Supersticiones

El día que conoció a Paula se le había cruzado un enorme gato negro. Y eso era algo que Eva recordaba  a menudo. De camino a su cita, aquel primer día, se dijo que aquella sería un desastre con toda seguridad: creía en las señales y lo del gato no podía traer nada bueno. Se resignó a encontrarse con una de las tantas piradas que florecen en Internet (había conocido a unas cuantas y sin felinos azabaches de por medio). Y, sin embargo y para su sorpresa, todo fue de perlas con la nueva candidata. La conexión entre las dos fue inmediata. Paula resultó mucho más perfecta en carne y hueso: una mezcla asombrosa de belleza, inteligencia y sentido del humor. Por no hablar de sus dos carreras, los buenos modales, las perrillas en el banco y su estupendo escote. Eva no podía pedir más.  Dio gracias a todos los santos y se propuso disfrutar del idilio.

Todo eran buenos indicios esos primeros días: Paula alababa la imaginación desmedida de Eva, su espontaneidad y su pasión. Incluso toleraba su romanticismo un poco hortera.  Tan solo había un punto de discrepancia entre las dos. Profundamente racional como era, Paula se mostraba incapaz de entender las manías supersticiosas de Eva. Una cosa era que le riera las gracias cuando ella le aseguraba que jamás se pondría algo amarillo, que diera un rodeo cuando veía una escalera apoyada en una fachada o que  aceptara no sentarse en la fila 13 del cine (aunque fuera la única libre). Pero que Eva se pusiera blanca como un fantasma y se negara a cenar cuando se le derramó la sal en aquel restaurante tan caro o que armara un drama la tarde  que a ella se le cayó un espejito muy mono en una tienda del centro… eso había sido el colmo. Eva  había armado un escándalo en la tienda. Totalmente fuera de lugar. Según decía, se veía condenada a siete años de mala suerte por la torpeza de Paula. Y claro, Paula se pilló un buen mosqueo. Se había sentido abochornada y estuvo tres días sin cogerle el móvil. La relación parecía en crisis. Cuando por fin Paula accedió a verla de nuevo, le dijo que temía que Eva estuviera un poco desequilibrada. “¿Te das cuenta de que tus pensamientos son totalmente irracionales?”. Eva le dijo que se daba cuenta.  La pregunta trascendental era: ¿Sería capaz de controlarse en lo sucesivo? Eva no estaba ni mucho menos segura, pero si aquella chica le hubiera pedido que se prestara voluntaria  como mujer bala y se dejara lanzar en dirección a Kazajistán, lo hubiera hecho sin dudar. Estaba loca por ella. Así que se propuso firmemente dejar de lado todas sus manías.

Las semanas fueron pasando. Eva descubrió con asombro que su enamoramiento era tal que apenas tenía neuronas libres que dedicar a sus obsesiones, lo cual era una enorme ventaja. Los meses cayeron  entre arpas y querubines.

Se acercaba el aniversario de tan dichosa unión. Eva quería hacer algo especial para Paula, algo que recordaran toda la vida. No en vano, se sentía más libre y feliz que nunca. Llevada por un impulso, compró dos billetes de avión y reservó habitación en un hotel muy cuco cerca de Florencia, todo a un precio fantástico. Desde luego, a juzgar por las fotos, el sitio estaba a la altura de su romanticismo: un castillo soleado, un paraje romántico, preciosos viñedos alrededor. De película. No necesitó más información.

Sin embargo, ya sentadas en el avión de aquella compañía de bajo coste, Eva tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para superar su convicción de que iban a caer en picado porque el pasajero de la primera fila era bizco. Captó la mirada de Eva y se tomó un Valium. Para distraerse se puso a ojear una guía de la Toscana. Empezó a tranquilizarse, poco a poco.

—Escucha, Paula, al parecer te llevo a un castillo famoso.

—Ah, ¿sí? —se interesó Paula con su maravillosa sonrisa.

