El Grupo

Simon tenía miedo a las alturas. Pero Sandy le había dicho que, si pasaba la prueba, entraría en “El grupo”. El aliciente del premio bastó para convencerlo. Se acabó eso de beber cerveza barata los viernes por la tarde, solo en su habitación. Punto final a lo de dormir sin compañía. Sería un elegido.

En realidad, la cosa no podía ser de lo más sencilla. Para superar el reto tenía que subir las escalerillas de emergencia, salir por la ventana destinada a los chicos de mantenimiento y auparse desde ahí hasta el tejado de la residencia de estudiantes. Después, sacaría una cesta (estaba todo preparado), extendería un mantenido de cuadros, abriría una botella de champán y aullaría a la luna. Este punto le había resultado un poco confuso. En un principio, había esperado que fuera una “manera de hablar”, una metáfora.

––Yo no hablo con metáforas ––había dicho Sandy con tono de gran ofensa––. Y además, es que no veo la metáfora aquí por ningún lado. En todo caso, “aullar a la luna” sería hablar en sentido figurado.

—¿Entonces, hablas en sentido figurado? ––era su última esperanza de evitar el ridículo que asomaba por el horizonte.

—Claro que no. Es absolutamente literal. Tienes que aullar a la luna. ¿Por qué crees si no que hemos escogido el día 12?

—¿Porque libran los de mantenimiento?

—Porque hay luna llena, bobo ––Sandy frunció el ceño y arrugó la boca. Le recordó a los pliegues de un abanico ––. Aunque, si no quieres hacerlo, si no quieres unirte al grupo…

—Por supuesto que quiero ––dijo Simon, quien tenía muy claras sus prioridades––. Haré lo que sea.

—Vale, entonces te subes al alero a medianoche. Sacas el champán, aúllas muy fuerte a la luna (mínimo 20 segundos) y lo grabas todo con el móvil. Este punto es muy importante. Si no hay grabación, no vale.

—Y cuando te lo envíe perteneceré al grupo.

Sandy no contestó. Se estaba mirando las uñas. A veces caía en profundos mutismos observando su manicura. No era preocupante. Simon aún no era imprescindible en su vida, pero eso podía cambiar.. Aquel día Sandy no dijo nada más en toda la tarde. Después se despidió. Tenía prisa. Había quedado con Marc, para variar. Marc: su protegido del último mes. Simon no entendía qué podía ver Sandy en aquel chico. Era flacucho, pasivo y carente de chispa. Un alelado de primer curso que bebía los vientos por la chica guapa. Patético. Seguro que aspiraba en secreto a entrar en El grupo. Ridículo. A decir verdad, una de las cosas que más le irritaban, en realidad la que más, era que Marc le recordaba un poco a sí mismo. Esencialmente en lo de suspirar por Sandy. Y, teniendo en cuenta que Sandy ocupaba el 97 por ciento de su mente, eso era mucho en común. Simon podía entender que el chico no lograra despegarse de ella, pero sus intentos por llamar la atención de Sandy eran lamentables. En cuanto a él, Simon había cambiado mucho desde que conoció a Sandy. Y todo había mejorado aún más desde la tarde en que por fin la besó. Ahora era una versión mejorada de sí mismo: andaba con más aplomo y se peinaba de un modo favorecedor. La tarde del beso ella había aceptado que le acompañara a casa (había peleado con el grandullón de Jason, su novio oficial). Era un día de abril y las flores de los árboles, con su códigos de maravillosos colores y excitantes fragancias, invitaban a ser atrevido. “Now or never”, le gritaban los cerezos. Y él había aceptado el reto. Llegado el momento, Sandy no había dado el temido paso atrás. Le había dado un beso dulce aunque escaso, tan corto como si se hubieran tropezado… pero suficiente para transformarlo.

Ahora faltaba pasar al siguiente nivel. Si entraba en El Grupo, Sandy lo consideraría un igual. Simon estuvo toda la semana anhelando que llegara el día señalado. En su mente se marcaba un antes y un después de su rito de iniciación. Y, bien mirado, Sandy había sido bastante benévola con él. La prueba era fácil. Tan solo tenía que superar su vértigo y su vergüenza. Aunque Sandy guardaba gran secretismo respecto a las pruebas que hacía superar a sus seguidores, a Simon su desafío le parecía poca ofrenda comparada con la recompensa de acercarse más a ella.

Y llegó el día 12 por la noche. Simon se detuvo a los pies de la residencia y miró hacia arriba. El bloque se recortaba en la noche como la casa de un cuento de terror. “Un edificio amigable”, le había dicho el profesor Peris. “Imita a una cabaña del bosque. Buscamos el confort de los estudiantes. Un ejemplo de psicología aplicada a la arquitectura” … bla… bla… Por eso, suponía Simon, habían rematado la casa con un tejado a a dos aguas. Y por ese capricho arquitectónico, unido a la no menos caprichosa y bastante retorcida mente de Sandy, él iba a tener que hacer equilibrios sobre las tejas. Y por muy amigable que fuera, Simon veía ante sí un edificio de cinco plantas, más de 15 metros de altura.

Además de ser una noche de luna llena, en esos momentos había una sonada fiesta en la residencia vecina. Todos los estudiantes estaban reunidos allí, lo que garantizaba la discreción en su asalto a la gloria. Entró al solitario edificio.

