La voz

Dijeron que el viaje me iría bien. Lo dijo Elena, ¿o fue mi instinto? Sin duda fue ella la primera que me instó a escuchar a mi voz interior. Eso fue después de las peleas y la ruptura y yo aún no distinguía bien sus gritos de aquella mi propia voz. Mi interior sonaba como ella, con tono agudo, con frases secas y admonitorias. Desde hacía diez días permanecía alerta, escuchando y… acatando. «Deja el trabajo», me despedí; «Viaja», me embarqué; «No comas esa pasta», aparté el plato en apariencia delicioso; «Mantente despierta», acumulaba ya tres noches en vela.

En ese momento, en la cubierta solo había un hombre. Estaba de espaldas a mí, asomado al mar. No era muy alto y su abrigo largo le hacía parecer más bajo. A su lado, sujetos por una única correa, reposaban dos perros: un shar pei y otro pequeño y mestizo, ligero como un zapatito.  Intuí que el desconocido estaba a punto de hacer algo perverso. La sensación de peligro era inconfundible. Según Elena, si no obedecía a mi intuición, tendría que asumir las consecuencias para siempre. Ella había tenido claro que, abandonarme sin opción de réplica, era ser coherente con el mandato de su voz. «Actúa», decía ahora la mía con el matiz duro que Elena daba a cada imperativo.

El viento agitaba las banderas, y el mar, picado y gris, se revolvía llevándonos arriba y abajo sobre nuestros pies. El hombre avanzó un paso hacia la barandilla y supe que era inminente que lanzara a los perros por la borda. ¿Por qué querría hacerlo? Eso era lo de menos. Me sitúe a su lado dispuesta a disuadirlo. Apoyé los codos en la baranda, tratando de aguantar la vertical en aquel día tan desapacible. «Buenos días», le dije, clavando mis ojos en él y marcando cada palabra con intención. El hombre, de piel oscura y mirada suave, me devolvió el saludo con un acento asiático. El Shar pei, más gordo y arrugado de la cuenta, olfateó en mi dirección y su dueño estiró de la correa mientras mis músculos se tensaban de expectación.  En un gesto rápido el hombre se inclinó hacia el perro, le dio una palmadita en la cabeza y le ofreció un trozo de pan. Después se alejó con los dos canes, desapareciendo de mi campo visual, borroso por la fatiga.

Había evitado el desastre, ¿y ahora qué? La falta de sueño, y el vaivén furioso del barco, me hicieron tambalear y caer al suelo. Mi cuerpo quería regresar al camarote, dormir tras horas de vigilia, pero la vocecita no me lo permitía. «Espera».

En ese momento vi a la mujer con el bebé. Estaban al otro lado de la cubierta. Ella lo mecía en brazos y parecía cantarle a la oreja. Mi instinto se despertó y la voz habló una vez más. Estaba agotada, pero tenía que actuar…

La afortunada

¿Sí?, sí, esa soy yo… ¿Cómo? espere, espere, pare… No, no me interesa…, no, no… Oiga, le digo que pierde el tiempo… no voy a comprar nada, que no. ¿De dónde ha sacado este número? ¿Base de datos aleatoria? Bueno, pues conmigo se ha equivocado la base de datos porque no compro nada… ¿Qué…, escucharle? Allá usted, si quiere perder el tiempo, porque yo esta tarde tengo todo el rato del mundo, pero usted seguro que necesita vender, así que esta conversación le va a bajar el ratio de eficacia… Ah, sí, que no le importa,  muy segura está usted de sí misma. ¿Eso se lo enseñan en la formación? Porque seguro que están todo el día lavándoles el cerebro, formando soldados del marketing, implacables maquinas de vender… Sí, sí, diga, diga, mujer, no vaya a ser que sienta que no puede ejercitarse conmigo… Le escucho, sí, hable…
Uf, perdone, pero ya le digo, y no es que quiera interrumpir, que vamos mal por ahí… Lo del juego, a mí no me va nada. Cero. Jamás juego a la lotería.
¿Que por qué? porque sé perfectamente que es un engañabobos y yo, por si no se ha dado cuenta usted, no tengo un pelo de tonta. ¿Se cree que no sé que las posibilidades de acertar un sorteo de esos son menores que… que… la opción de que te caiga un rayo encima y te mate? Lo sabe todo el mundo… ¿qué?… ¿que si conozco a alguien que haya muerto por un rayo? Pues bueno, sí, mi primo Sebas. Un rayo… sí… Fue hace mucho tiempo y, qué curioso, suelo pensar que se electrocutó de forma general, pero no pienso en el maldito rayo nunca… Tuvo que ser horrible, una inhumana descarga en el cuerpo, fulminado y adiós.
Sebas… era un chico guapísimo, un portento de la naturaleza y la esperanza de toda la familia, porque además de músculos, tenía sesera y su madre, mi tía Tere, se había sacrificado como una loca por su porvenir. Le había pagado la carrera de empresariales y Sebas ya estaba en el último curso. Estábamos muy unidos él y yo… íbamos siempre juntos a Valencia después de pasar el finde en el pueblo, él a su piso de estudiantes y yo a mi residencia… Los que no nos conocían, creían que éramos novios…
Sí, fue un rayo el que le robó la vida, una tormenta del mes de junio, una cosa excepcional. Yo vi a mi primo ese día,  antes de que la Fatalidad interviniera y ahora me acuerdo de que di gracias a Dios porque llovía. ¡Nunca olvidaré la imagen de Sebas esa noche! Llevaba una camiseta blanca que resaltaba su bronceado, olía a colonia de hombre, una fresquita, de poco montante, pero que en él hacía muy buen efecto. Me dijo que iba a salir con los amigos y  que le daba pereza por la tormenta, que si veíamos una peli. Yo me reí y le dije que si acaso era de azúcar, si se iba a disolver por el agua un chicarrón como él… Se marchó y yo me quedé estudiando, tenia un examen de semiótica, siempre me acordaré, qué manía le pillé a la semiótica, ya comprenderá usted. Seis convocatorias tuve que pasar para aprobar… Se quedó para siempre asociada a mi primo Sebas. El signo: Sebas; el significante: la vida. Y todo eso, el vigor, la fuerza, la juventud, destruido por un rayo. Y lo peor es que no puedes culpar a nadie. El rayo fue rayo y Sebas…
Me llamaron en plena madrugada. Mi madre, que estaba tan nerviosa que apenas entendía una palabra. Y tuve que comprender. Tu primo. Muerto. Rayo. Compuse la imagen en mi cabeza, horrorosa… Pero el caso es que Sebas había muerto, caprichos de la naturaleza, pobrecito.
Pero mire, eso no hace que crea que puedo ganar la lotería así como así. ¿Cómo?, ¿cómo que una cuota mensual? Ah ya, mujer, no soy tonta, claro que entiendo que cuantos más participemos más posibilidades, pero también es cierto que para dividirse tres euros o ni eso… entre… ¿cuántos? Jaja y a cambio quiere que yo pague mensualmente, ¡qué listos! Usted se piensa que me chupo el dedo… Pues claro que soy una mujer con suerte, pero también racional. Lo uno no quita lo otro. Siempre he tenido suerte: mi examen de oposición fue fácil; compré el piso antes de la crisis;  tengo una salud de hierro… todo me ha ido bastante bien… Bueno, vale, en el amor no, pero ¿quién tiene  suerte en eso? ¿Qué… usted? Ah pues no sé… me alegro, claro… pero eso es ya tener mucha fortuna. A cambio tiene usted un trabajo de mierda. Perdone, perdone… Es que todo el mundo sabe que lo del amor es un juego imposible, por no hablar de un engaño, pájaros que nos meten en la cabeza para que sigamos la ruta establecida… Pues mire sí y para tener hijos, es verdad. Pero no corra tanto que yo tengo dos hijos, sí. Ah, ¿cómo se ha quedado?, me hacía por una solterona amargada, ¿eh? Ellos hacen su vida, ya los tengo criados y muy orgullosa que estoy… no, no estoy casada, ya le he dicho que no me ha ido bien en el amor. A ver… ¿cuántos años tiene usted? ¿Veintisiete? Pues sea un poco más abierta de mente, hija mía. Pensaba que la gente a estas alturas era más tolerante y no está aún con ese rollo de familias tradicionales y matrimonios por la iglesia. Sí, sí, por fuera muy modernos todos, mucho tatuaje, porque seguro que usted lleva  alguno, ¿a qué sí?, ¿a que no me equivoco?… ¡Lo sabía!, ¿qué, en el antebrazo? pues sí, me parece discreto… ¿Un trébol? vaya, ¿y eso se lo pusieron en el trabajo para vender lotería? jaja, no, no me burlo, es que está usted erre que erre con el tema; que sí, que la suerte es su negocio, lo que le da de comer, pero no el mío. Y eso me recuerda que tengo cosas que hacer…
¿Quién?, ¿el padre de mis hijos? Andrés se llama… no… no trato ya con él, pues porque es un caradura y un inestable… ¿Qué?, vendía gafas de sol, sí hija mía, también todo labia como usted. Ya me decían que era poco para mí, pero es que yo me enamoré como una tonta. Sí, él no abría un libro, pero sabía hablar de todo, que no sé cómo lo hacía, vería mucho la tele, supongo. Era un iletrado pozo de ciencia. Si lo escuchabas estabas perdida, porque le digo yo que te hablaba y te conquistaba. Ya me dijeron que no era trigo limpio. A ver, con esa capacidad para vender y encandilar a las mujeres, ¿qué cree usted que iba a hacer en su tiempo libre? Bueno, en el libre y en el de trabajo. Pues sí, no hice caso, el amor es ciego y más si te vende gafas de sol… Es que Andrés era un hombretón de los pies a la cabeza, me recordaba a Sebas… pero no piense mal y fíjese, no me importaría que le partiera un rayo, como a mi pobre primo, ay, perdón qué burradas digo. Es que con Andrés yo mordí el anzuelo y en lugar de morderlo una vez, lo mordí dos. Después ya con los dos niños, no había quien lo viera por casa. Sí, ¿qué le parece?, cometí el error dos veces. Pensaba que se reformaría, que los niños le harían sentar la cabeza y lo único que consiguieron las pobres criaturas es que Andrés se largara a Asturias… sí, bien lejos, a vender gafas allí.
Mucha gente me compadeció. «Ay, pobrecita qué mala suerte has tenido con ese hombre». No creo que fuera mala suerte, porque después de él cada hombre que he conocido acababa huyendo al poco de instalarse en mi corazón y vaciarme la nevera. Que si les agobio, que si les miro fijamente mientras duermen, que si les obligo a abrigarse antes de salir a la calle… No entiendo nada, y eso que me considero un buen partido… Tengo trabajo fijo, piso pagado, mis ahorritos, soy una mujer atractiva… pues nada… todos me salen rana… ¿Qué… mala suerte? ¿Yo? ¡Y dale! Oiga me niego, no se lo consiento, ya le digo que no creo en eso, que yo soy muy, pero que muy afortunada, que la suerte siempre me sonríe, que soy capaz casi de obrar milagros, ¿qué?, ¿que entonces no me puedo negar? Sí, sí, y tan segura que estoy, ¿pues no le digo que sí? Ande, ande, calle, apúnteme a eso de la lotería ahora mismo. Que le digo que no tengo ninguna duda, ahora no se haga la remilgada y me ponga usted reparos. Espere, espere, que voy a por la tarjeta de crédito… No cuelgue le he dicho.

