Cuentas pendientes

En la noche solo se veía la casa como una campana de cristal entre los árboles. Había sido una travesía complicada y estaba agotada. Avancé hacia la puerta y llamé.

Una mujer mayor, extremadamente delgada, con el pelo recogido, me hizo una señal para que entrara:

—Le estábamos esperando.

Traspasé el umbral. Por dentro, la casa, que parecía luminosa y espaciosa desde el exterior, me provocó claustrofobia. La madera caoba y el terciopelo granate producían un efecto oscuro y monótono. Decadente. Una escalera de forma sinuosa trepaba hasta la segunda planta.

—Hay que subir —dijo la mujer tomando la delantera—, la señora Amalia está allí.

Ataqué los peldaños de dos en dos tratando de seguir el ritmo del ama de llaves. Por la ventana vi que empezaba a llover.

La mujer esperó en el último escalón y señaló una puerta al otro lado del distribuidor.

—No está a salvo aquí —dijo antes de desaparecer entre las sombras del pasillo.

Abrí la puerta con cierto temor. Hacía mucho tiempo que no veía a Amalia. Tenía miedo de que su imagen no coincidiera con mis recuerdos. O peor: de que sí coincidiera. Para mí ella era la bella, la magna, la irrepetible Amalia.

La encontré en la cama, medio incorporada, llevaba un camisón blanco con volantes, una prenda barroca, como de otro tiempo.

—Aquí estoy —dije desde la puerta.

Amalia deslizó la mano izquierda, que hasta entonces había mantenido bajo la almohada de plumón. Sacó un cuchillo de hoja reluciente:

—¡Por fin —dijo—. Pasa! —Se dio cuenta de que la miraba con sorpresa y temor y ablandó la empuñadura del cuchillo—Tengo que estar preparada, el psicópata sigue merodeando por la zona.

Lo sabía. Me lo había contado el ama de llaves por teléfono. Por eso estaba yo allí.

—El caso es que no he visto nada en la televisión ni en el periódico —dije.

—Solo lo sabemos los vecinos. La policía quiere ser discreta.

Según me habían dicho un demente había matado a cinco mujeres, todas rubias, todas hermosas. Todas como Amalia. Al saber que yo estaba en la región, Amalia me había hecho llamar. Necesitaba que la ayudara a salir de la casa. Solo eso.

Amalia deslizó el camisón y me mostró una pierna, delicada y blanca. Se golpeó el muslo con el mango del cuchillo:

—Como un corcho —dijo—. Ya son cinco años sin sentir nada. Ni en esta ni en la otra. Ese maldito loco va a conseguir lo que nadie ha logrado: que yo salga de esta casa. Mejor dicho, que me saques de aquí.

—Ha sido providencial que yo estuviera cerca.

—Sí, el loco y tú habéis aparecido a la vez, qué dulce coincidencia.

—Deberías haberte marchado ya —dije para espantar mi incomodidad—. Tu ama de llaves tal vez podría…

—Roberta tiene la fuerza de un pajarillo. Una costilla rota y tres hernias de disco. Solo la mantengo por pena. Por eso y porque me hace pensar que no soy la única tullida de la casa —un relámpago iluminó la estancia con colores espectrales. El camisón de Amalia se iluminó —larguémonos pronto —apremió—. Esto me pone los pelos de punta.

Amalia levantó los brazos hacia el techo y comprendí que quería que me diera prisa. Me acerqué a ella y la levanté en volandas.

—Vámonos.

Rodeó mi cuello con sus brazos claros:

—¿He engordado? —preguntó con un susurró—. Por las noches, a solas en mi cama, como pasteles de nata.

—No, no, estás perfecta —dije.

Sentí que me apretaba más fuerte.

—Recuerdo cuando me abrazabas sin ningún motivo —dijo.

—Creo recordar que te amaba.

—Hace eones de eso —protestó ella agitando la cabeza—. Cambiemos de tema.

Con Amalia en brazos empecé a caminar. En realidad ella era tan ligera como yo recordaba, tan increíblemente hermosa.

Roberta nos esperaba al pie de las escaleras.

—La policía ha emitido otro parte. Sospechan que el asesino está por aquí esta noche. Creen que puede actuar —me pareció que me miraba con insistencia.

—A mí ese matarife no me va a pillar, Roberta. En cuanto a ti, puedes y debes irte.

—Mi sitio está aquí, señora. No creo que ese hombre tenga interés por una vieja como yo.

Cuando se alejó, Amelia me habló al oído:

—Yo tampoco creo que el loco ese aceche a Roberta.

Un poco turbada, me las ingenié para abrir la puerta y salimos por fin a la noche: ante nosotras se extendía la oscuridad del bosque cercano. La lluvia era débil, pero constante.

—¿No podemos esperar a que amanezca? ¿No hay vecinos cerca?

Amalia negó:

—Cuando decidí aislarme, lo hice a conciencia. Ya has comprobado que es imposible llegar aquí si no es a través del bosque. Pero no te preocupes, sigue por allí. En tres kilómetros hay un apeadero. El hermano de Roberta nos estará esperando con un coche y podremos irnos a la ciudad. Haremos las paradas necesarias para que no te agotes.

La luna, plateada con vetas oscuras, apenas iluminaba el camino. La perspectiva de estar a solas con Amalia me atenazaba. Comencé a andar hacia una vereda abierta en la espesura. Era lo más parecido a un camino.

Sentir el peso de Amalia entre mis brazos me traía recuerdos hermosos y otros de profundo y negro pesar. Eran esos los que no podía superar.

—Me extrañó que me llamaras a mí, precisamente —dije—. Hace tanto que…

—Creo que un loco suelto es un motivo poderoso para tragarme mi orgullo. Supuse que no te negarías.

Y había acertado. No me sentía capaz de fallarle. Otra vez no.

El silencio era envolvente. De vez en cuando el crujido de alguna rama bajo mis pies me sobresaltaba.

—¿Cuánto hace que no nos veíamos? —preguntó Amalia, y su tono agudo despertó las alarmas en mí.

—Cinco años —dije— justo desde el día…

—El día del accidente —completó ella—. En realidad, cinco años, un mes, y tres días.

Permanecí en silencio, tal vez el mal trago pasara deprisa.

—Si te soy sincera —dijo Amalia— esperaba verte cuando me desperté en aquella clínica de Niza.

Me tensé. ¿Cómo explicarle toda mi angustia, mis remordimientos, mi culpa?

—Aquello me sobrepasó y tuve que irme —era la primera vez que le daba explicaciones—. Los médicos me dijeron que no corrías peligro. Tu madre estaba en camino.

—Entiendo que no era una visión agradable. Ambas salimos mal paradas. Yo perdí dos piernas y tú un coche nuevo —dijo con dejadez.

—El coche no me importaba nada—repliqué—. El accidente se ha convertido en un recuerdo insoportable. No sabes cuánto he pensado en aquella noche; cuántas veces he revivido el momento; la curva y después… No he vuelto a conducir. Nunca me lo quitaré de la cabeza.

—No seas dramática —dijo y después se rió—Lo superarás. Ahora por ejemplo, podemos reírnos de todo aquello. Queríamos ver mundo. Ese viaje por Francia estaba siendo un poco aburrido. Solo lamento haberme perdido lo de Italia. Pero comprenderás que no podía arrastrarme allí, literalmente, tras María y tú. No hubiera sido nada elegante.

La inquietud inicial se hizo más concreta. Ahora el espacio abierto ante nosotras se asemejaba a un túnel. Me dolían los brazos.

Amalia me había llamado varias veces desde el incidente, pero yo no había sido capaz de volver a verla y le había dado largas. El caso del loco había sido de fuerza mayor, me había obligado a actuar. A afrontar la situación. Y ahí estaba rindiendo cuentas…

Lo entendí de pronto.

—Así que te has inventado todo esto para hacerme venir…

—Y aquí estás por fin —confirmó, triunfal.

—No había ningún asesino. Todo era una mentira.

—En eso no has cambiado nada. Te acercas al corazón del asunto, lo tienes delante de ti y luego eres incapaz de ver la verdad, la razón última. Aquí sí hay un asesino…

Vi el cuchillo en su mano derecha, lo vi levantarse como si una polea tirara de él y después se clavó en mi espalda. Me arrodille y Amelia cayó al suelo.

