El túnel del terror

Leonor apresuró el paso. Se dijo que no debería haberse puesto el abrigo de piel. No hacía frío y ahora parecía del todo inapropiado, pero allí estaba ella, en aquel mugriento parque de atracciones, con las pieles, los tacones, un pañuelo de seda sobre el pelo y las gafas de sol. Por fortuna, la gente no parecía reparar en su persona. Estaban absortos en sus conversaciones, entre algodones de azúcar y manzanas caramelizadas. De lo contrario, habría fallado en su propósito de no llamar la atención. Pero así lo había visto en las películas: las gafas de sol y el pañuelo. Siempre funcionaba. Además, lo importante era que ya estaba allí.

El lugar de encuentro era muy vulgar. Era lo primero que había pensado dos noches atrás, cuando había descolgado el teléfono de la cocina para llamar a su hermana. Quería preguntarle cómo hacía aquellas empanadillas argentinas tan buenas. Entonces se dio cuenta de que Richard estaba hablando desde el teléfono del despacho y tuvo el impulso de colgar, pero, cuando ya iba a desprenderse del auricular, oyó la voz cantarina y sensual de aquella mujer. Y siguió escuchando. Rita, que así se llamaba la voz desconocida, se dirigía a su marido como Rick. Él, que se mostraba muy afectuoso con ella (“preciosa”, “pienso en ti a todas horas”), propuso un encuentro dos días más tarde en el parque de atracciones junto al río. Iban a pasarlo en grande juntos. La cita quedó fijada a las nueve en la entrada del túnel del terror. Rita mandó a Richard un beso sonoro y colgaron. Los tres.  Después de eso, Leonor siguió preparando la cena: optó por una ensalada templada en lugar de las empanadillas. Conmocionada por lo que acababa de escuchar, trató de ordenar sus pensamientos mientras servía la cena. Las ideas se le agolpaban en su cabeza: Rick (ella odiaba los diminutivos); el parque de atracciones (jamás habían ido juntos a un sitio así); el túnel del terror (eso era lo único que parecía cuadrar son sus sentimientos). “Preciosa”, “pienso en ti a todas horas”. Y todo empezó a encajar: los retrasos, las excusas, ese aire distraído que él tenía desde hacía tiempo. Rita era la culpable.

Esperó dos horas dando vueltas hasta que dieron las nueve de la noche. Aún no sabía cuál era su propósito al acudir al lugar de encuentro de su marido y su amante. Sólo sabía que necesitaba verlos, que necesitaba verla. Tal vez así entendería. Leonor se había arreglado con esmero y se sentía tan nerviosa como si afrontara su primera cita con Richard. Imposible olvidar aquella tarde lluviosa de marzo en que se citaron por vez primera. Habían ido al Museo de Arte Moderno. Aquel día también llegó dos horas antes. Para hacer tiempo, se leyó los folletos de la sala principal  y después comprobó que Richard los repetía palabra por palabra. Richard siempre había sido un diletante que se jactaba de su cultura. Y ella lo admiraba. Pero eso quedaba muy lejos ahora.

Los vio enseguida. Estaban de espaldas. Richard apoyaba su mano bronceada en la espalda de ella: una espalda blanca moteada de jóvenes pecas. Rita, pelirroja de piernas kilométricas y risa floja. No debía de tener más de veinticinco años y atraía las miradas lupinas de todos los hombres. Leonor la caló al instante: una cabeza hueca con el tiempo de caducidad de las rosas. Por desgracia, esa noche era la más hermosa y vital de las flores. Richard se giró de repente y Leonor tuvo los reflejos de esconderse tras una puesto de golosinas. Para disimular compró un globo. Había que reconocer que Richard parecía rejuvenecido. Llevaba un par de botones de la camisa desabrochada, cosa que Leonor nunca le permitía. Apoyaba distraídamente la chaqueta sobre el brazo y sus ojos brillaban con intensidad. A Leonor le pareció oler su intenso perfume a Tèrre d’Hermes desde la distancia.