Él y ella. Escena de teatro

Si noviembre es el mes del NoNoWrimo (escribir una novela en 30 días), mayo es el mes del relato corto. Cuando puedo me gusta participar en el Story A Day. Para los que no lo conozcáis es muy simple: una historia por día. A partir de aquí motivación y flexibilidad… Yo casi siempre escribo relatos de unas 1.000 palabras, pero no me cierro a la forma que puedan tomar. Ayer, por ejemplo, escribí algo teatral. Y eso es lo que comparto hoy aquí. ¡Que el ritmo no pare!

*

(ÉL y ELLA solos. Están juntos, espalda contra espalda, atados con cuerda por las muñecas. Él murmura algo, palabras inconexas. ELLA patea el suelo con irritación.)
ELLA.-¡Para! No soporto ya esas lamentaciones, no lo aguanto.
ÉL.- (Se encoge de hombros.) Pero ¿de qué lamentaciones hablas? 
ELLA.- Como si no lo supieras. No paras de musitar, de murmurar cosas. Es insoportable.
ÉL.- (Vacila.) Ah, ¿puedes oírlo? Lo siento, creía que solo pasaba en mi mente.
ELLA.- Pues no… Lo oigo todo el tiempo. Es como una tortura. Todo el rato, bla, bla, bla, bla. Pensamientos inútiles, pasando una y otra vez. Quejas, miedos y frustraciones. Si al menos fuera divertido, no una náusea repetitiva.
ÉL.- (suspira.) ¿Qué puedes entender tú de todo eso? He comprendido que ese es mi propósito. 
ELLA.-¿Torturar a los demás con tus mierdas?
ÉL.-¡Calla! Me refiero a registrar la condición humana. Tratar de entender mi esencia, mejorarme, superar mis límites y eso implica reflexión constante… por mí y mis semejantes…
ELLA.-Vaya, quien te oiga, creerá que aún debe darte las gracias.
ÉL.-Bueno, tal vez debería.
ELLA.-Pues yo pienso que tú eres quien tendría que indemnizarnos a todos, por soportarte.
ÉL.-¿A todos? Aquí estamos solos y lo sabes. Es inútil apelar a otros, además, el saber eso me hace pensar…
ELLA.-¡No, por Dios!
(Callan.)
(ÉL canturrea.)
ÉL.-¿Hice bien, ¿no hice bien? ¿debería hacer? ¿qué tengo qué hacer?… (Ella sacude los hombros.)… No, no me interrumpas, tengo que concentrarme. Esto es un gran esfuerzo. ¿Pero qué vas a saber tú? Es muy bonito eso de evadir la responsabilidad. 
ELLA.-¿Responsabilidad de qué?
ÉL.-Pues de encontrar una respuesta.
ELLA.-¿Una respuesta o una solución?
(ÉL duda.)
ELLA.-Ajá! ¿lo ves, lo ves? Ni siquiera lo sabes. Ahí está la clave, en que no buscas una solución, algo que pudiera concluir con tus lamentaciones, sino que lanzas preguntas, cacareas como una gallina y además esperas una respuesta. ¿Sabes qué? apuesto a que temes que exista esa respuesta.
ÉL.-¡Qué tontería!
ELLA.-Sí, porque si la hubiera te condenaría al silencio y eso es algo que no puedes concebir. Silencio, quietud, no hacer…
ÉL.-Bah, eres muy necia, como ignoras todo de la vida, te permites bromear y despreciarme.
ELLA.-Yo seré todo lo necia que tú quieras, peo veo las cosas como son exactamente…
ÉL.-¿Y cómo son las cosas exactamente?
ELLA.-En tu caso, evidentemente… interpretas un papel.
ÉL.-¿Podrías explicarte mejor?
ELLA.-Interpretas el papel de hombre sensible. Crees que eso justifica que te pases el día con dudas y tribulaciones cuando en realidad lo que sucede es que eres un vicioso que no puede pasarse sin su vicio de rumiar y rumiar y rumiar. ¡Menudo mérito el tuyo!
ÉL.-¿Y qué debería hacer según tú para ser más noble?
ELLA.-Aceptarte con humildad.
(ÉL medita unos instantes.)
ELLA.-Es muy fácil, venga, si quieres te ayudo. Repite conmigo: “Soy un cretino indeciso”. Asúmelo, encarna la idea, deja que penetre en ti y luego calla para siempre. Vive según las consecuencias.
(A Él le flojean las piernas, las flexiona.)
ELLA.-¿Qué haces?
ÉL.-Creo que tengo que sentarme un rato. Estoy mareado.
ELLA.-Oye, no, no te sientes. Ahora no. Me habías prometido que…
ÉL.-¿Qué?
ELLA.-Que te darías la vuelta, que me mirarías un rato…
ÉL.-Creo que no va a poder ser. (Se sienta y obliga a ELLA hacer lo propio.) De todos modos, ¿para qué necesitas a este cretino?
ELLA.-No te necesito para nada…. Y sin embargo… Siento esa vibración, esa… molestia en la piel. Apriétame las manos, muy fuerte…. (Lo hace. ELLA suspira.). Gracias…. pero no es bastante. Clávame las uñas… Sí, así, más fuerte… mejor…. Pero… No, no, no,  no cesa. la sigo notando en la cara, en el pecho… Necesito una mirada. Ahora mismo.
ÉL.-Nadie necesita nada en realidad; contigo debería bastarte…
ELLA.-¡Chorradas! Puedo mirarme los pies, las piernas, pero ¿y lo que no veo? ¿cómo puedo saber que no estoy cambiando a cada segundo que pasa? ¿Cómo puedo saber que mi cara es la misma de ayer?
ÉL.-En realidad no es la misma. Cada día renuevas tus células, tu piel…
ELLA.-(Impaciente, se revuelve.) Anda, por favor, levanta. Levanta. Llévame al espejo, al espejo, por favor.
ÉL.-No me apetece.
ELLA.-¡Te lo ruego!
ÉL.-¿No se tratará de un vicio, ese de mirarse?
ELLA.-¡Por favor! Después me callaré, podrás seguir pensando en lo tuyo.
(Se levantan. Se acercan hacia un espejo situado a la derecha. ÉL se gira y permite que ELLA encare el espejo. ELLA sonríe.)
ELLA.-Ah, no estoy nada mal. ¡Qué alegría! Casi diría que… sí, es posible que… estoy mejor que nunca. El cansancio me ha dejado un brillo precioso en la mirada. ¡Qué pestañas! Mis ojos siguen siendo fascinantes. Tengo un rubor en los pómulos, Dios mío, cuánto me favorece…
(Él se ríe.)
ELLA.-¿De qué te ríes?
ÉL.-Adelanto el drama…
ELLA.-¿Qué drama?
ÉL.-Continua, continua…
ELLA.-Pues decía que estoy bellísima, mejor que nunca, con un magnetismo especial que lo llena todo. Deberías…. verme. Si solo me miraras… (Se queda quieta.)
ÉL.-Ese drama, querida.
ELLA.-(Llorando.)¿¿¿Por qué no quieres mirarme?? Eres un hijo de….
ÉL.-Aceptación, querida.
ELLA.-No sabes la suerte que tienes de estar a mi lado… Muchos darían la vida por mí, por estar en la misma habitación que yo, por contemplarme.
ÉL.-¿Eres bella si nadie te mira?… me lo pregunto. ¿Eres joven si nadie lo atestigua?
(ELLA grita, desesperada. ÉL suspira.)
(Se quedan quietos. ELLA, por fin, se calma.)
ELLA.-Oye… ¿no vas a seguir con tu cantinela…?
ÉL.-¿Ya no te molesta?
ELLA.-Es mejor que este silencio.