Se quedó allí, lastrada, mirando cómo yo trataba de quitarme el cuchillo. Finamente, me desplomé junto a ella. La miré a través de la fina lluvia. Sus dientes brillaban en la noche. Su camisón era luminoso.

La noche se hizo toda blanca por un instante antes de apagarse.

Lo que he aprendido escribiendo Vendrá la noche

Querido@s tod@s,

por fin tengo el honor de presentaros el fruto de mis esfuerzos, mi novela «Vendrá la noche«. De momento, está a la venta en Amazon en su versión Kindle. Preparo la edición en papel, pero sentía que no podía demorar más el lanzamiento, así que iremos por fases.


Vendrá la noche es una historia de intriga (espero) y de fascinación, casi de embrujo. El embrujo en el que cae la narradora, Laura, por el personaje principal: Carol. Desde el principio esta conexión tendrá consecuencias imprevistas. Pero no quiero desvelaros mucho… Ante todo, he tratado de construir una historia, con todo lo que eso implica para mí. Coherente de principio a fin, con desarrollo y personajes bien definidos. Una historia sostenida y sostenible y cuidada en su escritura. Al estilo, al punto de vista, a los personajes, a los giros narrativos…, a todo le he dado mil vueltas y seguramente en alguna ocasión me habré equivocado en mi elección. No lo sé. Ya me diréis, si la leéis.

el objeto de mis desvelos

Lo cierto es que llegué a pensar que no llegaría el día (en que viniera la noche)… Sí, porque ha sido un camino largo y difícil, en gran medida por mi torpeza, todo hay que decirlo. Me ha costado bastante darle forma a esta historia de un modo que me pareciera medio satisfactorio y, en su conjunto, digno de estar en el mundo. Sí, digno. Considero que l@s escritor@s independientes tenemos que esforzarnos por ofrecer productos profesionales a los lectores, porque los respetamos, porque valoramos su tiempo y su dinero y, ante todo, queremos que tengan una buena experiencia lectora. Así que, teniendo en cuenta todo lo que quería conseguir, este proceso en su totalidad ha sido un buen aprendizaje para mí y me ha mejorado como escritora.

¿Y qué he aprendido?

Escribir una novela es un compromiso que exige tiempo, motivación y esfuerzo. Creo que no puedes ahorrarte nada de eso. Hoy en día, casi todo@s buscamos gratificación inmediata. Queremos ir deprisa en todo: en la producción y el consumo. Pues bien, hay casos y casos, pero lo cierto es que una novela es una carrera de larga distancia. Hay que ser constante y trabajar. Son muchas las maneras de enfocar el reto y todas son válidas.  En el mundo conviven los escritores planificadores y los que se lanzan y avanzan conforme el texto y la historia se despliega ante ellos. En ambos casos es necesario perseverar.

He comprobado también que soy muy exigente y que la exigencia, a veces es una de las bonitas máscaras del bloqueo. No solo se bloquea quien se queda retorciéndose las manos ante la página en blanco. También quien, como servidora, cae en el bucle infinito de la corrección y las dudas. Por tanto, y esto está en mi lista de «cosas que mejorar», no tengo que permitir que la exigencia me paralice.

Las historias (métete esto en la cabeza, Martita) cobran sentido compartiéndolas, no reteniéndolas.

A pesar de lo anterior, he aprendido que una novela nace de verdad en el proceso de edición. Ahí se desvela para nosotros con nuevos temas, nuevas esencias y nos ofrece la  oportunidad de desarrollar todo su potencial. Es algo casi mágico y muy hermoso. Por tanto, el primer borrador debe enfrentarse sin presión y disfrutando (sin autocensura de ningún tipo). Después ya vendrá la lucha, o -seamos más constructivos-, el crecimiento…

Esta es buena: he aprendido que un escritor novel no debería ser tan osado como para intentar salir airoso de una novela policiaca, ejeeem. La complejidad de la estructura de una novela que debe estar bien armada, es cosa que no hay que subestimar. Creo que es preferible debutar con algo con menos técnica, pero más corazón (en mi caso, ya no es posible, pero me desquitaré con el siguiente proyecto!).

He aprendido que escribir es un proceso difícil de transferir. Es decir, puedes y debes formarte, leer y aprender cada día, pero solo con la dedicación práctica vas a entender el proceso y a ti mism@. Solo entonces entrarás en «la zona». Es curioso lo obvio que es esto y lo que nos cuesta comprender a veces. ¡Lección aprendida!

He descubierto también que hay gente estupenda ahí fuera de la que aprender y a la que estar agradecida. Gente generosa que comparte y te hace mejorar. Personas que te ayudan leyendo tu historia, aportando ideas, sugerencias. O que simplemente, te animan con sus palabras, su ejemplo y su apoyo. ¡Gracias!

Aún queda mucho camino por delante. Quien ha autopublicado alguna vez (o quien mantiene un blog o desempeña alguna actividad creativa) sabe que el creador hoy en día ha de ser autor, editor y promotor… y eso, ay amig@s, eso ahora es el el gran desafío…

 

Hemingway, Miss Stein y la homosexualidad

Cuando pienso en Ernest Hemingway, me viene a la mente, antes que nada, la palabra vital. Masculino, dinámico, activo, certero, salvaje y primario son otros adjetivos que entran en mi pensamiento. Porque no hay duda de que Hemingway era (o se vendía) como una fuerza de la naturaleza. Pero, ¿es eso bueno, la esencia, la ausencia de artificio, de sensibilidad? Me encojo de hombros: ni bueno ni malo, supongo.

Es sabido que Hemingway era amante de la caza, los toros, la violencia, un bebedor insaciable, el escritor macho por excelencia. Todo esto forma parte ya del mito. También es conocida su homofobia. De acuerdo, eran otros tiempos los suyos en los que se exaltaban otros valores (y se acallaban los que a mí más me importan). Aún así, con sus sombras y sus luces, Hemingway es Hemingway…

En el libro París era una fiesta (A moveable feast, 1964), una delicia de libro por cierto, hay un capítulo titulado «Miss Stein da enseñanzas» que me ha resultado muy curioso.

Situémonos: París años veinte, Hemingway es un veinteañero, que tras ser herido en la Primera Guerra Mundial y trabajando como corresponsal, se traslada a París, seducido por los artistas y escritores allí establecidos. Allí coincide con Gertrude Stein, autora célebre y centro de la intelectualidad parisina de entreguerra. Coleccionista de arte, mecenas, mujer genial, escritora brillante y lesbiana. Todo un carácter. 
Imaginemos a los dos en la casa de Stein en el número 27 de Rue de Fleurus, cara a cara, tomando una copita.

Miss Stein pensaba que en materia sexual yo era un ser primitivo, y debo admitir que me quedaban prejuicios contra la homosexualidad ya que conocía sus aspectos más toscos. La conocía como la razón para que un muchacho tuviera que llevar un cuchillo y estar dispuesto a usarlo cuando se encontraba en compañía de vagabundos, en los días en que la palabra «lobo» ya tenía un sentido obsceno en América, pero no designaba precisamente, como ahora, a un obseso por las mujeres. 

Entonces relata Hemingway sórdidas visiones de hombres depredadores en su juventud en Kansas City y Chicago.

Miss Stein me hacía muchas preguntas y yo trataba de explicarle que cuando un muchacho andaba en compañía de hombres tenía que estar dispuesto a matar a cualquiera, y saber cómo se hace y realmente sentirse capaz de hacerlo, si no quería ser “molestado”, para decirlo con un término accrochable. Cuando alguien se siente capaz de matar los demás se daban cuenta enseguida y lo dejan en paz, aunque siempre había ciertas situaciones a las que no convenía dejarse llevar ni por la fuerza ni por la trampa.

Recuerda también una convalecencia en el hospital, durante la cual un caballero le procuraba demasiadas atenciones:

—¿Y el sujeto de Milán a quien debo compadecer no estaba acaso queriendo corromperme?

y Gertude Stein, socarrona, le responde:

 —Pero no diga tonterías. ¿Quién va a corromperlo a usted? ¿Quién puede corromper a alguien que es capaz de mezclar alcohol blanco con una botella de Marsala? No, hombre, era un viejo desgraciado que no podía contenerse. Estaba enfermo y usted debería compadecerle.

Avanza esta curiosa charla, en la que él se encuentra incómodo y ella parece tantearle.