—Sí  —continuó Eva con voz modulada y seductora— , escucha: el castillo de los condes Ravanelli de  Mugello es uno de los más famosos de Europa por su estilo neogótico y  sus maravillosos torreones.  Destaca su capilla y sus techos de madera. Además, atrae a intrépidos viajeros de todos los rincones de Europa por… —Eva se quedó congelada—… su terrible maldición no apta para miedosos y supersticiosos.

Paula le quitó la guía, divertida.  Lejos de asustarse, quiso saber más del asunto. Al parecer, la condesa de Ravanelli había sido una mujer muy hermosa, dotada de un talento extraordinario para el canto. Su marido, celoso y cruel, creyendo que  esta le engañaba, le había mandado cortar la lengua. La condesa no había tardado en perder la cabeza y una tormentosa noche saltó al vacío desde la torre más alta. La maldición decía que, si alguien miraba el cuadro de la condesa, que se exhibía en el salón azul y osaba cantar en su presencia, esa persona se volvería irremisiblemente loca. A Paula le pareció una anécdota deliciosa. Eva languideció en su asiento. Mierda de castillo, pensó,  ¿cómo podía tener tan mal ojo? De todos los castillos del mundo, ella tenía que caer en uno maldito. Respiró hondo. No pasaba nada. Todo era una tontería. Ella no quería saber nada de la maldición. Ni hablar. Ella había reservado en un hotel luminoso y cursilón: el castillo del amor. Y eso mismo se repitió a sí misma una y otra vez.  A pesar de sus intentos por autosugestionarse durante el resto del trayecto, cuando por fin llegaron a las puertas del hotel, era ya noche cerrada, llovían chuzos de punta y el castillo en cuestión era lo más siniestro que había visto en su vida.

—¡Qué horror! Sólo le faltan un  par de gárgolas rampantes —dijo en voz alta.

En ese momento, un magnífico relámpago iluminó unas figuras siniestras de piedra en los remates de las torres. Sí, ahí las tenía: un  estupendo par de gárgolas rampantes.

—Seguro que por la mañana te encanta.

  Eva hizo acopio de toda su fortaleza. Sólo debían mantenerse lejos del cuadro de la condesa.  Algo de comer le haría ver las cosas de otro modo.

De hecho, así fue. Paula estaba radiante durante la cena. Su encanto se había multiplicado por cien en aquel exótico paraje. Las dos se achisparon un poco bebiendo vino italiano. Eva se relajó. Afuera caía el diluvio universal, parecía que la Toscana fuera a borrarse del mapa, pero ellas estaban a salvo en ese bonito salón rústico y las esperaba una gran noche de amor. Subieron a la habitación animadas por esa perspectiva. Lo que antes era pavoroso ahora era divertido para Eva. Hasta le hicieron gracia las armaduras del pasillo, que las observaban entre beso y beso. La suite también era estupenda y acogedora. Paula se dejó caer en la cama con dosel mientras reía:

—Esto es tan cursi que es de coña. Es perfecto –de repente se incorporó: Vayamos a ver el cuadro.  Ahora.

Eva se atragantó con su copa de vino: “¿Ahora?”. Pero Paula estaba entusiasmada con su idea y fue  del todo imposible disuadirla.  Eva no pudo más que seguirla.

Por lo visto, no había nadie despierto en todo el hotel. El animado ambiente de la cena y el salón se había convertido en silencio sepulcral. Bajaron unas tortuosas escaleras. Eva gritó cuando un rayó iluminó una vidriera. Por fin, guiadas por un folleto de mano, llegaron a la famosa sala azul que albergaba los cuadros. La estancia estaba llena de retratos horrorosos de gente con cara de mala leche. Para eso, pensó Eva, podían haber pintado flores. Por fin se encontraron frente al retrato de la condesa. Era innegable que era una mujer hermosa, pero con una cara de odiar al mundo que congelaba la sonrisa de cualquiera que la contemplara. ¿Le habrían ya cortado la lengua cuando se lo pintaron?  Imposible saberlo, como imposible huir de sus ojos oscuros. Era uno de esos cuadros que seguían la mirada, aunque te desplazaras. Paula se situó frente al lienzo. Eva no podía soportarlo. No dejaba de pensarlo. Si la mirabas y cantabas, te volvías loca, era la maldición. Paula continuaba mirando fijamente a la condesa. Eva la intentó apartar.