 

Nosotras fuimos las primeras

Nosotras fuimos las primeras mujeres de la Tierra en amarnos. Las primeras. No hubo antes nadie, créeme. Big Bang, pim-pum. Sucedió. Éramos espirales que giraban, éramos agua… y nuestras moléculas estaban suficientemente juntas, convenientemente separadas. Fluíamos como líquido polar, cargas eléctricas en extremos opuestos. Atracción y repulsión necesarias. Entonces éramos una, éramos Vida. ¡Qué divertido ser una! Acuérdate de la despreocupación, de la confianza, de la felicidad de existir con ligereza. Grave ingravidez.

Quisiera explicártelo mejor. Todo fue apenas un instante después del Verbo, cuando las cosas eran muy fáciles. Eones más tarde llegaría la complicación del lenguaje, la cárcel de los conceptos y toda la confusión. Cuando no existía la palabra «límite» todo era posible y nada precisaba aclaración. Yo eras tú. Tú, nosotras. Éramos ello (¿ella?). El Universo era oscuro y la Tierra una prometedora esfera negra sin luz propia, iluminada por cuerpos celestes. Todo giraba en sentido contrario y no había abajo o arriba.

Nadie lo había dicho, pero sabíamos que dentro de un mundo hay muchos mundos… Así, dentro de la corriente había un remolino y en el remolino, una ola y en su cresta espumosa, las gotas… en una de esas gotas estábamos las dos. Pero entonces, te lo recuerdo, éramos una. Indivisa, en singular, ninguna dualidad en nuestro universo transparente. Poco a poco fuimos dos, más sólidas, mutables, pero iguales… el agua cristalizaba y nos reflejábamos la una en la otra.

Éramos iguales, sí, pero no idénticas, no más que las estrellas entre sí. ¡Cómo brillaban! De lejos las admirábamos y por su fulgor sabíamos exactamente cuántos pasos nos separaban y cuántos nos acercaban. Todo vibraba. Con un parpadeo tras otro el mundo acababa y empezaba de nuevo y volvía a acabar y a empezar y a acabar… una y otra vez. Pero en ese caos había un orden. La gravedad cumplía su papel y nos mantenía, gracias a Dios (?) en la misma atmósfera. No así sucedía con el pobre helio, siempre volando. ¿Qué decir del hidrógeno? Volátil también. Tú y yo sí aguantábamos. Enraizadas. Bendición de esa atmósfera que guardaba nuestros mares… La Luna no pudo conservar sus océanos, que se le escaparon todos y la dejaron seca. Roca seca pero hermosa, a 380.000 kilómetros de nuestra mirada.

Nos dimos el primer abrazo cuando el mundo aún era nuevo, tan joven y tímido. Reinaba el silencio, porque había apenas un par de oídos y las ondas vibraban largamente hasta extinguirse en el aire. Pero yo escuchaba tu corazón y tú el mío. Bastaba. Recuerdo tu mano extendida, de dedos finos y largos. ¿Sabes que Eva aún esperaba una costilla que le diera sentido? A nosotras nadie nos preguntó. Éramos espectadoras naturales y neutrales. El Paraíso lo llevábamos dentro. Nos reconocimos y nos quisimos en tiempos remotos. Nuestros pies ya pisaban la arena, sentían el calor y el frío. Las piernas se entrelazaban, igual que las enredaderas sobre los pantanos vaporosos, ¿quién imitaba a quien?

Fuimos las primeras mujeres de la Tierra en amarnos. Antes de que llegaran otros. Antes de que la Tierra de desplegara como una cinta y se hiciera plana; antes de que volviera a ser una esfera y girara alrededor del Sol. Antes de que millones de hombres y mujeres crecieran en Civilizaciones; antes de que se pelearan y reconciliaran. Antes de los relojes. Mucho, mucho antes, cuando el mundo era solo una Idea, una intención. Nosotras, sí, tú y yo, fuimos las primeras mujeres de la Tierra. Nosotras nos amamos las primeras.

Pregúntale a Pushkin

Recuerdo ese sitio de comida rápida en Moscú, aquel lugar todo neón. Las paredes eran amarillas y había lámparas de araña simulando falsos diamantes. ¡Cuánto honor para un fast-food!… Yo llevaba un libro entre las manos. Enric nos observaba desde el otro lado de la mesa.

—¿Te acuerdas en Valencia —me dijiste—, en esa clase de literatura a la que íbamos cuatro gatos, cuando la profesora Kasheva contó aquella historia tan melodramática de esa chica que su padre obligaba a casarse con un militar aunque ella amaba a otro? ¿Te acuerdas cuando dijo que, desesperada por darse muerte, se escapó una noche fría… y dispuesta a ahogarse se lanzó a un estanco?

—¡¡¡Claro que me acuerdo!!! —me reí—. ¿Cómo voy a olvidar lo del estanco?

—Estábamos en primera fila. Tú cerraste los ojos y apretaste los labios para no partirte.

—De vez en cuando le fallaban algunas palabras en español. Estanco, estanque… se entendía lo que quería decir. Además, nos estaba hablando de una novela muy trágica. No era momento de risas.

—Ajá, pero me dijiste al oído: “Tal vez la idea era matarse a base de Ducados”.

—¿De verdad dije eso?

—Síii. Y yo solté la risotada. Y, claro está, me topé con el cabreo de la Kasheva, con esos ojitos pequeños y penetrantes atravesándome. Eso no estuvo bien.

—Oh, perdona, pobrecita…

Enric tomó el libro de mis manos, entre patata y patata.

—Así que poesía de Pushkin… —dijo.

—¡Sí! Hasta le he pedido a las chicas que me marquen los acentos para poder pronunciarlo bien.

Me estiraste de la manga.

—¿De verdad has hecho eso? Qué pesada eres, ¿no?

—¿Por qué? Me han dicho que lo hacían con mucho gusto.

—Y las pobres chavalas ahí con el lápiz repasando palabra a palabra para que tú chapurrees tu pésimo ruso.

Te tiré una patata.

—Eso díselo a Enric. Mira, lo tienes enfrente.

Enric se encogió de hombros. Se formaron dos pliegues en su jersey de lana oversize. Me devolvió el libro.

—Hay cosas mas importantes que el ruso.

Paradójicamente, aquello parecía cierto y nada se podía objetar, pero aún así…

—¿Cómo qué? —quise saber— Tú eres profesor de ruso.

—Pregúntale a Pushkin.

—Mira, eso te pondré yo en el examen —le dijiste—, junto a mi nombre… «Hay cosas más importantes que el ruso»… como por ejemplo los ocho créditos que necesito para sacarme el año y que me renueven la beca. ¿Me aprobarás?

Pasaron semanas, meses, años… La distancia nos llevó a cada uno a un sitio. Un buen día ojeaba el libro, con todos esos acentos marcados y no pude reprimir una sonrisa. Tenías razón, nunca supe leerlo bien, suerte que era una edición bilingüe.  Y reparé en la página discretamente plegada en una esquina. En esa época aún me parecía un sacrilegio doblar una página. Refunfuñé un poco y después me detuve a leer ese poema marcado.

Si te engañase la vida no te aflijas,
no protestes,
aguanta los días tristes,
llegarán días alegres.
Nuestra alma en el futuro vive;
la oprime el presente;
todo es fugaz, todo pasa,
bien vendrá lo que viniere.

Eso es. ¡Pregúntale a Pushkin!

Siempre Paula

Estaban las tres en el sala de estar de la casa de Enriqueta. Un silencio expectante flotaba entre las muchachas, reunidas en torno a la mesa camilla. La madre de Enri, se asomó a la puerta: “¿Queréis algo más, chicas?”. Las tres contestaron que no, pero, aún así, la señora Nadal dejó una bandeja con papas, una jarra y tres vasos de colores y volvió a salir. Le parecía que su hija nunca se alimentaba lo bastante.

“¡Tang! ¡Nos ha puesto Tang!”, dijo María inspeccionando un vaso con un líquido de color naranja intenso. “Aún se cree que tenemos doce años” dijo Enriqueta y se avergonzó un poco pensando en sus veinticinco cumplidos. “Si lo bebes con la actitud correcta, a mí me parece muy cool”, añadió Teresa. Ella podía añadir sofisticación a cualquier bebida. Y lo sabía. «Pero no estamos aquí por eso esta preciosa tarde de mayo, ¿verdad?» Teresa miró el reloj con un suspiro y Enriqueta captó la señal. Por fin abrió su portátil y lo encendió.

“¿Estáis preparadas para ver las fotos?” Enriqueta se reprochó al instante el no haber encontrado una frase más original para aquel momento tan esperado. “¿Tú qué crees?”, contestó Teresa como quien pega un portazo a tu lado, pero no quiere que te lo tomes como algo personal. Enri estaba a punto de replicar algo, cualquier cosa. “Venga, venga”, apremió María frotándose las manos, «Dejaos de rollos y vamos al grano, por Dios». Lo último que quería era que sus amigas se enredaran con preámbulos tontos. A su juicio, Enriqueta y Teresa siempre trataban de demostrar su superioridad la una a la otra. Eran bastante infantiles.

“Ya que me lo preguntáis, esta foto la he conseguido porque una conocida mía está etiquetada». Enriqueta hizo una pausa, quería que se diesen cuenta de lo valioso que era aquel hallazgo. Deseaba unas palmaditas en la espalda. Consciente de eso, atrajo hacia sí el portátil unos segundos.