No era yo el que había empezado aquella conversación, y me pareció que se ponía peligrosa. Casi nunca había ninguna pausa en una conversación con Miss Stein, pero estábamos en una pausa y ella quería decirme algo y llené mi copa.   —La verdad, Hemingway, es que en esta cuestión usted es un ignorante -dijo ella. -Solamente conoció a delincuentes convictos y a enfermos y viciosos. El punto decisivo es el que el acto que cometen los homosexuales masculinos es feo y repelente, y después se tienen asco a sí mismos. Se emborrachan y se drogan para apagar el asco, pero su acto les repugna y siempre están cambiando de partenaires y nunca logran ser verdaderamente felices.

—Ya me di cuenta.  —¿Está seguro de que lo comprende?

y entonces ella, que aún no ha acabado de dar su visión de la homosexualidad, remata:

—Entre mujeres es lo contrario. No hacen nada que les dé asco ni nada repulsivo; y luego son felices y pueden pasar juntas una vida feliz.

—¿Y qué piensa de Fulana? —dije.
—Es una viciosa —sentó Miss Stein. —Es viciosa de verdad, y claro, no logra sentirse feliz más que con gente nueva. Es una corruptora.
—Comprendo.

En aquellos días habían tantas cosas nuevas para comprender, que me sentí aliviado cuando cambiamos de conversación.

Parece que Hemingway no comprende, la verdad. Se ve a las claras que todo el intercambio entre ellos está lleno de prejuicios (por ambas partes). Así que, según Gertrude Stein, la homosexualidad masculina es vergonzante, pero la femenina, no… un punto de vista cuando menos partidista…

La conversación parece un baile, en el que ella quiera guiar y él se resiste a entrar del todo. Y aún así no deja de ser muy divertido imaginarse al joven escritor teniendo esta conversación con la eminente Stein.

Con todo, tenemos que tener en cuenta que este libro está escrito entre 1957 y 1960 (y publicado de forma póstuma). En él, Hemingway rememora las experiencias de aquellos años de juventud en París, pero no hemos de fiarnos del todo del viejo Hem.
Él mismo, en el prefacio, escrito en 1960, deja un buen apunte:

«Si el lector lo prefiere, puede considerar el libro como obra de ficción. Pero siempre cabe la posibilidad de que un libro de ficción arroje alguna luz sobre las cosas que fueron antes contadas con hechos».

Lo que sí parece es que, ficción o realidad, el autor norteamericano ofrece una opinión. Aunque expresó siempre de forma muy viva su intolerancia sexual (o quizá precisamente por eso), se ha especulado mucho sobre una supuesta homosexualidad reprimida en Hemingway (Ava Gardner lo insinuó en sus memorias; Zelda Fitzgerald también dejo caer que entre su marido y Hemingway había algo más que amistad…). Pero de esto último, si  es que existió, no hay nada escrito en París era una fiesta

 

Carol: Patricia Highsmith entre el amor y la vergüenza

Estos días estoy leyendo Patricia Highsmith (The Talented Miss Highsmith; 2009), biografía a cargo de Joan Schenkar. Estoy disfrutando mucho la lectura, aunque mi primera conclusión mientras paso páginas, es que Schenkar no tiene una visión muy positiva de la escritora. Tiempo habrá de comentar esto más adelante. De momento, me hace pensar sobre el papel que adoptan los biógrafos a la hora de abordar un personaje (¿se apartan y ceden el protagonismo o comentan y se hace presentes?) Ciertamente, a mí Joan Schenkar y su visión del personaje se me está imponiendo mucho (demasiado). Nos ofrece una Patricia H. difícil de estimar (de acuerdo, no tenemos por qué apreciarla), pero me pregunto hasta qué punto es válido opinar sobre todo (que vestía de forma muy masculina; que era tacaña; que tenía un carácter desagradable; que bebía mucho; que era egoísta, neurótica, anoréxica; incluso que tenía mala caligrafía!!!). No soy partidaria de hacer hagiografía con las biografías, pero tampoco de condenar de manera tan partidista…

Pero este post no está destinado a escribir sobre este libro (insisto, que, pese a todo, me está encantando), sino a hacer una reflexión sobre algo que he leído a propósito de uno de mis libros favoritos de Highsmith: Carol.
Recordemos que la novela se había publicado en 1952 con el título de El precio de la sal y el pseudónimo de Claire Morgan.
El 4 de abril de 1978, en Londres, Patricia Highsmith concedió una entrevista a Chris Petit, un joven periodista admirador de su obra que había conocido en Berlín.
y cito a Joan Schenker:

«(…) en esta mañana de primavera de 1978, dice Christopher Petit, Pat «me reconoció al final de la entrevista que ella era la autora de Carol». Y a continuación le hizo pasarse  «unos quince minutos prometiendo que no lo mencionaría en la entrevista ni le atribuiría la autoría a ella».

¿No es asombroso que una obra de la que estamos tod@s tan orgullos@s le causara tanta tribulación? Hasta ahora poco había leído sobre el proceso de creación de Carol. Sí había leído el prólogo de la propia Highsmith, escrito en 1989. En ese estimable texto ella justifica el uso del pseudónimo (sus editores habían rechazado la novela por su contenido) y ella, que empezaba a ser considerada una autora de suspense tras «Extraños en en un tren» no quería que la etiquetaran como una escritora de «libros de lesbianismo».

En el prólogo Pat Highsmith también explica la génesis autobiográfica de la historia (el periodo que pasó en la Navidad del 1948 trabajando en unos grandes almacenes de Manhattan y cómo allí atendió a una elegante mujer que fue a comprar una muñeca para su hija. De ese breve encuentro, nació la novela…). Al final habla del impacto positivo que su historia (un historia de amor homosexual que no acaba en tragedia) había tenido en muchas lectoras y lectores -de los cuales había recibido muchas cartas de agradecimiento-. Sin embargo, con su toque un tanto «desapegado» concluye:

«Las cartas fueron llegando durante años, e incluso ahora llegan una o dos cartas de lectores al año. Nunca he vuelto a escribir un libro como éste. Mi siguiente libro fue The Blunderer. Me gusta evitar las etiquetas, pero, desgraciadamente, a los editores estadounidenses les encantan».

Un poco frío, ¿no? No se puede considerar la defensa más orgullosa que esta novela merece, lo que me cuadra con lo que cuenta Joan Schenken:

«A Pat siempre le había preocupado que la relacionaran con Carol y el tema la tuvo muy «atormentada» (la expresión es suya) antes y después de publicar el libro. Ahora, a menudo menospreciaba el libro, atacaba a su madre por haber contado que Pat era la autora (Mary Highsmith se lo había revelado a su pastor en Texas) y sólo muy a regañadientes permitió que se publicara  con su propio nombre en Inglaterra en 1990″.

Solo cuatro años antes de escribir el prólogo que he comentado, Patricia aún se sentía incómoda con la  novela:»En 1985, mantuvo un tenso intercambio con Alain Oulman, de la editorial parisina Calmann-Lévy, sobre la seguridad de su pseudónimo, Claire Morgan, ya que pensaba que en Francia se había filtrado que el libro era suyo. (No era el caso, pero los críticos encontraron «un toque Highsmith» en la novela). Cuando por fin la editorial Bloomsbury publicó Carol en Londres en 1990 con el nombre «Patricia Highsmith» en la cubierta, le cambiaron el título. Parece que siempre tenía que haber alguna parte de Carol que quedara disfrazada.»

Yo creo que está muy bien que tengamos estas informaciones y conozcamos estos detalles para valorar bien lo difícil que ha sido escribir y publicar novela lésbica (o no normativa en general).
Siempre he agradecido que Carol exista. Más de medio siglo después, además de un gran libro es una película de éxito internacional, avalada por la crítica, respaldada por el público y protagonizada por dos actrices de renombre.
Aún así, no debemos dormirnos. Recordemos qué tiempos difíciles fueron aquellos que llevaron a Patricia Highsmith  a  sentirse avergonzada de un libro que, en 1952, en su diario describía así:

«Ahora, ahora, ahora, enamorarme de mi libro… el mismo día que he decidido no publicarlo, no por un tiempo indefinido. Pero seguiré trabajando en él en la próximas semanas, puliéndolo, perfeccionándolo. Me enamoraré de él ahora, lo amaré de una forma distinta a como lo amaba antes. Este amor es eterno, desinteresado, altruista, impersonal incluso».

