El cuento visto por John Cheever

L@s que disfrutamos con los relatos, tenemos ocasión de ampliar nuestra idea del género a través de la lectura directa y también (excelente complemento) a través de la sensibilidad de sus autor@s destacad@s, expresada en reflexiones como las que os dejo hoy.

John Cheever (1912-1982) es uno de los grandes, sin duda. Y esto opinaba del cuento:

«Un cuento o relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas a que te saquen una muela. El cuento corto tiene en la vida, me parece a mí, una gran función. Es, también en un sentido muy especial, un eficaz bálsamo para el dolor: en un telesilla que te lleva a la pista de esquí y que se queda atascado a mitad de camino, en un bote que se hunde, frente a un doctor que mira fijo tus radiografías… Pasamos el tiempo esperando una contraorden para nuestra muerte y cuando no tienes tiempo suficiente para una novela, bueno, ahí está el cuento corto. Estoy muy seguro de que, en el momento exacto de la muerte, uno se cuenta a sí mismo un cuento y no una novela».

Y es que el cuento proporciona la ocasión de detener el mundo mientras este, paradójicamente, sigue girando.

Deja al descubierto un solo lado de una piedra multifacética y lo hace en apenas un instante durante el cual algo  se nos regala, idealmente  sin sermones, con honestidad (honestidad no exenta  en ocasiones de dolor). Pero vale la pena. Un puñetazo en el estómago puede ser un regalo si te ayuda a empatizar con el sufrimiento ajeno.

La vida en el cuento no es despliegue, sino concentración. Me gusta la imagen del microscopio, que revela vidas insospechadas, alegrías o tragedias escondidas, inapreciables a cierta distancia (pero que ahí están).

¿Y los lectores? En Why I Write Short Stories, publicado en Newsweek en 1978, John Cheever afirmaba:

«¿Quién lee cuentos?, uno se pregunta, y me gusta pensar que los leen hombres y mujeres en las salas de espera; que los leen en viajes aéreos transcontinentales en lugar de ver películas banales y vulgares para matar el tiempo; que los leen hombres y mujeres sagaces y bien informados quienes parecen sentir que la ficción narrativa bien puede contribuir a nuestra comprensión de unos y otros y, algunas veces, del confuso mundo que nos rodea.

Y a continuación más sugerentes aportaciones del relato:

La novela, en toda su grandeza, exige, al menos, algún conocimiento de las unidades clásicas, que preservan ese lazo misterioso entre la estética y la moral; pero que esta antigüedad inexorable excluyera la novedad en nuestras formas de vida sería lamentable. Algunos conocemos esta novedad a través de La guerra de las galaxias, otros a través de la melancolía que sigue al error cometido por un jugador que no batea en las últimas entradas de un partido de béisbol. En la búsqueda de esta novedad, la pintura contemporánea parece haber perdido el lenguaje del paisaje y —mucho más importante— del desnudo. La música moderna se ha separado de aquellos ritmos profundamente enraizados en nuestra memoria, pero la literatura aún posee la narrativa —el cuento— y uno defendería esto con la propia vida.

En los cuentos de mis estimados colegas —y en algunos míos— encuentro esas casas de verano alquiladas, esos amores de una noche, y esos lazos extraviados que desconciertan la estética tradicional. No somos nómadas, pero —sin embargo— subsiste más que una insinuación de esto en el espíritu de nuestro gran país, y el cuento es la literatura del nómada».

El cuento es versátil, nómada, múltiple e infinito (pese a su brevedad). Tantas cosas caben en él. Del mismo modo que siete notas musicales dan vida a nuevas melodías cada vez.

Cada historia aporta algo nuevo, sorprende, conmueve y  a lo mejor aburre (sí, podría pasar), porque el cuento es humano, no divino, y por eso mismo ilumina nuestra humanidad.

Diez minutos de viaje profundo o ligero, un viaje del que te puedes llevar siempre algo de vuelta al mundo ordinario. Una sonrisa, una reflexión, un escalofrío… quizá porque, como dice Cheever, el relato de ficción hace más amena esa espera y ofrece consuelo para —también— aceptar serenamente nuestra mortalidad.

Escribir un libro al año

Decía Annie Dillard en su libro Vivir, escribir (1989):

De los cuatro mil quinientos millones de habitantes que tiene la tierra, tal vez sean veinte las personas capaces de escribir un libro en un año. También hay forzudos que levantan un coche en vilo. Hay gente que participa en carreras de trineos de una semana de duración, gente que se tira por las cataratas del Niágara dentro de un barril, o que pilota un avión a bordo del cual pasa por el Arco del Triunfo. Hay mujeres que paren sin dolor. Hay gente que devora coches. No hay vocación que tome por norma los extremos de la condición humana.  Escribir un libro, dedicándole todo el tiempo del día, es una tarea que dura entre dos y diez años.