“¿Qué conocida?”, preguntó María dispuesta a darle su premio. También quería saber de qué amiga se trataba. Era abiertamente curiosa y no encontraba nada malo en ello.

«Bueno, como sabéis, he estado yendo a funky en los últimos meses y resulta que allí…»

“¿Pero qué más da quién sea?”, zanjó Teresa con mucha impaciencia. “Esa conocida de funky nos da absolutamente igual. ¿Nos la vas a enseñar o no?”. Enriqueta se rindió, como hacía siempre ante Teresa. «Vais a flipar» dijo y dejó el portátil a la vista. Seleccionó un archivo con doble clic. Ante ellas se desplegó la instantánea de cinco de mujeres sonrientes posando para la foto en un jardín engalanado con guirnaldas y flores. La protagonista de la foto, una chica menuda y muy bonita, sonreía más que ninguna y brillaba sobre las demás en el centro de la imagen. Llevaba un vestido medieval, largo, de color marfil, con amplias mangas y capucha. Sobre la cabeza lucía una corona de diminutas flores blancas. Las otras chicas, menos afortunadas, se habían inspirado en la misma época, pero el resultado era mucho más cómico que embrujador.

María soltó una carcajada y se enjugó unas lágrimas. “Pero bueno, ¿qué es esto?, ¿una fiesta de disfraces?”. “Eso mismo me dije yo. Eso mismo”, apuntó Enri señalando enérgicamente con el dedo, como si hubieran coincidido las dos en la formulación de la penincilina.  “Es evidente que es una fiesta de disfraces», sentenció Teresa. «¿Pero no lo son todas las bodas?”. Las tres se quedaron calladas y el tic-tac del reloj de María, un bonito modelo deportivo, se hizo muy presente en la estancia.  Desde luego, con aquello no contaban. Habían esperado encontrar fotos de una boda tradicional, vestidos brillantes, satinados, zapatos de tacón y tocados; trajes de chaqueta, corbatas tornasoladas… y no terciopelos, coronas y corpiños. Pero no era eso lo que les disgustaba aquella tarde. Será bueno explicar al lector, una vez llegados a este punto, que, en realidad, las tres ardían en deseos de ver fotos de esa boda a la cual no habían sido invitadas y sentir pura indiferencia, pero ninguna iba a confesarlo abiertamente, ni tampoco que un cosquilleo de tristeza las acechaba. Y es que nadie se aprieta voluntariamente una herida abierta, ¿o sí? La herida, o mejor dicho, la hiriente, era, la chica sonriente del centro de la foto, la novia. Paula, amiga íntima en otro tiempo, les había retirado la palabra hacía ya tres años. Tres. De golpe, a todas ellas, con una rotundidad que a las afectadas les parecía tan pasmosa como insultante (el orden de este binomio cambiaba según el humor de las chicas).

La mecha empezó a encenderse por Enri, del modo más tonto. A Paula no le había gustado que ella empezara a salir con su mejor amigo, Pedro. Paula era muy posesiva con lo suyo. Ya se tratara de su Buzz Lightyear cuando eran pequeñas o de sus amigos de carne y hueso. Pedro era de su propiedad. Y el mínimo detalle que podría haber tenido Enri, y que quizá la hubiera salvado del destierro y habría evitado la tragedia, habría sido informar a Paula y pedir su bendición. Tan fácil como eso. Pero ya era tarde para recular porque las cosas se habían ido magnificando entre silencios y orgullos. Enri ya ni siquiera se veía con Pedro, objeto de la polémica. De hecho, llevaba un par de años de formal noviazgo con Edu, un amable chico ajeno al grupo. La siguiente en caer fue Teresa. En esos convulsos días en que Paula entró en cólera, muchos fueron los reproches que se hicieron las chicas. Paula decidió inventariarlos todos en un e-mail para Teresa, en el que detallaba todas las afrentas que sentía haber recibido desde que se conocieran en la guardería. Si Teresa hubiera respondido con mano izquierda, quizás los acontecimientos hubieran seguido por otros derroteros, pero es que Teresa no respondió con ninguna mano, simplemente, no respondió. Lo que había empezado siendo solidaridad con la buena de Enri, acabó transformándose en indignación ante tanto agravio resucitado. Consideró más prudente no contestar, pero ese silencio pasó a ser la mayor ofensa y en un abrir y cerrar de ojos, Teresa cayó en el terreno de los proscritos. Su amor propio hizo el resto. En cuanto a María, su pecado había sido ser la más fiel amiga de Teresa. A veces sucede que uno pretende tirar unos pantalones viejos y que, al hacer limpieza, tira también aquella camisa roja que nunca se pone y que no sabe muy bien qué hace en su armario. Pues bien, en el armario de Paula, María era esa camisa. La pobre María, aunque inteligente y pragmática, aún sentía en su rostro aquella bofetada de desaire irreparable. Bofetada injusta e inapelable que más dolía porque no podía contestar. Paula le había atizado y se había ido sin esperar réplica.

Lo peor del asunto es que Paula, al parecer, podía seguir su vida como si nada, como si no hubieran crecido juntas, como si no hubieran compartido miedos, lágrimas, risas, apuntes y chupitos. Eso mortificaba a las chicas.

«¿Y no hay ninguna foto de Sergio? Me gustaría ver al novio en mallas» Teresa trató de restablecer el ánimo del grupo. Enri negó: “Yo no tengo más y si tengo esta es por mi amiga de funky, que resulta que es la novia de un amigo de Sergio… La verdad, chicas, es que a mí no me parece apropiado todo este rollo para una boda”, Enriqueta lo pensaba seriamente. “Pero claro, como ella es tan alternativa…” y lo de alternativa lo dijo  encogiendo los dedos y arrastrando la palabra hasta el infinito.  “Pero Paula entonces… ¿de qué va vestida exactamente?… ¿de hada?”, preguntó María tratando aún de aferrarse a la imagen. A su juicio Paula se había pasado de maquillaje. “¿Alguna vez habéis visto que un hada se maquille?, O eres hada, con tu natural cutis de hada, o no lo eres… Vamos que Pau más que hada es… una bruja”. Enriqueta se rio. Teresa ni se molestó. «Va de princesa, mujer. Al menos, ha tenido la humildad de no elegir uno de reina». Hubo otro silencio. “Pues yo la veo… avejentada”, sentenció al fin María. Las dos chicas la miraron sorprendidas. María pegó un trago al Tang. Seguro que Paula hubiera valorado aquel detalle tan retro. Recordó cuando iban juntas a los mercadillos en busca de rarezas, chapas de la URSS, vinilos de Las Grecas… A pesar del desprecio, la echaba de menos. Era la pura verdad. Los años que ella observaba casi imperceptibles, pero de algún modo presentes sobre la Paula de aquella foto eran en realidad los años de la separación. Días y días robados a su amistad. La vida se colaba entre las rendijas del orgullo de aquellas amigas.

“Bueno, pues ya nos hemos casado”, Teresa se levantó alisando su chaqueta negra. “¿Nos veremos en el bautizo?”. “¡Claro!”. Enriqueta se levantó también. Quería contarles a sus amigas que ella misma estaba ilusionada y pensaba en casarse con Edu, pero lo dejaría para otro momento. María esperaba de pie, frotando el casco de su moto. Se quedó con las ganas de comentar lo de su ascenso, pero ¿a qué desconsiderado mortal le apetece hablar de trabajo a las siete de la tarde? Teresa no tenía nada que decir. Era reservada y además, si hablaba, acabaría volviendo a aquel maldito e-mail de Paula que le perseguía en esos momentos como una mosca tozuda. Tres años ya…

Se despidieron. La vida iba pasando, pero ellas seguían juntas. Siempre les quedaría Paula, en esencia, en recuerdo, en foto… De algún modo. A las tres.

Quien tú ya sabes

Hoy una amiga me ha dicho que tenía ganas de leer algo mío, un relato, alguna cosita. Bueno, pues para que veáis que las peticiones no caen en saco roto, aquí va uno. Para ti, para vosotras, para tod@s!