Un amor así merece el mejor de los destinos…

Versatile Blogger Awards

El otro día tuve el placer inesperado de ser nominada para los premios Versatile Blogger. La culpa de esto la ha tenido Yasmina Santos. Le agradezco que haya pensado en mí y me haya distinguido con tal honor. Yasmina va creciendo día a día con su blog y creo que nuestros progresos se alientan mutuamente.

Al parecer, en esto de los Versatil Blogger Awards, hay unas normas básicas que os resumo en: escribir un post con el banner de los premios y agradecer a quien te ha escogido; nominar a otros dos blogs; contar siete cosas sobre ti.

 Empecemos por mí.

 1. Decía André Gide que un escritor escribe… para que le lean. Un día pensé que, si no hacía algo por remediarlo, el día que yo muriera, alguien encontraría mis cajas y cajones llenos de libretas, escritos, historias, diarios…y bueno, podría quemarlos todos directamente en la falla del barrio, o pasar un buen y alucinante rato leyendo… Para ahorrar tiempo, me dije, sería buena idea sacar a la luz esos escritos en vida. Y con esa intención -más de actitud que de aptitud- nació este blog.

 2. Mi evolución, mi crecimiento y mi escritura (y mi enseñarla al mundo) es lenta. Un día un amigo mío me dijo : Marta, tú eres como una pirámide, sólida, segura… en cambio yo soy un edificio con aluminosis… Bueno, ha pasado el tiempo y mi querido amigo es un exitoso hombre y yo sigo siendo la lenta de siempre. Publico poco, lo sé, pero ahí estoy.

 3. El cine es una de mis pasiones desde niña, pero como siempre me ha acompañado me tomo ese amor con calma, como un compañero natural. Cuando tenía 10 años mi película favorita era West Side Story. Después, pasó a ser Encadenados (yo quería salvar a Ingrid Bergman de los nazis!) y más tarde comenzó a ser una mezcla de fotogramas, escenas y planos, mucho más amplios que una sola película, tendencia o escuela. De todo eso me alimento aún.

 4. De lo que no me alimento es de mi cocina, desde luego. Es con seguridad uno de los campos en los que debo mejorar. La última vez que me puse manos en la masa, me cargué el móvil (abrí un armario y un termo cayó sobre la pantalla en la que seguía la receta, crashhh). Creo que fue una señal «aléjate de la cocina!».

 5. Algo que me gusta pensar como complementario a este blog es mi cuenta de Twitter. @_mcatala Gracias a ella he conocido a gente muy interesante que me descubren cosas nuevas cada día. Me divierten y me instruye. Es la parte más gratificante de formar parte de una comunidad on-line.

 6. Leer es otra debilidad mía, aunque aún no la he integrado mucho en el blog (todavía). Hay un libro que me encanta. Lo suelo recomendar a personas especiales y siempre, sin excepción, me he estrellado con la recomendación. Se trata  de Escrito en el cuerpo, de J. Winterson. Ese libro es como el zapato de cristal de Cenicienta. Algún día, a alguien le gustará tanto como a mí…

7. Tengo una novela en proyecto y ya está casi lista, pero me ha costado tanto (y he pasado por tanto amor/odio en el proceso) que a veces creo que vencerá mi parte crítica (y críptica) y nunca se hará realidad. Sí, a veces pienso que la vida no es más que un sueño de Antonio Resines…

 Y ahora lo verdaderamente importante. Mis dos blogs elegidos para continuar esta bonita iniciativa:

 Remendada: porque este libro-blog un ejemplo de constancia y S. nos ofrece cada semana (llueve o truene) su capítulo. Y nunca se le agota la fantasía. Nunca. La estrategia de la hormiga al poder!

Nico Por favor: me gusta su modo de trabajar. Su blog es ejemplar, porque además de su contenido, tiene un diseño que me encanta y sabe revalorizar su producto. Una chica lista hay detrás de todo esto.

Ha sido un límite tener que decidirse solo por dos, pero, nominación a nominación, sé que entre tod@s, alcanzaremos a acordarnos de l@s bloggers que nos alegran el día a día.

Abducidas

Eva está en una habitación donde predomina el color blanco.  No hay ventanas. No hay  adornos ni apenas mobiliario. Tan sólo una mesa y dos sillas de un diseño que convendremos en calificar de futurista.  Eva está sentada frente a un ser de aspecto no humano (no hay duda de que no es de esta Tierra). El ser extraterrestre (de ahora en adelante E.T.) la mira con sus tres ojos amarillos. Eva no parece preocupada ni por lo singular del encuentro ni por encontrarse en inferioridad ocular. Tiene sus propias tribulaciones.

—¿Y sabe usted cuando dicen eso de, “nos presentó una amiga”?

E.T. calla.

  —Pues yo soy la amiga, siempre. Ese es mi problema. La historia de mi vida.

E.T. permanece impasible. No hay manera de saber si se trata de indiferencia. Empieza a manipular un cristal ovalado. Garabatea en él con la ayuda de un cilindro. Eva, aburrida, mira alrededor.

—Usted habrá tenido novia… o novio… o… pareja, eso pareja, ¿no?

E.T. mantiene dos ojos fijos en el cristal. El tercero apunta a Eva, que se acerca como si aquello se tratara de un micrófono o una cámara. Habla más alto, como para asegurarse de que lo que tiene que decir queda claro.

—Pues yo no, ea. Siempre soy la maldita amiga. Y ahora también… la maldita amiga enamorada de su amiga…

Da un puñetazo sobre la mesa y se pone a llorar. E.T. dirige todos sus ojos al cristal.

***
E.T. (no podemos asegurar que sea el mismo ser que antes, a pesar de que es igual) mira a Laura, que juega con su móvil. Parece muy divertida. E.T. no dice ni pruna. Espera hasta que Laura por fin advierte su presencia.

—¿Qué?, ¿ya?, ¿me toca? perdone, como tardaba tanto… Estaba jugando a los marcianitos… a los marcianos, quiero decir, no como usted que tiene aspecto de…, no, no me lo diga, déjeme adivinar, ¿tal vez de vegano? Me refiero a procedente de la estrella de Vega, no a que sea vegetariano, que… también es probable, ¿no?

E.T. la mira con esa mirada impertérrita que tan bien domina. Laura se pone las gafas.

—Yo diría que sí, vegano, porque claro, ustedes no pueden venir de Marte, ¿sabe? Tendrían otro aspecto, no sé —se ríe— , leí una vez que si existieran, los marcianos, serían como bolas con muchas escamas y usted es muy… agradable y… simétrico.

E.T., que no parece atender a cumplidos, le extiende un informe en papel. Laura se ajusta las gafas y lee en voz baja. Respira hondo y parece que piense que qué tecnología tan cutre la del papel, pero seguramente su cabeza anda en otra cosa, porque no alude al soporte, sino al contenido.

—Sí, sí, todo esto es verdad. Técnicamente ella la vio primero… a Martina, pero entre ellas no había nada. Sólo van a la misma clase. Me lo dejó muy claro y eso que yo no pregunté ni nada, vamos que insistió.

Laura examina de nuevo a E.T. y mira el papel. Y ahora parece que piense en qué genialidad eso de conservar el papel. Pero tampoco es eso lo que dice al final.

—¿Es por eso por lo que estamos aquí? ¿Por Eva? —suspira— Bueno, no me lo puedo ni creer, qué mal perder. Yo… sólo me acerqué a Martina y le hable de Hawkins y surgió la chispa y nadie puede culparme porque las mujeres me prefieran a mí, generalmente, ¿no cree?

***

Martina se arregla el pelo con las manos. Mira con recelo a E.T., que esta vez tiene los ojos violetas, en vez de amarillos. Nadie habla durante unos segundos. Martina se decide a romper el hielo.

—Eva se sienta a mi lado en la clase de semiótica. No hablamos mucho, ella siempre está concentrada mirando al frente. Me sé de memoria su perfil, muy romano, ¿verdad?  Me sorprendió que me invitara a su cumpleaños, ¿le he dicho ya que nunca me habla?

E.T. mira una tablilla que se llena de extraños símbolos de forma periódica. Se detiene como esperando más información, aunque bien podría estar haciendo un Sudoku. No podemos saberlo. Martina tampoco puede saberlo.