Lo más difícil fue subir la escalerilla del tejado con la cesta en la mano y la linterna. Era como intentar subir por la escalera de un submarino con el carro de la compra, le faltaban manos y le sobraban complicaciones. Finalmente, se ancló a la muñeca el asa de mimbre de la que aún colgaba la etiqueta de un centro comercial, y subió, ignorando el dolor. Cumplió su propósito de no mirar abajo en ningún momento. Entornó los ojos. Cuando el aire fresco le picó en las mejillas, supo que ya estaba fuera. Se irguió sobre la superficie llena de tejas. Desde allí podía ver la coronilla de los árboles y le parecía que la luna estaba muy cerca. Ese disco blanco fluorescente era parte de su reto. Dejó la linterna encendida a modo de marca junto a la puerta de entrada y avanzó con precaución. De nuevo, se prohibió mirar abajo. Si lo hacía, estaba perdido. No soportaría la altura. Además, una mala caída y se partiría la crisma. Simón caminaba haciendo equilibrios, tratando de no romper tejas, de no desequilibrarse. Moverse por el tejado era más difícil de lo que había imaginado. Acabó el trayecto a gatas, sudando, a pesar de la brisa nocturna. Todo el tiempo pensaba en su recompensa: entrar en El grupo, entrar en El grupo. Después, una vez entre los campeones, ya encontraría forma de ahuyentar al resto y conquistar a Sandy. Le contarían la anécdota a sus hijos “Tuve que eliminar a muchos moscones por el camino”, “Tu madre me hizo subir a un tejado para probar mi amor”, “Sabía que eras valiente”, diría ella.

Por fin, se colocó en el lugar indicado, frente a la luna, al filo del tejado, aguantando la cesta para que no se escurriera hacia abajo. Sacó el champán y, aún de pie, descorchó la botella. El sonido del tapón al salir propulsado le infundió vigor. Tenía ganas de aullar, estaba eufórico. Imaginaba la hermosa sonrisa de Sandy, los ojos brillando con satisfacción. Simon pisó en falso y se venció hacia un lado. Recuperó el equilibrio y se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas. Aún quedaba la última parte,  la más importante. Echó la mano a su bolsillo para sacar el móvil. “Sin grabación no hay bendición”.

De pronto, una sombra cambió la tonalidad de las tejas. Simon levantó la mirada, temiendo que la linterna se hubiera caído. Para su sorpresa, Marc, el esmirriado, estaba a un par de metros de distancia, frente a él, en perfecto equilibrio. Marc comenzó a andar, seguro como un gato, y en tres pasos se plantó a su lado. Simon lo miró desde el suelo. Con lo poca cosa que era, intimidaba de pie, silueteado contra la luna.

—Qué haces aquí? ––preguntó Simon.

Marc lo apuntaba ahora con el diminuto objetivo de un móvil descascarillado. Dio un paso adelante.

—Estoy entrando en el grupo ––dijo con voz más grave de lo que Simon recordaba.

El desconcierto le impidió reaccionar al empujón de Marc.

Simon aleteó en el aire un par de veces, antes de caer al vacío.

 

Como un torrente

Cuando venía a mi casa, siempre traía croissants de chocolate. Me daba vergüenza comerlos delante de ella y esperaba, desdeñosa, mientras ella se pringaba los dedos y se los chupaba sin disimulo.

—¿Te molesta? Pensarás que soy una troglodita…

—No, no, qué va —decía yo mirando a otro lado—. No veo ningún mamut por aquí.

Y nos reíamos. Bueno, se reía ella. Con muchas ganas. Todo lo hacía así, como un torrente.

—A veces sueño que meto los pies en una fuente fresca, ¿tú no?

—Yo a veces sueño que salgo a la calle con zapatillas de andar por casa.

Estaba encantada de tener visita. Llevaba tres semanas sin salir de mi apartamiento, con la pierna inmovilizada. Ser pintora de exteriores es arriesgado a veces.

Ella había llegado una mañana cálida. Se plantó en el salón y se me quedó mirando.

—Me ha abierto el perro —dijo.

—Strike abre a todo el mundo sin preguntar —dije mientras me estiraba la bata, arrugada—. No conoce el derecho de admisión—. Y era verdad. Strike, a mi lado, golpeaba la cola contra el sillón. Bum-bum, bum-bum, como un corazón.

—Vaya, qué enrollado —dijo ella. Y dio un beso en la trufa.

Era preciosa. Joven y vital. Me había dicho que me admiraba y que quería hacerme compañía. Pensaba que yo tenía gripe (eso había leído en Internet, en mi página personal, esa sin foto de perfil, que sin duda  debía mejorar), pero no le importaba el cambio de virus por huesos rotos. Era evidente que necesitaba que me echaran una mano. Superado mi desconcierto inicial, ella había dicho: “¡Admiro tanto tu obra…!” y entonces fue cuando supe que me confundía a mí, humilde pintora de brocha gorda, con la vecina de arriba, la gran artista H. Peña.

Quise aclarar el entuerto “No soy esa pintora que crees”, pero ella me detenía con gestos llenos de vida “Ya sé, ya sé. La modestia es muy bohemia. No te esfuerces. Sé quién eres”. Después, me dejaba mimar y me concentraba en ella. Escuchaba cómo le iba en la Facultad de Filosofía, los proyectos que tenía en mente “Lideraré una comunidad basada en afinidades artísticas”. “Tal vez te lleve”. Y entonces ya me era imposible dejar de ser H. Peña. Dejar de ser quien ella quisiera. Y le hablaba de mi experiencia “la pintura habla más que las palabras. Es un lenguaje más preciso”.

Por la noche, cuando ella ya me faltaba, me leía en Internet frases llenas de retórica. Memorizaba cosas para decírselas y, a veces, en mi ignorancia, mezclaba conceptos. Arriesgaba.

