Las críticas que ayudan

Cuando escribimos y compartimos nuestro trabajo, la crítica es inevitable. Es una respuesta natural (y deseable) a lo que hemos lanzado al mundo. El término «critica» tiene una connotación peyorativa, pero en realidad no es más que una reacción a lo que hemos escrito y -como tal- es muy valiosa. El silencio, el vacío son más perturbadores.

Me gusta una máxima de la PNL (programación neurolingüística) que dice: «no hay fracaso, solo feedback». Me parece un enfoque muy positivo. En realidad el fracaso es una percepción subjetiva de no haber alcanzado un ideal (ideal que puede no ser realista). Es una expectativa no cumplida, pero, en sí mismo, el fracaso no conduce a nada, es como un callejón sin salida. En cambio, interpretar el fracaso -o la crítica- como mero feedback (es decir respuesta que nos llega de vuelta) nos ofrece un panorama lleno de posibilidades. Porque ahí el fracaso -o la crítica- nos está mostrando también la clave para corregir o mejorar: vemos el camino.

Aclaración: vale, de acuerdo, hay críticas destructivas/faltonas y de las que poco se puede deducir (salvo quizá la bajeza o la escasez de población neuronal de su emisor). Como todo modo de expresión en clave «odio», esto hay que ignorarlo por completo. De hecho, puede ser muy peligroso y tóxico enredarse en las garras virtuales (o físicas) de un crítico troll. Su único objetivo es conseguir energía con nuestra emoción. Descartado.

Pero, aunque no sea muy agresiva, y más allá de la falta de gusto disfrazada de honestidad espontánea que se lleva tanto hoy en día, de poco nos sirve una crítica como: «Una mierda de libro, una basura y una bazofia…..». En fin, aquí solo hay un dato útil: no ha gustado. La intensidad de ese disgusto ya no añade nada más y puede en algunos casos deberse incluso a factores ajenos al libro (animadversión personal, odio al mundo, antagonismo ideológico, etc.). Del mismo modo, una crítica como: «maravilloso, genial, fantástico», tampoco ofrece muchas pistas de qué exactamente hemos hecho bien.

En cambio hay críticas negativas que son oro puro, si sabemos leer y dejamos los egos al margen. Por ejemplo: «este libro es totalmente tonto, la protagonista es ridícula y reacciona en plan: me enfado y no respiro; el libro lo cuenta todo deprisa y corriendo, con mucha superficialidad, y encima está lleno de faltas de ortografía…» Bueno, pues aunque no sea muy agradable, en realidad (¡y gratis!) nos han dado varias informaciones importantísimas: el desarrollo del personaje no es el mejor y quizá no he trabajado bien sus motivaciones/reacciones; he abusado del resumen en lugar de escenificar partes importantes de la trama; no he cuidado el aspecto ortográfico. Si me tomara el tiempo de revisar alguna de esas cosas (o, idealmente, las tres) mi libro mejoraría sustancialmente. Por el contrario, la opción de sentir que tod@s los lector@s son tont@s y no valoran mi evidente genialidad es bastante estúpida. Independientemente de los gustos, preferencias o inclinaciones de quién nos lee, creo que todos sabemos cuando una crítica es solo una opinión aislada (y quizá sin fundamento) y cuando esa valoración está conectando con algo que tiene sentido y por tanto, debemos atender. Desarrollar ese criterio quizá es una de las cosas más valiosas.

Así que, resumiendo: ofrecemos algo al mundo, escuchamos su reacción, descartamos el ruido pero nos quedamos con los que nos puede ayudar. Y seguimos.

En realidad, el proceso creativo funciona así (o el mío en particular). Es un continuo refinado. Produzco sin censura, evalúo con crítica y perspectiva, corrijo lo necesario y comienzo otro ciclo. Y por el camino, aprendo.

ESTO ES LO QUE PIENSO

Una parte de las dificultades de escribir tiene que ver con la técnica, con lo que se llama oficio. Y esa parte -que es muy importante- hay que dominarla a base de práctica constante. Esto por lo general no es doloroso (o solo tanto como ir al gimnasio). Consiste en una acumulación de pequeñas pruebas de creciente dificultad que hay que pasar. Además, del mismo modo que el ejercicio físico, los avances van siendo evidentes lo que produce satisfacción y alimenta las ganas de más. Esto es bonito.

Pero no era eso de lo que quería escribir hoy.

Hay otro aspecto difícil que vamos a tener que afrontar tarde o temprano. Y ese es mucho más transversal, permea nuestra vida y para prevenir sus efectos hacen falta otras herramientas. Me refiero a los miedos, inseguridades, complejos y falta de confianza que emergen cuando uno se abre al mundo y escribe. Y los efectos de estas sensaciones tan incómodas son evidentes: ocultarse, sabotearse, procrastinar, silenciarse o refugiarse en una versión empequeñecida de una misma. Esa que puede encajar, que no causa problemas. Esa que nunca dice lo que piensa de verdad. Esa que puede sobrevivir a la crítica porque no ha dicho ni escrito nada que se pueda criticar.