La pareja hacía cola en la atracción del túnel del terror. Pasados un par de minutos subieron a uno de los vagones que estaban a punto de partir. Leonor había cumplido su misión: ya los había visto y seguía sin entender nada. ¿En qué había fallado? ¿Valía la pena poner en peligro dieciséis años de vida en común por esa mujer? Rita rió con gran estruendo. Leonor pensó que semejante risa era una provocación: una invitación a salvajes desenfrenos. Leonor siempre había reído en silencio, odiaba llamar la atención. Ahora también lloraba en silencio. Se iban, así que decidió subir tras ellos en un vagón. Se abrió paso entre las parejas que se besuqueaban en la cola. No temía que la vieran. No parecía que Rick fuera capaz de fijar su atención en algo que no fuera el escote de su acompañante.

Por fin se sentó tras ellos, confiando en su atuendo de espía: el pañuelo, las gafas y ahora también el gran globo rosa con forma de caniche.

“Señora, va a pasar un miedo de muerte”, le advirtió el mozo que aseguraba los vagones. Leonor sonrió, mustia. No creía que hubiera ya nada esa noche capaz de asustarla. “Será mejor que se quite las gafas  o no verá nada”. Leonor se aferró a la barra de seguridad haciendo caso omiso. Los vagones comenzaron a avanzar por los raíles con un chirrido seco. Poco a poco sus ojos se ajustaron a la nueva oscuridad.

Rita se acercó más a Rick. Le gustaba tenerlo cerca, a pesar del perfume tan fuerte que él llevaba esa noche. Ella no quería entrar en el túnel del terror. Ya era bastante miedosa. Pero Rick se había reído de sus temores. Le había parecido un detalle encantador y femenino, y le había asegurado, sacando pecho, que con él siempre estaría a salvo.  Ella no había podido objetar nada más. Pero Rick no entendía –¿cómo iba a hacerlo?- que lo suyo era algo más que un tonto temor. No podía saber nada de las pesadillas y las visiones, como no podía saber nada del doctor Bertrand y de las pastillas. Era pronto para contarle algo así. Tomaron una curva brusca y un ruido atronador los sacudió. Todos los ocupantes de los otros vagones chillaron. Rita cerro los puños y se clavó las uñas en las palmas. Tenía que aguantar. El doctor Bertrand, que la veía “francamente recuperada”, le había dado las pautas para superar esos pequeños episodios: respirar hondo, pensar en otra cosa; contar de cien a cero, despacio, visualizando los números. ¡Qué idiota el doctor Bertrand¡ ,¡qué sabía él del terror! Con su estúpida condescendencia y su anticuado paternalismo. Rita no podía dejar el éxito de su cita con Rick en manos de un truco barato de relajación. Por eso, y sólo para sentirse más segura, se había llevado su pequeño revólver en el bolso. Con el arma sí se sentía más tranquila. Le funcionaba.

Se había fijado por primera vez en ella mientras hacían cola.  La había visto mirándolos, allí plantada, como una aparición. Después había subido en el vagón posterior al suyo. Cuando, ya dentro del túnel, pasaron junto a un espejo deformante, un rayo de luz los cegó y vio a la mujer reflejada y distorsionada. Llevaba un pañuelo sobre la cabeza y gafas oscuras, aun con aquella oscuridad. Rita estaba segura de que los seguía. No podía comentárselo a Rick, ¿qué iba a pensar? Ella bien sabía que su imaginación le jugaba malas pasadas. Desde pequeña había creído que hombres y mujeres desconocidos la acechaban. No la habían podido atrapar, pero aún lo intentaban.