“Así que eres una iconoclasta”, me dijo una tarde. Hacía calor, el ventilador giraba despacio y cada 25 segundos hacía flotar su melena castaña. “Me lo dicen mucho”, dije sin saber si era bueno o malo. Me miró como a un cuadro cubista, despacio, de lado.

“Te he estudiado al dedillo. Y, sin embargo, ¿sabes qué es lo que más me gusta de ti?” Yo enrojecí de pura vergüenza. “Tu obra es honesta. Auténtica y necesaria. Eso te hace distinta” Di las gracias en nombre de H. Peña. Envidiaba su talento, su genio, lo que fuera que hacía que a ella le brillaran los ojos de esa manera.

Una noche, acabado ya el verano, llovía y ella llevaba una cazadora negra que atrapaba la lluvia, me dijo que se marchaba lejos. Dejó los croissants sobre la mesa, con un tubo de pomada de árnica y menta. Arrancó un cuerno esponjoso y se lo dio a Strike. “He comprendido que debo empezar mi proyecto ya. Me marcho a  la Polinesia. No volveré”. Me dio un beso en la mejilla que se quedó allí haciéndome cosquillas.

Yo andaba ya con pasos cortos. Me iba recuperando de la fractura. Ella me tendió un sobre cerrado: “Esta es la creación tuya que más admiro, sin duda”. Me quedé paralizada, incapaz de ser quien ella quería. Incapaz de poner cara de H. Peña ni un segundo más. Diminuta, no pude añadir nada. Se marchó.

Cuando me cansé de contar las gotas de lluvia de la ventana, cuando dejé de pensar en la Polinesia y la Micronesia, abrí el sobre.

Sólo había una fotografía. Era de la frutería “Fruta selecta”. Reconocí la fachada, el color. Aquel verde Nilo que yo había escogido para la joven pareja que estrenaba negocio. Aguaplast, fácil de lavar. Alegre. Y esos toques de amarillo sobre la puerta para que les trajera fortuna. Fue un buen trabajo y lo tuve listo en dos mañanas. Me pagaron al contado. La dueña  me regaló mandarinas.

 

El túnel del terror

Leonor apresuró el paso. Se dijo que no debería haberse puesto el abrigo de piel. No hacía frío y ahora parecía del todo inapropiado, pero allí estaba ella, en aquel mugriento parque de atracciones, con las pieles, los tacones, un pañuelo de seda sobre el pelo y las gafas de sol. Por fortuna, la gente no parecía reparar en su persona. Estaban absortos en sus conversaciones, entre algodones de azúcar y manzanas caramelizadas. De lo contrario, habría fallado en su propósito de no llamar la atención. Pero así lo había visto en las películas: las gafas de sol y el pañuelo. Siempre funcionaba. Además, lo importante era que ya estaba allí.

El lugar de encuentro era muy vulgar. Era lo primero que había pensado dos noches atrás, cuando había descolgado el teléfono de la cocina para llamar a su hermana. Quería preguntarle cómo hacía aquellas empanadillas argentinas tan buenas. Entonces se dio cuenta de que Richard estaba hablando desde el teléfono del despacho y tuvo el impulso de colgar, pero, cuando ya iba a desprenderse del auricular, oyó la voz cantarina y sensual de aquella mujer. Y siguió escuchando. Rita, que así se llamaba la voz desconocida, se dirigía a su marido como Rick. Él, que se mostraba muy afectuoso con ella (“preciosa”, “pienso en ti a todas horas”), propuso un encuentro dos días más tarde en el parque de atracciones junto al río. Iban a pasarlo en grande juntos. La cita quedó fijada a las nueve en la entrada del túnel del terror. Rita mandó a Richard un beso sonoro y colgaron. Los tres.  Después de eso, Leonor siguió preparando la cena: optó por una ensalada templada en lugar de las empanadillas. Conmocionada por lo que acababa de escuchar, trató de ordenar sus pensamientos mientras servía la cena. Las ideas se le agolpaban en su cabeza: Rick (ella odiaba los diminutivos); el parque de atracciones (jamás habían ido juntos a un sitio así); el túnel del terror (eso era lo único que parecía cuadrar son sus sentimientos). “Preciosa”, “pienso en ti a todas horas”. Y todo empezó a encajar: los retrasos, las excusas, ese aire distraído que él tenía desde hacía tiempo. Rita era la culpable.

Esperó dos horas dando vueltas hasta que dieron las nueve de la noche. Aún no sabía cuál era su propósito al acudir al lugar de encuentro de su marido y su amante. Sólo sabía que necesitaba verlos, que necesitaba verla. Tal vez así entendería. Leonor se había arreglado con esmero y se sentía tan nerviosa como si afrontara su primera cita con Richard. Imposible olvidar aquella tarde lluviosa de marzo en que se citaron por vez primera. Habían ido al Museo de Arte Moderno. Aquel día también llegó dos horas antes. Para hacer tiempo, se leyó los folletos de la sala principal  y después comprobó que Richard los repetía palabra por palabra. Richard siempre había sido un diletante que se jactaba de su cultura. Y ella lo admiraba. Pero eso quedaba muy lejos ahora.

