudad y no paraba de resoplar. Madame Singleton, a cada rato, buscaba a Eva con una mirada afable que parecía invitarla a repasar el catálogo de la noche anterior. Pero ella se negaba a aceptar esa posibilidad. Juan era un plasta, sí, pero no podía matarlo. Esa tarde le pidió a su marido que regresaran a casa. Le dijo que le dolía la cabeza y prefería adelantar la vuelta. Juan estuvo de acuerdo. Se despidieron apresuradamente. Madame Singleton no les pidió explicaciones.

Ya en el coche, Eva empezó a notar un martilleo en las sienes. “¿Qué se puede esperar de una mujer que fuma con pipa?” de nuevo Juan atacaba, con los mismos manidos arumentos. «Es una marimacho amargada». Eva no contestó. No tenía ganas de hablar. Sólo quería llegar a casa, tomarse un analgésico y tumbarse. Aguantó la matraca de Juan estoicamente.

Estaban ya en la ciudad y Juan buscaba el mando del garaje. “¿Te puedes pasar por el supermercado entes de cenar?”, dijo él.  “No me queda descafeinado para mañana”. Fue un comentario tonto. Pero a Eve le cayó encima una piedrecita de monotonía conyugal. Fue pequeñita, pero sabía que era inevitable lo que seguía. La avalancha se iba a producir, piedra a piedra, sin remedio. Y supo que llamaría a Madame Singleton. Atropello por jabalí salvaje estaba bien.

Lesbianas a la conquista de heteros, ¿cliché también en ficción?

El otro día, una compañera de Twitter se quejaba en su blog de que no hubiera más historias que contaran cómo una lesbiana fallaba en su intento de conquistar a una hetero. En esencia, creo que Emma se lamentaba de lo trillado que resulta el argumento «lesbiana convierte a hetero y viven felices». A  ella, según yo entendí, le gustaría que, para variar, se ahondara en el sufrimiento de alguien  que no consigue ese propósito. Al debate se unió la siempre sagaz @nicoporfavor y yo no supe cómo manifestarme en 140 caracteres.
A mi misma, a botepronto, echando un ojito a mi estantería, me viene a la cabeza alguna novela en la que la chica no consigue ganar el amor hetero.

Soy un bicho raro, de Anne Bannon; El lustre de la perla, de Sarah Waters (en ambas novelas, la protagonista pierde a su primer amor en favor de un hombre, pero nuestras chicas ganan en madurez personal y se encaminan solas por el apasionante camino de asumir su sexualidad). Enseguida constato de lo difícil que es abordar esta pregunta sin caer en reduccionismos. Y es que me resisto a hacer afirmaciones genéricas, porque yo no he leído más que un poquito de eso que conocemos por literatura LGTB.

Aun así y  una vez confesada mi ignorancia, me voy  permitir dar una opinión más allá del espacio que nos permite Twitter, que es, básicamente, lo que me proponía con el post.

Las ataduras del género

Para empezar, escribir novela lésbica como novela de género, tiene unas condiciones (como todo género) que suelen conducir hacia cierto tipo de argumentos. Esto no es baladí, pues fundamenta las expectativas que de la novela se va a hacer el espectador. Y defraudar esas expectativas es un pecado capital. Está demostrado que el/la lector/a de género desea que se cumplan esas reglas.

La amplia etiqueta que hemos puesto (novela lésbica) se puede dividir a su vez en novela romántica; negra o policial; histórica; de ciencia ficción; de misterio; erótica… y cada una de ellas tiene sus reglas y convenciones.
Además, para aumentar las posibilidades, los géneros se mezclan entre sí, dando lugar a híbridos muy interesantes e inspiradores.

En cierto modo, al ser un conjunto de normas, el género limita al autor: Hay transgresiones que pueden provocar un fracaso asegurado. Por otro lado, dejan la libertad de explorar en tramas y personajes. El género está vivo y es responsabilidad de l@s creador@s que no se estanque en los pantanos de la repetición y lo facilón.