Seguramente haya escritor@s que no sufran esto con tanta fuerza (de hecho, el narcisismo es un buen aliado del escritor), pero creo que es un poco inevitable. Viene con el lote y es bueno saberlo. Generalmente aparece cuando estás avanzando en la buena dirección. Al ser este más un aspecto relacionado con la personalidad o las experiencias propias, el enemigo adquiere diferentes fisonomías. Nos enfrentamos a un monstruo de varias cabezas y a cada uno de nosotros se nos aparece y nos acecha con un siniestro y distintivo rostro.

Para mí por ejemplo, está el monstruo de la exposición, que a veces actúa sobre mí en forma de nube maligna parlante. Incluso aunque escriba ficción, el escritor o escritora siempre tienen que dar algo de sí mismo y mostrarlo. Y precisamente esa capacidad de exponerse y dar algo valioso o difícil está en relación directa con la profundidad o resonancia de la historia. Porque son esos detalles difíciles, esas emociones descubiertas, las vulnerabilidades del ser humano, con su vergüenza, sus contradicciones, sus aspiraciones no confesadas, su anhelo de amor o su miedo lo que hacen que un escrito tenga poder y una ficción, alcance.

Yo ni siquiera tengo que estar mostrando eso que llamaríamos episodios vergonzosos o íntimos para sentirme tremendamente vulnerable. Poco importa lo que haya escrito. Da igual que me refugie en las almas de mis personajes. Me va a pasar en cuanto publique este post. Aparece el monstruo. Es como si -al hacerlo público- del texto recién escrito o publicado emanara una vibración que queda resonando en el aire y gritando: «mira las estupideces que escribe esta mujer». Y yo estoy ahí esperando a que esa nube maligna y parlante -mezcla de mensaje negativo lanzado a los cuatro vientos y sensación física- se acalle y se disuelva y de nuevo el aire se vuelva respirable, limpio. El objetivo es superar el ataque de vergüenza. Y seguir viva.

Claro, en mi caso, la angustia ante el monstruo de la exposición produce efectos que en principio tratan de contrarrestarlo (pero que también lo refuerzan) y que podría resumir en exceso de perfeccionismo y una tendencia a la invisibilidad. La escritora que no quiere ser leída (¿Cómo???????)

Claro que quiere ser leída, la criatura. Claro que quiero ser leída (nótese la tercera persona como recurso para esconderse). Lo que no quiero es sentir la nube maligna. Lo que no quiero es exponerme a la muerte por vergüenza.

Pero ya sabemos cómo funciona esto, ¿no? Cuanto más temes a la nube maligna, más fuerza adquiere, cuánto más la combates, peor. Si tratas de ignorarla, persiste (porque solo es y tu intento de combatirla de manera pasiva). Y si cometes la estupidez de planear tu vida en función del parte meteorológico acabas por perderte todas las fiestas.

No es que tenga yo la receta mágica antimonstruos. A veces basta con encender la luz o confiar en que -por malvada que sea- toda nube viene y va y fracasa siempre ante la evidencia de un cielo azul que nunca puede ser negado.
Sí sé muy bien que lo que no funciona es conformarse con esa versión pobre de ti misma (de mí misma) temerosa de expresarse o limitar tu rango de experiencias para sentirte segura. Así que respira (respiro) y solo empieza (empiezo) por esta frase: ˝Esto es lo yo que pienso». Y sigue (sigo). No te vas a morir.

Bad choices make good stories

No hay nada como salir a pasear para desterrar la saturación mental que produce trabajar horas ante el ordenador. Y esto se vuelve especialmente placentero si, como es mi caso, tienes el privilegio de pasear junto al mar. Entonces parece que todo compensa (o que al menos aguarda un premio al finalizar la jornada).

No solo el cuerpo se vigoriza y la mente se expande al salir al aire libre, también -si no cometes el error de aislarte enchufándote a un móvil- aparece la inspiración. Puede esta venir en imágenes, pensamientos o estímulos directos de tu entorno (si miras alrededor, claro).

El otro día en mi paseo vespertino, mis ojos se posaron en una chica que cruzó en dirección al mar por delante de mí. Lo que me había llamado la atención en esa ocasión era el mensaje que llevaba estampado en su sudadera: «Bad choices make good stories».

Lo primero que pensé: vale, a otra a la que le gusta el drama, pero luego tuve que sonreír ante la especie de verdad contenida en ese lema. Esta sentencia no es solo un estímulo a tomar riesgos (o dejar de obsesionarnos por nuestros errores), algo sin duda útil para muchos de nosotros en algún momento. Es también muy relevante para quien -como a mí- le gusta escribir.

Y es que es algo que no paro de repetir: aunque en la vida, aburrirse suele ser señal de que todo va bien, en la ficción necesitamos sobresaltos, problemas y sí: malas decisiones. Para ser más precisos: nosotros como escritores tenemos que tomar la buena decisión de ayudar a que nuestros personajes tomen malas decisiones.

Tomar malas decisiones en ficción es solo una de las maneras de pavimentar el camino del personaje principal de emocionantes y terribles problemas que anticipan una lucha o un esfuerzo por superarlos. Y en ese sentido, cuantos más problemas y obstáculos, mejor.

