Como un torrente

Cuando venía a mi casa, siempre traía croissants de chocolate. Me daba vergüenza comerlos delante de ella y esperaba, desdeñosa, mientras ella se pringaba los dedos y se los chupaba sin disimulo.

—¿Te molesta? Pensarás que soy una troglodita…

—No, no, qué va —decía yo mirando a otro lado—. No veo ningún mamut por aquí.

Y nos reíamos. Bueno, se reía ella. Con muchas ganas. Todo lo hacía así, como un torrente.

—A veces sueño que meto los pies en una fuente fresca, ¿tú no?

—Yo a veces sueño que salgo a la calle con zapatillas de andar por casa.

Estaba encantada de tener visita. Llevaba tres semanas sin salir de mi apartamiento, con la pierna inmovilizada. Ser pintora de exteriores es arriesgado a veces.

Ella había llegado una mañana cálida. Se plantó en el salón y se me quedó mirando.

—Me ha abierto el perro —dijo.

—Strike abre a todo el mundo sin preguntar —dije mientras me estiraba la bata, arrugada—. No conoce el derecho de admisión—. Y era verdad. Strike, a mi lado, golpeaba la cola contra el sillón. Bum-bum, bum-bum, como un corazón.

—Vaya, qué enrollado —dijo ella. Y dio un beso en la trufa.

Era preciosa. Joven y vital. Me había dicho que me admiraba y que quería hacerme compañía. Pensaba que yo tenía gripe (eso había leído en Internet, en mi página personal, esa sin foto de perfil, que sin duda  debía mejorar), pero no le importaba el cambio de virus por huesos rotos. Era evidente que necesitaba que me echaran una mano. Superado mi desconcierto inicial, ella había dicho: “¡Admiro tanto tu obra…!” y entonces fue cuando supe que me confundía a mí, humilde pintora de brocha gorda, con la vecina de arriba, la gran artista H. Peña.

Quise aclarar el entuerto “No soy esa pintora que crees”, pero ella me detenía con gestos llenos de vida “Ya sé, ya sé. La modestia es muy bohemia. No te esfuerces. Sé quién eres”. Después, me dejaba mimar y me concentraba en ella. Escuchaba cómo le iba en la Facultad de Filosofía, los proyectos que tenía en mente “Lideraré una comunidad basada en afinidades artísticas”. “Tal vez te lleve”. Y entonces ya me era imposible dejar de ser H. Peña. Dejar de ser quien ella quisiera. Y le hablaba de mi experiencia “la pintura habla más que las palabras. Es un lenguaje más preciso”.

Por la noche, cuando ella ya me faltaba, me leía en Internet frases llenas de retórica. Memorizaba cosas para decírselas y, a veces, en mi ignorancia, mezclaba conceptos. Arriesgaba.

“Así que eres una iconoclasta”, me dijo una tarde. Hacía calor, el ventilador giraba despacio y cada 25 segundos hacía flotar su melena castaña. “Me lo dicen mucho”, dije sin saber si era bueno o malo. Me miró como a un cuadro cubista, despacio, de lado.

“Te he estudiado al dedillo. Y, sin embargo, ¿sabes qué es lo que más me gusta de ti?” Yo enrojecí de pura vergüenza. “Tu obra es honesta. Auténtica y necesaria. Eso te hace distinta” Di las gracias en nombre de H. Peña. Envidiaba su talento, su genio, lo que fuera que hacía que a ella le brillaran los ojos de esa manera.

Una noche, acabado ya el verano, llovía y ella llevaba una cazadora negra que atrapaba la lluvia, me dijo que se marchaba lejos. Dejó los croissants sobre la mesa, con un tubo de pomada de árnica y menta. Arrancó un cuerno esponjoso y se lo dio a Strike. “He comprendido que debo empezar mi proyecto ya. Me marcho a  la Polinesia. No volveré”. Me dio un beso en la mejilla que se quedó allí haciéndome cosquillas.

Yo andaba ya con pasos cortos. Me iba recuperando de la fractura. Ella me tendió un sobre cerrado: “Esta es la creación tuya que más admiro, sin duda”. Me quedé paralizada, incapaz de ser quien ella quería. Incapaz de poner cara de H. Peña ni un segundo más. Diminuta, no pude añadir nada. Se marchó.

Cuando me cansé de contar las gotas de lluvia de la ventana, cuando dejé de pensar en la Polinesia y la Micronesia, abrí el sobre.

Sólo había una fotografía. Era de la frutería “Fruta selecta”. Reconocí la fachada, el color. Aquel verde Nilo que yo había escogido para la joven pareja que estrenaba negocio. Aguaplast, fácil de lavar. Alegre. Y esos toques de amarillo sobre la puerta para que les trajera fortuna. Fue un buen trabajo y lo tuve listo en dos mañanas. Me pagaron al contado. La dueña  me regaló mandarinas.

 

Autor: Marta Catala

escribo, leo, comparto...

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