La lectora ideal

Generalmente, existe un destinatario ideal para estas historias creadas desde la perspectiva del género puro: y, en el caso que nos ocupa, es una lectora mujer homosexual. Cuando se escribe específicamente para este segmento (al igual que pasa con la romántica hetero), se trata ,en esencia, de ofrecer una historia contada desde la perspectiva de una protagonista homosexual que va a vivir una peripecia y evolucionar a lo largo de la historia. El final, si la novela es romántica, el 99% de las veces conllevará el premio del amor. Y este esquema acoge muy bien a la historia que cuenta cómo esa chica lesbiana consigue conquistar a la  hetero.

Por supuesto, en otro tipo de géneros dentro de la narrativa lésbica, puede que el triunfo del amor no sea el resultado final (la novela negra, por ejemplo gusta mucho del héroe/ heroína derrotad@ y solitari@ y suele conducir a esta a menudo a la soltería eterna).

Pero es verdad que, como contrapartida de la visibilidad, el centrarse en la experiencia de mujer lesbiana (definida por entero por su orientación sexual) a veces reduce esa misma condición y acaban aflorando los lugares comunes…

Estereotipos o clichés

Por otra parte, si tomamos el argumento «Lesbiana convierte a hetero» como estereotipo, podríamos hablar casi de un subgénero en sí mismo. Es este argumento uno de los que nutren el repertorio LGTB, porque responde a la realidad y fantasías de autoras y lectoras. Sí, en principio un estereotipo parte de un hecho real que, a fuerza de repetición, ha calado en el imaginario colectivo. Ahora bien, un estereotipo es algo que puede torcerse hacia lo manido (cliché), o bien ser sujeto de nuevas lecturas y ricas interpretaciones. En mi opinión,  esto ya está en la pericia personal de l@s auto@es. Hay que tener en cuenta que una novela romántica de género no suele tener entre sus ambiciones el repensar un cliché.

Suicidas, Lady dramas y vampiras

¿Son buenos o malos los tópicos? ¿Responden a la realidad o la crean? Son preguntas interesantes para debatir.

Hasta hace unos pocos años, uno de los tópicos de la ficción basada en personajes lesbianas, era su final dramático, dada la incomprensión y la ruptura social que suponía la elección sexual homoerótica. Afortunadamente, con el paso del tiempo, las opciones de felicidad para nuestros queridos personajes han aumentado. Tal vez en unos años se instale el cliché de la mujer lesbiana aburguesada y madre de familia. Todos estos cambios son símbolo de la madurez de un tipo de literatura que va ganando en títulos y argumentos.

Pero vayamos por un momento a la otra cara de la luna… Otro tópico que circula por la ficción desde antes de la maravillosa Carmilla es el de la malvada lesbiana que «vampirizaba» (metafóricamente o no) a la inocente hetero. Esta mujer perversa era después vencida por el caballero -en un esquema parecido al de príncipe salva a la princesa y mata al dragón-. Así que, después de todo, la emergencia de personajes lesbianas que conquistan a una mujer hetero sin que se hunda el mundo, no es nada despreciable.

Antes de acabar, me atrevería a animaros a leer la última novela de nuestra querida y muy mainstream Sarah Waters en la que aborda esta cuestión de lesbiana enamorada de hetero  (yo no voy a decir más).

Para gustos, colores

Por supuesto y en definitiva, en la variedad y la diversidad está el gusto. Toda experiencia humana puede ser materia para la ficción y en ese axioma caben tanto la conquista de heteros como el amor defraudado y los corazones rotos. A veces, nuestra incipiente literatura ha quedado muy encerrada en la pequeña novela que se contenta con la existencia de personajes homosexuales. Pero yo creo que es una cuestión normal. Paso a paso, estoy convencida, vamos a ir ganado en nuevos modos de representación, en más y mejor conocimiento de eso tan fácil ya  la vez esquivo de definir como es la narrativa lésbica.