Hay que aclarar que el personaje principal puede (y debe) tomar malas decisiones o hacer malas elecciones (por ejemplo cuando se enamora de quien no debe o cuando decide que es buena idea readmitir a un ex que le ha traicionado)…. , pero hemos de asegurarnos de dejar bien claro que son elecciones equivocadas, sí, pero muy compatibles con la premisa principal de que, en términos generales, nuestra protagonista es buena, íntegra o amable (en el sentido de fácil de amar).

Entonces y solo entonces le perdonamos esas meteduras de pata y le damos secretamente las gracias porque su odisea personal -oh, sí- nos va a hacer disfrutar.

La escritora programadora

Un fábula libre y un poco loca sobre el parecido entre la escritura de ficción y la programación informática.

No es muy impresionante. La escritora programadora se parece a Jerry Lewis en El doctor chiflado. Viste camisa de cuadros y lleva gafas de pasta. Una probeta con un líquido pardo humea junto a su banco de trabajo, ¿o es un té negro con leche?

Volcada en el teclado, absorta en su pantalla, está a punto de transformarse en el bailongo seductor, Buddy Love, pero, de momento, contención. Solo la delata el movimiento de sus pies, encapsulados en zapatos masculinos con cordones. ¿Será posible?

Se diría que se divierte porque controla el mundo. ¿O será al revés? Juega y juega. Hay algo trascendente y democrático en el juego. Lo sabe el niño, que se basta y sobra con una alfombra para sentirse Aladino sobrevolando Arabia.

Aunque la tentación sea fuerte, haríamos bien en no burlarnos, pues la escritora programadora tiene acceso al universo entero y quién sabe en qué nos puede convertir, si la impertinencia asoma.
«¡Si se ríe usted señora, romperá la lavadora!»

Qué cosas tiene la vida… Antes de la conquista hípster, la soledad hubiera sido su destino, y ahora, sin embargo, es tendencia y la pretenden tres influencers escuálidas, profetisas de la vida saludable. Pero eso, como a Rhett Butler, a ella, francamente, queridas, le importa un bledo. El verde sobre negro es la razón de su existir. Le gusta, más que nada, el sonido hueco de las teclas cuando, arrebatadas, vuelven locos los cursores y cascadas de líneas fluyen sin control.

La escritora programadora anticipa y crea. Confía en la fuerza y se toma en serio su tarea, pero solo hasta cierto punto. «Nada serio nunca llegó a buen puerto», reza un post-it en el marco de su pantalla.
Aunque le mueva la pasión, esto no es un asunto privado, no, no. No es su intención escribir una autista carta de amor (¿hemos dicho ya que pasa de las influencers?). A una de las tres, eso sí, le mandará el post-it, pegado a una tableta de turrón de Xixona.

Quizá lo parece, pero no se encierra en sí misma… Ella se debe a tod@s por igual. Es capaz de liberarnos, si estamos de acuerdo. Está dispuesta a montar una revolución por nosotros y todo empieza con el parpadeo sobre la pantalla. Y entonces, acabado su trabajo, se retirará de nuevo y, si es nuestro deseo, leeremos y entonces…

Ah, entonces, en nuestra mente… Voilà!! Se desplegarán mundos, dimensiones, texturas. Habrá chihuahuas blancos, un poco peludos; plátano flambeado; trinos de mirlos negros; amoríos correspondidos y zumbidos de solitarios cargadores huérfanos enchufados a una regleta.

Vibraremos sin entender el mecanismo (ni falta que hace), la emoción nos sacudirá y cerraremos los ojos, transformados, sin saber lo que hay detrás. Sin conocer el propósito, ni el misterio, ni, mucho menos todavía, el secreto lenguaje de la escritora programadora.

¡Poca broma con Jerry Lewis!

Mirar de verdad para escribir de verdad

Si te gusta escribir seguro que has escuchado lo aconsejable que es conectar con las propias memorias y vivencias. No es solo un modo de satisfacer una necesidad explicativa, también es práctico. Siempre se nos dice: «escribe de lo que conoces». Y es un buen consejo para empezar. Imaginar lo que no hemos vivido es difícil (no imposible) y lo más probable es que solo consigamos un sucedáneo falso y postizo a partir de ideas preconcebidas. En cambio, si trabajamos con lo vivido y lo contamos o empleamos para impulsarnos, algo auténtico puede emerger. 

Escribir sobre la experiencia personal es valioso, no solo porque enseña y proporciona material para trabajar y practicar, sino porque permite que aportemos al mundo nuestra visión y perspectiva, nuestra realidad. Si tod@s hiciéramos esto con honestidad y sin la necesidad de encajar o agradar, tal vez el mundo sería más diverso y rico. También si los distribuidores permitieran y se arriesgaran más con lo que publican o emiten, claro. 

Por suerte, cada vez hay menos filtros y más visibilidad de minorías, pero eso no garantiza que seamos más libres o diversas. Para contar una experiencia de modo genuino hay que observarla primero, comprenderla y traspasar lo superficial o evidente. Si nos descuidamos, caemos en el riesgo de estereotipar nuestra identidad o comunidad y sentirnos sastisfech@s por haber cumplido una cuota.