                                                                          *

Escúchame y no me interrumpas, por favor, no digas ni una sola palabra, deja que hable. Tengo que contarte esto antes de que la arpía venga otra vez aquí. Nunca me deja en paz. Conociéndola… apuesto a que está sacando brillo a los boliches de la cama de quien tú ya sabes. Seguro que los frota con ganas, disfrutando…  Es que no te imaginas lo que me ha hecho esta vez. Es que es muy, muy, muy fuerte, fijo que vas a alucinar. Resulta que había una fiesta de disfraces aquí, te lo dije, ¿no? Ya sabes lo poco que me gustan a mí esas fiestas de la tercera edad. Y los disfraces, ¡qué horror! Eso no se lleva, ¿no? Bueno, me apetecía cero. Pero va y la arpía me dice que es una súper tradición por aquí; que todo el mundo lo hace y que quién tú ya sabes daba unas fiestas estupendas y que tooodo el mundo hablaba de ellas durante semanas. Entonces, ¿qué podía hacer yo? Porque, a todo esto, no creas que esto me lo dijo en plan normal, no, qué va. Se quedó ahí, como quien no quiere la cosa, las palabras cayéndole de la boca, que me habla entre dientes mientras pasa el plumero o pone algún jarrón en su sitio. No me mira a la cara nunca. O sí, me mira, pero justo después de decirme alguna cosa horrible, en plan «quiero disfrutar del planchazo que te he pegado». Y no sabes la cara qué tiene, la colega. Nunca la has visto, ¿no? No sé si te envié una foto, deberías verla y no pensar que exagero. Espera, es que tenía una por aquí, que le hice disimuladamente, en la que salía tal cual es ella: fea, con los ojos pequeños de bicha y los labios finos y apretados. Siempre está muy erguida, como estirando mucho el cuello, como si se hubiera tragado una de sus escobas. A ver si la encuentro… Siempre va de negro y con esas faldas largas que yo no sé dónde se las comprará que son una mezcla de hábito de monja y uniforme de institutriz rancia. Y luego se me planta una trenza laaarga, laaaarga y se hace un recogido con toda la trenza enrollada. Muy antiguo. Mira, que no la encuentro, ya te la pasaré. Bueno, la cosa es que al final me decidí a hacer la fiesta. Me dije, por mis ovarios que la hago, esta a mí no me vacila, que desde que he llegado no para, oye. Y me costó un montón convencer a Max, porque él está aún en plan de luto total por quien tú ya sabes. Sí hija, sí, está pachucho, a su estilo de cuarentón melancólico intenso, que tiene su morbo, pero que a veces se pasa. Pero yo estaba tan ilusionada que al final él se animó y me dijo que adelante. Entonces, me estuve estrujando los sesos un montón para pensarme un buen disfraz… no sé… enfermera picarona, bombera ardiente, perra sadomaso…, que nooo, que es broma, aquí esas cosas no se pueden hacer, que no es de gusto. Pero yo quería algo que le gustara a Max, que por lo menos alegrara la vista. Ya sabes lo triste que está, siempre suspirando mirando al mar… porque quien tú ya sabes tuvo un mal día en el barquito… en fin, que te voy a contar, lo sabe todo el mundo. Bueno, que se me ocurrió la idea de disfrazarme de Iphone, ¿no te parece genial? Con auriculares y el cuerpo de teléfono con todos los detalles y apps de cultureta y que se me vieran las piernas también, claro, algo tekkie pero sexy. Y ya estaba a punto de encargármelo, porque, claro, me lo iba a hacer a medida, que por dinero no será, ya lo sabes. Pero la arpía, y no sé por qué se me ocurrió contárselo… ah, ya sé por qué, pues porque a veces me viene con cara de buenecita y yo nunca aprendo, caigo una y otra vez, sabes que soy una inocente. Y vino ella toda mansa, como queriéndose hacer amiga mía. Y me preguntó que qué disfraz había pensado para mi fiesta. Y se lo dije y ella comentó que le parecía poco apropiado porque iba a venir mucha gente y son un poco clásicos todos, vamos de los que prefieren que te disfraces de dama de las camelias o de reina Ginebra. La verdad es que la hermana de Max venía con mi cuñado (que se parece al doctor Watson de las pelis antiguas) y sus amigos y ellos llevan otro rollo más clasicón, eso es así. Ya sabes que yo soy la más joven en cien kilómetros a la redonda. Entonces pensé que, por una vez, la arpía tenía razón. Ella me dijo que iba a desentonar mucho disfrazada de teléfono, de teléfono dijo, jaja, que para ella móvil es solo un adjetivo. Pero bueno, que me convenció. Y resultó que se me había echado el tiempo encima y no tenía tiempo para reaccionar. Ya me veía absurda de Iphone, porque claro si te juntas con un grupo de analógicos, ya sabes lo que pasa, no te pillan nada. Y entonces me dijo, y esto me lo dijo en el pasillo que da a las escaleras, me acuerdo perfectamente… va y me dice, mirando un cuadro en el que sale una tatarabuela o algo de Max… «uyyy», con esa voz de falsa que pone ella… Uyy, mira, Caroline de Winter, qué elegante, qué clase.  Y la verdad es que la mujer era elegante, las cosas como son… y la arpía me dice… ¿qué te parece si te vistes así, de época, siguiendo exactamente este cuadro? Y al principio me espanté un poco, pero luego estuve mirando el cuadro y el vestido de la abuela era precioso. Cuando digo abuela no te imagines a una abuela, era ella de joven y tenía un aire de pija muy distinguida y el vestido era blanco con volantes y una pamela de esas tipo boda-bien. Bueno, la gracia estaba, según la arpía, en copiarlo hasta el último detalle, pues eso iba a ser algo muy “in”, que todos, que en esta zona son muy de libros y cuadros antiguos, iban a quedarse pasmados con mi referencia a este cuadro. Y yo pensé que a veces soy muy burra porque no se me ocurren cosas así de finas. Y lo que me contaba la arpía era muy «meta», los iba a dejar de piedra. Y de solo pensar en la cara de orgullo que pondría Max al ver que yo había tenido esos pensamientos tan, no sé, tan elaborados. Y su hermana, que a veces me mira como si yo fuera un poco tonta, al menos comparada con quien tú ya sabes, ella también se iba a quedar loca. Bueno, que me vine arriba y me entusiasmé con la idea. Y le di las gracias a la arpía y todo. Por fin pensaba que me quería ayudar y que no era tan chunga. Pues, ¡ja! Quedé así, me copié el cuadro detalle a detalle, hasta el color del pelo, tú. Y yo estaba guapísima, de eso sí tengo alguna foto. Ya te lo enseñaré. Estaba de cuento. Estuve toda la tarde preparándome y peinándome, porque el peinado también tenía que coincidir, ya te imaginas. Y más nerviosa que una novia. Y los invitados fueron llegando y la arpía se ocupó de ellos y me animó a que bajara cuando ya estuvieran todos, que les impactaría más  La verdad es que me había currado la fiesta lo que no está escrito, comida  bebida y música fina. Y los oía ya a todos allí abajo, charrando, con los cubatas. Y entonces, visualiza en tu mente, por favor… cojo yo y bajo, con una dignidad que no te imaginas, que hasta escuchaba música, sintiéndome la reina de Inglaterra, lo menos. Y veo a Max, que estaba allí con un parche en el ojo, que no sé de quién iba, pero muy guapo, con sus canas, con su aquél. Y se oye un rumor así: “uoooooh” y yo toda pagada y cada vez más crecida y de pronto, empiezo a fijarme en que todos están poniendo caras muy raras, la hermana de Max me dio la espalda, la otra se cubría con el abanico, como si yo echara rayos reflectantes o algo y Max… ay, Max… tenía una cara de avinagrado que ni en el funeral de sus padres. Y entonces me acerco ya un poco mosca, no entendía a qué venían esos caretos y él me agarra del brazo súper fuerte y me dice que ya me estoy cambiando, pero ya. Y yo le pregunto, toda cándida, casi llorando, que qué pasa, que me he disfrazado de su tatarabuela Caroline, que a lo mejor no lo pillan y él va y me suelta, agárrate porque te vas quedar muerta, me dice que había tenido muy mal gusto, que ese fue el disfraz que llevó quién tú ya sabes el año pasado cuando aún estaba viva, justo antes de…  ¡¡Bueno, bueno, por favor!!¿Qué te parece? Para resumirte la película: ahí estaba yo entonces copiando el disfraz de quien tú ya sabes y recordándoles a todos su presencia, como una vulgar copiona malrollera. Bueno, me quería morir. Literalmente. Ahí. Flash. Muerta. Subí corriendo a cambiarme. Con un berrinche que pa qué, porque la había fastidiado y había quedado como una imbécil redomada. Y entonces me acordé de la arpía, qué guaaarrra. Ella me recomendó el disfraz, a propósito, ¿lo pillas? para ponerme en evidencia delante de todos, ¿te das cuenta? Es que hay que ser pécora y víbora y de todo. ¿Te lo puedes creer? Ahora, una cosa te digo, yo no vuelvo a picar con ella. Quiere la guerra, pues tendrá la guerra. La voy a poner en su sitio. Mira, yo a buenas muy buena, pero a malas… Voy a hacer que la facturen de aquí, a Cornualles como cerca. O ella o yo. Espera, espera, que oigo unos tacones. Seguro que es ella que ya se ha cansado de oler las toallas de quien tú ya sabes y de morir de gusto acariciando los peines de su tocador. A ver qué se le ocurre decirme…Tengo que colgar. Ya te llamaré. Hablamos. Un beso.

 

Despiertos

Era el tipo de persona que se daba cuenta de su mortalidad cada vez que dormía. Si, por casualidad, oía voces al fondo de su sueño, voces de los despiertos, entonces comprobaba un hecho irrefutable: siempre había gente despierta cuando él dormía. Mientras él dormitaba, alguien estaría haciendo la colada, alguien amaría a otro, alguien sufriría. Los despiertos seguían adelante.

La primera vez que se enfrentó con esta evidencia tenía 16 años. Era una tarde clara de primavera y él no estaba particularmente deprimido. Y, sin embargo, tuvo una revelación y encontró su vocación. Podría haber desarrollado fascinación por la vida, haberse hecho submarinista o intrépido viajero, pero Braulio Rey eligió el camino de la fascinación por la muerte. Se hizo médium y se cambió el Rey por King.

Al principio fue una cuestión práctica. Ya que, tarde o temprano, iba a acabar en ese lado, quería tener contactos en el más allá.  Dedicó a esto muchas de sus energías y no poca de su capacidad. Rechazó estudiar contabilidad y colocarse en la empresa familiar. El negocio de las bombillas no le atraía. Él buscaba otra clase de luz. Tampoco prestó atención a las jóvenes que se interesaron por él en esos años en que aún despertaba miradas de admiración. Se sentía una especie de sacerdote y las mujeres ofrecían demasiadas distracciones. Cuando se vino a dar cuenta, era un solterón hecho y derecho con bastantes deudas y nada de colesterol. Había consumido ya cincuenta años de su existencia y la muerte parecía una probabilidad remota. Y lo peor: era incapaz de contactar.