Carol, la justicia creativa

Creo, de cierto modo, en la justicia literaria. Y no me refiero a que los héroes de nuestras novelas reciban su premio al final de la historia. Hablo en esta ocasión de un nivel superior: el de los creadores. Me gusta pensar que la Historia, con el tiempo, revaloriza y da sentido a los actos valientes de l@s autores. Me digo a menudo que el trabajo no cae en el olvido y que siempre hay una recompensa… aunque haya que esperar años y eras para que se manifieste. Y aunque el propio autor/a jamás llegue a saborear esa victoria en vida.

Eso es lo que pasa con Carol, el libro de Patricia Highsmith.

Publicado bajo el título de El precio de la sal y con el pseudónimo de Claire Morgan, Carol fue escrito en 1952. Era su segunda novela y llegaba tras el repentino éxito de Extraños en un tren. En aquel momento era una osadía concebir una historia mainstream contando la historia de amor de dos mujeres. Y, sin embargo, que la sociedad no esté preparada para recibir el relato no significa que la necesidad de contarlo pueda esperar. O que la avidez de los lectores por leerlo admita condiciones.

«La novela de un amor que la sociedad prohibe»

Para eso que se llama gran público, Carol permaneció durante años como una obra menor en la bibliografía de Highsmith, en  parte por su temática y en parte porque en ella no cultivaba el suspense marca de la casa. Pero, poco a poco, fue convirtiéndose en una obrita de culto. Y utilizo el diminutivo como quien habla de lo precioso de una obra manufacturada, única, perfecta. Porque Carol sigue manteniendo un aura que cautiva. Porque ofrece dos personajes magníficos: la inocente y valiente Therese y la  magnética y sofisticada Carol. Porque nos regala un final feliz, cosa que era una auténtica novedad y transgresión en la tradición literaria de castigar a los personajes desviados. Y porque su relato tiene un eco que resuena.

 

Rooney Mara ha conseguido premio en Cannes

Ahora, 63 años después, el cineasta Todd Haynes, con guión de Phyllis Nagy, nos brinda su visión y revisión del libro. Da más vida a la obra. Sí, ahora la creación de Highsmith también es una película. Y esa película ha sido recibida este mismo mes con los mejores elogios en Cannes. Finalmente, la polémica Palma de Oro para la peli francesa Deephan ha privado a Carol de un galardón que muchos creían seguro y merecido. Sí ha ganado en cambio la Palma de Oro Queer, que desde 2010 se otorga a las películas con mejor tratamiento del colectivo LGTB. Además, y para subrayar los puntos fuertes de la cinta, Rooney Mara ha conseguido el Gran Premio del festival a la mejor interpretación femenina. Cate Blanchett, oscarizada estrella de poderosísimo atractivo y más que demostrado talento, es la otra cara del proyecto. Y no quiero dejar de mencionar el aliciente de contar además con la participación de Sarah Pulson.

 

inocencia vs sofisticación

 

Por supuesto, tengo que alabar la maestría de Haynes para contar historias con atmósfera y tensión emocional. El director californiano un esteta que bebe mucho de clásicos como Douglas Stark y pone mucho mimo en la fotografía y la composición. Estoy pensando en su remake de Lejos del cielo (2002). Para poner en imágenes Carol, Haynes ha confesado que  se ha inspirado en la peli de Spielberg Loca evasión, una roadmovie protagonizada por Goldie Hawn en 1974.

 

La película aún va a tardar en llegar a los cines (el estreno está previsto para el 18 de diciembre en Estados Unidos). Las críticas son magníficas y solo queda esperar a poder disfrutarla. Supongo que este estreno impulsará otra vez la lectura del libro, cuyos derechos en España los tiene Anagrama.

Lo que es seguro es que la peli arroja luz a un texto que sigue vivo y que tiene un alcance universal. El amor tiene ese poder, nos concierne a tod@s.

Por todo eso, me produce una especial satisfacción que llegue ahora este tributo.
Patricia Highsmith murió en Ginebra en 1995. Allí donde esté, le doy la enhorabuena.