A propósito de esto, leía del filósofo Byung-Chul Han que, a pesar de lo que pueda parecer, hoy en día, vivimos en la tiranía de lo igual. Nos alimentamos de lo mismo, nos relacionamos con los de nuestro grupo, reafirmamos nuestras ideas, excluyendo lo que no es como nosotros o afín. Así creamos mundos homogéneos y exclusivos viviendo la ilusión de estar siendo auténticos y diferentes. 

Tiene sentido en un sistema tan conectado acabar siguiendo tendencias, pero ¿a qué precio? Al final, lo que escribes, lees, compartes o retuiteas (sea cual sea la red) es lo que se extiende y lo que ve definiendo el mapa del mundo, nuestra conciencia y nuestros límites. Y comprender eso es importante. 

Nosotr@s mism@s nos convertimos en clichés al hacer nuestros mundos pequeños. Por no hablar de la utilización interesada de la diferencia. La diversidad no debería ser una política de lo correcto para ganar votos de popularidad, o una manera muy descarada de vender (ay, qué ganas tengo de comprar una mascarilla con los colores del arcoíris), sino una consecuencia, una manera natural de reflejar nuestra variedad (a la vez que una modo de evidenciar nuestra semejanza última y esencial).

En todo caso, en el ámbito de la escritura, una manera de escapar de la tiranía de lo igual es alejarte del pasado y liberar tu visión. El pasado no es solo tu memoria de la niñez o de hace diez años, es un velo que cubre cada cosa que miras hoy.

Sí: hoy.

Se dice que, cuando el niño aprende la palabra árbol, deja de ver el árbol. Y así es, porque, a partir de ese momento, empieza a ver sus conceptos sobre el árbol, sus juicios y etiquetas y ya es incapaz de ver lo que tiene delante, que está vivo y es novedoso. Nos enfrentamos a un dilema aquí, pues, escribir es un modo de fijar algo que está abierto y latente, así que la operación de etiquetar y encasillar parece inevitable e inherente al acto de escribir. 

Tal vez sea así, pero siempre hay algo que se puede hacer. Lo conocido se puede abordar desde lo desconocido. Es posible ver con nueva mirada cada situación, escena, paisaje y personaje. 

Es evidente que también tenemos prejuicios enormes con nuestros personajes y los convertimos en caricaturas. Sucede porque no los conocemos bien, porque echamos mano de nuestro archivo mental y reducimos a esa persona imaginaria a unos rasgos más limitados aún de los que tendría en la vida ordinaria. Pero, ¿cómo no va a ser así si hacemos esto en cada interacción personal? Interactuamos con el otro según la visión parcial que tenemos, las ideas, los preconceptos y todo lo que guardamos en nuestro almacén sobre esa persona. Y así encarcelamos a la gente y encarcelamos a nuestros personajes. Los hacemos todos iguales porque los vemos a tod@s iguales (aunque sea dentro de categorías) y porque todas las personas nos estamos volviendo iguales.

¿Opciones? Las hay. Por ejemplo, esforzarse por mirar sin juicio ni prejuicio, más fácil de decir que de hacer, porque es un cometido que implica tomar un papel activo.

Y, sin embrago, esta ha sido una pretensión de la literatura desde siempre. Ahí tenemos los famosos ejercicios de desfamiliarización, cuyo objetivo es «ver» algo de forma novedosa y así contarlo con frescura. L@s escritor@s siempre han sabido que en la palabra y la visión está su poder creativo y que este poder se puede activar con atención y presencia. El escritor o escritora, ante todo mira de una manera intencional. 

Hacer esto de forma aplicada y consciente nos ayuda a penetrar en el alma de ese objeto (o situación) y nos permite, si nos comprometemos a empezar a observar todo así, ofrecer escenas más vivas, extraordinarias y llenas de misterio (no de suspense, del misterio de lo vivo).

Propuesta: toma un objeto de tu entorno, algo cotidiano, por ejemplo una lámpara de pie. Obsérvala como si nunca antes hubieras visto una en tu vida; como si no supieras ni de lámparas, ni de bombillas y trata de describir lo que ves. Quizá empieces por la descripción de su forma o características y seguro que después te preguntas por su función. ¿No es bastante maravilloso que apretando una parte de ese objeto se pueda disipar la oscuridad de una habitación? Déjate sorprender por el resultado de este ejercicio, el momento en que ese objeto cotidiano se convierte en algo que ves de modo distinto después de años y décadas viendo solo una insulsa lámpara.

Puedes hacer esto también con tu gato, tu hermano, una vecina… oh, qué sorpresas te esperan.

El proceso de escribir en tres fases

Escribiendo estos días he meditado sobre algo que -ya que se ajusta a mi experiencia- me parece útil compartir.

Tal vez a quien escribe con asiduidad esto le resulte obvio. En todo caso, nunca está de más motivarse con alguna idea o enfoque, así que allá va.

La escritura (en formato breve o largo) se puede abordar siguiendo una especie de adagio estructurado en tres partes:

«Dilo. Di lo que quieres decir. Dilo bien».

Miremos esto con detalle:

Fase uno: dilo

Lo más importante al principio es vaciar en la página todo lo que de otra manera se quedará en tu cabeza, o se perderá. ¿Elemental, no?

El tema es no dejarse intimidar por la empresa. No importa que las cosas aún no estén del todo claras y que las ideas sean vagas, con cabos sueltos.