Los vio enseguida. Estaban de espaldas. Richard apoyaba su mano bronceada en la espalda de ella: una espalda blanca moteada de jóvenes pecas. Rita, pelirroja de piernas kilométricas y risa floja. No debía de tener más de veinticinco años y atraía las miradas lupinas de todos los hombres. Leonor la caló al instante: una cabeza hueca con el tiempo de caducidad de las rosas. Por desgracia, esa noche era la más hermosa y vital de las flores. Richard se giró de repente y Leonor tuvo los reflejos de esconderse tras una puesto de golosinas. Para disimular compró un globo. Había que reconocer que Richard parecía rejuvenecido. Llevaba un par de botones de la camisa desabrochada, cosa que Leonor nunca le permitía. Apoyaba distraídamente la chaqueta sobre el brazo y sus ojos brillaban con intensidad. A Leonor le pareció oler su intenso perfume a Tèrre d’Hermes desde la distancia.

La pareja hacía cola en la atracción del túnel del terror. Pasados un par de minutos subieron a uno de los vagones que estaban a punto de partir. Leonor había cumplido su misión: ya los había visto y seguía sin entender nada. ¿En qué había fallado? ¿Valía la pena poner en peligro dieciséis años de vida en común por esa mujer? Rita rió con gran estruendo. Leonor pensó que semejante risa era una provocación: una invitación a salvajes desenfrenos. Leonor siempre había reído en silencio, odiaba llamar la atención. Ahora también lloraba en silencio. Se iban, así que decidió subir tras ellos en un vagón. Se abrió paso entre las parejas que se besuqueaban en la cola. No temía que la vieran. No parecía que Rick fuera capaz de fijar su atención en algo que no fuera el escote de su acompañante.

Por fin se sentó tras ellos, confiando en su atuendo de espía: el pañuelo, las gafas y ahora también el gran globo rosa con forma de caniche.

“Señora, va a pasar un miedo de muerte”, le advirtió el mozo que aseguraba los vagones. Leonor sonrió, mustia. No creía que hubiera ya nada esa noche capaz de asustarla. “Será mejor que se quite las gafas  o no verá nada”. Leonor se aferró a la barra de seguridad haciendo caso omiso. Los vagones comenzaron a avanzar por los raíles con un chirrido seco. Poco a poco sus ojos se ajustaron a la nueva oscuridad.

Rita se acercó más a Rick. Le gustaba tenerlo cerca, a pesar del perfume tan fuerte que él llevaba esa noche. Ella no quería entrar en el túnel del terror. Ya era bastante miedosa. Pero Rick se había reído de sus temores. Le había parecido un detalle encantador y femenino, y le había asegurado, sacando pecho, que con él siempre estaría a salvo.  Ella no había podido objetar nada más. Pero Rick no entendía –¿cómo iba a hacerlo?- que lo suyo era algo más que un tonto temor. No podía saber nada de las pesadillas y las visiones, como no podía saber nada del doctor Bertrand y de las pastillas. Era pronto para contarle algo así. Tomaron una curva brusca y un ruido atronador los sacudió. Todos los ocupantes de los otros vagones chillaron. Rita cerro los puños y se clavó las uñas en las palmas. Tenía que aguantar. El doctor Bertrand, que la veía “francamente recuperada”, le había dado las pautas para superar esos pequeños episodios: respirar hondo, pensar en otra cosa; contar de cien a cero, despacio, visualizando los números. ¡Qué idiota el doctor Bertrand¡ ,¡qué sabía él del terror! Con su estúpida condescendencia y su anticuado paternalismo. Rita no podía dejar el éxito de su cita con Rick en manos de un truco barato de relajación. Por eso, y sólo para sentirse más segura, se había llevado su pequeño revólver en el bolso. Con el arma sí se sentía más tranquila. Le funcionaba.

Se había fijado por primera vez en ella mientras hacían cola.  La había visto mirándolos, allí plantada, como una aparición. Después había subido en el vagón posterior al suyo. Cuando, ya dentro del túnel, pasaron junto a un espejo deformante, un rayo de luz los cegó y vio a la mujer reflejada y distorsionada. Llevaba un pañuelo sobre la cabeza y gafas oscuras, aun con aquella oscuridad. Rita estaba segura de que los seguía. No podía comentárselo a Rick, ¿qué iba a pensar? Ella bien sabía que su imaginación le jugaba malas pasadas. Desde pequeña había creído que hombres y mujeres desconocidos la acechaban. No la habían podido atrapar, pero aún lo intentaban.

La mujer de las gafas iba sola en su vagón y, a cada minuto que pasaba, a Rita le parecía más y más inquietante. Todos en el túnel del terror chillaban, reían, cuchicheaban, se abrazaban a sus parejas. Pero aquella mujer permanecía quieta, como absorta, con la mirada fija en ellos. Seria, imperturbable y con aquel horrible globo en la mano como única compañía. Rita empezó a sentir escalofríos, le temblaban las rodillas. Una bruja surgió de una esquina, con una escoba despeluchada y la cara llena de pegotes de maquillaje. Rick pegó un pequeño bote y ahogó una risita infantil. Rita se aferró a su bolso. Quería salir de allí. Sentía que su vida dependía de ello. Miró atrás. Ya no se veía la luz de entrada al túnel y ni soñar con atisbar la de salida. Estaban en las entrañas de la atracción. Extrañas risotadas estallaban aquí y allá. Ya no sabía  si sonaban en su cabeza o fuera de ella.