——–

 

 

 

La reina de las espinas y la chica traumatizada por los tabloides

No sé a vosotr@s, pero a mí a veces me llegan datos de aquí y allí que leo/oigo de manera casual y que, sumando sumando, resultan con el tiempo en un amplio catálogo de curiosidades. Estos imputs aumentan dada mi afición al cine y la literatura. Así pues, activando el filtro lésbico (uno tan bueno como otro cualquiera), he descubierto un buen número de anécdotas rescatadas del torrente informativo general y he decidido ponerlas en común. Unas serán conocidas, otras no tanto. La mayoría me las encuentro en la periferia de otra cosa, sin buscarlas. Y son las que más me gustan, claro está.

Y aquí va la primera:

La Reina de las espinas y la traumatizada por los tabloides:

Ahora que está abierta de nuevo la temporada de Juego de Tronos, con la legión de fans soñando con las tierras de Poniente y de Invernalia, creo que podría empezar por aquí…

L@sseguidor@s más entregados, seguro que conocen a un personaje que, de momento, aún no ha aparecido en la quinta temporada, pero que, por lo que sé, va a ganar de nuevo en importancia en breve. Se trata de una mujer sabia y con mucha clase y carácter. Hablo de la abuela de Margaery Tyrell (muchacha esta última  que ahora es reina por haberse casado con el hijo de Cersey Lannister…) ¿Nos situamos?

Pues bien, la abuela de Margaery es Lady Olena Redwyne, alias  la Reina de las Espinas. Y de aquí quiero partir. Este papel tan interesante y carismático lo interpreta Diana Rigg.

Diana Rigg es una conocida y popular actriz británica que fue muy habitual entre los telespectadores de los sesenta por su papel de Emma Peel en la serie Los Vengadores.

 Pues bien, no sólo es una gran actriz si no que  tiene una hija, también actriz, de nombre Rachael Stirling (1977).  Pues bien, esta chica empezó a hacer sus pinitos en el cine, tratando, como buena hija de famoso, de no permanecer a la sombra de su madre. A los 25 le llegó la oportunidad de volar. En 2002 le ofrecieron un proyecto ambicioso. Una miniserie de la BBC algo atrevida por su contenido. Pero la cosa no funcionó. Lejos de eso, fue un absoluto desastre. Los tabloides, con muy mala leche, le pegaron un tremendo «chorreo», burlándose de sus condiciones como actriz, de sus aptitudes para el desnudo y de sus escenas lésbicas. La pobre chica dejó de actuar por un tiempo y acabó sirviendo copas.

La serie de la que hablo es, nada más ni nada menos que la adaptación televisiva de El lustre de la perla, de Sarah Waters.

Independientemente de su convicción en el papel y de la calidad de la adaptación, no hay que subestimar a los periódicos sensacionalistas cuando encuentran un filón. Tampoco hacerles mucho caso, claro, en su lectura heterosexista y sesgada.

Afortunadamente, años después, Rachael se ha centrado en el teatro y, de momento, ha conseguido dos nominaciones a los prestigiosos premios Olivier.

En fin, toda nuestra solidaridad con ella.

Lavado y centrifugado

Fui a la lavandería con un nórdico en las manos. Lo llevé sin bolsa y en un constante abrazo de quinientos metros desde la avenida donde vivía hasta la calle del nuevo Lavaplús Express. Era una de esas tiendas a lo americano, muy de «hágalo usted mismo». Tú llevas tu ropa, eliges el programa, echas las monedas, esperas media hora y te vas a casa con la colada hecha. El local era amplio: un gran salón de baldosas blancas y negras con las máquinas atrincheradas a un lado.  Cuando entré, allí solo había una mujer que me llevaba ventaja y ya estaba en la fase de esperar. Y lo hacía de pie mirando girar el tambor sin perder detalle. Como si estuviera viendo su serie favorita. Era guapa y distinguida. No encajaba allí.

—¿Qué?, ¿ya han matado a alguien? —dije, intentando hacerme la graciosa—, En su tele… ¿está interesante la novelita?