—¿Sigo? Y Laura… es muy diferente. Ella sí me habla, vaya que si me habla. No sé si se ha fijado usted, pero es muy atractiva. Cuando se quita las gafas, tiene una mirada penetrante. Aquí penetrante es una metáfora, no vaya a usted a creer que lanza rayos o algo así.

Martina se aproxima a E.T., quizá para reclamar toda su atención, quizá para hacer una confidencia.

—¿Usted sabe lo que es la homosexualidad?

***

Eva, Laura y Martina están de pie, en una estancia blanca, junto a un mostrador que asemeja la barra de un bar. Hay tres brebajes frente a ellos. Eva coge uno de los tubos. Laura se lo quita y lo estudia.

—Esto debe de ser proteínico —lo huele—. Una sustancia no muy diferente de nuestra leche, en realidad. Creo que deberíamos tomarlo. Seguramente hemos perdido electrolitos aquí.

Eva le da un golpe de cadera y le quita la bebida.

—¿Y quién te dice que no es veneno?¿Es que siempre tienes que probarlo todo? ¿Ves? Ahí está el problema, que siempre haces lo mismo: buscar la novedad. ¿Es que no te han dicho que mejor es la buena conocida? ¿No te dieron clases elementales?

Martina carraspea y levanta el dedo índice.

—Lo bueno conocido

—¿Qué?

—Se dice “mejor es lo bueno conocido”.

Afortunadamente para Martina las miradas no matan.

—¿Tú ves a algún bueno conocido por aquí?, No, ¿verdad? pues habla con propiedad. No, mejor, cállate, que por tu culpa estamos aquí. Y a ver ahora cómo salimos.

Laura vuelve a arrebatarle a Eva el tubo con el líquido blanco, sus proteínas y electrolitos.

—Yo más bien diría, fíjate, que tú… empezaste todo. Porque, si nos remontamos exactamente al momento de los hechos…

Martina se acerca a una puerta. La manipula, sólo para constatar que está cerrada.

—Nadie tiene la culpa. Nos secuestraron.

Laura la mira con admiración, no sabemos si por su elocuencia, su sabia resignación o por su planta torera.

—Eso es. Correcto. Nos secuestraron, o… nos detuvieron y seguramente, por desorden público.

Eva resopla. No parece aguantar más:

—Abducidas…

—¿Qué?

—Que la palabra correcta es abducidas, ya que sois tan precisas siempre. La puta palabra exacta cuando te secuestran extraterrestres es abducidas.

Martina, sorprendida por el arranque, apoya su mano en el hombro de Eva. Ella enfadada como está, se aparta.

—Abducidas, ¿pero, por qué?

—Porque estábamos en un monte, de noche, pegando gritos como insensatas. Y en el espacio la gente es más civilizada. No hay más que verlos.

***

E.T., que esta vez tiene los ojos verdes, se mira, lo que, según la quinta acepción de la RAE es el “tipo de extremidad par cuyo esqueleto está dispuesto siempre de la misma manera, terminado generalmente en cinco dedos, y que constituye el llamado quiridio, característico de los vertebrados tetrápodos”. Es decir, se mira la mano, aunque esta vez la generalidad no se cumple, pues únicamente tiene tres dedos.

Martina está sentada frente a él con unos electrodos azules conectados a la cabeza.

—Si pretende usted entender mi cabeza, pierde el tiempo. Muchos lo han intentado. Y no funciona. Soy una chica complicada.

Martina se queda un momento quieta. Después abre los ojos con sorpresa.

—Ehhh le he oííído; le he oído hablar, me ha hecho una pregunta…, ¿que qué pasó exactamente? Tiene usted una voz muy grave, ¿sabe?

***

Eva gimotea con los electrodos en la cabeza.

—Tuve yo la culpa. Por gilipollas. Las invité a las dos a un pícnic nocturno psicodélico por mi cumpleaños. Creía que sería guay. Vas al monte con el coche, pones la música a tope y descorchas un par de botellas de vino. A Martina solo la invité para que Laura no pensara que yo quería llevármela al huerto, aunque, coño, sí quería llevármela al huerto. Al final lo único que me llevé fueron dos sorpresas: una, los malditos marcianos existen y… dos, y no por ese orden, que mis dos únicas invitadas se estaban morreando. Y eso último fue lo peor, de lejos.

***

Martina, en otra sala, escucha tras un cristal las declaraciones de Laura que habla con el  E.T., de ojos verdes. Laura parece muy segura de sí. Habla con mucha calma.

     —A mí no me gusta nada el numerito New Age y ese rollo de “vamos a unirnos con el universo”. Yo tengo una mente científica, aunque estudiara letras… pero eso no importa. Sí, estábamos a solas y Martina me besó apasionadamente. La noche estaba siendo perfecta hasta que… Pasó todo muy deprisa. Eva nos vio y pegó un grito espantoso y luego nos quedamos ciegas, pum, de golpe, las tres a la vez. Eva dijo que era un castigo divino, pero yo más bien pensé en el vino, que era muy malo, que ni es su cumpleaños se curra una buena botella. Y resulta que no fue lo uno ni lo otro… porque de pronto estábamos aquí.

Martina golpea el cristal.

—Ella, fue ella, ¡Laura se abalanzó sobre mí! Me dijo que subiera a la cima de la montaña con ella y que me enseñaría la Osa Mayor y sí, yo piqué. Cómo iba a saber que no hablaba literalmente. Parece tan seria, yo no sospechaba que… pero, ¡si yo fui allí esa noche por Eva! Y nos pilló y se confundió. Un desastre, bueno, una mierda, si me permite expresarme.

***

Laura, Martina y Eva están de pie sobre una plataforma. Las tres visten túnicas blancas. Martina mira su túnica de un modo tal que posiblemente acertaríamos si dijéramos que: a) echa de menos los pantalones, b) agradece que no haya estampados en la tela, c) finge que está pensando en a) o b).

Laura coge a las otras de las manos.

—Tenemos que hacer un ejercicio y después nos liberarán. Terapia experimental. Ella dijo que nos pusiéramos así, formando un triángulo y que siguiéramos las instrucciones.

Eva la mira desconcertada.

  —Ella, ¿quién?

—La alienígena, ¿quién va a ser?

—No se vosotras, pero yo sólo he hablado con hombres, varones, machos, marcianos…

—Hemos hablado con la misma gente y eran mujeres. Está claro. Porque no tenían atributos masculinos.

 —Ni femeninos. No eran mujeres. Eran… iguales.

—Más bien, idénticos.

—Es lo mismo.

—No es ni parecido.

—Fueran lo que fueran, se parecen, sólo que había de ojos verdes y amarillos y violetas.

 —Pues eso es que el color indica el sexo.

 —Pues nosotras tenemos los ojos negros y eso no indica nada de nada. Venga, vamos con el ejercicio. Me quiero largar. ¿Qué hay que hacer?
—Ellos o ellas o… ellis… dicen que somos un difícil enigma. Creen que esto puede ayudarnos. A ver, sigamos las instrucciones. La cosa es simple: cada una se pone delante de quien le guste y a ver qué pasa. Empieza, Eva.

Eva, obediente, se sitúa frente a Laura.

  —Supongo que ya lo sabías.

Laura encoge los hombros, se gira y se coloca frente a Martina.

  —No es culpa de nadie si nos gustamos.

Martina se coloca entre ambas y mira a Eva.

  —¿De verdad no notabas que te quiero? ¿no has visto las señales? ¡Por Dios estudias semiótica!

***

Laura se ajusta los electrodos. Escucha atentamente y afirma con la cabeza.

—Nos van a liberar. Nos agradecen sinceramente el tiempo que les hemos prestado.

—O nos han robado, más bien.

—Dicen que somos disfuncionales.

—¿Eso qué significa?

—Que no nos ponemos de acuerdo.

***

Eva, Laura y Martina están en la montaña, cogidas de las manos. Es noche cerrada y la luna resalta el color de las túnicas blancas. Miran al cielo. No se ve ni rastro de naves o marcianos. Están totalmente solas. ¿Podrían estar aún en el ultraespacio? Unas letras blancas en la ladera de enfrente lo desmienten. “CULLERA».

—Podían habernos dejado en Hawai. O habernos pagado algo, por lo menos, ¿no?

—En investigación, sólo te pagan si eres útil. Y como dicen que somos disfuncionales…

—Imbéciles es lo que somos.