Me pregunto si esto sigue siendo válido en 2019. Da un poco de risa atreverse a deducir que, en un mundo de siete mil millones de habitantes, puedan ser cuarenta las personas capaces de escribir un libro en un año. Por el contrario, ahora serán como mucho cuarenta en todo el planeta las que se tomen ese tiempo para escribir.

Sí, qué novedad, ya lo sabemos: el mundo se ha acelerado y la información multiplicado. No es culpa ni mérito de nadie. No es que antes los escritores estuvieran espesos o fueran un poquito vagos, es que el mundo gira más deprisa y la tecnología nos da las herramientas para producir más. ¿Por qué no aprovecharlas? Indudablemente las cosas son más fáciles ahora, pero también, sí… más difíciles. Basta con echar un vistazo alrededor. Las novedades desaparecen de las estanterías de las tiendas (virtuales o no) en semanas y quedan sepultadas por nuevas novedades  (clarificadora redundancia). En el catálogo de Amazon cada minuto que pasa -sin ventas- supone una palada de tierra sobre tu tumba de autor/a visible. Visto así, proporciona más consuelo pensar que se ha invertido poco tiempo en tan efímera obra.

La cosa no para ahí. Por todas partes hay prisa. Así lo expresan libros como: Escriba una novela en 90 días; Cómo escribir cinco mil palabras al día. O  Escribir deprisa: cómo escribir algo a la velocidad de la luz. O el fantástico NaNoWriMo (concurso para escribir una novela en un mes, que -una cosa no quita la otra- tiene a su favor el ser una plataforma motivadora y con una gran comunidad de seguidores).

Yo soy afortunada y no estoy sometida a presiones editoriales o de mercado, pero, aún así, una de las cosas que más me preguntan cuando cuento que he (auto)publicado un libro es: «¿Y ahora qué?, ¿para cuándo el próximo?»  No es que no agradezca el interés y el empuje (al contrario), pero, ¿qué hay de no convertirlo todo en fast-food?

Es esa misma prisa la que nos roba la calma también al leer. Y nos suben las pulsaciones con los retos de a ver quién lee más libros al año en Goodreads, o con las ideas para leer más en menos tiempo. O con esos resúmenes de obras clásicas  que ya nadie tiene paciencia de leer. «¿Una descripción que se alarga tres páginas?, anda ya!» La presión de rendimiento anula el placer y vamos de una historia a otra, incapaces de recordar si la protagonista tenía los ojos verdes o negros, mirando de reojo la pila de libros que espera en la mesita y tentados por la oferta de Kindle Unlimited (lee hasta que revientes por un módico precio al mes), que a mí me hace pensar en los paseos, plato en mano, por los buffets libres llenos de glutamato o los desafíos esos tan bizarros: ¿quién es capaz de comerse más huevos cocidos en 50 minutos?

Creo que ya todos intuimos a estas alturas que más oferta no es más libertad y que la paciencia como lector@s y autor@s puede brindarnos obras de más profundad y por consiguiente experiencias más sutiles.

Es cosa de todo@s.

¿Cómo apreciar un texto con prisa?, sus matices, su música, la inmersión  que propone en un mundo ajeno, la invitación a vivir otra vida. Vivirla, no mirarla por encima con el cronómetro en la mano. ¿Y qué hay de darse después de la lectura una pausa para asimilar e integrar lo leído? ¿Suena a quimera?

¿Y cómo escribir un texto con prisa, cómo dedicarle el tiempo necesario si rige la urgencia por cumplir con un marcador y la presión (o avidez) por alimentar a un mercado adicto a las «chocolatinas» del vending? En esa carrera de autos locos no importa tanto la calidad como la cantidad. Y el circulo vicioso se alimenta por ambas partes. Libros malos, consumo rápido. Poca satisfacción.  Ah, pero la inmediatez, qué subidón da. Eso siempre. Más. Otra. Y otra. ¡Qué parecido a jugar a las tragaperras!

Por supuesto, en estas cosas, cada uno tiene su criterio y su gusto. Escribir y leer es una actividad muy personal y privada que cada uno gestiona como mejor considera, pero también es pública y social y quizá reflexionar en conjunto sea útil.

Seguramente eso de reducir la marcha es más fácil de decir que de hacer. Sucede en la vida real. Es contagioso. Ves un grupo de gente corriendo y ya eres incapaz de seguir con tu lento deambular. El tic-tac manda ahora y habrá que asistir al baile, ¿verdad?

«Nadie sospecha que los días son dioses». Lo dijo una vez Waldo Emerson (1803-1882), y nadie mejor que él entendió la experiencia del retiro y la reflexión.