La mujer dio un respingo, después entendió mi broma y se relajó. No dijo una palabra, pero su mirada fue muy significativa: no tenía ganas de cháchara. Pero yo, que he sido entrenada en los salones más difíciles del telereporterismo, y que he estado a punto de conseguir que me hablaran las piedras, no iba a desistir de mi dosis de contacto humano diario. Tan sólo tenía que centrar el objetivo: mujer bien, con ropa cara, asidua del gimnasio y pocas preocupaciones. Nada de política. Charla intrascendente. Algún comentario sexista. Chupao.

—Ays —volví a la carga con un suspiro—, pues una creería que en un sitio así siempre va a encontrarse a un chico de esos americanos rubios quitándose los vaqueros y metiéndolos en la lavadora, ¿no?

Si pensaba que iba a triunfar, estaba apañada. Esta vez ni siquiera se giró. Siguió mirando su máquina.

—Bueno, pues hablando de rubios —dije extendiendo el edredón—, a ver qué tal se me da el nórdico éste.

Tampoco para esta ocurrencia mía hubo respuesta por su parte. Hay personas, por raro que parezca, a las que no les gusta mezclarse con sus congéneres. Aquella mujer era ropa blanca delicada de lavado a mano y yo era una todoterreno cien por cien algodón. Mala combinación. Lavar por separado.

Empecinada en mantenerme a tiro, escogí una máquina cercana a la suya. Abrí el tambor, introduje el nórdico y me puse a leer las instrucciones. Estaban en inglés, alemán, francés, chino… pero nada de español.

 —Perdone, ¿usted sabe cómo va esto? -dije por primera vez con toda sinceridad– Es la primera vez que vengo.

Me miró. Ojos bonitos. Cejas perfiladas. Ojeras pronunciadas.

 —No tengo ni idea. Siga los dibujitos.

Y lo dijo con una elegante franqueza, demostrando más una ignorancia sincera que un intento de boicot. Comprendí que no había nada que hacer y me puse a descifrar los jeroglíficos. Separar ropa. Cargar. Seleccionar programa. Echar moneditas. Darle al Play. Esperar. Por suerte me había llevado el periódico y me podría entretener leyendo los sucesos.

Pero lo cierto es que mi vecina me producía mucha curiosidad. No podía entender qué hacía una mujer como ella haciendo la colada en una lavandería de barrio por monedas.

En unos minutos, acabaría su tarea y se iría a jugar al tenis o a ver a alguna amiga con nombre en diminutivo. Su colada hacía ruido, como si se hubiera dejado dentro un zapato. Clanc, clanc. Si no podía conseguir su complicidad, al menos me divertiría:

—Hacía ya falta algo así en el barrio —dije sacando mi periódico—. Porque las tintorerías se están subiendo a la parra, ¿no cree usted?

Y entonces se rió con una sonrisa perfecta de dientes blanqueados y mimados por algún odontólogo con tres apellidos.

 —Pues debería usted visitar el locutorio de la esquina —respondió sin pestañear—. Se ahorra un montón en la factura del móvil, tienen pipas de calabaza y lo llevan unos chicos simpatiquísimos de Asia.

Al menos tenía sentido del humor. En ese momento se oyó un claxon. La mujer miró hacia la pared acristalada que daba  a la calle. Un todoterreno negro y enorme estaba aparcado en segunda fila. Supuse que era el coche de mi compañera. Tras él, Un Clío desvencijado pitaba para que el mastodonte se apartara. Finalmente, el conductor hizo una maniobra y superó al todoterreno. No tardaría en llegar otro coche con la misma queja.

—Vaya usted a apartar el coche, si quiere —le sugerí—. Yo estaré por aquí.

 —No gracias. Esperaré a que esto acabe.

Deduje que no era muy confiada. Eso o que consideraba que las normas de tráfico podían hacer una excepción con las de su clase.

Seguimos allí calladas un rato. Ella parecía de nuevo tensa. Se frotaba las manos y suspiraba de impaciencia mirando el minutero descender.