—Disfuncionales. A mí me suena mejor…

—¿Disfuncionales? ¿Es que no saben lo que es un jodido triángulo amoroso? ¿No tienen culebrones en Marte o qué?

—Es cierto que no es tan raro. Yo conozco miles de casos, bueno, por lo menos un par.

—Oye ¿y si celebramos el cumpleaños? Por ese camino se baja a la playa. A mí  me han entrado ganas de bañarme.

La sugerencia tiene una entusiasta acogida. Eva, Laura y Martina, las tres, están de acuerdo. Al menos en eso.

Butterfly Kiss

Hoy os quiero hablar de la película Besos de Mariposa (Butterly Kiss; 1996). La publicidad americana  la llamó en su día «la respuesta británica a Thelma & Louise«.

Es un interesante modo de verlo, porque, en efecto, en ambos casos se trata de una historia de dos mujeres contra el mundo, pero eso es quizás negarle originalidad a Butterfly Kiss.

A mí me ha recordado más, si cabe, a Asesinos Natos (Natural Born Killers, 1994) y a Amor a Quemaropa (True Romance, 1993). Al igual que esta, Butterfly Kiss es una road movie violenta, salvaje y bastante rompedora.

La parte más subversiva de su propuesta es que la protagonista es una atípica psicópata esquizofrénica lesbiana y sádica. Soy consciente de que en este caso en particular, etiquetar es limitar a este fantástico e inclasificable personaje. Pero situar a Eunice en el centro de este relato para mí ya es una declaración de intenciones.

Eunice es una mujer que va de gasolinera en gasolinera buscando a una tal Judith, una antigua amante. En su búsqueda, no duda en mandar al otro barrio a quien le de la respuesta equivocada… Por el camino se topa con Miriam, una trabajadora de gasolinera, cándida, dócil y con necesidad de afecto, que enseguida siente atracción por ella. Después de pasar la noche juntas, emprenden un enloquecido viaje por el norte de Inglaterra al ritmo de la locura asesina de Eunice.

El binomio de estas dos mujeres y su atípica relación (¿quién salva a quién?, ¿hasta qué punto se puede llegar por amor?) es la peli en sí. Todo se construye en torno a estas dos mujeres perdidas que se encuentran, dos personajes extremos, marginales, de los de la periferia narrativa. Y ahí, en dar visibilidad a los marginales, está el interés para mí.

Amanda Plumer y Saskia Reeves funcionan muy bien en sus roles. Una, histriónica, temperamental, destructiva; la otra, dulce, sumisa y entregada. Imposible no ceder al hechizo de esta historia con el romanticismo brutal y demente que encierra. Una historia de amor, (auto)-castigo, redención y sacrificio, que se puede leer como una fábula (de final tan impactante como necesario).

Pero, a diferencia de Thelma y Louise, Buterfly Kiss tiene mucho sentido del humor. Más allá del fatalismo de la historia, de lo salvaje que es, subyace ese algo paródico y delicioso a lo largo de toda la cinta. ¿Qué haces si tu novia tiene la manía de dejar cadáveres en el maletero del coche?

Parte de la frescura es mérito de la desenfadada realización de Michael Winterbotton, en su primer largo. Aquí ya va dando señales de lo que será su cine: el ritmo alto, la naturalidad, la mezcla de lenguajes… Como me gusta acreditar a los guionistas cuando es posible, os comento que está escrita por Frank Cotrell Boyce, colaborador habitual del director inglés (Welcome to Sarajevo; Forget about me; Code 46).

Añadimos una banda sonora muy de los noventa, con temas de The Cranberries y yo creo que ya son motivos para verla.

Lo mejor: la pareja protagonista, no se me ocurren dos outsiders más desquiciadas y auténticas.

Lo peor: ese momento inicial en el que aún te resistes a dejarte llevar por el delirio de la peli y puedes echarte atrás.

Señales

Quiero dedicar este relato a mi amiga Bety, de México. Ultimamente, se ha pegado una panzada y ha leído todos los posts del blog y me ha mandado inteligentes y generosos comentarios. Le agradezco mucho (te agradezco) sus ánimos. Le dan un sentido más amplio y completo a esta tarea…
Bety, espero que este te guste, si no, lo seguiré intentando con el siguiente…

***

Llegué a la gasolinera después de comer. No había ningún coche repostando y nadie atendía en la caseta. Llené el depósito en el surtidor de autoservicio y volví a mirar el mapa. Según las indicaciones, la casa de mi amiga Ana estaba a solo unos kilómetros. Desde que se había recluido allí, había sido imposible obligarla a salir. Y ahora yo era la última esperanza de su familia. “Habla con ella”, me pidió su madre, “haz que entre en razón”. Pero Ana se negaba a volver a la ciudad y no admitía visitas. Llevaba así tres meses, había abandonado el trabajo y despachado a su novio. Y nadie sabía por qué.

El pueblo natal de los padres de Ana estaba a ciento sesenta kilómetros de la capital. Estaba aislado entre vastos llanos sin cultivar y dos altas montañas que eran el deleite de los cazadores furtivos. La casa de Ana estaba en el casco antiguo. Era una casona grande de tres plantas. Encalada, con las puertas y ventanas de madera y las persianas de color verde esmeralda. La fachada principal daba a una calle ancha en la que había un bar y una tienda de comestibles.

Aparqué el coche en la calle paralela. No quería alertar a Ana. Me llamó la atención no ver a nadie por las calles, pero era un miércoles de febrero y a la hora de la siesta. Un perrito escuálido dormitaba en la puerta de Ana. Estaba rodeado de moscas, tan quieto que parecía muerto. Cuando me acerqué con cierta precaución, el perro movió la cola. Iba a acariciarlo cuando soltó un gruñido y me enseñó las colmillos. Retrocedí varios pasos y entonces, fiummm, algo me rozó el pelo. Me agaché por instinto. ¿Qué había sido eso? De nuevo, otro silbido y algo como un proyectil pasó a mi lado y fue a rebotar contra la pared. ¿Me habían disparado? Entretanto, el perro seguía gruñendo, aunque me di cuenta de que, afortunadamente, estaba atado. Me situé a salvo de las balas que procedían de casa de Ana. Tardé un poco en darme cuenta de que mi amiga me estaba disparando.

Grité para que me oyera. Le dije que era yo y que venía sola. Se hizo el silencio. Entonces Ana ordenó que me marchara y yo le dije que no me iría hasta que pudiera hablar con ella, cara a cara. Me senté junto al perro que seguía ladrando sin parar, tratando de soltarse. Entonces se oyó el zumbido del timbre. Me incorporé de un salto y empuje la puerta. Me enfrentaba a unos estrechos escalones en la penumbra. Se hizo una luz en lo alto de la escalera. Identifiqué claramente a Ana con una escopeta en las manos. Me apuntaba.

—No deberías haber venido—dijo.

—¿Por qué no? Quiero verte.

—Nos has puesto en peligro a las dos —sentenció.

Bajó la escopeta y yo avancé hacia ella. Desde luego, parecía que mi amiga había perdido el juicio. Se retiró de la puerta y lo tomé como una señal para seguirla. Esperó a que entrara y cerró la puerta con un cerrojo enorme que estaba clavado de cualquier manera a la chapa.

Lo que vi a continuación me descorazonó. La estancia principal estaba a oscuras. Había una silla situada frente a la ventana. La tele estaba encendida y sintonizada en un canal de noticias que emitía las veinticuatro horas. Había latas de comida en el suelo y un montón de botellas de agua. A juzgar por lo que vi Ana debía alimentarse de conservas y había dejado de preocuparse por su aspecto. Si eso no era una depresión que viniera alguien y me lo contara.

—Sé lo que estás pensando —me dijo sentándose en la silla y dándome la espalda—, pero te equivocas.

—¿Por qué no me cuentas lo que pasa, Ana? —y odié sonar a médico de película barata. No sabía cómo abordar el tema. Ella se encogió de hombros:

—Cuando supe que venían, decidí prepararme.

—¿Venían?, ¿quiénes? —me habían prevenido de que Ana tenía extrañas ideas. Estaba convencida de que estaba pasando algo terrible en la ciudad, pero no me dieron detalles de su paranoia.

—¿Cómo que quiénes? ¡No me digas que tú también te haces la tonta! Pues te diré una cosa. Por mucho que lo ignoremos, va a pasar. Por eso me he encerrado aquí. Aguantaré más tiempo.