Leonor no sentía nada. Solamente una punzada sorda cada vez que Richard pasaba su brazo sobre el hombro de Rita. El ruido era ensordecedor allí dentro y apenas veía cinco metros más allá. Los sustos, si podía llamarse así a algo tan infantil, estaban preparados a golpe burdo de gramófono y altavoz. Y esas luces horribles… Eran muy molestas, menos mal que llevaba las gafas. Leonor necesitaba hablar con Richard. Su deseo se hizo ineludible. Tenía que hacerle comprender que estaba cegado por un espejismo de metro setenta y cinco. Estaban a tiempo de arreglarlo con buena voluntad. Se incorporó hacia delante, pero era imposible acercarse lo suficiente al vagón delantero. Además, le parecía que Rita estaba muy alerta, más de la cuenta. Pocas veces miraba a Richard y no había probado ni una sola de las palomitas de azúcar que él le ofrecía cada tanto. Tendría que esperar a salir de allí. A menos que pudiera zafarse de la barrera protectora y acercarse un poco…

Rita sentía que una corriente fría le subía hasta la raíz del pelo desde la punta de los pies. Estaba tiritando. Rick le preguntó si tenía frío y ella negó, sin hablar, de manera mecánica. Tenía que salir de allí, pero ya no se veía capaz de levantarse del vagón. Temía caerse desmayada si lo intentaba. Sólo podía quedarse quieta agarrada a su bolso, esperando que todo pasara. Necesitaba que le diera el aire. Ni las ruletas vertiginosas de risotadas y destellos, ni los aullidos de lobo le producían ya temor. Nada se comparaba a sus miedos. Todo se iba tiñendo de un aura de irrealidad. Rita logró vencer la rigidez de su cuello y miró hacia atrás, por encima de su hombro. ¡La mujer del globo no estaba! Sintió un vacío en el estómago, como si la hubieran lanzado de golpe por una ventana. Le preguntó a Rick dónde estaba la mujer. Pero él no podía oírla entre tanto jaleo. Era imposible gritar. Rita estaba aterrorizada. Decidió cerrar los ojos y permanecer así hasta que salieran del túnel, hasta que todo acabara. Oyó el ruido de un trueno y le pareció que algo se rasgaba en su interior.  Abrió los ojos. Y la vio. La mujer del globo estaba de pie junto a los raíles y avanzaba hacia ellos con paso firme.  El vagón los llevaba hasta ella. Vio de reojo el gesto de miedo de Richard. Rita chilló, un grito que salió de lo más profundo de su ser. Sacó el revólver y disparó. Una vez. Y otra. Y otra. La mujer del globo cayó hacia atrás como si fuera un muñequito de una barraca de feria. Quedó allí extendida, mientras el globo volaba alto. El vagón avanzó, dejándola atrás.
Unos metros más adelante, salieron al exterior y el carro se detuvo por fin.  La gente que iba en la cabeza fue bajando en medio de una gran excitación. Ellos dos permanecían aún sentados. Rita se había quedado congelada en una demencial mueca de terror. Rick, confundido, abría y cerraba la boca sin decir nada. ¡Todo había sucedido tan deprisa! Pero, poco a poco y de manera inexorable, los gritos de la gente que aún quedaba en el túnel empezaron a ser de verdadero y auténtico horror.

Supersticiones

El día que conoció a Paula se le había cruzado un enorme gato negro. Y eso era algo que Eva recordaba  a menudo. De camino a su cita, aquel primer día, se dijo que aquella sería un desastre con toda seguridad: creía en las señales y lo del gato no podía traer nada bueno. Se resignó a encontrarse con una de las tantas piradas que florecen en Internet (había conocido a unas cuantas y sin felinos azabaches de por medio). Y, sin embargo y para su sorpresa, todo fue de perlas con la nueva candidata. La conexión entre las dos fue inmediata. Paula resultó mucho más perfecta en carne y hueso: una mezcla asombrosa de belleza, inteligencia y sentido del humor. Por no hablar de sus dos carreras, los buenos modales, las perrillas en el banco y su estupendo escote. Eva no podía pedir más.  Dio gracias a todos los santos y se propuso disfrutar del idilio.

Todo eran buenos indicios esos primeros días: Paula alababa la imaginación desmedida de Eva, su espontaneidad y su pasión. Incluso toleraba su romanticismo un poco hortera.  Tan solo había un punto de discrepancia entre las dos. Profundamente racional como era, Paula se mostraba incapaz de entender las manías supersticiosas de Eva. Una cosa era que le riera las gracias cuando ella le aseguraba que jamás se pondría algo amarillo, que diera un rodeo cuando veía una escalera apoyada en una fachada o que  aceptara no sentarse en la fila 13 del cine (aunque fuera la única libre). Pero que Eva se pusiera blanca como un fantasma y se negara a cenar cuando se le derramó la sal en aquel restaurante tan caro o que armara un drama la tarde  que a ella se le cayó un espejito muy mono en una tienda del centro… eso había sido el colmo. Eva  había armado un escándalo en la tienda. Totalmente fuera de lugar. Según decía, se veía condenada a siete años de mala suerte por la torpeza de Paula. Y claro, Paula se pilló un buen mosqueo. Se había sentido abochornada y estuvo tres días sin cogerle el móvil. La relación parecía en crisis. Cuando por fin Paula accedió a verla de nuevo, le dijo que temía que Eva estuviera un poco desequilibrada. “¿Te das cuenta de que tus pensamientos son totalmente irracionales?”. Eva le dijo que se daba cuenta.  La pregunta trascendental era: ¿Sería capaz de controlarse en lo sucesivo? Eva no estaba ni mucho menos segura, pero si aquella chica le hubiera pedido que se prestara voluntaria  como mujer bala y se dejara lanzar en dirección a Kazajistán, lo hubiera hecho sin dudar. Estaba loca por ella. Así que se propuso firmemente dejar de lado todas sus manías.

Las semanas fueron pasando. Eva descubrió con asombro que su enamoramiento era tal que apenas tenía neuronas libres que dedicar a sus obsesiones, lo cual era una enorme ventaja. Los meses cayeron  entre arpas y querubines.