Opté por no decir nada más. A veces la indiferencia, obtienen los mejores resultados. Su lavadora seguía haciendo ruido. Con el centrifugado subieron aún más los decibelios. De vez en cuando, un coche volvía a pitar y a protestar. Pasó un minuto. Noté que me miraba un par de veces antes de hablar:

—Verás, quiero pedirte algo. Tengo que hacer un recado aquí al lado, en esta misma calle. ¿No te importa vigilarme la ropa un momento? Vendré enseguida. Y tal vez luego podemos tomar un café para compensarte las molestias.

—Descuida —dije tratando de mantener el aire digno que por fin había despertado su interés—. No dejaré que nadie se acerque a ella.

—Gracias —dijo—. Te dejo también las llaves de mi coche, por si molesta mucho.

—De acuerdo –dije fijándome en el llavero. Era una trenza de cuero. Muy masculino.

—Ah —añadió desde la puerta—y espero que tu nórdico quede bien.

Me gustó su gentileza cómplice. Después, salió de la lavandería y se alejó. Sonreí. ¿Quién dijo que no se puede llegar al corazón de una snob? ¿Quién dijo que hay barreras entre dos mujeres? Suspiré pensando en el aroma de un Capuchino y en los ojos avellana de mi nueva amiga.

Mi nórdico quedó bastante bien. Había perdido alguna pluma, pero parecía medir lo mismo que cuando entró. Pero de mi compañera no había rastro. Pasada una hora, yo no podía esperar más. Pensé en irme sin más. Después medité dejarle una nota. Al final decidí que me llevaría su ropa y le dejaría mi teléfono para recuperarla.

Con esta intención abrí la puertecilla y saqué la primera prenda… una camisa de hombre… empapada. Aquellas máquinas eran una porquería. A pesar del centrifugado, había agua en el tambor. El filtro debía de estar atascado. Me concentré en salvar la ropa. El agua era rosada. Al parecer, la dama había estado mezclando los colores, aunque no veía nada rojo. Saqué unos pantalones oscuros, también de hombre. ¡Vaya pastel! Entonces me acordé del zapato que había estado sonando mientras lavaba. Seguro que eso había atascado la máquina. Metí la mano y rebusqué. Efectivamente, había algo pesado entre la ropa, aunque  no tenía forma de zapato. Lo cogí, estiré y estiré. Y saqué de la lavadora una mano de hombre. Tal cual. Una mano grande y velluda, seccionada a la altura de la muñeca. La solté con aprensión. Después la estuve mirando un buen rato, hipnotizada, sin dar crédito.  Un policía me sacó de mi trance. Gafas oscuras, chicle de menta  y cara de cabreo:     —Señora, el coche de ahí fuera, el Touareg, ¿es suyo?     Pálida, negué con la cabeza. El policía miró las llaves que yo sujetaba y después dirigió su mirada hacia el macabro hallazgo en el que yo me deleitaba. Abrió mucho los ojos y dijo un par de palabrotas. Se llevó las manos al hombro derecho. Conectó su radio y habló con frases cortas, sin quitarme ojo. Le oí decir nosequé de un coche robado, de una mano en una lavandería y de una única sospechosa en estado de letargo. Supuse que mi compañera de lavados no iba a volver a por sus pertenecías.

Violette

Tenía pendiente ya desde hace un par de semanas publicar un post sobre una película que he visto recientemente. Me refiero a Violette, de Martin Provost (Francia, 2013). Así que allá voy.

Se trata de un biopic sobre Violette Leduc, escritora francesa que vivió en el siglo XX y que, desde su condición de olvidada, ha ido ganando prestigio con el paso de los años.

Empezaré diciendo que esta es y no es una película LGTB. Me explico: Violette no es una película de género, pero sí tiene un componente LGTB. Como decía antes, este filme narra un periodo de la vida de Violette LeDuc. Nos habla de la mujer, con sus contradicciones, sus miedos y sus obsesiones. Su peripecia vital incluye su bisexualidad y su enamoramiento de Simone de Beauvoir. Además, en su obra literaria, marcadamente autobiográfica, el amor lésbico está muy presente. Así que, en cierto modo, podemos decir que la película normaliza y legitima esta dimensión de Violette. Y eso es loable.