Superado el desencanto inicial, Braulio King no se derrumbó: consideró que era mejor ser farsante que derrotista. Había invertido su vida en ello. ¿Qué culpa tenía él de carecer de dotes mediúmnicas? Su pasión inicial se había convertido en un pequeño negocio de treinta metros cuadrados con el que llegar a fin de mes. Porque, aunque estaba lleno de pretensiones extraterrenales, él necesitaba comer. Noticias del Más Allá era su gabinete consultor. En horario comercial atendía a sus clientes con amabilidad y dedicación. Estaba convencido de que lo extrasensorial no reñía con lo empresarial. La mayoría de sus clientes eran viejas damas que buscaban consuelo espiritual. La rutina siempre era la misma. Ellas llegaban apesadumbradas por la nostalgia y salían con el el corazón y el bolsillo aligerados. Braulio les ofrecía un té con pastas selectas (siempre compraba en una pastelería francesa), les daba conversación durante una hora, después hacía el numerito de la ouija durante media hora más, les decía lo que ellas querían oír y a casa. Al final, las damas pasaban hora y media entretenidas y con merienda. Era como ir al cine, sólo que mejor. La película estaba personalizada.

Pero una tarde de domingo, la octogenaria señora Herrero vino acompañada de su nieta Dotty. Habitualmente acudía a Noticias del Más Allá con su señorita de compañía, pero aquel día la joven estaba agripada y las funciones recayeron en su nieta mayor. Dottie tenía treinta y muchos años y era muda de nacimiento. Todo el mundo daba por hecho que tenía un retraso y en consecuencia así la trataban. Se pasaba los días encerrada en casa bordando mantelería, habilidad en la cual, se decía, tenía gran maestría. Aquella tarde ella se situó en una silla un poco apartada y se puso a leer un libro de Julio Verne. La señora Herrero vino con la misma historia de siempre. Quería saber algo de su hijito Tomasín, que se había ido al cielo a los diez años, hacía ya más de cinco décadas, justo después de tomar la Comunión -esto último para gran consuelo de su madre-. Braulio siempre le contaba historias amables de Tomasín y siempre encontraba palabras emotivas para la señora Herrero que invariablemente acababa llorando. Braulio tenía comprobado que, cuanto más lloraba, más le pagaba. Y a él le parecía justo. Era como un premio a su capacidad dramática. Esa tarde Braulio se esforzó. Le narró una escena con Tomasín vestidito de marinero trepando a un árbol con las rodillas raspadas y le contó cómo el niño ya se sentía cerca del cielo. Allí, entre las copas de los árboles, había visto una luz y una voz cálida le había dicho: “vendré a por ti, pequeño Tomasín”. La señora Herrero se había asustado un poco y él había tenido que reconducir sobre la marcha la historia para que la anciana se quedara tranquila. “Era una voz dulce y de mujer. La Virgen, seguramente”. La señora Herrero lloró como una magdalena. Aún enjugándose las lágrimas le pidió a su nieta que pagara la minuta a Braulio. Dottie dejó a un lado a Miguel Strogoff y se acercó de mala gana. Tenía la mirada muy viva para ser tonta. Sacó unos billetes del bolso de su abuela y los dejó en la mesa, mirando a Braulio de una manera que él consideró impertinente para una mujer soltera. Él carraspeó y extendió la mano para coger el dinero. Entonces Dottie, de forma inesperada, puso su mano sobre la de él y la retuvo unos instantes. Y entonces pasó: Braulio oyó dentro de su cabeza una voz nítida y clara de mujer: “Debería darle vergüenza engañar así a la vieja”. El médium soltó rápidamente la mano de la muda y dio un respingo. “Perdón, ¿cómo dice?”, preguntó a la anciana, pero la señora Herrero no había abierto la boca, seguía sonándose en su pañuelo con encajes. Braulio volvió la mirada a Dottie que sonreía y seguía clavando en él sus ojos de aquella forma tan extraña: “¿Qué sucede, señor King? Ahora sí podría decirle usted a mi abuela que le está hablando la virgen. Y no mentiría”. Y lo oyó de nuevo claramente sin que Dottie abriera los labios. Braulio se puso lívido y la señora Herrero tuvo que mandar a Dottie a por un poco de Oporto. Ella no dejó de decirle cosas en toda la tarde. Para ser muda era muy habladora. Braulio no quiso cobrar a la señora Herrero. Esa tarde se fue pronto a dormir, pero no pudo pegar ojo. Lo que le había sucedido desafiaba todo su entendimiento y su lógica. Pronto tuvo que aceptar que nunca podría hablar con Tomasín ni con nadie del otro lado, pero que, por alguna razón podía comunicarse con Dottie. Y eso que primero le asustó después le intrigó.

Pasadas las primeras precauciones, las visitas continuaron. Dottie también le había cogido gusto al hecho de contactar con alguien. En el gabinete tuvieron animadas conversaciones mientras la anciana señora Herrero lloraba. Al principio eran monólogos de Dottie, que le sugería a Braulio historias sobre Tomasín en una clave más realista. Dottie se reveló como una mujer de fino sentido del humor y gran inteligencia. A Braulio no le costó que Dottie dejara su reclusión y accediera a dar paseos con él y le diera una tregua a la mantelería, cosa que elle agradeció: “Menos mal que has aparecido, Braulio, estaba a punto de hacerme la mortaja bordada”. Y él contestó solemnemente que eso tenía mucho sentido: “A fin de cuentas, querida, usted ya vive en la casa de la Familia Adams”.

Podía parecer que hacían una curiosa pareja. Ella muda, embelesada, mirándolo y él  lanzando frasecitas por lo bajín y riéndose, porque Braulio empezó a soltarse y a sentirse por primera vez en su piel en compañía de Dottie. Muy pronto, a los dos se les hizo evidente que estaban enamorados. No quisieron casarse, ni prometerse, ni hablar de ello. Jamás pensaron en formar una familia tradicional. Optaron por una salida más interesante: decidieron fugarse. Fue fácil en realidad pues los dos estaban considerados como almas dóciles. Lo desmintieron. Así, Dottie y Braulio se dedicaron a viajar y a ver todo lo que se habían escatimado a sí mismos: Estambul, París, la Cappadocia, Brasil, Jamaica, Australia… no había destino imposible. Cada día era una aventura para ellos, pero jamás les faltaba qué cenar. Al contrario, conocieron el éxito con un número ambulante de telepatía y prestidigitación que no tenía trampa ni cartón.

Y así fue como, a sus cincuenta años y más despierto que nunca, Braulio King se olvidó del más allá y empezó por fin a vivir.

Cuentas pendientes

En la noche solo se veía la casa como una campana de cristal entre los árboles. Había sido una travesía complicada y estaba agotada. Avancé hacia la puerta y llamé.

Una mujer mayor, extremadamente delgada, con el pelo recogido, me hizo una señal para que entrara:

—Le estábamos esperando.

Traspasé el umbral. Por dentro, la casa, que parecía luminosa y espaciosa desde el exterior, me provocó claustrofobia. La madera caoba y el terciopelo granate producían un efecto oscuro y monótono. Decadente. Una escalera de forma sinuosa trepaba hasta la segunda planta.

—Hay que subir —dijo la mujer tomando la delantera—, la señora Amalia está allí.

Ataqué los peldaños de dos en dos tratando de seguir el ritmo del ama de llaves. Por la ventana vi que empezaba a llover.

La mujer esperó en el último escalón y señaló una puerta al otro lado del distribuidor.

—No está a salvo aquí —dijo antes de desaparecer entre las sombras del pasillo.

Abrí la puerta con cierto temor. Hacía mucho tiempo que no veía a Amalia. Tenía miedo de que su imagen no coincidiera con mis recuerdos. O peor: de que sí coincidiera. Para mí ella era la bella, la magna, la irrepetible Amalia.

La encontré en la cama, medio incorporada, llevaba un camisón blanco con volantes, una prenda barroca, como de otro tiempo.

—Aquí estoy —dije desde la puerta.

Amalia deslizó la mano izquierda, que hasta entonces había mantenido bajo la almohada de plumón. Sacó un cuchillo de hoja reluciente:

—¡Por fin —dijo—. Pasa! —Se dio cuenta de que la miraba con sorpresa y temor y ablandó la empuñadura del cuchillo—Tengo que estar preparada, el psicópata sigue merodeando por la zona.

Lo sabía. Me lo había contado el ama de llaves por teléfono. Por eso estaba yo allí.

—El caso es que no he visto nada en la televisión ni en el periódico —dije.

—Solo lo sabemos los vecinos. La policía quiere ser discreta.

Según me habían dicho un demente había matado a cinco mujeres, todas rubias, todas hermosas. Todas como Amalia. Al saber que yo estaba en la región, Amalia me había hecho llamar. Necesitaba que la ayudara a salir de la casa. Solo eso.

Amalia deslizó el camisón y me mostró una pierna, delicada y blanca. Se golpeó el muslo con el mango del cuchillo:

—Como un corcho —dijo—. Ya son cinco años sin sentir nada. Ni en esta ni en la otra. Ese maldito loco va a conseguir lo que nadie ha logrado: que yo salga de esta casa. Mejor dicho, que me saques de aquí.

—Ha sido providencial que yo estuviera cerca.

