Simon tenía miedo a las alturas. Pero Sandy le había dicho que, si pasaba la prueba, entraría en “El grupo”. El aliciente del premio bastó para convencerlo. Se acabó eso de beber cerveza barata los viernes por la tarde, solo en su habitación. Punto final a lo de dormir sin compañía. Sería un elegido.
En realidad, la cosa no podía ser de lo más sencilla. Para superar el reto tenía que subir las escalerillas de emergencia, salir por la ventana destinada a los chicos de mantenimiento y auparse desde ahí hasta el tejado de la residencia de estudiantes. Después, sacaría una cesta (estaba todo preparado), extendería un mantenido de cuadros, abriría una botella de champán y aullaría a la luna. Este punto le había resultado un poco confuso. En un principio, había esperado que fuera una “manera de hablar”, una metáfora.
––Yo no hablo con metáforas ––había dicho Sandy con tono de gran ofensa––. Y además, es que no veo la metáfora aquí por ningún lado. En todo caso, “aullar a la luna” sería hablar en sentido figurado.
—¿Entonces, hablas en sentido figurado? ––era su última esperanza de evitar el ridículo que asomaba por el horizonte.
—Claro que no. Es absolutamente literal. Tienes que aullar a la luna. ¿Por qué crees si no que hemos escogido el día 12?
—¿Porque libran los de mantenimiento?
—Porque hay luna llena, bobo ––Sandy frunció el ceño y arrugó la boca. Le recordó a los pliegues de un abanico ––. Aunque, si no quieres hacerlo, si no quieres unirte al grupo…
—Por supuesto que quiero ––dijo Simon, quien tenía muy claras sus prioridades––. Haré lo que sea.
—Vale, entonces te subes al alero a medianoche. Sacas el champán, aúllas muy fuerte a la luna (mínimo 20 segundos) y lo grabas todo con el móvil. Este punto es muy importante. Si no hay grabación, no vale.
—Y cuando te lo envíe perteneceré al grupo.
Sandy no contestó. Se estaba mirando las uñas. A veces caía en profundos mutismos observando su manicura. No era preocupante. Simon aún no era imprescindible en su vida, pero eso podía cambiar.. Aquel día Sandy no dijo nada más en toda la tarde. Después se despidió. Tenía prisa. Había quedado con Marc, para variar. Marc: su protegido del último mes. Simon no entendía qué podía ver Sandy en aquel chico. Era flacucho, pasivo y carente de chispa. Un alelado de primer curso que bebía los vientos por la chica guapa. Patético. Seguro que aspiraba en secreto a entrar en El grupo. Ridículo. A decir verdad, una de las cosas que más le irritaban, en realidad la que más, era que Marc le recordaba un poco a sí mismo. Esencialmente en lo de suspirar por Sandy. Y, teniendo en cuenta que Sandy ocupaba el 97 por ciento de su mente, eso era mucho en común. Simon podía entender que el chico no lograra despegarse de ella, pero sus intentos por llamar la atención de Sandy eran lamentables. En cuanto a él, Simon había cambiado mucho desde que conoció a Sandy. Y todo había mejorado aún más desde la tarde en que por fin la besó. Ahora era una versión mejorada de sí mismo: andaba con más aplomo y se peinaba de un modo favorecedor. La tarde del beso ella había aceptado que le acompañara a casa (había peleado con el grandullón de Jason, su novio oficial). Era un día de abril y las flores de los árboles, con su códigos de maravillosos colores y excitantes fragancias, invitaban a ser atrevido. “Now or never”, le gritaban los cerezos. Y él había aceptado el reto. Llegado el momento, Sandy no había dado el temido paso atrás. Le había dado un beso dulce aunque escaso, tan corto como si se hubieran tropezado… pero suficiente para transformarlo.
Ahora faltaba pasar al siguiente nivel. Si entraba en El Grupo, Sandy lo consideraría un igual. Simon estuvo toda la semana anhelando que llegara el día señalado. En su mente se marcaba un antes y un después de su rito de iniciación. Y, bien mirado, Sandy había sido bastante benévola con él. La prueba era fácil. Tan solo tenía que superar su vértigo y su vergüenza. Aunque Sandy guardaba gran secretismo respecto a las pruebas que hacía superar a sus seguidores, a Simon su desafío le parecía poca ofrenda comparada con la recompensa de acercarse más a ella.