Se acercaba el aniversario de tan dichosa unión. Eva quería hacer algo especial para Paula, algo que recordaran toda la vida. No en vano, se sentía más libre y feliz que nunca. Llevada por un impulso, compró dos billetes de avión y reservó habitación en un hotel muy cuco cerca de Florencia, todo a un precio fantástico. Desde luego, a juzgar por las fotos, el sitio estaba a la altura de su romanticismo: un castillo soleado, un paraje romántico, preciosos viñedos alrededor. De película. No necesitó más información.

Sin embargo, ya sentadas en el avión de aquella compañía de bajo coste, Eva tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para superar su convicción de que iban a caer en picado porque el pasajero de la primera fila era bizco. Captó la mirada de Eva y se tomó un Valium. Para distraerse se puso a ojear una guía de la Toscana. Empezó a tranquilizarse, poco a poco.

—Escucha, Paula, al parecer te llevo a un castillo famoso.

—Ah, ¿sí? —se interesó Paula con su maravillosa sonrisa.

—Sí  —continuó Eva con voz modulada y seductora— , escucha: el castillo de los condes Ravanelli de  Mugello es uno de los más famosos de Europa por su estilo neogótico y  sus maravillosos torreones.  Destaca su capilla y sus techos de madera. Además, atrae a intrépidos viajeros de todos los rincones de Europa por… —Eva se quedó congelada—… su terrible maldición no apta para miedosos y supersticiosos.

Paula le quitó la guía, divertida.  Lejos de asustarse, quiso saber más del asunto. Al parecer, la condesa de Ravanelli había sido una mujer muy hermosa, dotada de un talento extraordinario para el canto. Su marido, celoso y cruel, creyendo que  esta le engañaba, le había mandado cortar la lengua. La condesa no había tardado en perder la cabeza y una tormentosa noche saltó al vacío desde la torre más alta. La maldición decía que, si alguien miraba el cuadro de la condesa, que se exhibía en el salón azul y osaba cantar en su presencia, esa persona se volvería irremisiblemente loca. A Paula le pareció una anécdota deliciosa. Eva languideció en su asiento. Mierda de castillo, pensó,  ¿cómo podía tener tan mal ojo? De todos los castillos del mundo, ella tenía que caer en uno maldito. Respiró hondo. No pasaba nada. Todo era una tontería. Ella no quería saber nada de la maldición. Ni hablar. Ella había reservado en un hotel luminoso y cursilón: el castillo del amor. Y eso mismo se repitió a sí misma una y otra vez.  A pesar de sus intentos por autosugestionarse durante el resto del trayecto, cuando por fin llegaron a las puertas del hotel, era ya noche cerrada, llovían chuzos de punta y el castillo en cuestión era lo más siniestro que había visto en su vida.

—¡Qué horror! Sólo le faltan un  par de gárgolas rampantes —dijo en voz alta.

En ese momento, un magnífico relámpago iluminó unas figuras siniestras de piedra en los remates de las torres. Sí, ahí las tenía: un  estupendo par de gárgolas rampantes.

—Seguro que por la mañana te encanta.

  Eva hizo acopio de toda su fortaleza. Sólo debían mantenerse lejos del cuadro de la condesa.  Algo de comer le haría ver las cosas de otro modo.

De hecho, así fue. Paula estaba radiante durante la cena. Su encanto se había multiplicado por cien en aquel exótico paraje. Las dos se achisparon un poco bebiendo vino italiano. Eva se relajó. Afuera caía el diluvio universal, parecía que la Toscana fuera a borrarse del mapa, pero ellas estaban a salvo en ese bonito salón rústico y las esperaba una gran noche de amor. Subieron a la habitación animadas por esa perspectiva. Lo que antes era pavoroso ahora era divertido para Eva. Hasta le hicieron gracia las armaduras del pasillo, que las observaban entre beso y beso. La suite también era estupenda y acogedora. Paula se dejó caer en la cama con dosel mientras reía:

—Esto es tan cursi que es de coña. Es perfecto –de repente se incorporó: Vayamos a ver el cuadro.  Ahora.

Eva se atragantó con su copa de vino: “¿Ahora?”. Pero Paula estaba entusiasmada con su idea y fue  del todo imposible disuadirla.  Eva no pudo más que seguirla.

Por lo visto, no había nadie despierto en todo el hotel. El animado ambiente de la cena y el salón se había convertido en silencio sepulcral. Bajaron unas tortuosas escaleras. Eva gritó cuando un rayó iluminó una vidriera. Por fin, guiadas por un folleto de mano, llegaron a la famosa sala azul que albergaba los cuadros. La estancia estaba llena de retratos horrorosos de gente con cara de mala leche. Para eso, pensó Eva, podían haber pintado flores. Por fin se encontraron frente al retrato de la condesa. Era innegable que era una mujer hermosa, pero con una cara de odiar al mundo que congelaba la sonrisa de cualquiera que la contemplara. ¿Le habrían ya cortado la lengua cuando se lo pintaron?  Imposible saberlo, como imposible huir de sus ojos oscuros. Era uno de esos cuadros que seguían la mirada, aunque te desplazaras. Paula se situó frente al lienzo. Eva no podía soportarlo. No dejaba de pensarlo. Si la mirabas y cantabas, te volvías loca, era la maldición. Paula continuaba mirando fijamente a la condesa. Eva la intentó apartar.

—Que no pasa nada —se resistió Eva—. Y ahora voy a cantar.