Bueno, por desgracia, para nosotr@s, algunos dioses habrán muerto en vano y algunos libros tendrán escasísima esencia divina.

Miss Lonelyhearts

Nueva York, 1930. Imagina a un hombre blanco, culto, 26 años… Todo un WASP.

Ese hombre entra a trabajar en un periódico y le asignan la columna de Miss Lonelyhearts (Srta. Corazones solitarios). Su trabajo consiste en contestar a las cartas que las lectoras (mayoría de mujeres) envían a Miss Lonelyhearts en busca de consejo. Al principio, todo es como una broma: corazones rotos, suspiros y esas tonterías. Pero esas cartas, día tras día, van pesando porque también muestran dolor. Son cartas sobre asuntos cotidianos, quizá no excepcionales y por eso mismo, son terroríficas. En ellas hay violencia doméstica, mujeres explotadas y desesperadas, abusos sexuales… hombres y mujeres llevando vidas desgraciadas. Miseria cotidiana pero también algún toque grotesco (el marido loco que se esconde bajo la cama esperando el momento de aterrorizar a su mujer; una adolescente sin nariz que anhela tener novio…).

Ante todo este dolor, Miss Lonelyhearts ha de ofrecer consuelo, esperanza. Una respuesta. Pero, ¿cuál es la respuesta?

Miss Lonelyhearts cree en Cristo como respuesta. Shrike, el editor jefe del periódico, un contrapunto irónico, para quien todo es una broma, habla de Cristo como el Miss Lonelyhearts de Miss Lonelyhearts. Pero Cristo calla y nuestro hombre ya no puede contestar las cartas. Se siente profundamente afectado por el sufrimiento que hay en ellas.

En su solitaria habitación, ante un crucifijo, Miss Lonelyhearts lee Los hermanos Karamazov (Dostoyewski no es casual aquí, claro). Su existencia es tan solitaria como vacía. Busca sentido bebiendo en licoreras clandestinas (la Ley Seca estuvo vigente hasta diciembre de 1933), en el sexo (que, o se le niega o no mitiga su frío), en el arte… Miss Lonelyhearts no es un santo. Hay violencia y crueldad en él (borracho, con sus amigos, sacrifica a un cordero vivo; maltrata a un anciano…).

Ante ese vacío que siente, podría casarse con Betty, una buena chica, y tal vez salvarse. Ella cree que la respuesta a su angustia es salir de la ciudad (y alejarse de lo mecánico, lo superficial), pero eso… tampoco funciona y Miss Lonelyhearts está cada vez más enfermo y desconectado de la realidad.

Tal vez la respuesta podría estar en el orden, en los patrones previsibles y en la perfección, o en la confianza que dan los números, pero… oh!, vaya, la vida tiende a la entropía a pesar de los esfuerzos de hombres y mujeres.

¿Qué tal la broma como defensa? Acaba siendo una mascarada que tampoco basta.

Y es que Miss Lonelyhearts es como un sacerdote del siglo XX, pero uno que no es capaz de dar consuelo.

El desenlace de la historia es trágico y absurdo (como si en el fondo la vida fuera una mala broma, sí). Recuerda al fatalismo que hay en El Gran Gatsby (1925). En ambos encontramos personajes sirviéndose highballs y tratando de encontrar un sentido a la existencia humana. Al fin y al cabo, Nathanael West, el autor de esta novela, también fue integrante de la Generación Perdida.

Es triste este pequeño libro. Al igual que El día de la langosta (considerada la obra maestra de West), Miss Lonelyhearts (1933) nos trae la amargura tras los felices veinte y el crack del 29, con el consiguiente vacío moral de la época. La Gran Depresión y… la Gran Decepcion. ¿Dónde está el sueño americano? O, sin ser tan abstractos, ¿qué hace una mujer cuando se acaban las promesas de la luna de miel y comprende que su vida va a ser cristiana, respetable y… desesperada?

Aunque intuimos que la fiesta no será eterna, en El Gran Gatsby encontramos quizá el alivio que da la mirada ponderada del narrador, testigo de la historia de Gatsby y que ofrece al lector un lugar donde posicionarse más cómodamente. Aquí estamos demasiado cerca de Miss Lonelheaerts y su dolor y queda poco consuelo.

Nathanael West (1903- 1940) fue íntimo amigo de Francis Scott Fitgerald. Murió en California, en un accidente de coche junto a su pareja, Eileen McKenny. Un día antes, Fitgerald había muerto de un ataque al corazón.

Dorotyhy Parker dijo una vez de él: «Salvajemente divertido, desesperadamente triste, brutal y amable, furioso y paciente, no hubo otro como Nathanael West».

**foto de Asheville Citizen-Times**