La mujer de las gafas iba sola en su vagón y, a cada minuto que pasaba, a Rita le parecía más y más inquietante. Todos en el túnel del terror chillaban, reían, cuchicheaban, se abrazaban a sus parejas. Pero aquella mujer permanecía quieta, como absorta, con la mirada fija en ellos. Seria, imperturbable y con aquel horrible globo en la mano como única compañía. Rita empezó a sentir escalofríos, le temblaban las rodillas. Una bruja surgió de una esquina, con una escoba despeluchada y la cara llena de pegotes de maquillaje. Rick pegó un pequeño bote y ahogó una risita infantil. Rita se aferró a su bolso. Quería salir de allí. Sentía que su vida dependía de ello. Miró atrás. Ya no se veía la luz de entrada al túnel y ni soñar con atisbar la de salida. Estaban en las entrañas de la atracción. Extrañas risotadas estallaban aquí y allá. Ya no sabía  si sonaban en su cabeza o fuera de ella.

Leonor no sentía nada. Solamente una punzada sorda cada vez que Richard pasaba su brazo sobre el hombro de Rita. El ruido era ensordecedor allí dentro y apenas veía cinco metros más allá. Los sustos, si podía llamarse así a algo tan infantil, estaban preparados a golpe burdo de gramófono y altavoz. Y esas luces horribles… Eran muy molestas, menos mal que llevaba las gafas. Leonor necesitaba hablar con Richard. Su deseo se hizo ineludible. Tenía que hacerle comprender que estaba cegado por un espejismo de metro setenta y cinco. Estaban a tiempo de arreglarlo con buena voluntad. Se incorporó hacia delante, pero era imposible acercarse lo suficiente al vagón delantero. Además, le parecía que Rita estaba muy alerta, más de la cuenta. Pocas veces miraba a Richard y no había probado ni una sola de las palomitas de azúcar que él le ofrecía cada tanto. Tendría que esperar a salir de allí. A menos que pudiera zafarse de la barrera protectora y acercarse un poco…

Rita sentía que una corriente fría le subía hasta la raíz del pelo desde la punta de los pies. Estaba tiritando. Rick le preguntó si tenía frío y ella negó, sin hablar, de manera mecánica. Tenía que salir de allí, pero ya no se veía capaz de levantarse del vagón. Temía caerse desmayada si lo intentaba. Sólo podía quedarse quieta agarrada a su bolso, esperando que todo pasara. Necesitaba que le diera el aire. Ni las ruletas vertiginosas de risotadas y destellos, ni los aullidos de lobo le producían ya temor. Nada se comparaba a sus miedos. Todo se iba tiñendo de un aura de irrealidad. Rita logró vencer la rigidez de su cuello y miró hacia atrás, por encima de su hombro. ¡La mujer del globo no estaba! Sintió un vacío en el estómago, como si la hubieran lanzado de golpe por una ventana. Le preguntó a Rick dónde estaba la mujer. Pero él no podía oírla entre tanto jaleo. Era imposible gritar. Rita estaba aterrorizada. Decidió cerrar los ojos y permanecer así hasta que salieran del túnel, hasta que todo acabara. Oyó el ruido de un trueno y le pareció que algo se rasgaba en su interior.  Abrió los ojos. Y la vio. La mujer del globo estaba de pie junto a los raíles y avanzaba hacia ellos con paso firme.  El vagón los llevaba hasta ella. Vio de reojo el gesto de miedo de Richard. Rita chilló, un grito que salió de lo más profundo de su ser. Sacó el revólver y disparó. Una vez. Y otra. Y otra. La mujer del globo cayó hacia atrás como si fuera un muñequito de una barraca de feria. Quedó allí extendida, mientras el globo volaba alto. El vagón avanzó, dejándola atrás.
Unos metros más adelante, salieron al exterior y el carro se detuvo por fin.  La gente que iba en la cabeza fue bajando en medio de una gran excitación. Ellos dos permanecían aún sentados. Rita se había quedado congelada en una demencial mueca de terror. Rick, confundido, abría y cerraba la boca sin decir nada. ¡Todo había sucedido tan deprisa! Pero, poco a poco y de manera inexorable, los gritos de la gente que aún quedaba en el túnel empezaron a ser de verdadero y auténtico horror.

Autor: Marta Catala

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