—Nooo! —El grito de Eva fue tan potente que un cuadro pequeño cayó al suelo. Pero Paula le dijo que no estaba siendo nada consecuente. Y que ella pensaba cantar. Tal vez así se daría cuenta de lo ridículo que era todo aquello. Era evidente que todavía le duraba el efecto del vino. Tenía la mirada febril. La cogió de la mano y la arrastró hacia ella. “Vamos a cantar juntas  “Se me enamora el alma”. Vamos. Va por ti, condesa”.

Eva se soltó y salió corriendo de la sala, tapándose los oídos. Sin embrago, oyó a Paula cantando los primeros acordes del hit de la Pantoja. Habría dicho que su amada tenía mejor gusto. Dios mío.

Pero era lo de menos, porque estaba condenada.  Subió a la habitación corriendo. Cerró la puerta. Al cabo de unos minutos de profunda angustia, Paula llamó a la puerta. “Abree”, le pidió con voz susurrante. Eva abrió con cierta precaución. Paula la miró sonriente con las manos en la espalda.

—Pues va a ser que tenías razón, Eva —dijo, y  sacó un cuchillo de cocina—, te vuelves loca y, en mi caso… asesina. La condesa me habla: “mata, mata, mata”.

Paula tenía cara de ida y Eva no estaba dispuesta a quedarse para comprobar si era un trastorno transitorio. “Qué pena de novia”, pensó mientras subía a la carrera a la azotea. “Qué mala suerte tengo”.

Paula la seguía cantando estribillos siniestros. “Joder, por contratar viajes baratos”, siguió subiendo Eva. “Esto a mí no me pasa más”. Salió a una amplia terraza. “Se me cruzó un gato negro”.  Llovía a mares y el viento aullaba. Paula la seguía con gran tenacidad armada con su cuchillo, pidiéndole que se detuviera. Antes muerta. Eva resbaló con una hoja traicionera y se arrastró como pudo por el suelo. Finalmente,  Paula le dio alcance. No había escapatoria. Estaba acorralada al borde del abismo. Solo le quedaba la opción de saltar al vacío a sus espaldas. Cuando todo parecía perdido, Paula soltó el cuchillo. Su expresión recobró la normalidad. “Eres una boba” le dijo.”No me puedo creer que te lo hayas creído, pero es que no había manera de pararte. Ay, nos vamos a resfriar aquí arriba. Venga, ya está bien de bromas. Vámonos, deja que yo te ayude a entrar en calor”. Tras unos segundos de estupor, Eva aceptó la broma con deportividad. Realmente se sentía muy ridícula. Ya le daría un ataque de indignación cuando hubiera entrado en calor, aunque ¿qué iba a confesar, que creía firmemente en la maldición? Era mejor dejarlo correr. Afortunadamente, como si el destino quisiera compensarla por el susto pasado, la noche fue épica y el viaje maravilloso.

De vuelta en casa, el romance continuó viento en popa. Todo seguía siendo perfecto… o casi. Eva se mosqueaba algunas veces, cuando pillaba a Paula hablando a solas con grandes aspavientos. “¿Con quién hablas?”  le preguntaba.  “Con la condesa”, bromeaba ella. Y después se reía. Con una risa muy, muy, muy extraña.

El globo

Leonard se había despedido de Amelia con cuatro palabras apresuradas. Ahora estaban tomando altura y ella iba haciéndose cada vez más pequeñita a sus ojos, rodeada de los periodistas y los curiosos. Amelia agitó un pañuelo blanco a modo de despedida. Una semana antes le había invitado a participar de aquella aventura tan… juliovernesiana. Un viaje en globo con ella y … con Arthur. Leonard, que había accedido porque ella le había rogado que fuera.  Finalmente, en el último momento, Amelia se había descartado para la expedición y él se había comprometido a acabar al menos una etapa.

A su lado. Arthur miraba los cabos del globo con satisfacción, como si él mismo les hubiera dado forma. Pero Donde él  parecía estar viendo la maestría de la mente humana, Leonard sólo veía unas simples  cuerdas.

     —¿No es una maravilla? Estamos volando, ¿te lo puedes creer?

Leonard pensó que no cabía escepticismo en su posible respuesta. De hecho, la certeza de que estaban volando se imponía a cualquier otra posible verdad en aquel momento. El espacio visual de Leonard estaba lleno de un azul celeste cruzado de nubes. Sonrió amablemente. Pese a  todo, no le gustaba la afición de Arthur por las preguntas retóricas.

     —Alcanzaremos los tres mil metros de altura con facilidad. Vamos a tocar el cielo con la punta de los dedos, amigo.

     —¿Y cuándo bajaremos? —Leonard no quiso sonar muy impaciente.

     —Aún queda mucho para eso, Leo. Disfruta del momento.

Y se lo dijo como si fuera una orden. Porque Arthur estaba acostumbrado a hablar así, con condescendencia y arrogancia. Como si el mundo le perteneciera por derecho. Como si todos fueran empleados de la Welthy Corporation.

Pero Leonard no podía disfrutar del momento, ni aunque se lo ordenaran. Sus dedos se agarraban fuertemente a la cabina. Aún no se había soltado desde que habían despegado. Miró hacia arriba. Las llamas del quemador se elevaban hacia lo alto, envueltas por la gran lona roja. Su potencia hacía que el globo subiera y subiera.  Rojo también era el vestido que Amelia llevaba la última noche que se habían visto a solas. Rojo sangre.  Arthur estaba de viaje en aquella ocasión, como siempre. Sus negocios lo habían llevado a Ceilán. Amelia había dado una fiesta en casa y Leonard se las había apañado para quedarse hasta el final. Él, que se había convertido en el mayor apoyo de Amelia. Primero un buen amigo, después confidente y más tarde…

     —Me alegro de que hayas venido -dijo Arthur sacándolo de su ensimismamiento-. Últimamente no te vemos el pelo. El trabajo en la oficina debe de tenerte muy atareado, muchacho.