—Que no pasa nada —se resistió Eva—. Y ahora voy a cantar.

—Nooo! —El grito de Eva fue tan potente que un cuadro pequeño cayó al suelo. Pero Paula le dijo que no estaba siendo nada consecuente. Y que ella pensaba cantar. Tal vez así se daría cuenta de lo ridículo que era todo aquello. Era evidente que todavía le duraba el efecto del vino. Tenía la mirada febril. La cogió de la mano y la arrastró hacia ella. “Vamos a cantar juntas  “Se me enamora el alma”. Vamos. Va por ti, condesa”.

Eva se soltó y salió corriendo de la sala, tapándose los oídos. Sin embrago, oyó a Paula cantando los primeros acordes del hit de la Pantoja. Habría dicho que su amada tenía mejor gusto. Dios mío.

Pero era lo de menos, porque estaba condenada.  Subió a la habitación corriendo. Cerró la puerta. Al cabo de unos minutos de profunda angustia, Paula llamó a la puerta. “Abree”, le pidió con voz susurrante. Eva abrió con cierta precaución. Paula la miró sonriente con las manos en la espalda.

—Pues va a ser que tenías razón, Eva —dijo, y  sacó un cuchillo de cocina—, te vuelves loca y, en mi caso… asesina. La condesa me habla: “mata, mata, mata”.

Paula tenía cara de ida y Eva no estaba dispuesta a quedarse para comprobar si era un trastorno transitorio. “Qué pena de novia”, pensó mientras subía a la carrera a la azotea. “Qué mala suerte tengo”.

Paula la seguía cantando estribillos siniestros. “Joder, por contratar viajes baratos”, siguió subiendo Eva. “Esto a mí no me pasa más”. Salió a una amplia terraza. “Se me cruzó un gato negro”.  Llovía a mares y el viento aullaba. Paula la seguía con gran tenacidad armada con su cuchillo, pidiéndole que se detuviera. Antes muerta. Eva resbaló con una hoja traicionera y se arrastró como pudo por el suelo. Finalmente,  Paula le dio alcance. No había escapatoria. Estaba acorralada al borde del abismo. Solo le quedaba la opción de saltar al vacío a sus espaldas. Cuando todo parecía perdido, Paula soltó el cuchillo. Su expresión recobró la normalidad. “Eres una boba” le dijo.”No me puedo creer que te lo hayas creído, pero es que no había manera de pararte. Ay, nos vamos a resfriar aquí arriba. Venga, ya está bien de bromas. Vámonos, deja que yo te ayude a entrar en calor”. Tras unos segundos de estupor, Eva aceptó la broma con deportividad. Realmente se sentía muy ridícula. Ya le daría un ataque de indignación cuando hubiera entrado en calor, aunque ¿qué iba a confesar, que creía firmemente en la maldición? Era mejor dejarlo correr. Afortunadamente, como si el destino quisiera compensarla por el susto pasado, la noche fue épica y el viaje maravilloso.

De vuelta en casa, el romance continuó viento en popa. Todo seguía siendo perfecto… o casi. Eva se mosqueaba algunas veces, cuando pillaba a Paula hablando a solas con grandes aspavientos. “¿Con quién hablas?”  le preguntaba.  “Con la condesa”, bromeaba ella. Y después se reía. Con una risa muy, muy, muy extraña.

Autor: Marta Catala

escribo, leo, comparto...

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