Leonard se había despedido de Amelia con cuatro palabras apresuradas. Ahora estaban tomando altura y ella iba haciéndose cada vez más pequeñita a sus ojos, rodeada de los periodistas y los curiosos. Amelia agitó un pañuelo blanco a modo de despedida. Una semana antes le había invitado a participar de aquella aventura tan… juliovernesiana. Un viaje en globo con ella y … con Arthur. Leonard, que había accedido porque ella le había rogado que fuera. Finalmente, en el último momento, Amelia se había descartado para la expedición y él se había comprometido a acabar al menos una etapa.
A su lado. Arthur miraba los cabos del globo con satisfacción, como si él mismo les hubiera dado forma. Pero Donde él parecía estar viendo la maestría de la mente humana, Leonard sólo veía unas simples cuerdas.
—¿No es una maravilla? Estamos volando, ¿te lo puedes creer?
Leonard pensó que no cabía escepticismo en su posible respuesta. De hecho, la certeza de que estaban volando se imponía a cualquier otra posible verdad en aquel momento. El espacio visual de Leonard estaba lleno de un azul celeste cruzado de nubes. Sonrió amablemente. Pese a todo, no le gustaba la afición de Arthur por las preguntas retóricas.
—Alcanzaremos los tres mil metros de altura con facilidad. Vamos a tocar el cielo con la punta de los dedos, amigo.
—¿Y cuándo bajaremos? —Leonard no quiso sonar muy impaciente.
—Aún queda mucho para eso, Leo. Disfruta del momento.
Y se lo dijo como si fuera una orden. Porque Arthur estaba acostumbrado a hablar así, con condescendencia y arrogancia. Como si el mundo le perteneciera por derecho. Como si todos fueran empleados de la Welthy Corporation.
Pero Leonard no podía disfrutar del momento, ni aunque se lo ordenaran. Sus dedos se agarraban fuertemente a la cabina. Aún no se había soltado desde que habían despegado. Miró hacia arriba. Las llamas del quemador se elevaban hacia lo alto, envueltas por la gran lona roja. Su potencia hacía que el globo subiera y subiera. Rojo también era el vestido que Amelia llevaba la última noche que se habían visto a solas. Rojo sangre. Arthur estaba de viaje en aquella ocasión, como siempre. Sus negocios lo habían llevado a Ceilán. Amelia había dado una fiesta en casa y Leonard se las había apañado para quedarse hasta el final. Él, que se había convertido en el mayor apoyo de Amelia. Primero un buen amigo, después confidente y más tarde…
—Me alegro de que hayas venido -dijo Arthur sacándolo de su ensimismamiento-. Últimamente no te vemos el pelo. El trabajo en la oficina debe de tenerte muy atareado, muchacho.
—Sí—mintió.
—¿Cuántos años llevas ya allí? Debes de ser ya por lo menos… encargado. ¿Eres encargado?
—Once años. Y no, no soy encargado.
Arthur miró al infinito y tomo aire.
—No sabes cuánto te envidio, Leonard. Un trabajo de nueve a cinco, sin responsabilidades, sin desafíos. Previsible y seguro. Y cada día a comer a casa. Y con tanto tiempo libre. En cambio yo, siempre viajando de un lado a otro, haciendo millones y perdiendo vida. Apenas veo a mi mujer.
Leonard desvió la mirada. Él sí la veía. O al menos había sido así hasta el día de la fiesta. Al principio la ausencia de Arthur era la mayor queja de Amelia. Nunca estaba y cuando estaba parecía ausente. Tenía la cabeza llena de números y planes. Siempre pensando en cerrar acuerdos y abrir vías. En cambio Leonard era sensible a sus necesidades. Nunca hablaba del trabajo, leía mucho, siempre tenía conversación y estaba loco por ella.
—Tú sí que has sido listo, Leonard —. Arthur hizo una pausa y Leonard sintió que tenía que llenar ese vacío.
—¿Hacia dónde vamos exactamente?