—Sí, el loco y tú habéis aparecido a la vez, qué dulce coincidencia.

—Deberías haberte marchado ya —dije para espantar mi incomodidad—. Tu ama de llaves tal vez podría…

—Roberta tiene la fuerza de un pajarillo. Una costilla rota y tres hernias de disco. Solo la mantengo por pena. Por eso y porque me hace pensar que no soy la única tullida de la casa —un relámpago iluminó la estancia con colores espectrales. El camisón de Amalia se iluminó —larguémonos pronto —apremió—. Esto me pone los pelos de punta.

Amalia levantó los brazos hacia el techo y comprendí que quería que me diera prisa. Me acerqué a ella y la levanté en volandas.

—Vámonos.

Rodeó mi cuello con sus brazos claros:

—¿He engordado? —preguntó con un susurró—. Por las noches, a solas en mi cama, como pasteles de nata.

—No, no, estás perfecta —dije.

Sentí que me apretaba más fuerte.

—Recuerdo cuando me abrazabas sin ningún motivo —dijo.

—Creo recordar que te amaba.

—Hace eones de eso —protestó ella agitando la cabeza—. Cambiemos de tema.

Con Amalia en brazos empecé a caminar. En realidad ella era tan ligera como yo recordaba, tan increíblemente hermosa.

Roberta nos esperaba al pie de las escaleras.

—La policía ha emitido otro parte. Sospechan que el asesino está por aquí esta noche. Creen que puede actuar —me pareció que me miraba con insistencia.

—A mí ese matarife no me va a pillar, Roberta. En cuanto a ti, puedes y debes irte.

—Mi sitio está aquí, señora. No creo que ese hombre tenga interés por una vieja como yo.

Cuando se alejó, Amelia me habló al oído:

—Yo tampoco creo que el loco ese aceche a Roberta.

Un poco turbada, me las ingenié para abrir la puerta y salimos por fin a la noche: ante nosotras se extendía la oscuridad del bosque cercano. La lluvia era débil, pero constante.

—¿No podemos esperar a que amanezca? ¿No hay vecinos cerca?

Amalia negó:

—Cuando decidí aislarme, lo hice a conciencia. Ya has comprobado que es imposible llegar aquí si no es a través del bosque. Pero no te preocupes, sigue por allí. En tres kilómetros hay un apeadero. El hermano de Roberta nos estará esperando con un coche y podremos irnos a la ciudad. Haremos las paradas necesarias para que no te agotes.

La luna, plateada con vetas oscuras, apenas iluminaba el camino. La perspectiva de estar a solas con Amalia me atenazaba. Comencé a andar hacia una vereda abierta en la espesura. Era lo más parecido a un camino.

Sentir el peso de Amalia entre mis brazos me traía recuerdos hermosos y otros de profundo y negro pesar. Eran esos los que no podía superar.

—Me extrañó que me llamaras a mí, precisamente —dije—. Hace tanto que…

—Creo que un loco suelto es un motivo poderoso para tragarme mi orgullo. Supuse que no te negarías.

Y había acertado. No me sentía capaz de fallarle. Otra vez no.

El silencio era envolvente. De vez en cuando el crujido de alguna rama bajo mis pies me sobresaltaba.

—¿Cuánto hace que no nos veíamos? —preguntó Amalia, y su tono agudo despertó las alarmas en mí.

—Cinco años —dije— justo desde el día…

—El día del accidente —completó ella—. En realidad, cinco años, un mes, y tres días.

Permanecí en silencio, tal vez el mal trago pasara deprisa.

—Si te soy sincera —dijo Amalia— esperaba verte cuando me desperté en aquella clínica de Niza.

Me tensé. ¿Cómo explicarle toda mi angustia, mis remordimientos, mi culpa?

—Aquello me sobrepasó y tuve que irme —era la primera vez que le daba explicaciones—. Los médicos me dijeron que no corrías peligro. Tu madre estaba en camino.

—Entiendo que no era una visión agradable. Ambas salimos mal paradas. Yo perdí dos piernas y tú un coche nuevo —dijo con dejadez.

—El coche no me importaba nada—repliqué—. El accidente se ha convertido en un recuerdo insoportable. No sabes cuánto he pensado en aquella noche; cuántas veces he revivido el momento; la curva y después… No he vuelto a conducir. Nunca me lo quitaré de la cabeza.

—No seas dramática —dijo y después se rió—Lo superarás. Ahora por ejemplo, podemos reírnos de todo aquello. Queríamos ver mundo. Ese viaje por Francia estaba siendo un poco aburrido. Solo lamento haberme perdido lo de Italia. Pero comprenderás que no podía arrastrarme allí, literalmente, tras María y tú. No hubiera sido nada elegante.

La inquietud inicial se hizo más concreta. Ahora el espacio abierto ante nosotras se asemejaba a un túnel. Me dolían los brazos.

Amalia me había llamado varias veces desde el incidente, pero yo no había sido capaz de volver a verla y le había dado largas. El caso del loco había sido de fuerza mayor, me había obligado a actuar. A afrontar la situación. Y ahí estaba rindiendo cuentas…

Lo entendí de pronto.

—Así que te has inventado todo esto para hacerme venir…

—Y aquí estás por fin —confirmó, triunfal.

—No había ningún asesino. Todo era una mentira.

—En eso no has cambiado nada. Te acercas al corazón del asunto, lo tienes delante de ti y luego eres incapaz de ver la verdad, la razón última. Aquí sí hay un asesino…

Vi el cuchillo en su mano derecha, lo vi levantarse como si una polea tirara de él y después se clavó en mi espalda. Me arrodille y Amelia cayó al suelo.

Se quedó allí, lastrada, mirando cómo yo trataba de quitarme el cuchillo. Finamente, me desplomé junto a ella. La miré a través de la fina lluvia. Sus dientes brillaban en la noche. Su camisón era luminoso.

La noche se hizo toda blanca por un instante antes de apagarse.

Abducidas

Eva está en una habitación donde predomina el color blanco.  No hay ventanas. No hay  adornos ni apenas mobiliario. Tan sólo una mesa y dos sillas de un diseño que convendremos en calificar de futurista.  Eva está sentada frente a un ser de aspecto no humano (no hay duda de que no es de esta Tierra). El ser extraterrestre (de ahora en adelante E.T.) la mira con sus tres ojos amarillos. Eva no parece preocupada ni por lo singular del encuentro ni por encontrarse en inferioridad ocular. Tiene sus propias tribulaciones.

—¿Y sabe usted cuando dicen eso de, “nos presentó una amiga”?

E.T. calla.

  —Pues yo soy la amiga, siempre. Ese es mi problema. La historia de mi vida.

E.T. permanece impasible. No hay manera de saber si se trata de indiferencia. Empieza a manipular un cristal ovalado. Garabatea en él con la ayuda de un cilindro. Eva, aburrida, mira alrededor.

—Usted habrá tenido novia… o novio… o… pareja, eso pareja, ¿no?

E.T. mantiene dos ojos fijos en el cristal. El tercero apunta a Eva, que se acerca como si aquello se tratara de un micrófono o una cámara. Habla más alto, como para asegurarse de que lo que tiene que decir queda claro.

—Pues yo no, ea. Siempre soy la maldita amiga. Y ahora también… la maldita amiga enamorada de su amiga…

Da un puñetazo sobre la mesa y se pone a llorar. E.T. dirige todos sus ojos al cristal.

***
E.T. (no podemos asegurar que sea el mismo ser que antes, a pesar de que es igual) mira a Laura, que juega con su móvil. Parece muy divertida. E.T. no dice ni pruna. Espera hasta que Laura por fin advierte su presencia.

—¿Qué?, ¿ya?, ¿me toca? perdone, como tardaba tanto… Estaba jugando a los marcianitos… a los marcianos, quiero decir, no como usted que tiene aspecto de…, no, no me lo diga, déjeme adivinar, ¿tal vez de vegano? Me refiero a procedente de la estrella de Vega, no a que sea vegetariano, que… también es probable, ¿no?

E.T. la mira con esa mirada impertérrita que tan bien domina. Laura se pone las gafas.

—Yo diría que sí, vegano, porque claro, ustedes no pueden venir de Marte, ¿sabe? Tendrían otro aspecto, no sé —se ríe— , leí una vez que si existieran, los marcianos, serían como bolas con muchas escamas y usted es muy… agradable y… simétrico.

E.T., que no parece atender a cumplidos, le extiende un informe en papel. Laura se ajusta las gafas y lee en voz baja. Respira hondo y parece que piense que qué tecnología tan cutre la del papel, pero seguramente su cabeza anda en otra cosa, porque no alude al soporte, sino al contenido.

—Sí, sí, todo esto es verdad. Técnicamente ella la vio primero… a Martina, pero entre ellas no había nada. Sólo van a la misma clase. Me lo dejó muy claro y eso que yo no pregunté ni nada, vamos que insistió.

Laura examina de nuevo a E.T. y mira el papel. Y ahora parece que piense en qué genialidad eso de conservar el papel. Pero tampoco es eso lo que dice al final.

—¿Es por eso por lo que estamos aquí? ¿Por Eva? —suspira— Bueno, no me lo puedo ni creer, qué mal perder. Yo… sólo me acerqué a Martina y le hable de Hawkins y surgió la chispa y nadie puede culparme porque las mujeres me prefieran a mí, generalmente, ¿no cree?

***

Martina se arregla el pelo con las manos. Mira con recelo a E.T., que esta vez tiene los ojos violetas, en vez de amarillos. Nadie habla durante unos segundos. Martina se decide a romper el hielo.