La tele daba una noticia de la caída en picado de la bolsa de Londres. La gente estaba crispada desde hacía tiempo. Había una pelea en pleno Paternoster Square. Un hombre sangraba por la nariz. Otros gritaban.

—Son tiempos difíciles para todos —dije buscando acomodo en un sillón cubierto de mantas.

Ana se giró hacia mí y vi la rabia en sus ojos. La misma que cuando nos peleábamos de niñas y yo no daba mi brazo a torcer.

—No me trates como a una loca. Hablo de algo muy serio. Ellos ya están allí. Y la ciudad será lo primero que ataquen.

Estaba divagando. Era duro verla así.

—¿Tienes  miedo de un ataque militar? Las cosas no están tan mal. En realidad, todo está bastante bien en la ciudad. La gente vive su vida. Y algunos te echan de menos.

Ana me volvía a apuntar. No le había gustado mi sentimentalismo.

—Da igual que la gente viva su vida como si nada. Peor para ellos, serán los primeros en caer. Los ignorantes como tú, como mis padres y como Tomás. Todos.

—¿De qué estás hablando, Ana?

—De los zombis —contestó—. Hablo de los zombis. Ha pasado.  Están entre nosotros. Y no habrá escapatoria.

Intenté asimilar la información, Ana creía que existían los zombis y que la iban a atacar. No dije nada, qué podía decir. Ana habló.

—Me compré ese libro: El advenimiento de los zombis. Y me lo tomé a coña. Estaba ciega como todos vosotros, pero las señales… las señales eran inequívocas: primero la corrupción, luego el hambre, la ira, la muerte y, justo después de la quietud… la llegada de los zombis. Está pasando, ¿no lo ves?

No podía creer que mi amiga, la más inteligente de la pandilla, estuviera cayendo en un infantilismo tan grande y evidente.

—Todo eso es muy vago, Ana. Abstracciones. Y siempre hay fatalistas que se quieren aprovechar del desconcierto. Además, todo no ha pasado. La quietud… La ciudad está muy viva. Lo único que está quieto es este pueblo. Y que yo sepa, no hay zombis. Y si los hay, razón de más para irse de aquí.

El perro aulló y Ana se levantó de la silla. Miró por la ventana y después me encaró.

—No. Primero irán a la ciudad y acabarán con vosotros. Será un desastre absoluto. No podréis detenerlos porque no querréis detenerlos —el tono profético de Ana me estaba produciendo un nudo en el estómago—. Esa es la gran tragedia: cuando ya no quieres resistir, estás perdido.

—Tienes que volver conmigo —intenté hacerla cambiar de tema—. Podemos hablar con alguien allí. Buscar ayuda.

El perro empezó a ladrar con fuerza. No callaba. También debía estar desquiciado. Y de pronto un quejido lastimero y silencio. Ana asió con fuerza la escopeta.

—Ya están aquí.

Le pedí que dejara el arma. Ana no tenía la mente clara. Iba a hacer una tontería. Pero ella se acercó a la puerta y dijo que no les dejaría entrar por nada del mundo.

Se oyó un ruido en la escalera. Alguien había golpeado la puerta. Temí que Ana atacara a un vecino. Le pedí que me dejara asomarme y consintió con la condición de que no permitiera subir a nadie. Era inútil que les hablara, me advirtió. No podían hablar y menos razonar. Le seguí la corriente. Sabía que Ana deliraba, pero lo cierto es que sus alucinaciones me contagiaban un miedo inmotivado.

En la escalera no había nadie. Esperé en el umbral, pero no pasó nada.

—Volverán —aseguró Ana—. Y  a mí no me pillarán. Te lo aseguro.

Fue inútil tratar de convencerla para que regresara  a la ciudad conmigo y yo poco podía hacer desde allí. Así que me despedí. Cuando me iba, Ana me dio un abrazo.

—Supongo que no volveremos a vernos.

Le dije que claro que nos veríamos, pero ella no quiso creerme. Mientras bajaba las escaleras, tuve que convencerme de que Ana estaba enferma, porque en su último adiós sólo me había parecido terriblemente asustada.

Cuando bajé a la calle, el perro no estaba. Supuse que había escapado. La correa seguía atada al barrote de la puerta. En el suelo, donde antes había estado el perro quedaba una mancha parduzca difícil de identificar.

En el pueblo seguía sin aparecer ningún ser vivo. El letrero del bar se agitaba con el viento produciendo un molesto chirrido. Me asomé. No había nadie en el interior. Algunas mesas tenían vasos y botellines que nadie había recogido. Me preocupaba dejar a Ana sola, pero sólo serían unas horas. El tiempo de volver y pedir ayuda médica. Mi amiga la necesitaba con urgencia.

Ya en el coche recorrí la carretera solitaria de camino a la ciudad. No me crucé con ningún un coche. Pronto empecería a caer el sol. Sintonicé la radio. Me sentía muy inquieta desde que me había separado de Ana.

Una voz femenina daba las noticias con voz monótona: un grupo de paramilitares había tomado el Parlamento. Eran un grupo muy numeroso. Uno a uno, estaban tomando todos los edificios institucionales. La cosa era gravísima. Me imaginé el estado de caos que me encontraría. Tal vez no me dejaran entrar. Tendría que localizar a mi familia y amigos. Podían estar en graves apuros a esas horas. Habría que pensar en organizarse. Mi cabeza era un hervidero, pero cuando entré en la vía de acceso principal me encontré con que la ciudad estaba como siempre. La gente paseaba por las calles, indiferente a todo. Nadie parecía preocupado. Todos los comercios estaban abiertos y la gente alternaba en las terrazas de los bares, como cada día a esas horas. Pese a que las noticias alarmantes se difundían ya por todos los rincones como un reguero de pólvora, nada había estallado.

Todo estaba en profunda calma. Extrañamente tranquilo y quieto.

De chica en chica

De Chica en chica es una peli de Sonia Sebastián estrenada en 2015. Había oído hablar de ella durante meses, -desde que arrancó la campaña de crowdfunding hasta que fue avanzando la producción-. Las novedades se sucedían: que si empezaba el casting, que si fichaban a Beatriz Montañez; que si estaban ya rodando… y a cada nuevo dato crecía mi curiosidad y mis expectativas.

Tengo que precisar que no he visto la webserie en la que se basa, así que solo puedo opinar de la película como producto aislado. Tal vez, si estuviera familiarizada con el universo de la serie y los personajes, mi percepción del film sea distinta. Dicho esto…

Primera impresión y… primer escollo… Uhm, a ver cómo digo esto:
Me da la sensación de que detrás de la peli hay mucho entusiasmo y ganas y se agradece el esfuerzo, pero… el resultado es un poco acartonado. De chica en chica es una comedia coral, de enredo que conecta a varios personajes, en Madrid, durante una fiesta en el transcurso de la cual sucederán los habituales malentendidos, confusiones (y confesiones), y donde los personajes tendrán que saldar deudas con el pasado. La protagonista, Inés, una mujer que abandonó a su chica en el altar y cuando ésta estaba embarazada vuelve a visitar a su ex (no sé sabe muy bien por qué) 10 años después y tendrá que afrontar lo que dejó al irse, entre otras cosas, una hija que se cuestiona cómo fue concebida…
Creo que el principal problema (para mí) es que la peli es un conjunto de clichés y situaciones ya muy vistas en comedia. Va a caballo entre Almodóvar (Mujeres al Borde de un Ataque… planea por ahí) y alguna comedia americana estándar, pero le falta mucha chispa.

A veces parece que quiera inclinarse pretendidamente hacia lo absurdo, como en el arranque en Miami que es un poco «pulp», pero se queda a medio camino.