—Según mis cálculos, el viento nos arrastrará hacia el noroeste. Y, si no me equivoco, en unos minutos… descargará una buena tormenta.
—No sabía que iba a llover. ¿Esto es seguro?
—Claro. No hay nada que temer. Estos globos son muy seguros. A veces hay accidentes, claro, pero suelen deberse en la mayoría de los casos a la imprudencia y la temeridad. Disfruta el paisaje, estás pálido.
Leonard no se atrevía a girarse. El cielo era azul y chato. Le impresionaba la vista tan abierta. Le angustiaba el vacío escenificado ante él. Sentía los pulmones llenándose de aquel aire denso, poco apoco. Se hubiera sentado en la cabina de haber estado solo.
Pasaron los minutos. Arthur no decía nada. De la cháchara jovial había pasado a un frío silencio. Leonard tendría que haberse negado a subir en aquel trasto con Arthur. Era una idea absurda. No tenían nada de qué hablar. Leonard despreciaba a Arthur. No se merecía a Amelia. Era un hombre aburrido con disfraz de ganador. Un geómetra de las finanzas. Tan fatuo como el globo. Tan lleno de amor propio que podría salir volando. Leonard tuvo una visión de Arthur hinchándose como un globo y elevándose en el cielo. Se perdía en el infinito y no regresaba nunca más. Y Amelia y él eran felices por fin… Sintió unas gotas en la cara. Estaba empezando a llover, como la noche de la fiesta. Amelia le había dicho entonces que no podía verle más. Se tenía que acabar su aventura o todos iban a sufrir. Era verdad que Leonard le había devuelto la vida cuando se creía muerta. Marchita por un matrimonio infeliz. Pero ahora, eso tenía que acabar. Leonard, que había llevado sus emociones al límite con Amelia, se había roto en mil pedazos esa noche. Y desde entonces, y de eso hacía dos meses, había deambulado como un zombi por la vida. Una vida que ya no le era propia. Cuando Amelia le había invitado a ir con ella en globo, había creído ver una esperanza de reconciliación. Pero ahora estaba solo… con Arthur.
—Amelia hubiera disfrutado con este viaje -La lluvia se hizo más fuerte. Arthur accionó una de las manivelas del quemador. La llama de fuego rugió. El globo ascendió —Claro que el médico le ha dicho que no viaje en su estado.
Leonard había conseguido soltarse de la cesta y por primera vez en todo el viaje permanecía de pie sin apoyo.
—Vamos a tener un hijo—dijo Arthur y lo miró a los ojos.
Leonard se volvió de espaldas bruscamente. La lluvia y el viento le azotaron en la cara.
—Yo creo que la vida siempre te recompensa, Leonard —. Prosiguió Arthur, que se había acercado a él y le hablaba pegado a su cogote—. Yo voy a criar a un niño que se que no es mío y tú nunca vas a ver a tu hijo.
Ahora se lo explicaba todo. Amelia en la fiesta estaba tan rara. Sus ojos le rehuían constantemente. Había cambiado de la noche a la mañana y Leonard no entendía por qué.
Y así que esa era la razón de la invitación. Todo había sido planeado por Arthur.
—No voy a resignarme, Arthur -se sentía invadido por un nuevo vigor- Amelia solo te tiene miedo, nada más. Ella no te quiere. Nunca te ha querido.
Pero Arthur, hombre planificador y estratega, ya había contado con eso, por supuesto.
—Todo el mundo sabe que te marean las alturas, Leonard. Ha sido un milagro que te subieras a este globo. Te has puesto un poco nervioso. Yo te pedí que te calmaras, pero mientras yo maniobraba, fuiste un imprudente y no pude evitarlo. Estas cosas son rápidas, tontas, fatales.
Leonard intentó zafarse del abrazo de Arthur, pero lo había inmovilizado y lo empujaba.
Perdió la batalla. Nunca había imaginado que acabaría sus días así, lanzado desde un globo a dos mil metros de altura, una tarde de tormenta. Pero siempre había sabido en su interior y sin género de dudas que lo suyo con Amelia acabaría mal.