Aquí no debe preocuparte nada más que sacar la historia (idea, post, relato…) fuera de ti. De verdad. Basta con que juntes las palabras como puedas. Una excesiva precaución nos paraliza.

Libérate de la necesidad o expectativa de expresarte de forma perfecta. Simplemente saca todo lo que tienes.

Te advierto que la facilidad de esta tarea es inversamente proporcional a la tensión que sientes y al miedo que tienes de escribir tonterías.

Mi consejo: no pienses y date prisa.

Fase dos: di lo que (de verdad) quieres decir

En esta fase en lo que has de centrarte es en llegar al núcleo de la cuestión. Sí, es el viaje al centro de la tierra, la exploración gozosa.

Hay que desvelar lo que solo ha quedado esbozado y expresarlo ahora de manera más clara. Se trata de darle forma al texto, tratando de que el resultado refleje tu intención (porque tienes una intención, ¿verdad?)

Muy a menudo sucede que al pasar por la primera fase y adentrarte en la segunda empiezas a ver el mensaje que estaba oculto, revelando de pronto un sentido más profundo… Es momento de centrarlo y eliminar ambigüedades.

Pregúntate: ¿qué tema emerge aquí? Qué quiero contar expresar, transmitir? ¿Lo estoy logrando?

En esta fase puedes disfrutar del asombro de la revelación que da más calado y resonancia a tu texto.

Por ejemplo, de repente te das cuenta de que, en lo que has escrito, hay algo que todos los personajes comparten: todos ellos creen que tendrán tiempo de resolver sus conflictos (pero no es así). Así que uno de los temas importantes que estás planteando es ese: que no habrá tiempo si posponemos mirar adentro….

En la primera fase probablemente no eras consciente de esto. No habías partido con la idea: «voy a escribir una historia sobre cómo hay que aprovechar el momento presente»… pero surge como tema dominante.

Una vez ves las cosas claras, concéntrate en decir lo que quieres decir.

Fase tres: dilo bien

Ahora -y solo ahora- es el momento de corregir y tratar por todos los medios de que tus palabras expresen con precisión y belleza tu mensaje.

Es el momento de sacar al crítico interno (que estará impaciente y renegón) y es sin duda la hora de borrar, tachar, reelaborar y esmerarse en que todo quede ajustado.

Disfruta con las palabras, con el ritmo y el tempo. Deléitate.

Ojo: hay un momento de parar de corregir y cesar de deleitarse o se nos caen los higos de la higuera mientras los observábamos embelesados… no queremos eso.

Cumplido el ciclo de las tres etapas es ideal (imprescindible) dejar reposar el escrito y abordar la siguiente relectura con ojos frescos.

Otra manera de resumir todo lo dicho es recordar que escribir es reescribir. Confiar en el proceso ayuda. Practicar, también.

Comunicarse y ocultarse

Entre el deseo de comunicarse y el de no ser encontrado. He ahí el dilema de todos los artistas…

Creo que en todo tipo de artista es posible detectar un dilema inherente causado por la coexistencia de dos tendencias: la necesidad urgente de comunicar y la necesidad aún más urgente de no ser encontrado…

D.W Winnicot, cita de Anthony Storr en The Dynamics of Creation

En esta paradoja me he visto yo encerrada muchas veces. Para mí al menos es una contradicción. El deseo de comunicar y el deseo de no ser vista.

¿Y qué hacer?

A veces eso se resuelve en una comunicación interna, privada. Íntima. Un diálogo que sucede siempre por dentro.

Pero tiene que haber más.
Escribir es como pensar. Detrás está la necesidad de comprender y comprenderse. Ya que hablo de mí, y para comunicarme hoy sin esconderme, diré también de comprenderme, en primera persona.

Me doy cuenta de que, en ocasiones, esto es un entretenimiento morboso.
En realidad, ¿qué es lo que hay que comprender?

Cuando, escribiendo, doy vueltas sobre mí misma a veces me enredo. Es cierto que llego a intuiciones y percepciones muy potentes, pero otras veces… oh, my!
Ese es el peligro de estos viajes subjetivos: o iluminan o enajenan.

Sin embargo, en la ficción también hay libertad. Autotrascendencia. La imaginación opera más allá de una misma…

¿De verdad?

Quizá es solo una manera más sutil de ocultarse.

De ocultarme.

Escribiendo puedo crear una ficción que me permita interrogarme de un modo encubierto. Una historia que me ayude a entender. Un mundo en el que las cosas suceden y hay un porqué detrás.

Tengo la opción de que un destello de mi vida interior por fin sea aceptada.

Tiendo un puente a alguien que escucha.

Propicio la posibilidad de formular muchas preguntas. Interactúo con un universo responsivo que se genera a partir de esas cuestiones.

La comunicación parte de mí pero cobra sentido con las respuestas.

Y en todo lo creado y descubierto estoy yo sin estar.
Como el héroe de las mil caras. Puedo proyectarme en un personaje que me permita viajar a cualquier mundo, emprender una aventura, transformarme y regresar victoriosa. O morir sin que importe.

Ensayar con una mirada omniabarcante y comprensiva.

Tal vez es así como todos los escritores nos escondemos y comunicamos a la vez. Sí, yo también.