Admiración, atracción, solidaridad. Y dos caminos que convergen.

Pero os cuento un poco más: en los años cuarenta, tras la Segunda Guerra Mundial, Violette, sobrevive como puede. Su marido, con el que se ha casado por mutua conveniencia, la abandona y ella, tras abortar, vive del estraperlo. Es precisamente su atormentado (y homosexual) marido Maurice, quien la empuja a escribir. Violette es una mujer con un mundo interior tan brutal que debe vaciarse y contar sus vivencias. Su encuentro con Simone de Beauvoir va a dar más impulso a sus aspiraciones literarias. Simone se convierte en la mentora, descubridora y apoyo literario de Violette durante toda su carrera.

La película se apoya del personaje de Violette para abordar el tema de la situación de la mujer. Es Simone de Beauvoir una mujer intelectual, comprometida e infatigable trabajadora quien va a ser clave para ella. Simone sabe mejor que nadie que la mujer, sin trabajo, sin recursos, no puede dedicarse a la literatura y de modo secreto, subvencionará a Violette para que pueda escribir. Fijaos que esto es un acto casi político: sin dinero; sin independencia, no hay literatura escrita por mujeres.

Además de la dependencia económica, existen otros temas centrales para la condición mujer: el aborto, el sexo (y su manera de narrarlo); el amor homoerótico de hombres y mujeres… Violette es, en si misma, un desafío para el heteropatriarcado. Es visceral, mujer sin tapujos, bisexual. Es incontenible y necesaria. Que es necesaria para las mujeres lo sabe ver bien pronto Simone de Beauvoir («Algún día las mujeres te darán las gracias»).

Pero además, Violette es un personaje marcado por su condición de bastarda. Esto le provoca un continuo sentimiento de extrañeza y otredad. Y todo eso unido la convierte en una escritora incómoda pero imprescindible. Vaya donde vaya, Violette siempre arrastra tras ella una insatisfacción. Una mujer con esa hambre de vida, no puede sino canalizar su fuerza a través de las palabras. Son significativos los títulos de sus libros: Asfixia; La hambrienta; La Bastarda.

Se trata la suya de una escritura autobiográfica, poética, vigorosa. Esencial.

Además es importante su relación con su madre y su lucha desesperada contra la soledad y la escasez afectiva. Violette busca alguien a quien amar y ser correspondida. Nada más y nada menos.

Pero tranquilos  porque finalmente, el consuelo nos llega en esta peli. Por fortuna,  en su vida hubo justicia poética y  un bonito «Happy End». Violette consiguió el reconocimiento tan perseguido por ella. Ganó el premio Goncourt y , desde un soleado y exótico retiro, pudo dedicarse a escribir (y vivir de ello).

Podemos decir que la suya fue una auténtica salvación por la literatura.

Tengo que mencionar antes de acabar algo de las interpretaciones. Emanuelle Devos está soberbia como Violette. La inocencia, la brusquedad, la exuberancia vital, todo lo transmite. Lo único que puede extrañarnos es ese complejo de patito feo que arrastra toda la peli. A fi de cuentas, ¿cómo creerse que Emanuelle Davos es fea por mucho que lo repita?

Por su parte, Sandrine Kiberlain en el papel de Simone también tiene un buen trabajo de contención en los gestos y de rigor. Físicamente, además, se ajusta muchísimo a la gran pensadora francesa.

 Martin Provost nos regala el retrato de una gran mujer. Como ya hiciera con Séraphine (2008), parece otra vez dispuesto a reivindicar la figura femenina (y yo que se lo agradezco) y restituir su poder y creatividad. ¡Bravo!

Os tengo que avisar de que es una peli de ritmo calmado (estructurada en capítulos). Vale mucho la pena, pero absteneos si os gusta el cine rápido y …fácil. (No la dejéis pasar!)