Y llegó el día 12 por la noche. Simon se detuvo a los pies de la residencia y miró hacia arriba. El bloque se recortaba en la noche como la casa de un cuento de terror. “Un edificio amigable”, le había dicho el profesor Peris. “Imita a una cabaña del bosque. Buscamos el confort de los estudiantes. Un ejemplo de psicología aplicada a la arquitectura” … bla… bla… Por eso, suponía Simon, habían rematado la casa con un tejado a a dos aguas. Y por ese capricho arquitectónico, unido a la no menos caprichosa y bastante retorcida mente de Sandy, él iba a tener que hacer equilibrios sobre las tejas. Y por muy amigable que fuera, Simon veía ante sí un edificio de cinco plantas, más de 15 metros de altura.
Además de ser una noche de luna llena, en esos momentos había una sonada fiesta en la residencia vecina. Todos los estudiantes estaban reunidos allí, lo que garantizaba la discreción en su asalto a la gloria. Entró al solitario edificio.
Lo más difícil fue subir la escalerilla del tejado con la cesta en la mano y la linterna. Era como intentar subir por la escalera de un submarino con el carro de la compra, le faltaban manos y le sobraban complicaciones. Finalmente, se ancló a la muñeca el asa de mimbre de la que aún colgaba la etiqueta de un centro comercial, y subió, ignorando el dolor. Cumplió su propósito de no mirar abajo en ningún momento. Entornó los ojos. Cuando el aire fresco le picó en las mejillas, supo que ya estaba fuera. Se irguió sobre la superficie llena de tejas. Desde allí podía ver la coronilla de los árboles y le parecía que la luna estaba muy cerca. Ese disco blanco fluorescente era parte de su reto. Dejó la linterna encendida a modo de marca junto a la puerta de entrada y avanzó con precaución. De nuevo, se prohibió mirar abajo. Si lo hacía, estaba perdido. No soportaría la altura. Además, una mala caída y se partiría la crisma. Simón caminaba haciendo equilibrios, tratando de no romper tejas, de no desequilibrarse. Moverse por el tejado era más difícil de lo que había imaginado. Acabó el trayecto a gatas, sudando, a pesar de la brisa nocturna. Todo el tiempo pensaba en su recompensa: entrar en El grupo, entrar en El grupo. Después, una vez entre los campeones, ya encontraría forma de ahuyentar al resto y conquistar a Sandy. Le contarían la anécdota a sus hijos “Tuve que eliminar a muchos moscones por el camino”, “Tu madre me hizo subir a un tejado para probar mi amor”, “Sabía que eras valiente”, diría ella.
Por fin, se colocó en el lugar indicado, frente a la luna, al filo del tejado, aguantando la cesta para que no se escurriera hacia abajo. Sacó el champán y, aún de pie, descorchó la botella. El sonido del tapón al salir propulsado le infundió vigor. Tenía ganas de aullar, estaba eufórico. Imaginaba la hermosa sonrisa de Sandy, los ojos brillando con satisfacción. Simon pisó en falso y se venció hacia un lado. Recuperó el equilibrio y se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas. Aún quedaba la última parte, la más importante. Echó la mano a su bolsillo para sacar el móvil. “Sin grabación no hay bendición”.
De pronto, una sombra cambió la tonalidad de las tejas. Simon levantó la mirada, temiendo que la linterna se hubiera caído. Para su sorpresa, Marc, el esmirriado, estaba a un par de metros de distancia, frente a él, en perfecto equilibrio. Marc comenzó a andar, seguro como un gato, y en tres pasos se plantó a su lado. Simon lo miró desde el suelo. Con lo poca cosa que era, intimidaba de pie, silueteado contra la luna.
—Qué haces aquí? ––preguntó Simon.
Marc lo apuntaba ahora con el diminuto objetivo de un móvil descascarillado. Dio un paso adelante.
—Estoy entrando en el grupo ––dijo con voz más grave de lo que Simon recordaba.
El desconcierto le impidió reaccionar al empujón de Marc.
Simon aleteó en el aire un par de veces, antes de caer al vacío.