     —Sí—mintió.

     —¿Cuántos años llevas ya allí? Debes de ser ya por lo menos… encargado. ¿Eres encargado?

     —Once años. Y no, no soy encargado.

     Arthur miró al infinito y tomo aire.

     —No sabes cuánto te envidio, Leonard. Un trabajo de nueve a cinco, sin responsabilidades, sin desafíos. Previsible y seguro. Y cada día a comer a casa. Y con tanto tiempo libre. En cambio yo, siempre viajando de un lado a otro, haciendo millones y perdiendo vida. Apenas veo a mi mujer.

     Leonard desvió la mirada. Él sí la veía. O al menos había sido así hasta el día de la fiesta. Al principio la ausencia de Arthur era la mayor queja de Amelia. Nunca estaba y cuando estaba parecía ausente. Tenía la cabeza llena de números y planes. Siempre pensando en cerrar acuerdos y abrir vías. En cambio Leonard era sensible a sus necesidades. Nunca hablaba del trabajo, leía mucho, siempre tenía conversación y estaba loco por ella.

     —Tú sí que has sido listo, Leonard —. Arthur hizo una pausa y Leonard sintió que tenía que llenar ese vacío.

     —¿Hacia dónde vamos exactamente?

   —Según mis cálculos, el viento nos arrastrará hacia el noroeste. Y, si no me equivoco, en unos minutos… descargará una buena tormenta.

     —No sabía que iba a llover. ¿Esto es seguro?

     —Claro. No hay nada que temer. Estos globos son muy seguros. A veces hay accidentes, claro, pero suelen deberse en la mayoría de los casos a la imprudencia y la temeridad. Disfruta el paisaje, estás pálido.

Leonard no se atrevía a girarse. El cielo era azul y chato. Le impresionaba la vista tan abierta. Le angustiaba el vacío escenificado ante él. Sentía los pulmones llenándose de aquel aire denso, poco apoco. Se hubiera sentado en la cabina de haber estado solo.

  Pasaron los minutos. Arthur no decía nada. De la cháchara jovial había pasado a un frío silencio. Leonard tendría que haberse negado a subir en aquel trasto con Arthur. Era una idea absurda. No tenían nada de qué hablar. Leonard despreciaba a Arthur. No se merecía a Amelia. Era un hombre aburrido con disfraz de ganador. Un geómetra de las finanzas. Tan fatuo como el globo. Tan lleno de amor propio que podría salir volando. Leonard tuvo una visión de Arthur hinchándose como un globo y elevándose en el cielo. Se perdía en el infinito y no regresaba nunca más. Y Amelia y él eran felices por fin… Sintió unas gotas en la cara. Estaba empezando a llover, como la noche de la fiesta. Amelia le había dicho entonces que no podía verle más. Se tenía que acabar su aventura o todos iban a sufrir. Era verdad que Leonard le había devuelto la vida cuando se creía muerta. Marchita por un matrimonio infeliz. Pero ahora, eso tenía que acabar. Leonard, que había llevado sus emociones al límite con Amelia, se había roto en mil pedazos esa noche. Y desde entonces, y de eso hacía dos meses, había deambulado como un zombi por la vida. Una vida que ya no le era propia. Cuando Amelia le había invitado a ir con ella en globo, había creído ver una esperanza de reconciliación. Pero ahora estaba solo… con Arthur.

     —Amelia hubiera disfrutado con este viaje -La lluvia se hizo más fuerte. Arthur accionó una de las manivelas del quemador. La llama de fuego rugió. El globo ascendió —Claro que el médico le ha dicho que no viaje en su estado.

     Leonard había conseguido soltarse de la cesta y por primera vez en todo el viaje permanecía de pie sin apoyo.

     —Vamos a tener un hijo—dijo Arthur y lo miró a los ojos.

Leonard se volvió de espaldas bruscamente. La lluvia y el viento le azotaron en la cara.

     —Yo creo que la vida siempre te recompensa, Leonard —. Prosiguió Arthur, que se había acercado a él y le hablaba pegado a su cogote—. Yo voy a criar a un niño que se que no es mío y tú nunca vas a ver a tu hijo.

   Ahora se lo explicaba todo. Amelia en la fiesta estaba tan rara. Sus ojos le rehuían constantemente. Había cambiado de la noche a la mañana y Leonard no entendía  por qué.

Y así que esa era la razón de la invitación. Todo había sido planeado por Arthur.

     —No voy a resignarme, Arthur -se sentía invadido por un nuevo vigor- Amelia solo te tiene miedo, nada más. Ella no te quiere. Nunca te ha querido.

     Pero Arthur, hombre planificador y estratega, ya había contado con eso, por supuesto.

     —Todo el mundo sabe que te marean las alturas, Leonard. Ha sido un milagro que te subieras a este globo. Te has puesto un poco nervioso. Yo te pedí que te calmaras, pero mientras yo maniobraba, fuiste un imprudente y no pude evitarlo. Estas cosas son rápidas, tontas, fatales.

   Leonard intentó zafarse del abrazo de Arthur, pero lo había inmovilizado y lo empujaba.

Perdió la batalla. Nunca había imaginado que acabaría sus días así, lanzado desde un globo a dos mil metros de altura, una tarde de tormenta. Pero siempre había sabido en su interior y sin género de dudas que lo suyo con Amelia acabaría mal.