—Eva se sienta a mi lado en la clase de semiótica. No hablamos mucho, ella siempre está concentrada mirando al frente. Me sé de memoria su perfil, muy romano, ¿verdad?  Me sorprendió que me invitara a su cumpleaños, ¿le he dicho ya que nunca me habla?

E.T. mira una tablilla que se llena de extraños símbolos de forma periódica. Se detiene como esperando más información, aunque bien podría estar haciendo un Sudoku. No podemos saberlo. Martina tampoco puede saberlo.

—¿Sigo? Y Laura… es muy diferente. Ella sí me habla, vaya que si me habla. No sé si se ha fijado usted, pero es muy atractiva. Cuando se quita las gafas, tiene una mirada penetrante. Aquí penetrante es una metáfora, no vaya a usted a creer que lanza rayos o algo así.

Martina se aproxima a E.T., quizá para reclamar toda su atención, quizá para hacer una confidencia.

—¿Usted sabe lo que es la homosexualidad?

***

Eva, Laura y Martina están de pie, en una estancia blanca, junto a un mostrador que asemeja la barra de un bar. Hay tres brebajes frente a ellos. Eva coge uno de los tubos. Laura se lo quita y lo estudia.

—Esto debe de ser proteínico —lo huele—. Una sustancia no muy diferente de nuestra leche, en realidad. Creo que deberíamos tomarlo. Seguramente hemos perdido electrolitos aquí.

Eva le da un golpe de cadera y le quita la bebida.

—¿Y quién te dice que no es veneno?¿Es que siempre tienes que probarlo todo? ¿Ves? Ahí está el problema, que siempre haces lo mismo: buscar la novedad. ¿Es que no te han dicho que mejor es la buena conocida? ¿No te dieron clases elementales?

Martina carraspea y levanta el dedo índice.

—Lo bueno conocido

—¿Qué?

—Se dice “mejor es lo bueno conocido”.

Afortunadamente para Martina las miradas no matan.

—¿Tú ves a algún bueno conocido por aquí?, No, ¿verdad? pues habla con propiedad. No, mejor, cállate, que por tu culpa estamos aquí. Y a ver ahora cómo salimos.

Laura vuelve a arrebatarle a Eva el tubo con el líquido blanco, sus proteínas y electrolitos.

—Yo más bien diría, fíjate, que tú… empezaste todo. Porque, si nos remontamos exactamente al momento de los hechos…

Martina se acerca a una puerta. La manipula, sólo para constatar que está cerrada.

—Nadie tiene la culpa. Nos secuestraron.

Laura la mira con admiración, no sabemos si por su elocuencia, su sabia resignación o por su planta torera.

—Eso es. Correcto. Nos secuestraron, o… nos detuvieron y seguramente, por desorden público.

Eva resopla. No parece aguantar más:

—Abducidas…

—¿Qué?

—Que la palabra correcta es abducidas, ya que sois tan precisas siempre. La puta palabra exacta cuando te secuestran extraterrestres es abducidas.

Martina, sorprendida por el arranque, apoya su mano en el hombro de Eva. Ella enfadada como está, se aparta.

—Abducidas, ¿pero, por qué?

—Porque estábamos en un monte, de noche, pegando gritos como insensatas. Y en el espacio la gente es más civilizada. No hay más que verlos.

***

E.T., que esta vez tiene los ojos verdes, se mira, lo que, según la quinta acepción de la RAE es el “tipo de extremidad par cuyo esqueleto está dispuesto siempre de la misma manera, terminado generalmente en cinco dedos, y que constituye el llamado quiridio, característico de los vertebrados tetrápodos”. Es decir, se mira la mano, aunque esta vez la generalidad no se cumple, pues únicamente tiene tres dedos.

Martina está sentada frente a él con unos electrodos azules conectados a la cabeza.

—Si pretende usted entender mi cabeza, pierde el tiempo. Muchos lo han intentado. Y no funciona. Soy una chica complicada.

Martina se queda un momento quieta. Después abre los ojos con sorpresa.

—Ehhh le he oííído; le he oído hablar, me ha hecho una pregunta…, ¿que qué pasó exactamente? Tiene usted una voz muy grave, ¿sabe?

***

Eva gimotea con los electrodos en la cabeza.

—Tuve yo la culpa. Por gilipollas. Las invité a las dos a un pícnic nocturno psicodélico por mi cumpleaños. Creía que sería guay. Vas al monte con el coche, pones la música a tope y descorchas un par de botellas de vino. A Martina solo la invité para que Laura no pensara que yo quería llevármela al huerto, aunque, coño, sí quería llevármela al huerto. Al final lo único que me llevé fueron dos sorpresas: una, los malditos marcianos existen y… dos, y no por ese orden, que mis dos únicas invitadas se estaban morreando. Y eso último fue lo peor, de lejos.

***

Martina, en otra sala, escucha tras un cristal las declaraciones de Laura que habla con el  E.T., de ojos verdes. Laura parece muy segura de sí. Habla con mucha calma.

     —A mí no me gusta nada el numerito New Age y ese rollo de “vamos a unirnos con el universo”. Yo tengo una mente científica, aunque estudiara letras… pero eso no importa. Sí, estábamos a solas y Martina me besó apasionadamente. La noche estaba siendo perfecta hasta que… Pasó todo muy deprisa. Eva nos vio y pegó un grito espantoso y luego nos quedamos ciegas, pum, de golpe, las tres a la vez. Eva dijo que era un castigo divino, pero yo más bien pensé en el vino, que era muy malo, que ni es su cumpleaños se curra una buena botella. Y resulta que no fue lo uno ni lo otro… porque de pronto estábamos aquí.

Martina golpea el cristal.

—Ella, fue ella, ¡Laura se abalanzó sobre mí! Me dijo que subiera a la cima de la montaña con ella y que me enseñaría la Osa Mayor y sí, yo piqué. Cómo iba a saber que no hablaba literalmente. Parece tan seria, yo no sospechaba que… pero, ¡si yo fui allí esa noche por Eva! Y nos pilló y se confundió. Un desastre, bueno, una mierda, si me permite expresarme.

***

Laura, Martina y Eva están de pie sobre una plataforma. Las tres visten túnicas blancas. Martina mira su túnica de un modo tal que posiblemente acertaríamos si dijéramos que: a) echa de menos los pantalones, b) agradece que no haya estampados en la tela, c) finge que está pensando en a) o b).

Laura coge a las otras de las manos.

—Tenemos que hacer un ejercicio y después nos liberarán. Terapia experimental. Ella dijo que nos pusiéramos así, formando un triángulo y que siguiéramos las instrucciones.

Eva la mira desconcertada.

  —Ella, ¿quién?

—La alienígena, ¿quién va a ser?

—No se vosotras, pero yo sólo he hablado con hombres, varones, machos, marcianos…

—Hemos hablado con la misma gente y eran mujeres. Está claro. Porque no tenían atributos masculinos.

 —Ni femeninos. No eran mujeres. Eran… iguales.

—Más bien, idénticos.

—Es lo mismo.

—No es ni parecido.

—Fueran lo que fueran, se parecen, sólo que había de ojos verdes y amarillos y violetas.

 —Pues eso es que el color indica el sexo.

 —Pues nosotras tenemos los ojos negros y eso no indica nada de nada. Venga, vamos con el ejercicio. Me quiero largar. ¿Qué hay que hacer?
—Ellos o ellas o… ellis… dicen que somos un difícil enigma. Creen que esto puede ayudarnos. A ver, sigamos las instrucciones. La cosa es simple: cada una se pone delante de quien le guste y a ver qué pasa. Empieza, Eva.

Eva, obediente, se sitúa frente a Laura.

  —Supongo que ya lo sabías.

Laura encoge los hombros, se gira y se coloca frente a Martina.

  —No es culpa de nadie si nos gustamos.

Martina se coloca entre ambas y mira a Eva.

  —¿De verdad no notabas que te quiero? ¿no has visto las señales? ¡Por Dios estudias semiótica!

***

Laura se ajusta los electrodos. Escucha atentamente y afirma con la cabeza.

—Nos van a liberar. Nos agradecen sinceramente el tiempo que les hemos prestado.

—O nos han robado, más bien.

—Dicen que somos disfuncionales.

—¿Eso qué significa?

—Que no nos ponemos de acuerdo.

***

Eva, Laura y Martina están en la montaña, cogidas de las manos. Es noche cerrada y la luna resalta el color de las túnicas blancas. Miran al cielo. No se ve ni rastro de naves o marcianos. Están totalmente solas. ¿Podrían estar aún en el ultraespacio? Unas letras blancas en la ladera de enfrente lo desmienten. “CULLERA».

—Podían habernos dejado en Hawai. O habernos pagado algo, por lo menos, ¿no?

—En investigación, sólo te pagan si eres útil. Y como dicen que somos disfuncionales…

—Imbéciles es lo que somos.

—Disfuncionales. A mí me suena mejor…

—¿Disfuncionales? ¿Es que no saben lo que es un jodido triángulo amoroso? ¿No tienen culebrones en Marte o qué?

—Es cierto que no es tan raro. Yo conozco miles de casos, bueno, por lo menos un par.

—Oye ¿y si celebramos el cumpleaños? Por ese camino se baja a la playa. A mí  me han entrado ganas de bañarme.

La sugerencia tiene una entusiasta acogida. Eva, Laura y Martina, las tres, están de acuerdo. Al menos en eso.