Consejo sobre los consejos para escribir

Probar una y otra vez hasta dar con lo que funciona para ti es uno de los mejores consejos creativos.

Es difícil dar consejos en lo creativo y sin embargo los buscamos. Porque, bien entendidos, son alentadores y muy útiles y porque nos pueden ahorrar muchos problemas. Al fin y al cabo, hay alguien que ya ha pasado por ahí y que ya sabe cuál es el mejor modo de hacer lo que tú quieres. En su camino, ha identificado los obstáculos y -mejor aún- ha encontrado un modo de abordarlos. A esto lo llamamos experiencia y es muuuy valiosa.

Pero, si es difícil aconsejar es, sencillamente, porque cada persona es un mundo y en la creación, también. Somos distint@s y nos influye y moldea nuestro contexto, nuestra formación y nuestra personalidad. Así que o que le va bien a un@, para otr@ es imposible. Kafka, comparándose con Balzac decía aquello de: «en el bastón de Balzac se lee: rompo todos los obstáculos y en el mío: todos los obstáculos me rompen». Quizá para la vida práctica es mejor ser un Balzac, pero artísticamente nadie va a cuestionar el genio y la sensibilidad de Kafka. Y es que ambos autores son únicos y valiosos y solo nuestras preferencias (el gusto de la época y nuestra forma de ser) nos acercarán más a uno u otro.

Si te gusta inspirarte con los consejos de otros escritores, casi siempre verás que te recomiendan leer mucho, escribir cosas que te interesen y trabajar duro. Pero a lo mejor también te confundes con instrucciones contradictorias:

  • Busca un lector ideal Vs No escribas con nadie en mente.
  • Trabaja en solo un proyecto a la vez Vs Escribe varias cosas a la vez.
  • No mientas Vs Miente todo el tiempo.
  • Emociónate Vs no escribas bajo el imperio de la emoción.
  • Mírate el ombligo Vs Olvídate por completo de ti.
  • Reconoce tu genialidad Vs No te tomes muy en serio a ti mismo.

¡Personal e intransferible!

Algunas cosas no son tan contradictorias como parecen, pero las que sí lo son es porque reflejan el pensamiento y sentimiento de personas muy distintas (incluso de momentos vitales diferentes). Es quizá por eso que el mejor consejo que se puede dar es aquello de: busca, compara y -si encuentras algo mejor-, cómpralo. Sí, sin ningún temor, compromiso o reparo. ¡Si te gusta y te funciona, cómpralo! O dicho de otra manera: encuentra lo que va bien para ti. Para ello, nada más efectivo y didáctico que proceder según el ensayo/error. Necesitas poner a prueba todo, pasándolo por el tamiz de tu experiencia.

Además del ¿qué me funciona? es importante el ¿cómo soy? Esto implica necesariamente un trabajo interior, un conocimiento de uno mismo, cuanto más profundo, mejor. Es cierto que se puede escribir desde un abordaje más externo, objetivo, pero un autor que se conoce tiene más herramientas sea cual sea su estilo.
La mala noticia es que esto implica trabajo, tiempo y dedicación; la buena es que las recompensas valen su peso en oro. Y están hechas a tu media.

Háblame de ti

No es una tontería lo de conocerse o un tópico propio de autor profundo. Tiene muchas implicaciones también superficiales pero muy prácticas y por las que podríamos empezar ahora mismo. Por ejemplo, vamos a hablar de ti, no de Isabel Allende o Benedetti. A botepronto, y según tu experiencia…

¿Trabajas mejor por la mañana o tu inspiración se dispara en las noches? ¿Con música? ¿Necesitas sentirte abrumado por una emoción para dar lo mejor de ti o eso mata tu creatividad? ¿Funcionas bien en el modo «trabajo profundo» o en la fragmentación de las horas robadas?, ¿te motiva que se acerque el límite de un plazo o te bloquea? ¿Necesitas planificarlo todo o te mueres de aburrimiento antes un esquema argumental?, ¿Trabajas quieto o necesitas moverte? (esta va en serio); ¿Recuerdas más en imágenes o en palabras? ¿Eres explosivo, rápido y eléctrico o por el contrario más diésel, capaz de sostener un estado de motivación? ¿Te preocupan más tus estados emocionales o los problemas sociales? Al tomar notas, ¿eres más efectivo apuntando en el móvil o necesitas una libreta y un boli? ¿Qué te apasiona y qué te da aversión?, ¿qué cosas, situaciones, personas, condiciones, propician tu creatividad?, ¿y tu productividad?

Si tienes las respuestas a alguna de estas preguntas, ya dispones de una valiosa información con la que ir modelando tu particular modo de ser creativo. Esto es solo el principio de un proceso que dura toda una vida, pero que, por fortuna, es acumulativo y esclarecedor.
Si no tienes muy claro las respuestas, puedes empezar a probar y registrar lo que funciona. Porque solo así, probando, podrás responder y ser tu propio consejero.

Emplear el material de los sueños

Hay muchas maneras de alimentar la musa de la creatividad y también es creativo el mismo hecho de pensar en maneras novedosas de hacerlo. Cada un@ tiene la llave de sus preferencias, pero siempre viene bien explorar y no conformarse con lo obvio (a menos que lo obvio sea tu material).