 

En todo caso, es siempre bienvenida una peli de mujeres lesbianas, desenfadada y sin complejos y que se ha estrenado en los cines españoles (con todo el esfuerzo que eso supone en todos los niveles).     Además, aporta visibilidad a nuevos modelos familiares con naturalidad y frescura y de eso no vamos sobrad@s. En ese sentido, tiene toda mi admiración y mi apoyo. Sinceramente, le deseo éxito en las pantallas. Más allá de sus puntos débiles, la peli aguanta el ritmo y está rodada con solvencia ¡¡y más si pensamos en el ajustado presupuesto!!)
Lástima que, ya que se hace ese titánico trabajo de conseguir llevar adelante la película, no se exija (o no se perciba) un poco más de calidad en el guion y más aprovechamiento del casting (a mi juicio flojea la dirección de actores porque no l@s veo creíbles a ninguna@, pese a que se entregan). Destaco entre el grupo a Marina San José que me encanta y siempre está bien y a la jovencísima Mar Ayala en el papel de Candela.
La propia protagonista, Inés (interpretado por Celia Freijeiro) es un ejemplo de personaje plano donde los haya (un poquito en la línea de los de The L-Word), solo definido por su carácter de conquistadora de mujeres (llevado a extremos paródicos). Hubiera preferido que le dieran algún matiz más…
En definitiva, que si no fuera por la simpatía que me inspira el proyecto, tendría una opinión bastante pobre de la peli.
Destaco: la aparición de Jane Badler, icono de los ochenta gracias a su papel de Diana  en «V» y que aquí tiene un simpático papel de mujer despechada (y republicana). Reconozco que ese toque kitsch me ha conquistado.
Critico: que De chica en chica  no haya sido capaz de sobrepasar su voluntad de ser un -bastante burdo- remedo de comedia de enredo y punto. ¡Lástima!

 

 

El Club de lectura

Era un supermercado un poco destartalado.  Tenía parte del género en cajas de cartón abiertas. Ahí tenías que rebuscar en busca de las ofertas de galletas de chocolate o tortas de azúcar. Había de todo: te vendían unas gafas de buzo o una antena parabólica al lado del yogur griego tamaño XXL. Y allí estaba yo buscando un bote de pepinillos alemanes para la ensalada del club de lectura. Nos reuníamos los miércoles por la noche. Éramos siete y últimamente se nos hacía tan tarde que siempre acabábamos cenando cualquier cosa. Así que alguien había sugerido con buen juicio que instauráramos la noche del libro y la ensalada. Amelia, una de nuestras lectoras más participativas había estado rebuscando en mis armarios y había detectado la falta de pepinillos:

—Hay que comprarlos. Ya es bastante triste la ensalada si no. Yo es que con los pepinillos al menos me lleno un poco. ¿No hay un supermercado muy cerca de aquí?

Y no servía de nada discutir. Aunque yo sabía perfectamente que aquello era un capricho y que Amelia, a pesar de sus dietas, cenaba otra vez cuando llegaba a su casa. Por supuesto, ella no iba a ir al súper porque ya estaba muy ocupada ordenando unas fotocopias que se había permitido traer a la sesión con unas sesudas reflexiones que le había sugerido el libro de la semana.

—Una cosita así… que se me ocurrió sobre la marcha y que espero que no os aburra —me dijo con un suspiro de modestia.
La verdad, de eso no podía estar tan segura, Amelia tenía una oscura debilidad por la semiótica.

Estaban a punto de cerrar el súper. Yo ya había encontrado el alimento fetiche de Amelia y estaba en la caja. Delante tenía a un matrimonio que, a juzgar por su carrito, iba a hacer la compra para seis semanas. Eran los últimos clientes.

—¿Le importa que pase?—pregunté a la mujer—, sólo llevo esto.

—Lo siento, es que tenemos prisa —contestó forzando una sonrisa.

No había ninguna caja más abierta. Miré el reloj: nueve y diez. Tendríamos que estar empezando a comentar el libro. Hoy tocaba Sentido y sensibilidad.

—Verá, será un momento—insistí levantando los pepinillos—, sólo es una cosa.
—Pues si la quieres, te esperas, guapa. —La mujer me dio la espalda dando por terminada la conversación. Su marido empezó a poner cajas de leche en la cinta. La cajera, una chica joven de mirada clara y nombre sajón se encogió de hombros, mostrándome su solidaridad. Parecía cansada y se esforzaba por mantener la sonrisa.

Resoplé. A la mierda con los peinillos de Amelia. Dejé el bote junto a unos chicles y lancé un improperio fruto de mi frustración. Un tópico que fue rebatido por el matrimonio con otro tópico que cuestionaba mi educación en un tono algo más vulgar. Salí del súper. En la puerta me crucé con un hombre que exudaba rufianismo por cada poro de su piel. Un perrito que estaba atado a una farola cerca de la puerta también lo debió de detectar, porque gruñó insistentemente. Como me fiaba de su criterio, decidí no alejarme y observar desde la distancia.

Efectivamente, no pasó mucho tiempo sin que el hombre desvelara sus intenciones. Sacó un cuchillo pequeño y amenazó con él al matrimonio de la compra cuartelaria. Realmente, mi primera sensación fue de satisfacción. Eso era justicia poética. Ese matrimonio eran un par de cretinos egoístas, pero la chica de la caja me había caído bien. Quería ayudarla. Hice un pacto con el perrito de la puerta. El heroísmo iba a ser compartido. El hombre del cuchillo estaba apremiando a la chica para que vaciara la caja. Había que darse prisa. Desaté al perrito, que entró a toda pastilla en el super. No hizo falta que llamáramos a un traductor canino para explicarle el plan. Su animadversión hacia el asaltante permanecía intacta y corrió hacia él ladrando y armando escándalo. La táctica del despiste funcionó. El hombre miró al perro, desconcertado, sin saber si perseguirlo, amenazarlo o ceder ante él. Yo pude entrar y ganar su espalda y en una maniobra que fue más sencilla de lo que me gustaría admitir, desarmarlo. No era un atracador profesional y tampoco era muy fuerte. Aún así me pegó un pisotón monumental. La chica de la caja, Greta, según rezaba su escarapela, gritó. El hombre me empujó, clavándome su huesuda rodilla en el muslo y huyó. Nadie fue tras él, pero respiramos aliviados. Al menos estábamos a salvo todos. Hasta hice las paces con el matrimonio de amargados. El perrito acudió a celebrar el éxito de la operación. No sabíamos quién era su dueño. Resultó ser el compañero canino de un hombre que estaba en el videoclub de enfrente. Con el jaleo del atraco fallido, hubo que esperar a la policía, así que la noche fue cayendo. Cuando ya por fin me iba a casa, Greta me llamó y me alcanzó en la calle. Sonreía de una manera franca y hermosa, como sonríe la gente auténtica que da por sentado su nobleza de espíritu. Sacó un bote de peinillos y me los ofreció:

—Parecía que te hacían mucha ilusión.

Yo me reí y le conté la historia de Amelia  y del club de lectura.

—Me encanta Sentido y Sensiblidad —dijo—. Y opino que Marianne debería haberse casado con Willoughby y no con el coronel. Creo que el verdadero amor tiene que triunfar siempre.

Le hice saber que me parecía una opinión algo controvertida en cuanto a que no estaba claro que Willoughby no fuera otra cosa que un interesado playboy, y en cambio el coronel Brandon era bueno y una mejor opción para Marianne. Pero Greta sentía que la pasión no se puede encauzar hacia lo más recomendable, no al menos sin pagar el precio de la cobarde resignación.

Invité a Greta a nuestra sesión. Si nos dábamos prisa aún podíamos llegar. Cuando abrí la puerta de mi casa, la luz estaba encendida. Llamé a Amelia, pero no respondió nadie. Entré con Greta al salón. Allí estaban mis amigos del club de lectura sentados en sus sillones y todos sin excepción… profundamente dormidos. Algunos tenían la cabeza echada hacia atrás, otros apoyaban la barbilla en el pecho. Algún que otro ronquido planeaba por la sala.

—¿Esto es normal? —preguntó  Greta.

Amelia estaba en una silla frente al resto de amigos. Tenía algunos folios sobre las rodillas. Otros habían caído a sus pies. También se había quedado frita. Parecía haber sucumbido a su propia exposición.

—Hoy es una noche un poco atípica —convine.

Yo seguía con los pepinillos en la mano. Si conseguíamos resucitar al grupo, aún podíamos seguir hablando de Sentido y Sensibilidad. Seguramente ya era tarde para la ensalada. Amelia dio un cabezazo. Pareció que iba a despertarse, pero, en el último momento, cayó de nuevo en su sopor.
Greta me cogió de la mano:

—¿Qué te parece si los dejamos aquí y nos vamos a cenar tú y yo?

Sonreí. No sé si aquello demostraba mucha sensibilidad, pero me pareció que tenía mucho, mucho sentido.