Pregúntale a Pushkin

Recuerdo ese sitio de comida rápida en Moscú, aquel lugar todo neón. Las paredes eran amarillas y había lámparas de araña simulando falsos diamantes. ¡Cuánto honor para un fast-food!… Yo llevaba un libro entre las manos. Enric nos observaba desde el otro lado de la mesa.

—¿Te acuerdas en Valencia —me dijiste—, en esa clase de literatura a la que íbamos cuatro gatos, cuando la profesora Kasheva contó aquella historia tan melodramática de esa chica que su padre obligaba a casarse con un militar aunque ella amaba a otro? ¿Te acuerdas cuando dijo que, desesperada por darse muerte, se escapó una noche fría… y dispuesta a ahogarse se lanzó a un estanco?

—¡¡¡Claro que me acuerdo!!! —me reí—. ¿Cómo voy a olvidar lo del estanco?

—Estábamos en primera fila. Tú cerraste los ojos y apretaste los labios para no partirte.

—De vez en cuando le fallaban algunas palabras en español. Estanco, estanque… se entendía lo que quería decir. Además, nos estaba hablando de una novela muy trágica. No era momento de risas.

—Ajá, pero me dijiste al oído: “Tal vez la idea era matarse a base de Ducados”.

—¿De verdad dije eso?

—Síii. Y yo solté la risotada. Y, claro está, me topé con el cabreo de la Kasheva, con esos ojitos pequeños y penetrantes atravesándome. Eso no estuvo bien.

—Oh, perdona, pobrecita…

Enric tomó el libro de mis manos, entre patata y patata.

—Así que poesía de Pushkin… —dijo.

—¡Sí! Hasta le he pedido a las chicas que me marquen los acentos para poder pronunciarlo bien.

Me estiraste de la manga.

—¿De verdad has hecho eso? Qué pesada eres, ¿no?

—¿Por qué? Me han dicho que lo hacían con mucho gusto.

—Y las pobres chavalas ahí con el lápiz repasando palabra a palabra para que tú chapurrees tu pésimo ruso.

Te tiré una patata.

—Eso díselo a Enric. Mira, lo tienes enfrente.

Enric se encogió de hombros. Se formaron dos pliegues en su jersey de lana oversize. Me devolvió el libro.

—Hay cosas mas importantes que el ruso.

Paradójicamente, aquello parecía cierto y nada se podía objetar, pero aún así…

—¿Cómo qué? —quise saber— Tú eres profesor de ruso.

—Pregúntale a Pushkin.

—Mira, eso te pondré yo en el examen —le dijiste—, junto a mi nombre… «Hay cosas más importantes que el ruso»… como por ejemplo los ocho créditos que necesito para sacarme el año y que me renueven la beca. ¿Me aprobarás?

Pasaron semanas, meses, años… La distancia nos llevó a cada uno a un sitio. Un buen día ojeaba el libro, con todos esos acentos marcados y no pude reprimir una sonrisa. Tenías razón, nunca supe leerlo bien, suerte que era una edición bilingüe.  Y reparé en la página discretamente plegada en una esquina. En esa época aún me parecía un sacrilegio doblar una página. Refunfuñé un poco y después me detuve a leer ese poema marcado.

Si te engañase la vida no te aflijas,
no protestes,
aguanta los días tristes,
llegarán días alegres.
Nuestra alma en el futuro vive;
la oprime el presente;
todo es fugaz, todo pasa,
bien vendrá lo que viniere.

Eso es. ¡Pregúntale a Pushkin!