Una de mis maneras favoritas son los sueños.

Misterio imprevisible

Los sueños me interesan porque son bastante fascinantes, algo fuera de nuestro control pero muy alimentado de nuestras fijaciones, preocupaciones o deseos. Una producción sorprendente de contenido inédito servido cada noche. Toda serie de géneros se nos presentan: thriller, comedia, terror, erótico… una nunca sabe qué se va a proyectar, y a veces, en programa doble.

Además, los sueños permiten trabajar en diferentes niveles. Son muy interesantes para practicar la escritura porque exigen un trabajo muy preciso de resignificación y de narración. No es nada fácil lograr la traducción de esas piezas inconexas y convertirlas en un relato que tenga sentido.

Pero no debemos intentar reproducir exactamente un sueño, el mero intento lo desvirtúa todo. No hace falta ser fiel cien por cien al contenido de lo soñado, entre otras cosas, porque es difícil. Se trata de un material muy escurridizo y volátil. Muchas veces es la atmósfera o la sensación que ha dejado en ti lo que debes atesorar. Lo interesante es buscar la chispa y empezar a reconocer cuándo esa chispa es la señal de algo con potencial. Y, entonces, claro está, seguirlo….

Otro aspecto destacado es que los sueños son muy visuales y nos regalan imágenes audaces, incoherentes en ocasiones, casi siempre sugerentes. Además, por supuesto, está el lado simbólico, porque esas imágenes representan otra cosa. Manejarse bien en este terreno es una de las mejores cosas para un creador.

Todas las anteriores son buenas razones para empezar a prestar más atención a esta parte de nuestra vida. Pero, por si no os he convencido, os voy a contar una historia real.

Un caso sorprendente

En marzo, al principio del confinamiento, en aquellos días de confusión y desconcierto yo contaba con el aliciente de poder saludar a mi vecina desde el otro lado de la tapia que nos separa. María es una gran escritora y alguien con quien siempre me gusta hablar.
Ese mediodía en concreto me dijo que había tenido una pesadilla muy inquietante. «¿Ah sí?, cuéntame», le pedí. Me advirtió que no era muy agradable, pero eso no me iba a asustar, así que procedió. Lo que ella recordaba es que estaba ante un perro negro. Era un perro humanizado, como una de esas imágenes de Anubis. El caso es que al parecer, este perro era su sirviente. Pues bien, en un momento dado, el perro se agarraba la cara y se arrancaba toda la piel y se convertía en una masa sanguinolenta ante su total espanto…
Vaya, vaya ¿qué querría decir ese sueño, qué lo habría disparado? Desde luego, no era nada raro tener pesadillas esos días. Estuvimos charlando de todo eso y le sugerí que podía emplearlo (incluso explorarlo) en algún relato. “No, no”, me dijo. “Me resulta demasiado perturbador”. Y así lo dejamos.

Al DÍA SIGUIENTE, por casualidad, leí La debutante, un relato escrito por Leonora Carrington en 1937, cuando era una chica de 18 años y que podéis leer aquí.

Dicho esto, ahora mismo voy a hacer un spoiler contando el cuento para que esta historia se entienda…
El caso es que La debutante es la historia de una jovencita que va a ser presentada en sociedad en un baile y tiene amistad con una hiena del zoo. La chica se queja de lo aburrido del evento y la hiena -hastiada de su vida- le propone que irá en su lugar. Llegado el día, ambas se dan cuenta de que la maloliente hiena, aunque se disfrace, sigue siendo hiena. Así que el animal sugiere arrancarle la cara a la criada de la chica -después de comérsela claro- para ponérsela como una careta. Así lo hacen. La hiena disfrazada y con la cara de la criada, se va al baile y la chica a dormir.
Al día siguiente la madre de la chica, enfurecida, irrumpe en la habitación de su hija para pedirle explicaciones por lo ocurrido: “Acabábamos de sentarnos a la mesa –dijo–, cuando el ser ese que ha ocupado tu sito se ha levantado gritando: “Conque mi olor es un poco fuerte, ¿eh? Pues no como pasteles.” A continuación se ha arrancado la cara y se la ha comido. Después ha dado un gran salto y ha desaparecido por la ventana”.

Bueno, impactante, no? Pero lo que me interesa de esto es que en este cuento están presentes todos los elementos del sueño de mi amiga:

  • Una especie de perro, esta vez es una hiena.
  • Arrancarse la piel.
  • Un sirviente/criada (que por cierto, en el relato se llama Mary!).

Mismo material, diferentes resultados

Con estos símbolos, poderosos y visuales, L. Carrignton compone un perturbador y eficaz relato con dosis de rebeldía juvenil y crítica social. Carrignton era poeta escritora y pintora, integrante del surrealismo, así que lo visual estaba muy desarrollado en ella.
Dicen que este cuento lo imaginó hastiada de los compromisos sociales a los que tenía que asistir en Londres. Varios estímulos en contacto con su único e irrepetible mundo personal (y sus imágenes y sensaciones asociadas), dieron lugar a La debutante.

Con toda seguridad, y con elementos similares, María no habría llegado a la misma historia… pero la imagen en su cabeza se podría haber fundido con otros aspectos de su vida para acabar componiendo una historia singular. En ella, supongo, habría incluido la repulsión y el horror y tal vez el miedo que sentía en la primera semana de confinamiento aunque no hablara directamente de ello… No lo sabemos.

Cada sueño es una potencial historia (o un aspecto -pequeño o grande- de una potencial historia), así que vale la pena prestar mucha atención. Al fin y al cabo, toda creación empezó siendo material en bruto, como el barro, esperando que alguien le diera forma.

No le cortes el rollo al lector

Ray Bradbury (1920- 2012) era un creador muy vital, un escritor entusiasmado por la vida y la escritura y partidario de que el escritor se consumiera de gozo escribiendo.

Muchas de las cosas que dice (y que se pueden leer en el muy recomendable Zen en el arte de escribir) tienen mucho sentido para mí. Incluso aunque no sea capaz de practicarlas (¿soy yo tan entusiasta?), la experiencia me acerca hacia él.
Ray Bradbury era defensor de la tríada Trabajo, relajación, no pensar. Por ejemplo, era partidario de escribir deprisa, en la creencia de que la reflexión mata la creatividad, y de que saber de antemano es congelar y matar. También equiparaba a la musa con el inconsciente al que hay que alimentar y después dejar que se exprese. Animaba a confiar en la mente secreta.

Prueba de lo orgánico que era escribiendo es la reflexión que traigo hoy. Para dar un poco de contexto, está rememorando una época en que escribió teatro y de una teoría que formuló a posteriori -teoría que es aplicable a toda escritura-.

«He aquí pues mi teoría. Los escritores andamos en lo siguiente:

Construimos tensiones que apuntan a la risa, luego damos permiso y la risa surge.

Construimos tensiones que apuntan a la pena y al fin decimos Llorad con la esperanza de que el público rompa en lágrimas.

Construimos tensiones que apuntan a la violencia, encendemos la mecha y salimos corriendo.

Construimos las extrañas tensiones del amor, donde tantas de las otras tensiones se combinan para ser modificadas y trascendidas, y permitimos que fructifiquen en la mente del público.

Construimos tensiones, en especial hoy en día, que apuntan a la repulsión y luego, si somos buenos, talentosos, observadores, permitimos que el público sienta náuseas.

Cada tensión busca su fin, descarga y relajación propios y adecuados. Se concluye que, estética y prácticamente, toda tensión ha de ser liberada alguna vez. Sin esto cualquier arte queda incompleto, a medio camino de su objetivo. Y en la vida real, como sabemos, el fracaso en aflojar una tensión particular puede llevar a la locura.

Hay excepciones evidentes, novelas u obras que terminan en el apogeo de la tensión; pero la descarga está implícita. Se pide al público que salga al mundo y haga estallar una idea. El acto final pasa del creador al lector-espectador, cuya tarea es agotar la risa, las lágrimas, la violencia, la sexualidad o la repulsión.

Desconocer esto es desconocer la esencia de la creatividad, que es en el fondo, la esencia del hombre».

En su teoría, R. Bradbury equipara el proceso creativo con el proceso físico, en el que parece evidente que la tensión necesita una relajación o la excitación una explosión. En la escritura sucede así.  Hay dos aspectos, a) la construcción estratégica (a dónde llevo al lector) y b) la satisfacción (qué le doy). Y ambas están vinculadas. Si preparo risa, le dejo reír.

Hay que tener muy en cuenta que la lectura -y todavía más aún el teatro- es una experiencia a la que el lector o el espectador se entregan con el deseo de ser movidos, entretenidos, emocionados en definitiva aliviados.

Es bonito verlo como un trabajo de dos partes implicadas, creador/espectador. Aquí la relación se hace más significativa, se comparte una experiencia en la que uno estimula y otro responde, dejando que eso -la obra que toma cuerpo- viva dentro, explote. El autor tiene que honrar esa disposición y esa exposición del público. Sin la comunión de ambos, la obra queda incompleta.

Escribir además -en lo meramente narrativo- es hacer una promesa al lector, que, como ya hemos dicho, lee porque espera una gratificación y esa gratificación puede ser intelectual, emocional o física.

Es cumplir con lo que hemos ido proponiendo, en el tono, en el trabajo con el personaje, en el desarrollo del conflicto. Nada más frustrante para el lector que el que le preparen, le calienten durante toda la historia y después… no suceda nada.

Puede ser útil preguntarse qué emoción quiero despertar y qué estoy prometiendo (desde la premisa o planteamiento). Y una vez construida la tensión (es decir, sellado el pacto), cumpliré y permitiré que se produzca ese clímax.

Teniendo en cuenta su teoría, he aquí el consejo de Bradbury para escritores bisoños (incluidos los escritores bisoños que habitan en los escritores expertos):

«No me cuentes chistes sin objeto. Me reiré de tu rechazo a permitirme reír.

No me acumules tensión que apunta a las lágrimas y me niegues después que me queje. Iré a buscar mejores muros de lamentos.

No me cierres los puños y me escondas después el blanco. Podría pegarte yo a ti.

Sobre todo, no me provoques náuseas a menos que me muestres el camino a la cubierta del barco».

Asi que ojo con lo gratuito, con vender humo o frustrar al lector. Algo peor que la indignación nos espera, la indiferencia.